Capítulo 1.

¨Curioso¨.

De entre todas las palabras habidas y por haber, esta es sin lugar a dudas la primera que pasa por mi mente nada más coger mi pluma.

Realmente, no sé muy bien qué es lo que me ha llevado hoy a este lugar, hacia mi escritorio en mi habitación personal; hoy, que precisamente se podría decir que tengo un día ¨libre¨, después de tres fastidiosas y largas semanas de rellenar actas y firmar formularios comerciales que ayer mismo fueron enviados al reino de Rohan.

Es un esplendoroso y soleado día de primavera; de mayo, para ser más exactos. Trece de mayo: mañana, mi hija, Ardhoniel, cumplirá 14 años; o, lo que es igual, seis añitos humanos. Aún hay gente que no se acostumbra al legado de mi madre, Arwen; ven antinatural que los herederos de Gondor gocemos de la plenitud de los elfos, y que podamos decidir si vivir para siempre como ellos o morir como el resto de mortales. Algunos elfos piensan que la mortalidad es un don; mientras que la mayoría de humanos darían lo que fuera por el secreto de la longevidad antinatural. Y yo, que he tenido en cada palma de mi mano una virtud u otra a elegir, varias veces me he preguntado: ¿cuál es mejor? ¿Es la bella gente la que se equivoca, o son los hombres? A mis ochenta y ocho años, he llegado a la conclusión de que el simple hecho de hacerse esta pregunta de un modo objetivo es una sandez: todo en esta vida es demasiado relativo como para querer abrirle la cabeza a los demás.

Yo, por mi parte, elegí la inmortalidad, aunque durante la mayor parte de mi joven vida hubiera creído tener claro que escogería el camino de la muerte, como bien hará mi madre al seguir a mi padre. Sin embargo, tuve que madurar un poco más, para entender en carne propia por qué ella tomó esa elección; y por qué yo, que siempre la he admirado y querido por encima de todas las cosas, podría algún día escoger el sendero opuesto.

Y esta es, supongo, la razón por la cual he decidido tomar esta mañana el tedioso y rutinario camino hacia mi escritorio de nuevo; sentarme frente a mi querido mueble de madera, sintiendo cómo la luz del sol penetra a través de la ventana entreabierta a mi derecha, oliendo con regusto el té que yo mismo me preparo todas las mañanas (una costumbre que, he de decir, he imitado de mi querida esposa), y, agarrando mi pluma blanca y hundiéndola en el tintero, me he dispuesto a dejar plasmada en palabras, sobre papel, mi vida, desde que tengo un vago recuerdo de ella.

Mi querida niña, Ardhoniel, la luz de mis ojos, aún eres muy joven, y sigues disfrutando de la felicidad pura e inagotable que solamente la infancia es capaz de proporcionarnos; pero algún día (y aunque me duela aceptarlo) mi princesita crecerá, y dejará paso a una bella joven que poco a poco se deberá ir enfrentando a todos los obstáculos que la vida le depara. Y no tardarás, hija mía, en descubrir que no eres una niña cualquiera: ver envejecer a tus amigos, a tus seres queridos, mientras que tú aún estás en la primavera de la vida es algo difícil por lo que solamente los miembros de esta familia tendremos que pasar. Elecciones difíciles se plantarán ante tus ojos, y tu cabeza hará amago de estallar más de una vez.

Y por eso, este libro irá para tí. No es mi deseo, ni mucho menos, que sigas los mismos pasos que tu padre ha seguido; solamente deseo (y espero) que estas viejas y roídas páginas te den alguna vez el coraje y la fuerza que necesitarás para continuar adelante; y así, comprenderás que no has estado nunca sola, y que nunca lo estarás.

Como ya dije anteriormente, ¨curioso¨ es la primera palabra que se me pasó por el cerebro al comenzar a escribir. Buscaba yo un adjetivo capaz de describir mis largos y a la vez cortos años vividos, y ese fue el primero que se me ocurrió. ¿Por qué? Porque supongo que mi biografía no ha sido muy normal que digamos, pero tampoco ha sido mala ni desagradable; no, al menos, la mayoría de las veces. Y, aunque no voy a negar que el dolor y la tristeza me han amparado en más de una ocasión, jamás me he arrepentido de sentir esas emociones, tan comunes y necesarias en la existencia de todo ser vivo como lo son la alegría o el gozo.

No diré que mi familia no haya sido muy normal: mis dos padres han sido mi sustento durante muchos años, y supongo que aún lo siguen siendo. Mi madre, en especial, ha sido siempre como mi columna vertebral. La mayoría de las personas erran al pensar que mi figura paterna ha sido la más cercana a mí, y de la que más he aprendido. No es que no ame a mi padre (ni mucho menos), pero, no sabría decir por qué, mi madre, la elfa Arwen, hija de lord Elrond, siempre ha sido mi brazo derecho. De mi padre he aprendido todas las lecciones necesarias para llegar a ser un gran Rey, cierto (aunque sé ahora que jamás lo igualaré); pero de mi progenitora he adquirido casi todos los conocimientos necesarios para defenderme ante la vida.

Curiosamente, mis hermanas siempre han sentido mucha más predilección por mi padre. Somos cuatro allegados, en total: Aylla, la inteligente y perspicaz (a veces, demasiado repelente); Heyren, la bruta y tozuda, amante de las armas y de los caballos, pero leal y servicial como nadie; y la pequeña Lienna, la niña mimada de la familia por excelencia. Y yo, el hermano mayor. Lamento decir que nunca hemos estado especialmente unidos, pero ciertamente los cuatro hemos sido siempre bastante independientes. Ahora que os veo a mis dos hijas jugar constantemente juntas, desearía haber compartido ese lazo fraternal con mis hermanas.

Nunca conocí a ninguno de mis abuelos, algo que, supongo, ha dejado una pequeña huella en el fondo de mi alma. Muchas veces he sentido que con mis dos padres no tenía suficiente apoyo para continuar caminando. Sin embargo, sí que he tenido muchos ¨tíos¨, o algo similar: los amigos de mis progenitores.

Todos conocen ya, supongo, la historia de la mítica Compañía del Anillo, así que tampoco me detendré mucho en ese aspecto. La casa de Rohan siempre ha estado muy ligada a la mía, desde que nací e incluso antes. Hasta puedo recordar bien haber conocido a dos curiosos personajes de la Comarca, que me visitaron cuando yo aún era muy pequeño: Merry y Pippin, los dos hobbits de la Compañía que aún nos asistían de vez en cuando, aunque hace ya mucho que no sé de ellos.

Sin embargo, si he de nombrar a dos personas que siempre han estado a mi lado, o, al menos, el máximo de tiempo del que han disponido, esas son un elfo y un enano muy queridos: Legolas y Gimli. Mejores amigos de mi padre, de ellos aprendí la verdadera fuerza de la amistad. Eran como hermanos, inseparables y leales los unos a los otros, a pesar de sus muchas diferencias.

A Gimli era algo más complicado verlo por aquí cerca, pues él vivía algo alejado de los confines de Gondor. Nuestro amado enano fue el segundo en tomar esposa, después de mi padre: una enana, de un nombre tan complicado de escribir que me veo imposibilitado de hacerlo, fue la afortunada. Una belleza exótica y un genio de mil demonios eran sus principales cualidades. Recuerdo que me daba tanto miedo acercarme a ella cuando era pequeño que más de una vez recibí una regañina por parte de mis padres. Él tuvo varios hijos, pero, sin lugar a dudas, es al primero de ellos al cual le deberé dedicar una gran dedicatoria en mis escritos: Kûllark. Aunque cuando creció se convirtió en un enano fuerte, osado en cuanto a cuestiones bélicas, temido por sus enemigos, gran cazador y minero de las profundidades, con una barba larga y rizada que le llegaba al suelo... una sonrisa irónica no puede escapar de mis labios al recordar a una persona completamente distinta: un niño algo delgaducho, un tanto patoso, no muy avispado, y sin un rastro de vello en su inmaculada cara; pero que para mí fue mi más inseparable compañero de juegos, de travesuras y de fidelidades que jamás he tenido.

Querida Ardhoniel, cuando pasen los años y compruebes que tus amigas crecen más rápido que tú, te lastimará comprobar cómo las personas podemos llegar a cambiar de la noche a la mañana, debido a ese temido enemigo llamado ¨pubertad¨ y a su (más de una vez) estúpida compañera, la adolescencia. Muchas personas creen madurar al pasar por esas etapas, cuando lo único que hacemos es volvernos un tanto imbéciles; por desgracia, hay algunos que creen haber alcanzado su mayor grado espiritual a los dieciséis años, y deciden quedarse en esa etapa por toda su vida, sin evolucionar más. No diré que ese fue el caso de mi fiel amigo, pero reconoceré que su brusco cambio, tan rápido para mí, fue algo de lo que nunca he sido capaz de recuperarme del todo.

Legolas fue el último del ¨clan¨ en casarse: al parecer, le costó mucho decidirse.

Niêmbelleth, una elfa bella, liviana, sutil y agradable como el fresco viento de primavera. Ella era todo lo contrario a la esposa de nuestro Gimli; aunque he de decir que con los años me he dado cuenta de que, por muy hermosa que la primera fuera y por muy terca que fuera la segunda, los sentidos de la inteligencia y de la fuerte voluntad fueron a parar a la más ¨desagradable¨ de las dos. Ya aprenderás (y espero que nunca aceptes) que el cerebro y el carácter siguen sin ser unas bonitas cualidades en las mujeres a ojos de los hombres.

Niêmbelleth y Legolas se conocían de muchos años atrás, y él estaba perdidamente enamorado de ella, aunque le costó mucho aceptarlo. Irónicamente, yo siempre me estuve preguntando cómo podría haber sido posible que una persona tardara tanto en declarársele a otra, sabiendo de sobra que el sentimiento era mutuo. Más me hubiera valido callar.

Ambos tuvieron una sola hija: Caladhiel. Ella nació tan solo un par de años después de que lo hiciera yo. Físicamente, era casi idéntica a su padre: rubia, con el rostro sereno y las cejas rectas, los ojos grandes y castaños (el color de ojos fue lo único que heredó por vía materna). Su nariz era recta, sus labios carnosos y de un color rojizo. Su piel era pálida, aunque sus mejillas siempre estaban algo sonrosadas. Y su sonrisa era, si no la más bonita, muy amplia, dejando entrever sus dientes perfectamente alineados y blancos.

Muchos no supieron si catalogarla como bella, o no; yo diré que siempre tuve una imagen de ella como una niña muy bonita. Pero el físico era algo casi secundario en Caladhiel: era inteligentísima, imaginativa, y muy sensible. El manejo de las armas nunca fue su punto fuerte, pero muy a menudo uno podía verla leyendo o estudiando, si no trepando a los árboles o haciendo el tonto (aunque estas últimas prácticas las fue perdiendo a medida que crecía). Fue durante toda su vida el ojito derecho de su adar, que la adoraba y la mimaba sin dilaciones.

Explicar a grandes rasgos mi relación con Caladhiel es algo complicado, pues ha variado muchísimo a lo largo de los años. Sí que puedo decir que, cuando era muy, muy pequeño, siempre tuve una mejor amistad con Kûllark. Esto es también algo normal entre niños, llevarse mejor con otros de su mismo género. Solíamos pensar que todas las niñas eran crías estúpidas, cursis y lloricas; aunque no quisiéramos aceptar que Caladhiel nos atemorizaba en más de una ocasión.

Sin embargo, y a pesar de que lo más sensato sería empezar por el principio, haré un paréntesis y comenzaré el relato por uno de los días más determinantes de mi vida; si bien, ahora lo recuerdo de una manera completamente distinta a como lo hacía por aquel entonces.

El día que me prometieron en matrimonio.

Yo tenía por entonces treinta y ocho años; catorce años humanos. Edad mala. Aún me puedo ver a mí mismo, de pie en el salón del trono: a un costado, todos los cortesanos de palacio; al otro, mi padre, bendiciendo la futura unión. Y, a mi frente, la muchacha más bella que en mi vida había conocido. Annirien, una joven, hija de un noble de Rohan. Mi padre pretendía así afianzar la relación entre nuestros dos reinos. Claramente, antes de mover ninguna pieza, me preguntó mi opinión personal. Yo, al ver al monumento que se me ofrecía en bandeja de plata, no pude ni quise negarme.

Aún recuerdo su piel pálida, pero tersa y brillante; sus ojos azules, claros y cristalinos. Su nariz chata; su cabello negro cayéndole por los hombros desnudos. Sus brillantes labios rebosantes de carmín. Su cuerpo perfecto de adolescente. Y, sobre todo, recuerdo vívidamente su mirada: una mirada seductora, traviesa, peligrosa, que provocaba que mis hormonas recorrieran todo mi cuerpo a una velocidad de vértigo, que un cosquilleo gustoso atravesara mi piel, y... bueno, un sinfín de sensaciones más, las cuales ya experimentarás y no será necesario así que algún día me mates por leer unas palabras tan embarazosas por parte de tu padre.

Su mirada podía atravesar muros, encender hogueras; por ese entonces, en mi inocente ignorancia, yo pensaba que esas miradas solamente estaban dirigidas a mí. Y a mí me gustaban: vaya que si me gustaban.

Yo, que siempre he sido un romántico un tanto empedernido, estaba seguro de que estaba enamorado: ni hoy en día sabría decir si llegué a estarlo o no, pues solamente he amado a una mujer dos veces, y las dos de una manera completamente distinta. Tampoco sabría decir si ella llegó a amarme; me gusta creer que sí. Pero sí que existía entre nosotros una atracción muy fuerte, un deseo tan pasional pero a la vez tan fantástico como solamente los adolescentes pueden sentir. Nos gustaba fingir que lo nuestro era un amor prohibido, que nadie podía vernos ni saber de lo nuestro, aunque realmente existía un documento que alababa nuestra unión matrimonial en un período de tres años, antes de que ella perdiera la flor de la juventud. Una vez casado, yo elegiría el camino de la mortalidad.

Pero nosotros no podíamos esperar tanto tiempo.

Mi sabia madre, que siempre se preocupó de mí, se opuso desde un principio a nuestro precipitado casamiento. Cómo podría yo, un niño, casarme a una edad tan temprana, y además, pagar mi preciada mortalidad para ello... Yo la miraba como a una loca cuando hablaba de ese tema. Creo que esa fue la primera y última vez que no le hice caso.

Mi aspecto físico no distaba mucho del actual: pelo castaño recortado a la altura de los hombros, ojos color miel, sonrisa divertida, rostro infantilón e imberbe, altura prominente... Tampoco mi personalidad ha variado mucho a lo largo de los años. Por eso, al echar la mirada atrás y ver de nuevo a ese niño soñador y lleno de ilusiones ante su juventud, no veo exactamente a un extraño.

Mi padre terminó de pronunciar esas pragmáticas palabras que deberían de servir para casarnos dentro de no mucho tiempo, pero a mí lo único que me importaba era estar con mi musa todo el tiempo del que dispusiera, sin importarme ni el futuro ni las formalidades.

Apreté las manos de Annirien más fuertemente entre las mías, mientras escuchaba el lejano y sordo sonido de los aplausos de fondo. Sería una buena noticia para el reino el saber que su Príncipe iba a casarse con una bella dama, sin duda. Ese tipo de distracciones populistas siempre han importado más que otros temas más importantes.

Cuando el ambiente de la sala comenzó a relajarse un poco, agarré a mi amada suavemente de un brazo, y la arrastré tras de mí a un lugar alejado de todo aquel barullo.

Una vez hubimos atravesado todo el gentío, salimos al exterior, donde el sol resplandecía débilmente sobre nuestras cabezas. Era un mes de noviembre algo más frío de lo habitual.

Desde aquella enorme explanada, uno podía admirar con total plenitud la ciudadela blanca de Minas Tirith, así como las tierras que pertenecían a mi linaje en toda su gloria. Ante esa eminente perspectiva y con mi bella muchacha en brazos, yo me sentía entonces el Rey de la Tierra Media; percibía el vibrar del mundo bajo mis pies.

-Ven - le dije, sonriente, a Annirien, llevándola a un lugar resguardado junto al muro de palacio.

Una vez alejados de posibles (e invisibles) miradas indiscretas, ambos nos besamos como ya llevábamos tiempo haciendo. La pasión desaforada que nos brindaban nuestros cuerpos nos quitaban la respiración e incluso parte de nuestras fuerzas. Podía sentir cómo mi cabeza daba vueltas más de una vez, pero sentir sus labios y su húmedo aliento sobre los míos me bastaba para vivir.

Para cuando nos separamos, nuestras mejillas ardían contra el frío viento de la mañana.

-Me siento incómoda - me dijo ella, con su voz de campanilla. -Preferiría estar en un lugar más cálido.

-Claro que sí. Ven.

Correteando calle abajo, y sin soltarnos las manos, nos dirigimos a uno de mis lugares favoritos de toda la ciudad. Era una especie de palomar circular edificado entre dos muros y techado, de manera que quedaba aislado de cualquier intemperie climática; fue derruido hace ya algunos años por su poca utilidad. Allí solíamos pasar el rato mis amigos y yo cuando éramos jóvenes; y no se me ocurrió pensar que ese día, alguien aparte de mí podría haber ido a buscar refugio a ese lugar.

Para cuando Annirien y yo hubimos puesto un pie allá, sus manos atraparon mi túnica color gris y me atrajeron hacia sus deseosos labios de nuevo. Tan aislados estábamos en nuestra burbuja, que tuvo que pasar un rato hasta que nos dimos cuenta de que no estábamos solos.

-Pero ¿qué...? - exclamó ella, con un gritito avergonzado, alejándose de mí bruscamente. Yo me dí la vuelta con rapidez. Dos figuras femeninas estaban sentadas en las escaleras que estaban adheridas a uno de los muros.

-¿Las conoces? - me preguntó Annirien, claramente enfadada.

-Yo... - intenté excusarme, sin apartar la mirada de mis dos amigas.

-Olvídalo - me cortó ella, alejándose calle arriba, roja como un tomate. No intenté detenerla, pues mi atención estaba fijada en otra cosa.

Y es que, al lado de la joven Kiaram, estaba sentada mi mejor amiga. Sus ojos estaban rojos de tanto llorar, y en sus mejillas aún quedaban restos húmedos de lágrimas recientes. Su mirada denotaba un dolor tan angustioso, tan triste, tan desolador, que sentí como si mil cuchillos atravesaran mi alma de mitad a mitad. Jamás olvidaré esa sensación. Jamás olvidaré esa culpabilidad, aunque aún no entendía qué era lo que había hecho mal.

-Cal... - comencé a decir, dando un tembloroso paso hacia delante; pero ella fue más rápida. Girando su rostro hacia otro lado, se levantó rápidamente de las escalerillas y salió corriendo calle abajo. No me dio tiempo a explicarme.

-¿Qué ocurre? - le pregunté a Kiaram.

-¿De veras, Eldarion? - me preguntó, a modo de respuesta. -¿De entre todos los sitios de esta ciudad, has tenido que venir a este?

-Pero ¿qué acaba de pasar? No lo entiendo.

-Eldarion, tú sólo... déjala en paz. Por favor. (...) Y dile a tu novia que tenga más tacto.

Y, acto seguido, me dejó ella también.