Hola, aqui les traigo la segunda historia de la serie Midnight de Lisa Marie Rice, espero que les guste tanto como a mi.
MIDNIGHT RUN
PROLOGO
Alice Brandon ha estado muy enferma, pero ahora está bien, muy bien, y con ganas de ir de juerga. Bueno, de sexo. En su primera salida en el tempestuoso mundo de las citas atrapa a Jazz, un macizo alto, sexy y guapo. Se lo ha ganado a pulso, es su premio por no morir. Pero después de un fin de semana de sexo salvaje, descubre que él no es lo que ella pensaba que era.
El policía Jasper "Jazz" Whitlock no se puede creer lo que están viendo sus ojos. ¿Qué hace una "princesa" en una discoteca famosa por sus escándalos sexuales? Necesita que la rescaten y rescatar mujeres es que lo que a Jazz se le da mejor. Él la ha visto primero, y, como dice el refrán, quién lo encuentra se lo queda. Después de un fin de semana del sexo más ardiente que ha tenido en su vida, decide quedársela para siempre. Cuando ella se ve envuelta en un problema, él hace todo lo que está en sus manos para protegerla. Pero Alice no quiere que Jazz la proteja, lo quiere en su cama.
CAPÍTULO 1
Sábado, 12 de diciembre
El Warehouse, Portland, Oregón
Parecía una princesa perdida en el bosque, intentando encontrar el camino para volver al castillo.
¿Qué diablos hacía una mujer como aquella en el Warehouse?
El oficial Jasper "Jazz" Whitlock, de Homicidios de Portland, le dio un sorbo a la cerveza aunque no le apetecía y levantó los ojos para mirar a su derecha. A la princesa que había estado observando toda la noche.
Estaba de perfil en el otro extremo de la barra en forma de U, mirando a los que bailaban y hablando con una amiga de cabello rojo.
Jazz sabía quién era la amiga pelirroja. La había estado observando durante tres noches seguidas. Los clientes del Warehouse, la discoteca más escandalosa de Portland, eran una mezcla de ejecutivos modernos y las personas más despreciables de la sociedad, disfrutando cada uno de la compañía del otro. Empezaban calentándose en la pista de baile y acababan esnifando en los cuartos de baño. La amiga de la princesa trabajaba en alguna torre de oficinas y venía al Warehouse para liberarse de las tensiones y echar alguna cana al aire.
Sabía que la princesa no era así. La princesa era de otra clase.
Jazz también era de otra clase, pero estaba allí por trabajo al ser el experto en el crimen organizado internacional. El IOC, Centro Internacional de Operaciones y asesinato. Una volátil e interesante mezcla.
Había ido al Warehouse durante tres noches seguidas, esperando a Henry Farell, un chivato al que no podían localizar. Farell era el cuñado de Dimitri Vitali, el supuesto jefe de la mafia siberiana, que se había trasladado a Portland y hacía sus negocios en la Costa Oeste. La hermana de Farell, Heidi, estaba casada con Vitali. La semana pasada había acabado en el Hospital General de Portland con contusiones múltiples. Por una corazonada, Jazz había revisado todos los archivos de los hospitales en un radio de 160 kilómetros y encontró diferentes entradas de una mujer rusa de las mismas características que Heidi, tratada repetidamente de lesiones. Además de ser un importante criminal internacional, Vitali era un hijo de puta que pegaba a su esposa.
Farell había prometido proporcionar información sobre Dimitri Vitali y su representante James Carson, a cambio de ser admitidos él y su hermana en el Programa de Protección de Testigos. El lugar de encuentro para las negociaciones era el Warehouse, donde nadie se fijaría en ellos.
Hacía ya años que Jazz no trabajaba de policía secreto, pero se había ocupado de esto porque Vitali era sospechoso del asesinato de tres informadores. Vitali y Carson, el jefe de la mafia rusa y su hombre para todo en la Costa Oeste, estaban los primeros en su lista de cabrones para meter en chirona. Seguía cada pista que pudiera llevarle hasta ellos y encarcelarlos.
La primera vez que se había topado con el nombre de Carson había sido en relación a la muerte de una prostituta en Beaverton. La habían encontrado muerta en un cuarto sin ventanas y con la puerta cerrada y asegurada con clavos. Había muerto de hambre. Tenía marcas de latigazos en la espalda, algunos de ellos de hacía años, según el médico forense. Mientras se estaba muriendo, la mujer había grabado minuciosamente el nombre de James Carson en su brazo con un clavo oxidado.
Jazz había ido a ver a James Carson, uno de los hombres más ricos de Portland, a su lujosa oficina en el piso 40 y se había marchado convencido de la culpabilidad del hombre pero sin ninguna prueba para acusarlo. Meter en chirona a Vitali y Carson era su objetivo al levantarse cada mañana. Y por eso se había pasado las tres últimas noches escuchando una música atroz y bebiendo cerveza aguada. Un pequeño sacrificio para atrapar a dos peces gordos.
Pero Farell no se había presentado en las tres noches pasadas.
Bueno, puede que fuera comprensible. Informar a la policía sobre Dimitri Vitali era un asunto peligroso. Vitali tenía la costumbre de colgar a los que les traicionaban de un gancho y mirar cómo se desangraban. Farell estaba o bien encogido de miedo en algún sitio o colgando de un gancho. Fuera por un motivo o por otro no iba a presentarse. No esta noche. Tal vez jamás.
Era hora de marcharse.
Jazz tenía una maleta de fin de semana en el maletero del coche. Se largaría a la costa, tal vez a Astoria. Reservaría una habitación en un motel. Tendría un poco de sexo. Probablemente con la camarera que trabajaba en una fonda y que había conocido un fin de semana. María. María… algo.
Una chica agradable, ardiente en la cama y sin complicaciones. Por suerte rara vez quería hablar.
Las tres veces que había ido a verla, habían follado como conejos, comido para reponer las calorías perdidas y luego follado un poco más.
Sí, eso es lo que haría. Conducir hasta Astoria y pasar fuera el fin de semana.
Pero no se movió, lo que hizo fue volver a mirarla. Se preguntó en qué estaría pensando ella. Parecía observar a una pareja que estaba en una esquina del foso.
Jazz vio el instante exacto en el que ella se dio cuenta que la pareja estaba follando sin tapujos. Sus preciosos y exuberantes labios formaron una O y giró la cabeza apartando los ojos.
Jesús, la princesa era hermosa. Tenía un brillante cabello rubio sujeto en lo alto de la cabeza por unas graciosas varillas, un cutis claro y perfecto y un delicado perfil. Por lo que podía ver no llevaba maquillaje.
Se acordó de un dibujo que había visto una vez en la biblioteca. Mientras crecía se pasó un montón de tiempo en la biblioteca donde dejaba transcurrir las largas tardes en vez de irse a su casa a enfrentarse con los puños de un padrastro borracho. No le gustaba mucho leer, así que ojeaba libros infantiles ilustrados. Había uno sobre Nueva York a finales de siglo, que mostraba a una preciosa joven de rasgos delicados y pelo azabache con un peinado en lo alto de la cabeza. El título ponía "Muchacha de Gibson".
¿Qué hacía en el Warehouse una muchacha de Gibson?
Las tres noches pasadas había vigilado a la amiga de la princesa, la mujer iba a esnifar al cuarto de baño y salía cada noche con un hombre diferente. Se sabía de memoria a las de su tipo. ¿Qué hacía la princesa con ella?
La princesa. Bufó mentalmente por lo que estaba pensando. Negó con la cabeza, bebió otro sorbo de cerveza y de mala gana volvió a mirarla.
Ella estaba de perfil, con el esbelto y largo cuello arqueado mirando a la gente. Sólo había tomado unos cuantos sorbos de la copa de vino blanco. Parecía tan inocente, tan dolorosa e increíblemente joven… Tan joven.
Jazz le hizo una seña al camarero y éste se acercó con indolencia. Tiger's, se hacía llamar a sí mismo. Un tipo grande, con más grasa que músculo y más actitud que imagen dura. Pelo engominado de punta, camisa hawaiana, pantalones tobilleros y expresión aburrida. Distribuía droga y Jazz ya había informado de ello a la brigada antidrogas. La próxima semana a estas horas, el seboso Tiger's estaría en chirona cantando como un tenor.
A Jazz le importaba un comino. La brigada antidrogas se ocupaba de las drogas, él se ocupaba de los homicidios.
Ahora mismo, por ejemplo, estaba sobre la pista de los hijos de puta que habían secuestrado en Moldavia a diez niñas con la intención de pasearlas por todo el mundo y venderlas como vírgenes por 100.000 dólares al mejor postor, transformándolas en prostitutas. Cada una de ella les daría a sus dueños unos beneficios de un millón al año. Las pequeñas estaban destinadas a ser tratadas con crueldad y a morir jóvenes. La mayoría estaría muerta a los 18 años por enfermedad o desesperación, o en manos de algún cliente que disfrutara con la violencia.
Por azar, aquel grupo de niñas murió enseguida, se las encontró muertas por asfixia al detener un barco que navegaba bajo bandera panameña para una compañía propiedad de Carson. Sin embargo el papeleo necesario a través de cinco países fue casi imposible de realizar y se requirió que innumerables forenses testimoniaran ante un tribunal.
En la escala de valores de Jazz, las drogas eran malas, secuestrar, violar y matar niñas era aún peor.
Jazz recordaba cada segundo. La policía subiendo a bordo en una redada a medianoche. El hedor que el capitán trataba de encubrir. La sensación de sentirse enfermo. La inmensa compasión cuando él y sus hombres encontraron a las diez niñas y vieron sus caritas trágicamente lívidas y con expresión de horror y las manitas en forma de garra por rascar las paredes en busca de aire. Jazz se había obligado a clavar la mirada en la cara de cada niña, memorizándola, dejando que la rabia le quemase las entrañas. Se aseguraría que cada familia supiera lo que le había pasado a su hija. Y se juró atrapar a los hombres responsables de aquello.
James Carson y Dimitri Vitali, traficantes de vidas humanas y de sufrimiento.
Vitali, ciudadano ruso, era competencia del Servicio de Inmigración, pero Carson era estadounidense y por lo tanto era suyo, todo suyo. Carson iba a caer. Con fuerza. Jazz se ocuparía de ello personalmente.
—¿Sí? —Tiger's se apoyó en un codo, inclinándose para que su voz se oyera por encima de la música. Echó una mirada al vaso medio vacío de Jazz—. ¿Qué te apetece, tío?
Jazz enganchó con un largo índice el cuello de la camisa hawaiana y tiró de Tiger's y de las flores de hibisco, acercándolos a él.
—azabache, al otro lado de la barra, vestido azul, muy bonita, al lado de la pelirroja.
Tiger's miró hacia atrás y luego volvió a mirar a Jazz con expresión aburrida.
—¿Sí? ¿Quieres invitarla a una copa? ¿Pedirle para bailar? ¿Follarla?
—El carnet de identidad.
El pobre Tiger's estaba confundido.
Jazz había trabajado encubierto las noches pasadas. Se había camuflado a la perfección. Como un perdedor, un desempleado, un drogata. Sabía que presentaba esa imagen. Tiger's se lo había tragado a pies juntillas.
—Escúchame bien —Apretó con fuerza la camisa de Tiger's y tiró de él hacia abajo hasta que su nariz se encontró con la insignia de policía de Portland de Jazz con la preciosa y brillante águila. Los ojos de Tiger's se abrieron asombrados—. Pídele el carnet de identidad a la chica. Ahora —Miró directamente a los ojos del camarero—. Y puede que me olvide de la mierda que se distribuye en la parte de atrás.
—Claro, seguro —Tiger's se enderezó la camisa, en un fallido intento de dignidad—. Por supuesto, eh, teniente.
Fue al otro lado de la barra en forma de herradura. Jazz vio como hablaba con la princesa. Vio como ella fruncía el ceño, metía la mano en un bolsito de terciopelo y sacaba una tarjetita plastificada. Un minuto más tarde Tiger's estaba de regreso.
—Tiene veinticinco años y el carnet no es falso —dijo Tiger's, frunciendo el ceño.
Jazz estaba asombrado. ¿Veinticinco años? ¿La princesa tenía veinticinco años? Había supuesto que tendría unos diecisiete… dieciocho como mucho.
¿De qué color eran sus ojos? No podía verlos; ella estaba de perfil, con los ojos bajos como si fingiera estar absorta en la copa de vino que no bebía.
Estaba sola. La amiga se había largado y no volvería, aunque al parecer la princesa no se daba cuenta de ello, ya que levantaba la cabeza a intervalos regulares y miraba a su alrededor. Algún majadero repleto cocaína había sacado a la pelirroja de su silla y ambos habían desaparecido por el fondo de la pista.
En el instante en que la pelirroja se había largado, los hombres empezaron a acercarse a la princesa. Ella se las apañaba bastante bien, era capaz de desviar la atención de los moscones con una sonrisa y negando con la cabeza. Maldición, ¿por qué no miraba hacia aquí? ¿De qué maldito color eran sus ojos? ¿verdes? A fin de cuentas era hermosa. Pero su piel era tan pálida, parecía porcelana blanca. Debía ser descendiente de irlandeses, y estos a menudo tenían los ojos azules, una combinación devastadora.
Mierda. Jazz bajó la vista hacia su cerveza. Esto era de locos. ¿A él qué demonios le importaba de qué color eran los ojos de la princesa? ¿Qué demonios le importaba ella? Después de todo ella estaba en el Warehouse, que no es que fuera el lugar habitual de las princesas. Y había ido en compañía de la pelirroja, que desde luego ya tenía experiencia en estas cosas. Así que también la tenía la princesa, estaba seguro, aunque no lo pareciera.
¿El aire de inocencia? Buenos genes, piel fabulosa, huesos delicados y nada más.
Un capullo vestido al estilo europijo, con un traje de 3000 dólares y sin camisa, se separó del montón de gente que se contorsionaba en la pista y con paso tranquilo se acercó a ella. Se inclinó y la princesa se apartó. Él le dijo algo y ella negó con la cabeza frunciendo el ceño. En lugar de aceptar la indirecta, el cabrón sonrió, se acercó aún más y la agarró por el hombro.
La princesa miró a su alrededor y a Jazz se le cortó el aliento. Había querido saber el color de sus ojos y ahora ya lo sabía. Eran de un abrumador azul brillante, rodeados por pestañas exuberantemente largas. Unos ojos magníficos. Ojos que podían romper el corazón de un hombre.
Ojos llenos de miedo.
No había pasado ni siquiera un segundo y Jazz ya se había levantado y se había puesto en movimiento.
¡Dios mío!
Alice Brandon —no por su culpa— la virgen viva más vieja de todo Portland, miró hacia la pista de baile. Bueno, en realidad miraba hacia abajo, ya que la pista estaba en un foso llamado… el Foso.
Durante los últimos doce años, mientras ella había estado muriéndose, se habían puesto de moda los estilos más asombrosos. Apenas podía creerse lo que estaba viendo. Todo el mundo llevaba el pelo corto de punta, como cascos medievales, con las puntas teñidas de unos matices extrañísimos como el fucsia o el verde neón. Era eso o ir peinados con rastas que les caían de cualquier manera sobre la cara y los hombros.
Los ombligos estaban de moda. Bien visibles y, aunque no todos eran atractivos, la mayor parte de ellos con llamativos piercings.
Alice observó a una pareja que bailaba en una esquina moviéndose a un ritmo extrañamente lento. Era imposible saber quién era el hombre y quién la mujer. Y eso suponiendo que no eran del mismo sexo.
Bueno, había querido arrojarse a la vida y aquí estaba. Mirando a la gente, como había hecho toda su vida. Sólo que esta gente era un poco más, er, vistosa que de costumbre.
—¿… itio… est… ad?
—¿Qué? —preguntó gritando. El ruido de los altavoces resonando en la pista era ensordecedor.
Irina Savage sonrió ampliamente y colocó los labios al lado del oído de Alice.
—¿Un sitio estupendo, verdad?
Se habían conocido hacía muy poco tiempo, durante la primera semana de Alice en su nuevo trabajo, empezando su nueva vida. Irina hacía honor a su apellido, era salvaje. Sin embargo no se lo había parecido en la oficina. Allí había sido amigable y eficiente, poniendo a Alice al tanto de sus deberes como la secretaria más reciente de Semantika, una agencia de publicidad con mucho éxito, mientras ella misma hacía un enorme montón de trabajo. Había sido simpática, atenta y amistosa. Cuando Irina le dijo a Alice si el sábado por la noche quería acompañarla a un club, había aceptado con ansia. Nunca antes había ido a un club, y ya era hora que fuera.
Apenas había reconocido a la mujer que había aparecido en la puerta de su casa, con un brillante gel corporal sobre una gran cantidad de cuerpo desnudo. La mayor parte de él, agujereado, incluso el ombligo, la nariz y el pezón izquierdo, claramente visible a través del finísimo top negro. Una "beeper", la había llamado uno de las compañeras, porque hacía saltar la alarma del detector de metales.
Irina había desaparecido varias veces en el cuarto de baño, y cada vez que salía, su sonrisa era un poco más amplia y sus pupilas un poco más pequeñas. También se había bebido cuatro margaritas y dos whiskys en el tiempo que Alice había tomado una sola copa de vino blanco.
Volvió a girarse para observar la pista de baile. Se fijó en un hombre delgado con el torso descubierto y con aros en los pezones. Era un buen bailarín, sinuoso y ágil, pero llevaba la cintura de los vaqueros tan abajo que parecía que se le iban a caer de un momento a otro y… Alice parpadeó.
No tenía pelo en el pecho, pero tampoco en la ingle. Los pantalones habían bajado tanto que se podía ver con claridad el comienzo del pene, rodeado por una suave piel rosada.
Los hombres tenían pelo allí abajo. Estaba segura que tenían. ¿No lo tenían? Incluso su estatua favorita, el David de Miguel Ángel, tenía el pelo de mármol blanco, grueso y rizado. ¿Por qué el señor Sin pelo no tenía?
La cabeza de Irina se balanceaba al ritmo de la música, con los ojos entreabiertos mientras sonreía como si estuviera soñando.
—¿Ves a ese tío de allí? —preguntó con la boca cerca del oído de Alice. Estaba señalando al señor Sin pelo, que les daba la espalda. Alice le veía la raja del trasero.
—Sí.
La sonrisa de Irina se hizo más amplia.
—El tío se ha hecho un "Prince Albert". Excita mucho, ¿verdad? Dios mío, se siente tan bien.
Alice no tenía ni idea de lo que estaba hablando Irina, pero detestaba admitirlo.
—¿No me digas? —Asintió intentando parecer que entendía, luego desistió. ¿Por qué pretender que tenía experiencia?—. De hecho no, no sé de lo que estás hablando. ¿Qué es un "Prince Albert"?
—Oh, pequeña, ¿dónde has estado metida? Un "Prince Albert" es una polla con un piercing. Excita mucho follar con un tío que lo lleva, ¿entiendes lo que quiero decir? Se sentía divino cuando follamos la semana pasada. ¿La semana pasada? No —Irina inclinó la cabeza hacia un lado, pensando—, hace dos semanas. El metal aumenta la fricción —Se lamió los labios—. Jesús, me corrí como una loca.
Alice tuvo que obligarse a mover los músculos faciales que se le habían quedado entumecidos por la conmoción. Dijo lo primero que le vino a la cabeza.
—¿Por qué no tiene pelo en la, um…
—¿Polla? —La risa de Irina se elevó por encima de la música—. Hay muchos tíos que se afeitan. El pecho y alrededor de la polla. A mí me gusta así. Evita que te entren pelos en la boca, ¿entiendes lo que quiero decir?
Alice pensó en ello y se ruborizó.
Irina volvió a poner la boca cerca de la oreja de Alice.
—Yo también me he puesto un piercing.
Alice asintió. Además del aro en el pezón, Irina llevaba pequeños pendientes de plata alrededor de todo el borde de la oreja derecha, un diamante en la nariz y un clavo metálico curvado con una piedra roja en el ombligo.
—Sí, lo sé.
Irina se rió.
—No sólo allí —Se balanceaba en la silla al ritmo de la música—. El mes pasado me puse un "Reyna Cristina" en el clítoris. Mmm, me encantó después de que bajara la hinchazón. Vuelve locos a los tíos. Me vuelve loca a mí. Deberías probarlo, Alice. Ni siquiera tienes agujeros en las orejas. Los piercings son taaaan eróticos.
Alice consiguió disimular sus sentimientos tras una insulsa fachada y una mirada vacía y curvó los labios con una sonrisa inexpresiva tan falsa como la de una muñeca.
Hubo un tiempo en su vida en que la pinchaban cincuenta veces al día. Cada uno de aquellos pinchazos había dolido. Le rompería el brazo a cualquiera que estuviera a menos de un metro de ella con una aguja en la mano.
—Me lo pensaré —dijo sin comprometerse y volvió a observar a la gente.
Allí se desplegaba mucho comportamiento raro, todo fascinante y algo inquietante. Los hombres y las mujeres parecían saltarse todos los rituales de apareamiento e ir directamente a la excitación del sexo. Algunos se saltaban incluso lo de la excitación.
Una pareja en una esquina del foso le llamó la atención. Las luces del techo de la discoteca iluminó a los dos, y luego, como en un parpadeo los dejó en la sombra. Estaban unidos por las caderas, moviéndose al mismo compás con fuertes golpes. La falda de la mujer se subió hasta exponer una cadera desnuda.
Seguro que llevaba puesto… ¿cómo lo llamaban? ¿Un tanga? Seguro que… no… ¡Cielos!
Alice intentó no mirar fijamente y el rubor le quemó el rostro al apartar la mirada. Pero ya lo había visto.
La mujer no llevaba nada bajo la falda y aquellos movimientos eran… eran de verdad… ¡Dios santo!, estaban haciendo el amor. Teniendo sexo, se corrigió. ¡En la pista de baile!
Había estado enferma durante tanto tiempo, encerrada en una zona sin sexo, que era como si todas aquellas cosas que había echado de menos mientras crecía —la muchachita coqueteando con jovencitos imberbes y de rostros redondeados, los primeros besos con la boca cerrada, cogerse las manos en el cine, toquetearse en el sofá, los primeros y tímidos encuentros sexuales con un muchacho tan jadeante y asustado como ella— todos aquellos pasos en el camino de hacerse mujer estuvieran concentrados esta noche en una niebla de hormonas, sudor y música.
Era todo un poco abrumador, pero eso era lo que quería. El motivo por el que había dejado su puesto de bibliotecaria en la fundación familiar. Lo que le había costado una discusión con su padre.
Esto era la Vida. Algo por lo que había luchado con tanta ferocidad.
Estaba oficialmente curada. Lo había conseguido. Había sobrevivido. No volvería a estar enferma nunca más, lo sabía. La vida latía en sus venas, sentía el hormigueo en la punta de los dedos. Esta noche por primera vez en años, veía el camino ante ella. O mejor dicho, un camino, algo más que días tristes, llenos de dolor y noches angustiosas y solitarias. Iba a recuperar el tiempo perdido y vivir cada segundo con toda intensidad.
Se había ido de la casa de su padre y de su abrazo demasiado protector. Iba a empezar a recuperar todos aquellos años que le habían sido robados.
El señor Sin pelo se acercó a ellas, con los ojos entrecerrados, contorsionando el delgado torso y con el vientre tan plano que casi era cóncavo. La música que sonaba ahora era hip hop y el nivel de decibelios había subido un decibelio. Pasó un brazo alrededor del cuello de Irina.
—Hey, pequeña —canturreó él. Acarició con la nariz el cuello de Irina, mientras seguía bailando—. ¿Quieres follar?
Alice no lo habría oído por encima de la música, pero el disk—jockey estaba justo en este momento cambiando de canción y lo oyó con toda claridad. Abrió la boca indignada, para decirle que se largara cuando Irina se rió.
—Ya lo hicimos, cariño —dijo frotándose contra el pecho del señor Sin pelo—. Hace dos semanas, ¿te acuerdas? Puede que acepte otra ronda si me lo pides con amabilidad, pero primero bailaremos.
La música volvió a sonar otra vez e Irina y su aspirante para hacer el amor fueron hacia la pista, a la que Irina llamaba el Foso. Un nombre apropiado, pensó Alice. Era en efecto un foso, al menos a tres metros por debajo de la barra. Las luces intermitentes iluminaban miembros contorsionándose. La gente estaba apiñada, con rasgos imposible de ver bajo el parpadeo de las luces estroboscópicas. Los brazos contorsionándose sobre las cabezas de los bailarines hacían que pareciera un nido de serpientes.
A Irina y al señor Sin pelo ya no se les veía. El Foso era enorme.
Si Alice quisiera contactar con Irina tendría que meterse ahí dentro. Se estremeció sólo de pensarlo.
— ¿Quieres…? —le gritó un hombre al oído.
—¿Qué? —Giró la cabeza con brusquedad y se encontró una cara con una estúpida sonrisa.
El hombre se había peinado el pelo hacia atrás, alisándoselo con gomina y se había dejado cuatro pelitos bajo el labio inferior. Olía a fijador, desodorante, loción para después de afeitar bastante fuerte, y por encima de todo esto sobresalía el olor acre de sudor.
¿Seguramente él no acababa de decir…?
—¿… bailar? —gritó el hombre otra vez.
Alice se dejó caer aliviada. No tenía ni idea de que contestar a un hombre que le pidiera para follar, pero sabía exactamente que decir a un hombre que le pedía para bailar.
La idea de bajar al Foso hizo que se le pusiera la piel de gallina. Una cosa era observar a la gente y otra completamente distinta quedar atrapada entre cuerpos apretujados que se contorsionaban. Se obligó a sonreír.
—Gracias, pero creo que me saltaré esta.
Eso es.
Era una bonita respuesta, una que había leído en una novela. Claro que la novela transcurría en el periodo de la Regencia, cuando probablemente los bailes eran distintos, uno tras otro, en lugar de ese golpeteo que salía por los altavoces. Pero el hombre no oyó la bonita respuesta.
Él se inclinó más cerca. Demasiado cerca.
—¿Qué… dices? —Una generosa cantidad de saliva salió disparada de su boca y la sonrisa de Alice bajó de intensidad.
—¡No! —gritó. Luego, porque la cortesía se la habían inculcado machaconamente desde pequeña, añadió—. ¡Gracias!
El hombre se encogió de hombros y se movió cinco asientos más allá para preguntarle a otra mujer.
Tres hombres más se acercaron a ella, uno tras otro, alejándose cuando ella negaba con la cabeza.
El cuarto hombre era muy guapo y él lo sabía. Cabello oscuro, bien cortado, vestido con un elegante traje y sin camisa. ¿Qué es lo que pasaba? ¿Las camisas de los hombres habían pasado de moda mientras ella había estado enferma?
Los limpios rasgos masculinos sonreían, pero a Alice se le erizó el vello de los brazos.
Había pasado muchos años —demasiados años— enferma y vulnerable. Ahora estaba bien —bien de verdad, gracias Dios— pero la vida parecía diferente cuando uno estaba acostado y lo único que podía ver era el techo.
No se podía ver venir el problema cuando se estaba de espaldas.
Alice había aprendido, muy pronto, con que enfermeras se podía contar para que intentaran no causar dolor y a cuales les gustaba en secreto hacer daño a una niña que no podía defenderse.
Qué médicos tenían la gentileza de calentar primero el estetoscopio y cuales te trataban como un interesante pedazo de carne, carne de cañón, para otro informe científico. Por consiguiente ella tenía un barómetro muy sofisticado y preciso y ahora mismo la flecha del barómetro vibraba como loca en la Zona de Alerta Roja y las alarmas se habían disparado.
Alice podía sentir —casi podía oler— la crueldad y la locura insana y aquel olor venía del hombre que le estaba preguntando si quería bailar.
Era apuesto y elegante, claramente bien situado y con éxito. Pero los ojos le brillaban con demasiada intensidad. Los dientes eran demasiado blancos y los labios demasiado rojos. Él se lamió los labios con una lengua afilada y puntiaguda. Tenía la mandíbula inferior tan tensa que los músculos le temblaban.
Todo él estaba tenso, con los músculos tan crispados que se le marcaban las venas.
Él le echó un beso en el aire y todo el interior de Alice se estremeció.
—Hey, preciosa señorita —dijo con una sonrisa confiada, creyendo que exudaba encanto por todos sus poros—. ¿Estás sola? Podemos arreglarlo. Ven y baila conmigo.
Se inclinó hacia ella con la boca roja abierta, y Alice intentó no dejarse llevar por el pánico. Interiormente se vio agitando los brazos al aire para escapar y gritando como una desesperada.
Exteriormente, curvó los labios en una tensa sonrisa y se encogió de hombros.
—No estoy sola —protestó.
Él le tiró del brazo como si no la hubiera oído, y ella alzó la voz, intentando mantener la calma.
—Estoy con una amiga. Ella está… ah… —Alice estiró el cuello para mirar con atención el Foso, pero no veía a Irina por ninguna parte. Alice fingió que la había visto y agitó una mano—… allá abajo, bailando. Volverá en un momento. Estoy bien, gracias.
Ahora piérdete. Rápido.
—Creo que no —Los ojos eran duros y estaban entrecerrados, cerrándose aún más cuando se inclinó acercándose a ella. El olor a whisky y el mal aliento casi la marearon.
Todas las células de Alice se pusieron en guardia atropelladamente para escapar de él.
—No creo que estés con una amiga, nena. Creo que necesitas un amigo. Creo que me necesitas a mí.
Le apretó el hombro con los dedos. Tenía la mano firme y cuanto tiró, ella tuvo que agarrarse a la barra para resistir el tirón. Él tiró con más fuerza.
El corazón le latía a mil por hora. Miró a su alrededor desesperada. Debía haber unas quinientas personas en el Warehouse, aunque nadie les prestaba atención. No podía secuestrarla aquí entre tanta gente, ¿verdad?
Aunque eso era precisamente lo que había hecho Aro Garfed. La secuestró bajo las narices de las enfermeras del hospital.
Le empezó a Jazz vueltas la cabeza y luchó contra las lágrimas. Intentó apartarse, pero sólo consiguió que le clavara los dedos en el brazo con más fuerza. Se le hizo la sonrisa más amplia y de pronto comprendió. Le gustaba infligir dolor. Le excitaba la crueldad. Alice se mordió los labios para evitar ponerse a gritar. Echó una mirada a su alrededor enloquecida buscando ayuda, pero todos miraban hacia el Foso. Sus ojos tropezaron con un hombre sentado al otro lado de la barra en forma de U. Un hombre grande, con el pelo negro muy corto, con un estilo para nada moderno y sin gomina, bebiendo una cerveza de marca poco conocida.
Los hombros tensaban una camiseta negra, que formaba una curva sobre unos bíceps grandes y duros. ¿Podría ayudarla? Sus ojos se encontraron. Desde luego él parecía lo bastante fuerte como para enfrentarse a su torturador.
Ella cerró los ojos por el dolor. El señor Cruel y Espeluznante le estaba clavando los dedos en el hombro. De una forma horrible, se le había acercado y se rozaba contra ella. Alice notó el pene erecto. Trató de apartarse, pero él la agarraba con fuerza.
Alice miró otra vez a su alrededor. Al hombre grande no se le veía por ninguna parte, su asiento estaba vacío.
Bueno, claro. Se había marchado o se había ido a bailar. Era de locos el que le pareciera que la había abandonado.
—Vamos, nena, no te hagas la tímida —El aliento de Espeluznante se extendió caliente por su oído. A Alice le entraron náuseas. Él volvió a tirar, con brusquedad, y ella se mordió los labios para evitar pegar un grito. Una expresión de dolor sólo le excitaría más.
—Lárgate. La señora está conmigo —dijo una voz profunda por encima de su cabeza. Pasó de repente. La presión en el hombro disminuyó, y luego desapareció por completo. Su torturador se puso pálido. Tenía la boca abierta, pero no salía ningún sonido excepto un ruido áspero como de alguien a quien le cuesta respirar. Después retrocedió, con la boca apretada, y la cara mortalmente pálida, luego desapareció.
Algo grande —muy grande— apareció en su línea de visión. El hombre grande que había visto en el otro extremo de la barra había ahuyentado a Espeluznante y se había sentado en el asiento de al lado.
Alice se tensó. Había cambiado un peligro potencial por otro. Espeluznante la había aterrorizado y la había zarandeado con fuerza, pero no había sido físicamente apabullante como el hombre que ahora estaba sentado a su lado. Ahuyentar a este hombre podría ser imposible.
La cosa iba de mal en peor. Alice se quedó con la mirada clavada en el Foso, buscando frenética a Irina. Tenía que salir de aquí, todo aquello era demasiado aterrador, demasiado extraño, se sentía demasiado… ¿qué?
Se calmó. La verdad es que se sentía… bien.
Asombroso.
Bajó la vista hacia su copa y se miró las manos. Le habían dejado de temblar. Su barómetro estaba en silencio. La flecha había bajado hasta la Zona Azul de Todo Bien. Toda ella estaba tranquila, calmada. Estaba rodeada de una burbuja de protección.
Nada podía hacerle daño aquí.
Era el hombre que estaba sentado a su lado. El hombre muy grande que estaba sentado a su lado. Él era el responsable de la sensación de protección. De la sensación de estar sentada en la orilla de un río que murmuraba con suavidad en un cálido día de primavera.
Alice se arriesgó a echarle una ojeada. Cielos, era enorme. Alto, incluso sentado, con aquellos increíbles músculos expuestos. Muchos de los hombres que se contorsionaban alrededor, alardeaban de físico conseguido en algún gimnasio. Este hombre no se parecía en nada a ellos. Era como si ya hubiera nacido alto y fuerte y le hubiera dado un buen uso a su cuerpo desde entonces. Estaba claro que trabajaba en algo que requería mucha fuerza física. Un estibador, tal vez, o un leñador.
Las extremidades eran largas y muy, muy musculosas. Alice se esforzó por no quedarse mirando fascinada el tatuaje de la serpiente que culebreaba alrededor del antebrazo derecho. Nunca había visto un tatuaje de cerca y éste era magnífico, realista y una obra de arte. Una cobra con la cabeza representada al mínimo detalle en el dorso de la mano, y el cuerpo girando alrededor de un antebrazo duro y poderoso. Siempre que el hombre moviera la mano, el efecto de ondulación haría que la serpiente se contorsionara sensualmente. Como efecto artístico, era fascinante.
Las manos del hombre eran extraordinariamente hermosas, con dedos largos, elegantes y sinuosos.
Fuerte sin ser grueso. Podría ser un leñador, pero las uñas estaban limpias y bien cortadas.
Alice carraspeó y se giró para mirarle a los ojos.
—Me gustaría darle las gracias —dijo—, por ocuparse de aquel tipo.
La música bajó un decibelio el volumen durante un instante y podían oírse sin necesidad de gritar.
—No tiene importancia —La voz del hombre era clara y profunda, de un agradable bajo que le reverberó en el estómago.
Mirado de cerca era irresistible. Rasgos limpios y adustos. Nariz firme y recta, mandíbula cuadrada, labios llenos. Se le cortó el aliento cuando se encontró con sus ojos. Eran de un azul profundo, penetrantes y agudos como los de un halcón. Había fuerza y compasión en aquella mirada.
Era como si pudiera sumergirse dentro de él y quedar allí atrapada, y protegida.
Respiró hondo. Confió en sus instintos. Quería sumergirse. Y quedar atrapada.
—Me llamo Alice. Alice Greene —No era del todo una mentira. Se llamaba Alice Greene Brandon. Greene era el apellido de soltera de su madre, y el apellido que ella usaba en su nuevo trabajo. Esta noche no quería ser Alice Brandon, descendiente de una de las familias más antiguas de Portland. Quería ser Alice Greene, secretaria anónima.
Sin mencionar que diez años atrás el nombre de Alice Brandon había sido expuesto en todos los titulares del Oregonian. Alice Brandon pertenecía al pasado.
—Jazz —dijo el hombre grande—, Jazz Whitlock —Tendió una mano enorme y, después de vacilar un segundo, Alice se la estrechó y casi tuvo un ataque al corazón por la sacudida eléctrica.
La sensación de bienestar y protección se intensificó. Y algo más, algo para lo que no estaba en absoluto preparada, algo que nunca en su vida había sentido y que la inundó. Cuando la enorme mano envolvió la de ella y la estrechó con suavidad, un hormigueo le recorrió el brazo y una enorme y ardiente avalancha de excitación sexual la atravesó de arriba a abajo. Cada nervio de su cuerpo rechinó y se le erizó el vello de la nuca.
La imagen de sus manos unidas era fascinante. Él tenía la piel bronceada, mucho más oscura que la de ella, era una mano nervuda y musculosa. Las dos manos entrelazadas eran casi un poster de Hombre y Mujer, fuerza y delicadeza combinadas.
Los únicos hombres que la habían tocado eran los doctores y su padre. Los doctores habían tenido todos manos suaves, delicadas, casi femeninas. Y su padre, bendito fuera, tenía las manos suaves y moteadas de un anciano.
Su mano era la mitad del tamaño de la del hombre, totalmente rodeada por la carne dura y cálida de él. No era suave, ni delicada, sino poderosa y fibrosa. Eran manos de un atleta con las venas que sobresalían y cubiertas de cicatrices antiguas y marcas nuevas. Unas manos que se usaban mucho.
Se sintió encerrada en algo enormemente poderoso, aunque suave. Y más. Nada —nada— podría haberla preparado para la potente oleada de sexualidad que la inundó.
El sexo la rodeó. Todo el Warehouse era una enorme bomba de testosterona y de estrógeno, pero la había dejado totalmente impasible. Ahora la sexualidad le recorría las venas, y fue como si alguien, de repente, la hubiera metido en un enchufe y hubiera encendido el interruptor.
Jazz Whitlock era, en todo el sentido de la palabra, un hombre. Iba vestido de manera sencilla, incluso barata. No había en absoluto nada moderno en él, desde su corte de pelo, muy corto y sin complicaciones, hasta la uñas limpias, sin pulir y sin manicura. No miraba a su alrededor, intentando engatusar a las mujeres. No se acicalaba, esperando que le prestasen atención.
Hacía que todos los demás hombres del Warehouse parecieran cachorritos.
Con un sobresalto, Alice se dio cuenta que todavía tenía la mano en la de él. Que todavía se daban la mano. Tiró con suavidad de la suya y él se la soltó de inmediato. Perdió el calor y la conexión.
Era de locos. Puede que su barómetro señalara Seguridad —aunque hubiera podido estar parpadeando como un loco, que no se hubiera dado cuenta— pero eso no quería decir que se pusiera a soñar con un perfecto desconocido.
—¿Qué otra bebida quieren?
Alzó la mirada hacia el camarero y se sorprendió al ver la expresión agria y severa de su cara. Aquello no era una pregunta, sino una orden. Ella había estado sentada en un taburete de la barra durante más de dos horas, y sólo había consumido media copa de vino blanco. Tal vez el ceño era por esto, se esperaba que los clientes consumieran bebida tras bebida. Sólo el pensar en pedir más alcohol hizo que se le revolviera el estómago.
De acuerdo, si tenía que pedir una bebida…
—Un ginger ale con una rodaja de lima.
El camarero se inclinó hacia delante, se apoyó en un codo y frunció el ceño, beligerante.
—Mire, señora, esto no es una guardería…
—La señora quiere un ginger ale y tú le traerás exactamente lo que quiere. Yo tomaré otra cerveza. Del país —No levantó la voz profunda, pero penetró por entre el alboroto de la música. Esto, combinado con una mirada penetrante, obtuvo sus frutos. Los músculos de la mandíbula del camarero se movieron cuando se tragó una respuesta. Asintió con la cabeza, desapareció y un minuto más tarde dejó con un golpe las bebidas delante de ellos, salpicándose en las manos. Cerveza y ginger ale.
Su salvador se metió una mano en un bolsillo de los vaqueros en busca de dinero y Alice ahogó un grito.
—Oh, no —Puso la mano sobre el musculoso antebrazo de Jazz, el de la serpiente, y sintió otra vez el chisporroteo de electricidad. La retiró de inmediato pero fue suficiente para llamar su atención. Él la había salvado de Espeluznante y era obvio que se había nombrado a sí mismo su perro guardián. Durante los últimos diez minutos nadie se había acercado a ella para pedirle que bailara. Había fulminado con la mirada a cualquier hombre que se aproximara —tenía una mirada muy efectiva— y todos se habían alejado de inmediato… algo por lo que estaba muy agradecida. Y ahora quería pagarle la bebida.
El Warehouse era caro. La entrada costaba 40 dólares y las bebidas como mínimo 10 dólares por persona.
Alice tenía más dinero del que podía gastar. Estaba claro que su salvador era un trabajador. Diez dólares no significaban nada para ella, pero probablemente era lo que él ganaba en una hora de duro trabajo. No podía permitirle que le pagara la bebida.
—Por favor, Jazz —dijo ella, alzando la mirada hacía aquellos luminosos ojos—. No tienes por qué pagar mi bebida. En todo caso tendría que ser yo que pagara la tuya.
Para lo que le sirvió, podría haberle hablado a la pared. Cuando acabó la frase, él ya había deslizado por el mostrador el dinero para las bebidas junto con una propina y había empezado a beberse la cerveza. Suspirando tomo un par de sorbos de su ginger ale. Estaba frío, ácido y era muy familiar. Durante muchos años, demasiados, había sido una de las pocas cosas que su estómago podía tolerar.
Jazz no hacía ningún esfuerzo por mantener una conversación. La música era ensordecedora. Cualquier palabra tenía que decirse casi gritando, haciendo que cualquier cambio de impresiones resultara absurdo y artificial.
Pero el cuerpo del hombre le hablaba, fuerte y claro, y le decía que ella tenía su protección mientras la quisiera. Él se daba cuenta de todo y de todos y era como si apartara el problema antes de que llegara.
El problema se le habría cruzado en el camino, o le habría bailado en el camino en muy poco tiempo. Había pasado ya la medianoche y era como si alguien hubiera lanzado una bomba hormonal en la profundidades de la discoteca.
En el Foso las contorsiones eran cada vez más salvajes, y las prendas de vestir iban cayendo. Alice vio a una mujer con los pechos al aire, luego a dos más. Los movimientos de los que bailaban eran provocativos, caderas balanceándose y pechos rebotando. Se estaban intercambiando muchos fluidos corporales.
No todo el humo de los cigarrillos que llegaba hasta ella olía a tabaco. La música estaba tan fuerte que era casi doloroso, el latido rítmico hacía que le doliera la cabeza. Era como si estuviera absorbiendo las vibraciones.
Maldición, ¿dónde estaba Irina? Alice miró ansiosamente el Foso, buscando el alborotado pelo rojo y un torso masculino desnudo. Tarde o temprano Irina tenía que aparecer, ¿verdad?
¿Debería ir a buscarla? La sola idea de apartarse de la presencia protectora de Jazz hizo que se le retorciera el estómago. Mientras él estuviera allí, a su lado, grande y reconfortante, ella se sentía segura. Si se zambullera en el Foso en busca de Irina, no podría esquivar a los hombres que estaban cada vez más salvajes y atrevidos.
Esto ya no era divertido. Los ojos le escocían por el humo de los cigarrillos, y el vino se le removía en el estómago, amenazando con hacerla vomitar. El golpeteo rítmico de la música le reverberaba en el estómago. No podía pensar con tanto ruido y confusión y se quería ir a casa, ahora.
No tenía coche. Irina había insistido en pasar a recogerla y en aquel momento Alice se había sentido agradecida. Sobre todo cuando resultó que el Warehouse estaba en las afueras, en una parte peligrosa de la ciudad. Alice se había alegrado de no tener que conducir por allá sola, buscando el club. Pero ahora deseaba con todas sus fuerzas haber traído su coche para poder irse a casa.
Tenía una casa nueva que había decorado su amiga Bella Swan. Era confortable y cálida y acogedora. Aún no había dormido allí. Ahora ansiaba estar sentada cómodamente en el sofá amarillo de cretona, un hallazgo de Bella.
Jazz se inclinó hacia ella, no para atosigarla, sino para poder hablar sin gritar. Le acercó la boca a la oreja y su voz profunda se superpuso con facilidad por encima del estrépito. Sentía los soplos de aire cuando él hablaba y un escalofrío le recorrió la columna vertebral.
—Si estás buscando a tu amiga pelirroja, se ha ido hace una media hora con el tío con el que bailaba. Les he visto salir y ella llevaba puesto el abrigo.
Alice giró la cabeza alarmada, y su nariz chocó contra la de él. Estaban tan cerca que pudo ver los puntos dorados en los ojos azules, que hacían que de lejos parecieran de ámbar. Allí había fuerza y, cosa rara, bondad.
—¡Seguro… seguro que volverá! —gritó ella. Alice no se creyó sus propias palabras, y tampoco él. Jazz no contestó, sólo se la quedó mirando.
¿Qué iba a hacer si Irina no volvía? No dejarse llevar por el pánico, eso desde luego.
Era su primera salida y que la condenaran si se derrumbaba. No, encontraría una solución, ¡un taxi! ¡Por supuesto! ¡Llamaría a un taxi!
Alice llamó al camarero que estaba llenando una jarra de cerveza y una mezcla de bebidas. El nivel alcohólico iba subiendo con los decibelios. Sirvió a un hombre que había a su derecha y que desde luego no necesitaba beber más, y se acercó a ella.
—¿Sí? —gritó—. ¿Preparada para una bebida de verdad?
Alice se inclinó sobre el mostrador.
—¡Quiero un taxi! Por favor, ¿puede llamar a uno?
—Ni hablar. ¿Está usted loca o qué, señora? —contestó el camarero, poniendo los ojos en blanco—. Aquí no viene ningún taxi después de medianoche, es demasiado peligroso. Encuentre su propio medio de transporte —Y se fue antes de que ella pudiera contestar.
Oh Dios, oh Dios. ¿Y ahora qué? Irina no volvería. Alice lo sabía, lo sentía en los huesos. Irina era muy divertida, pero no era de fiar. Alice no había querido a nadie de fiar esta noche, había querido diversión y mira lo que había conseguido.
Debería haber venido con Bella. Bella era totalmente de fiar. Nunca habría dejado sola a Alice. Por otra parte, Bella nunca la habría acompañado a un lugar como el Warehouse.
Al lado de ella, Jazz se alzó. Y se alzó. Y se alzó.
Era abrumadoramente alto, y ancho, casi un gigante. Le tendió la mano e, indecisa, Alice se la cogió. Aquella mano fuerte y llena de callos se cerró con suavidad alrededor de la suya, con un apretón cálido y reconfortante. La levantó del taburete y le tocó ligeramente la cintura, girándola hacia el Foso. La parte superior de la cabeza de Alice apenas le llegaba a la barbilla y eso que llevaba tacones. Descalza le llegaría al hombro.
—Vamos —le dijo él.
Oh, Dios, el hombre quería bailar. Lo último que quería Alice era bajar al Foso. Ya se sentía bastante maltratada sin necesidad de que la empujaran, apretujaran y aplastaran. Pero Jazz había sido muy amable. Si quería un último baile, quizás ella debería ceder. Y algo le decía que él se aseguraría que nadie la empujara demasiado fuerte.
Pero él no la bajaba al Foso, después de todo. Lo rodeaba. Incluso fuera de la pista estaba abarrotado. Pero la gente se apartaba como por arte de magia ante Jazz, mientras él la escoltaba cuidadosamente cerca de las paredes. La tocaba sólo justo lo necesario para dirigirla, para apartarla con suavidad de la gente, para ayudarla a caminar. Aquella burbuja protectora todavía la rodeaba.
Él se inclinó hacia ella.
—¿Tienes el ticket del abrigo?
—Sí —contestó ella, perpleja.
Jazz hizo un gesto con la mano.
—Dámelo.
Ella buscó en su bolso adornado con cuentas negras y se lo dió.
—¿Por qué?
Él estaba dando la espalda al sofocante espacio, bloqueándolo todo con los amplios hombros. Incluso, de alguna manera, bloqueaba el ruido. La voz profunda conservó el tono bajo, pero Alice lo oyó con toda claridad.
Aquellos mágicos ojos de halcón la miraron fijamente.
—Porque voy a llevarte a casa.
La historia no es mia, la autora de tremenda maravilla es Lisa Marie Rice
Espero les guste y nos vemos en el próximo capitulo
* Saludos Telli *
