Samael
Prólogo
El cielo rojizo y los truenos y relámpagos resonaban haciendo un ruido ensordecedor, la tierra vibraba bajo ellos, destrozando las montañas al caer con ferocidad. Un páramo yermo, erosionado y completamente muerto daba su último aliento al torbellino de energía que envolvía a la mujer. Se cogía la cabeza llorando y gritando "¡Mi hijo!". Entre sus brazos se encontraba un joven de largo cabello plateado atravesado con una espada de filo negro que poco a poco se enterraba más y más en aquel cuerpo que comenzaba a perder la vida. De sus manos corrían hilos de sangre que al llegar a la punta de sus dedos formaban gotas espesas que descendían llenando las rocas de una capa carmesí.
El llanto de la mujer era desgarrador, dejó el cuerpo inerte de su hijo con manos trémulas, a su espalda se encontraban siete sujetos, siete entes que habían sido responsables de aquello. Siete entes que eran los responsables de todos los males sobre la tierra. Con risa burlona miraban a la mujer mientras sujetaban otro cuerpo masculino por sus largos cabellos, con un solo golpe de espada, esa cabeza fue desprendida de aquel cuerpo, salpicando de sangre no solo la tierra, sino también con unas gotas el rostro de aquella mujer.
― ¿Qué sucede hija de Él? ¿Acaso no te gustó nuestra sorpresa?̶―el tono de su voz era absolutamente arrogante, de autosuficiencia, como si el universo estuviese bajo sus pies y nada ni nadie pudiese arrebatarle aquel puesto.
― ¡USTEDES MORIRÁN!―el grito estruendoso vino acompañado de una ráfaga de viento que elevó rocas pequeñas que se metían en los ojos. Su cuerpo comenzó a brillar mientras de su pecho algo se liberaba, algo se quebraba y a la vez algo se abría. Aquella mujer comenzaba a liberar algo que prontamente llevaría todo a un cataclismo perfecto.
Las chispas y el choque de las armas resonaban y los pies arrastrándose en la tierra acompañado de jadeos convertían el lugar en un campo de batalla. Dos hombres luchaban contra cientos de seres demoniacos, sombras que tomaban forma humana y sacaban garras y colmillos para intentar cazarlos en vano.
― ¡Tenemos que llegar con ella!―el grito del hombre de largos cabellos negros como la noche era desesperado, se notaba en su manera bárbara de destrozar a esos demonios con solo un corte de su espada.
― ¡Mi señor adelántese, es probable que Mi señora esté en peligro! ―sus ropajes estilo oriental eran más que característicos en él, además de su habilidad con su espada y aquel cabello plateado que hacían contraste con sus ojos verdes brillantes.
El otro hombre tomando su espada, blandiéndola a diestra y siniestra, se creaba un camino para poder llegar hasta ella, y así poder evitar el caos que se presentaba inminente como la existencia misma. Corrió como nunca, corrió hasta que le dolió respirar, tenía que llegar con ella a toda costa, tenía que proteger a la mujer que amaba. Sintió pasos tras él y su compañero consiguió alcanzarlo con un par de metros rezagado. Sus ojos miel resaltaban en entre ese cabello oscuro y el brillo de la preocupación los convertía en orbes cautivantes y traslúcidas. Sus zapatos estilo militar pisaban con fuerza y trisaban las rocas que utilizaba como impulso para dar grandes saltos y abarcar más terreno.
Se podía ver, a la distancia como aquellos siete sujetos intentaban replegarse y alejarse de la mujer que expulsaba un enorme poder, una cantidad de energía nunca antes vista.
― ¡Anahy! ―su grito desgarrador llamó la atención de los siete sujetos. Una mujer de cabellos rizados y rojos como el fuego se lanzó hacia él, pero sin siquiera pensarlo, cortó su cuerpo con la espada haciendo que desapareciera en una nube negra. Al acercase pudo ver el cuerpo inerte del muchacho de cabellos plateados. Tardó un par de segundos en reconocerlo, pero cuando lo hizo, fue como si por un instante fue el tiempo se hubiese detenido. Se hincó lentamente hasta tocar con sus manos temblorosas aquel cuerpo que poco a poco comenzaba a desaparecer en cientos de fragmentos de luz. Sus manos hechas un puño tiritaban de dolor. Le habían arrebatado una parte de su alma.
― ¡Mi señor Lucyfer!―el grito del joven a su lado lo alertó en el segundo exacto para esquivar el ataque de espadas de aquel sujeto que expelía soberbia por cada fibra de su ser.
― Yo lo maté si eso es lo que te preguntas―acarició el filo de su espada con la yema del índice y el anular, mientras se humedecía los labios con deleite― no fue más que un simple movimiento, no había nada que tu hijo hubiese podido hacer ante mí y lo sabes― caminó lentamente hacia Lucyfer, con paso calmo, siempre derecho, siempre altanero.
― maldito Soberbia―masculló entre dientes sintiendo la ira recorrer sus venas. Sus ojos se desviaron a la imagen de detrás de aquel pecado, el cuerpo de Anahy se elevaba, brillando por completo mientras gritaba perdida en su desesperación. Un solo movimiento de sus finos dedos bastó para acabar con el sujeto más grande de los que conformaban los Siete.
― ¡Mi señor! ¡Tiene que hacer algo, si permite que Mi señora sea apoderada por la ira, destruirá todo el Averno!―su voz alarmante era realmente preocupada, pero Lucyfer parecía perdido en sí mismo, tener que cargar de un segundo a otro con la muerte de su único hijo y con las muertes de dos de sus jueces, quedando solo Minos a su lado. La espada en su mano hacía un sonido metálico al chocar contra las rocas al perder la fuerza de su agarre. Su miraba iba y venía del cuerpo de su hijo al cuerpo de su mujer que comenzaba a destruir todo con una parsimonia atemorizante.
― ¡Concéntrate en mí!―Soberbia agitó su espada para dar un golpe certero en el cuello de Lucyfer, pero chocó contra el arma de Minos que se interpuso para protegerlo.
―Lucha conmigo Soberbia―sonrió de medio lado sujetando con fuerza el arma― ¡Mi señor vaya con ella!―sus ojos centelleantes en seguridad sacaron del trance a Lucyfer que asintió tan rápidamente como se puso de pie para correr hacia la mujer que ya había acabado con el resto de los pecados.
El camino parecía el más largo que había recorrido nunca antes, trastabilló un par de veces antes de alcanzar los hombros de Anahy con fuerza, apretarlos y sacudirlos.
―Anahy, por favor…―la zarandeó para intentarla hacerla recobrar el sentido, pero su cuerpo no dejaba de brillar y su energía no dejaba de destrozar todo a su alrededor.
Los brazos de Lucyfer comenzaban a llenarse de heridas, el solo hecho de estar cerca de ella le dañaba enormemente, pero nada iba a dejar que se apartara de su lado. El deseo de salvarla era mayor a cualquier cosa, era incluso más fuerte que la rabia que sentía por Él, aquel que lo traicionó para enviarlo al Averno, culpándolo de algo que no cometió. El caos se desataría tarde o temprano por su mano o por el mismo destino.
Ella se estaba perdiendo, dejándose dominar por su propio poder, la tristeza y la ira que sentía contra todo. Sus uñas se resquebrajaban y sus venas brillantes en color calipso se apoderaban de su blanca piel, destacando de entre sus rubios cabellos flameantes de tanta energía emanada.
―Luzbel…―su voz sonaba rasposa y de un extraño tono grave― ¡NO!―su grito gutural lo desestabilizaron dejándolo en diagonal, la posición perfecta para tener la visión más aterradora de todas.
Lo siguiente fue casi como en cámara lenta, la espada de Soberbia entrando en el estómago de Minos. La manera como giraba el arma en noventa grados y los huesos sonando al destrozarse mientras el filo subía y su cuerpo era abierto hasta la base del cuello, destrozando instantáneamente cualquier esperanza de salvación. Su cuerpo cayendo lentamente en una lluvia de sangre que apagó con su vida en solo un instante y como el grito gutural de Anahy creó una onda expansiva que mandó a volar a Lucyfer mientras quemaba vivo a Soberbia hasta desvanecerlo en cientos de fragmentos oscuros que se perdieron en la nada.
Sujetando su cabeza a dos manos y las lágrimas creando un camino fijo hasta su barbilla, el cielo se resquebrajaba en cientos de fragmentos igual a los cristales de un cristal que se ha quebrado. El cielo rojizo del Averno se estaba cayendo a pedazos y tras aquellos quiebres solo podía verse la nada que se acercaba lentamente para engullir el mundo conocido. Los volcanes lanzaban magma a montones y hacían temblar la tierra muerta, diseñando la geografía del lugar, abriendo abismos donde gritos de las almas perdidas buscaban liberarse intentaban escalar infructuosamente.
Intentando controlarse a sí misma, se abrazó y sus uñas se enterraron en sus brazos formando hilos de sangre que no menguaban su situación. Su poder interno había sido liberado por ira, por dolor y ya nada se podía hacer para remediar la situación. Era el fin de todo. Aunque su llanto no cesaba, su desesperación pasó a segundo plano al ver como Lucyfer intentaba acerca a ella y su propio poder no se lo permitía.
― ¡Luzbel!―estiró sus brazos para él pudiese tocarla, para que sus manos pudiesen llegar tocarse. Lucyfer puso su espada frente a él para cortar la onda de energía y así poder ir hacia ella, pero a pesar de llevar a su espada más leal, la energía era demasiada y alentaba su paso de manera desesperante.
Una maldición se escapó de los labios de Lucyfer al ser expulsado por la enorme cantidad de energía que Anahy ya no podía controlar. Él a la distancia y Ella en el centro de su propio poder. Sus ojos se encontraron, verde con amarillo. Ambos sabían lo que tenían que hacer. El viento comenzó a soplar con fuerza y los cabellos de ambos se elevaban al cielo y flameaban erráticamente. Lucyfer usando su espada como soporte, se pone de pie, sin dejar de mirar los ojos verdes de Anahy, sabía exactamente qué era lo que ella le iba a pedir. Negó lentamente mientras sus ojos se llenaban de lágrimas y el tiempo transcurría dolorosamente hasta el fin. "Hazlo…no existe otra manera…", fueron las palabras que se leyeron de sus labios.
― ¡No puedo hacerlo!―las lágrimas se le escaparon de los ojos, sujetó su pecho con fuerza, cerrando los dedos en un puño que comenzaba a blanquear sus nudillos―Por favor no me pidas algo así…tiene…debe de existe alguna otra manera…―su grito y sus sollozos se perdían con el ruido que hacía el universo al destrozarse lentamente.
"Te Amo"
Reunió todas sus fuerzas, todo su amor y toda su culpa en el filo de su espada. Dio un salto abriendo sus hermosas alas negras para dar el impulso necesario y con ello darle el fin a toda esta destrucción.
El viento quitaba las lágrimas de su rostro, como una dulce caricia que conducía a la muerte. La espada atravesó el cuerpo de la muchacha que cogía el rostro del ángel caído y le daba el último beso sangriento que podría darle. Su aliento se iba desvaneciendo en un río de sangre que caía del filo de su espada hasta sus manos y luego a la tierra.
Todo se detuvo. La tormenta comenzó a disiparse tan rápido a como inició, la tierra dejó de estremecerse bajo sus pies y cada elemento regresó a su curso natural.
Sus manos acariciaron su rostro ya sin vida mientras las gotas de tristeza caían en esa piel tan pálida ahora como el mármol. Su cuerpo se desfragmentaba en cientos de plumas doradas que se elevaron con un haz de luz para irse lentamente a manos de su creador. Estiró los dedos para alcanzar el último tacto con su energía. Se había quedado completamente solo, lo único que no sabía, era que a pesar de detener la destrucción un caos mayor se estaba formando en el mundo terrenal, un caos aún superior a cualquier otra cosa que nunca antes se haya vivido.
Lucyfer se puso de pie arrastrando su espada, su preciada Susjkale que había atravesado el cuerpo de la mujer que amó. Como si el tiempo no existiese, caminando lentamente kilómetros y kilómetros se dirigió a su castillo. Aquella enorme construcción con torres, catacumbas, cientos de habitaciones y muros secretos, llenos de sellos y armas con un poder realmente aterrador. Cruzó el foso de sangre por el camino de rocas que llevaba a la entrada principal. Caminó por un largo pasillo con muros de roca y piso marmoleado alumbrado por antorchas que colgaban por un sostenedor metálico empotrado a la roca con decoración de lirios en flor. El final del pasillo se abría en una enorme estancia con ventanales de al menos ocho metros cubiertos por un cortinaje rojizo que caía delicadamente casi rozando el suelo. En el punto de encuentro de las cortinas, se encontraba aquel trono oscuro con un enorme par de alas negras saliendo de su respaldo. Caminó hasta sentarse allí, mirando siempre fijo hacia aquella entrada, inamovible deseando en el profundo la muerte al sentirse completamente abandonado. Cerró los ojos y durmió por años en esa misma posición, en ese mismo lugar, sujetando la espada en su regazo, esperando que el mismo tiempo acabase por degradar su existencia hasta desaparecer por completo.
