Personajes: Lei Wulong y Michelle Chang.
Resumen: La pequeña Michelle es la única superviviente del genocidio de su tribu amerindia y al oficial de policía Lei Wulong se le asigna el caso de resolver qué y quién hay detrás de la masacre. La clave parece estar en Michelle.
Disclaime: Ninguno de los personajes de esta historia me pertenecen. Todo aquí pertenece a la saga de Tekken de la compañía Namco salvo el argumento del fic, que está hecho por mí y sin ánimo de lucro.
.Sigue luchando.
por. Bechan in wonderland.
Capítulo 01. La princesa de las tierras salvajes.
El sofocante sol del Oeste no les había dado ni un minuto de paz. Todo desierto y arena. Lei puso a máximo el aire acondicionado de su coche de policía, mientras sentía que la piel traspasaba la sudada camisa blanca y se pegaba al tapizado del asiento. Maldita sea, ¿cómo tan siquiera alguien podía vivir en ese lugar semejante al mismo Infierno? Su compañero Bruce dio un fuerte golpe en el salpicadero cuando la radio se estropeó.
—¡Me cago en...! ¡Ahg! ¿No me jodas que se ha estropeado? —el afroamericano comenzó a hurgar en todos los botones de la pequeña radio —. ¡Venga, enciéndete!
—Déjalo, Bruce —suspiró Lei mientras se bebía la última gota de agua de su cantimplora y la arrojaba al asiento de atrás, agotado —. En este Infierno ni los aparatos resisten el calor —se dejó caer hacia delante, apoyando su fuerte mentón en el volante.
Lei vigilaba el horizonte, a la espera de ver llegar a los coches patrulla de la Policía de Condado que les llevaría hasta el lugar de los hechos. La verdad es que Lei se encontraba algo intrigado con el asunto. Pero esa espera se había prolongado por dos malditas horas en aquel cruce de carretera sin final. Si no fuera porque era su deber, los habría dejado a su suerte hacía mucho. Al final, cuando ya estaban a punto de desistir e irse de vuelta a la civilización, una polvareda en el horizonte lejano le indicó que alguien venía. Su aguda visión le confirmó que se trataba de aquellos a quienes esperaba.
Los coches de la Policía de Condado se detuvieron en el camino a unos pocos metros de distancia de ellos, y un hombre mayor sacado de una película del Oeste, muy acorde con el lugar, salió sonriendo ampliamente y saludó al chino y al afroamericano, levantando la mano bien alto. Lei y Bruce bajaron del auto y fueron al encuentro del otro.
—Tú debes de ser el Agente Wulong de la Brigada Contra el Crimen Organizado, ¿me equivoco? —inquirió el mayor al chino.
—Así es, y él es mi compañero, Bruce Irvin... —pero antes de que Lei hubiese acabado su cortés presentación Bruce tomó delantera, encarando al hombre de una forma muy intimidatoria.
—¡Y tú debes de ser el Sheriff de este jodido Condado, verdad! ¡Maldita sea, hombre! Casi me muero de inanición en este puto páramo en mitad de la nada. Y si se iban a retrasar taaaaanto, por lo menos podrías habernos avisado, joder —bramó con el ceño fruncido. El sheriff dio un paso hacia atrás, moviendo lentamente la mano hacia su vieja pistola por si acaso ese loco decidía atacarlo. Lei vio esto de antemano y decidió intervenir.
—Eh, venga, Bruce, tranquilo, hombre, que te va a dar un ataque con esta insolación...
—Para ti es fácil decirlo, eres chino, ¡estás acostumbrado al calor! —soltó Bruce, sentándose en el capo del coche enfurruñado cual niño pequeño.
—¡Qué tendrá que ver eso! —suspiró Lei, más para sí mismo. Después de unos segundos de silencio incomodo, decidió volver con el sheriff —. Disculpe a mi compañero. Por favor, podrían llevarnos al lugar de los hechos.
El viejo sheriff asintió e hizo a sus camaradas una señal de que se pusieran en marcha mientras se subía a su coche. Lei y Bruce hicieron lo propio y los siguieron por las desabitadas carreteras de Arizona durante una media hora de trayecto, hasta que al final la Policía de Condado aparcó en una extensa llanura detrás de una colina que cambiaba radicalmente el paisaje del desierto. Había varios coches de policía, bomberos y ambulancias, los oficiales se movían de un lado a otro, cada cual a su trabajo, buscando pistas.
Lei abrió sus rasgados ojos cuando se bajó del vehículo y miró el panorama. Estaba seguro de que una vez, no hace a penas unas horas, ese lugar era hermoso. Se encontraban en una reserva de indios nativos. Había como unas doce viviendas unifamiliares aglomeradas, las casas eran de madera con sus chimeneas y sus pequeños porches en la entrada. También había varios columpios artesanos y un río corría libre y veloz cerca. Sin embargo, algo horrible había ocurrido con ese pacifico lugar. El río arrastraba agua teñida de sangre de los cuerpos fusilados de dos mujeres que estaban tirados en la orilla. Cadáveres de niños y adolescentes se aglomeraban en un rincón, atrincherados. Por todo el campamento se podían encontrar hombres y mujeres, algunos armados –seguramente para proteger su hogar- y otros no, pero todos ellos acribillados a balazos. Todos indios nativos. La sangre de los nativos bañaba el amarillento tono de las tierras de Arizona. Algunas cabañas tenían señales de haber sido quemadas y los restos de un bosque desprendían un humo negro que ascendía a los cielos.
—¡Dios mío! —bramó Bruce —. ¡¿Qué cojones ha ocurrido aquí?!
—Un genocidio... —susurró el sheriff.
—¡Eso ya lo veo, hombre!
—¿Quiénes eran? —preguntó Lei mientras inspeccionaba el cuerpo sin vida de un niño de unos siete años—; ¿Por qué... por qué les pudieron haber hecho esto?
—Se trataba de la tribu Chang —empezó el sheriff —. Buena gente, aunque no se acercaban mucho al pueblo. Eran la mayoría artesanos. Pieles, abalorios, instrumentos musicales... —suspiró cansino —. No sé por qué alguien podría haberles hecho esto. Averiguar quiénes fueron es vuestra misión, para eso os hemos llamado —dictaminó el viejo. Lei cerró suavemente con la palma de su mano los ojos sin vida del infante.
—¿Hay algún superviviente?
—No, señor.
—¿Enemigos?
—Que sepamos, no.
—Ósea, que no hay nada —bufó Bruce —. ¿Quizás una tribu enemiga?
Estuvieron buscando pruebas el resto de la tarde, mientras el fuerte sol de Arizona les quemaba la piel. Algunos policías y ambulancias se encargaron de llevar los cuerpos asesinados al pueblo para su futura autopsia y después se decidiría qué hacer con ellos y dónde enterrarlos. La noche ya había caído en el desierto y el calor abrasador daba paso a un fuerte frío de invierno. Lei se había pasado escudriñando en las casas todo el día. El lugar parecía que había sido rebuscado con afán por alguien antes que él: las casas tenían todo patas arriba, con los cajones tirados y volcados en el suelo, los colchones de las camas rotos y levantados, y los muebles destrozados. Sin duda, los que habían provocado la masacre buscaban algo, y la intuición de Lei le decía que no se trataba de dinero, sino de algo en concreto. La pregunta es sí lo habían encontrado o no, y de qué se trataba.
Fue entonces cuando una pequeña luz reflectora se movió por la pared de la habitación de una de la chavolas en las que se encontraba el policía chino en ese momento. Lei frunció el ceño y buscó con la mirada de dónde podía venir aquella lucecilla, descubriendo que salía de una rendija del suelo. Lei se movió hasta allí y hurgando en la oscuridad vio un pequeño bulto debajo de la madera. Inquieto por su descubrimiento, buscó un hierro con el que hacer palanca y abrió la escondida tapa. El fuerte sonido de la madera al romper despertó a la chica que dormía en el hueco. Tanto Lei como ella pegaron un grito al sorprenderse el uno al otro. La chica aprovechó que el hombre se encontraba tan desconcertado como ella para salir huyendo de aquel hueco con un ágil salto.
—¡Ey, espera! —Lei corrió detrás de la india cuando se repuso del susto y la cogió del brazo. Mas su fuerza era muy desproporcionada con la de ella, y su pequeño cuerpo voló con la inercia hacia él, chocando con su atlético cuerpo y cayendo al suelo atemorizada —. ¡Espera, espera! —el hombre intentó calmarla, arrodillándose a su lado y hablándole con suavidad—. No quiero hacerte daño, en serio. Siento haber sido tan brusco, ¿estás bien?
La chica india lo miró con recelo, y al hacerlo abrió su preciosa mirada de zafiro, apagada por la rojez y el hinchazón de sus ojos. Se notaba el cansancio de llorar durante tan tiempo. Era delgada, de cuerpo frágil y menudo, la piel morena y el pelo negro se ataba en una larga trenca, toda despeinada. Estaba echa unos andrajos, sucia y maloliente.
—Me llamo Lei Wulong, soy un Agente de la Policía Internacional, de la Brigada Contra el Crimen, ¿me entiendes?
Ella lo siguió mirando con recelo y en un segundo golpeó al hombre chino con un certero codazo en toda la cara y salió escopeteada del lugar. Lei se recompuso rápidamente, sorprendido del ataque de la chica. Salió corriendo de la casa detrás de ella y la vio pasar como un rayo entre los policías que sorprendidos ante su presencia no pudieron hacer otra cosa que no fuese abrir la boca en una mueca absurda.
—¡Ey, ey, ey! ¡Atraparla, atraparla! ¡Qué no escape! —ordenaba Lei mientras corría detrás de ella —. ¡Bruce, cógela! —atinó a decir cuando ella pasó a su lado.
Bruce, que se encontraba sentado como era su costumbre en el capo del coche comiendo una hamburguesa, extendió uno de sus grandes y musculosos brazos a la orden de su compañero, y envolvió con él a la joven cuando ésta cruzaba por su derecha. La india quedó atrapada sin poder hacer mucho entre la masa muscular del hombre de color.
—¡Bien hecho, Bruce!
La pequeña bestezuela era salvaje y arisca como un gato de la montaña. Como podía intentaba escapar de su captor, arañándole, mordiéndole y golpeándole el brazo mientras se retorcía y pataleaba. Bruce parecía impasible ante los ataques de la joven y miraba inquisidor a Lei con una clara pregunta dibujada en su cara: ¿quién es ella? Lei se acercó e inclinándose un poco intentó calmarla, pero en cuanto acercó la mano hacia ella, ésta la atrapó con la boca mordiéndole con todas sus fuerzas.
—¡Aaaaahhh! —Lei intento zafarse del mordisco como pudo—. ¡Suéltame, suéltame!— cuando la mandíbula de ella aflojó el chino dio dos pasos hacia atrás para no perder el equilibrio—. ¡Menudo carácter!
—¡Buen trabajo, Agente! —le felicitó el sheriff mientras se acercaba —. ¡Ha encontrado una superviviente! —y miró como la india no cesaba en su intento de huir del afroamericano —. ¡Y vaya superviviente!
La india no hablaba, sólo pegaba gritos y gruñidos, más típicos de un animal que de una persona civilizada. Lei sabía que ella podía hablar perfectamente, pero ahora se encontraba en un estado catatónico donde sus instintos básicos de supervivencia se imponían a cualquier otro sentimiento. No, en ese estado no sacarían nada concluso de ella. No ahora, por lo menos. Con un movimiento rápido y veloz, Lei presionó con fuerza en un punto de presión en el cuello de la niña, como si de un látigo se tratase, y ésta cayó inconsciente entre los brazos de Bruce.
—¡Ey, tío, te has pasado!—bramó Bruce.
—Sólo hice que se durmiera.
—Hay que joderse...
Algo dorado y redondo cayó de la mano de la muchacha a la polvorienta y quemada tierra, girando sobre sí mismo como una moneda. La luz de los focos de los coches se reflejó en el objeto y a Lei y a Bruce les deslumbró el brillo luminoso sobre unas escamas. Lei se agachó y lo recogió. Era un medallón, que le ocupaba la mitad de la palma de la mano. En la oscuridad eran como pequeños espejos que capturaban la luz, diminutas lunas que cegaban al cuerpo de policía, pero para los ojos de Lei se revelaban los interminables matices y formas de pedacitos de nácar ensartados en diferentes ristras, haciendo un mosaico de figuras geométricas jugando con los infinitos colores que se entrecruzaban. Simétricamente, en algunos puntos, unas gemas preciosas y diminutas sobresalían de la nacarada superficie de escamas, y en el centro, una piedra hermosa que Lei no supo identificar coronaba el medallón.
—¿De dónde coño ha salido eso? —Bruce le entregó a la chica inconsciente a un policía y quiso observar el medallón por encima del hombro de Lei, que no paraba de moverse de un lado a otro examinándolo.
—¿Mmm?— la piedra principal era nítida como el cristal, y dentro de ella se podían leer unas inscripciones en lengua nativa, y por mucho que Lei girase y voltease, viéndolo desde distintos ángulos, siempre se podía leer correctamente, como si las letras estuviesen flotando en el vacío de la piedra, como un holograma—. Lo tenía la chica... —la contestación fue casi un suspiró—. Qué curioso medallón...
Lei condujo de regreso al Departamento de Policía de la Ciudad de Phoenix con el cansancio agarrotándole todos los músculos de su cuerpo. La cabeza de Bruce se iba zarandeando de un lado a otro en el asiento de copiloto. Se había quedado dormido y Lei sabía que aunque todo un equipo terrorista hiciese sonar sus metralletas, Bruce no despertaría. Qué suerte, en el fondo, poder dormir así de tranquilo. Phoenix era demasiado calurosa para su gusto. Estaba deseando conseguir toda la información necesaria para el caso y volver a su pisito en Brooklyn y terminar desde allí su misión. Phoenix no era su ciudad y tampoco lo era Nueva York, pero era ahí donde Lei vivía y trabajaba desde que le habían transferido del Cuerpo de Policía Internacional de Hong Kong a la Brigada Contra el Crimen Organizado, hacía unos años.
Cogió el teléfono móvil y marcó de memoria un número. Algunos lo llamarían paranoico, pero la experiencia le había enseñado a Lei que cuando uno vivía haciéndole la puñeta al crimen organizado, lo mejor era no tener ninguna pista que condujese a los enemigos hacia sus más allegados, eso incluía las agendas de teléfonos y direcciones.
—¿Moshi moshi? —una hermosa y dulce voz femenina atendió al otro lado de la línea en un alegre japonés.
—¿Ohayo yaa, Jun-chan! —contestó Lei con su torpe japonés—, ¿Genki desuka?
—¡¿Lei-kun, eres tú?! —la voz de mujer cambió su registro por el chino, algo que Lei agradeció. Aficionado a las lenguas, inexperto en ninguna.
—¿Quién sino, Jun-Chan?
—¡Oh, vaya, Kami-sama! —Jun rió dulcemente—. ¿Qué es de tu vida? ¿A qué debo esta llamada? ¿No te habrás metido en algún lío, verdad? —su voz sonó preocupada por un momento.
—Neh, neh... —Lei suspiró. La verdad es que era triste que cada vez que entraba en contacto con Jun sólo era por dos motivos: trabajo o problemas. Lo cierto es que los dos tenían demasiadas dificultades con sus trabajos como para entablar una amistad más cotidiana—; verás, Jun-chan, necesito tu ayuda... otra vez... ¿Te suena de algo la tribu amerindia Chang, del Oeste de Arizona?
—Mmmm... Espera un segundo, Lei-kun —Lei escuchó el sonido del teclado de algún ordenador al otro lado, seguramente el portátil de Jun donde guardaba toda la información. Jun Kazama, de nacionalidad japonesa, era una hermosa y joven mujer que trabajaba en la INTERPOL de WWWC, una Agente protectora de la naturaleza y los seres humanos, que investigaba la actividad ilegal en los Departamentos de Exportación de Especies Poco Comunes. También era una gran defensora de la humanidad y los derechos de las tribus indígenas. Si alguien podía saber algo de la tribu Chang, esa era Jun. Después de un rato, la voz de Jun volvió a hablar—: ¡Sí! Lei-Kun, la tribu Chang son unos indígenas amerindios con una gran mitología a sus espaldas, fueron un gran pueblo guerrero defensor de Gaia que según cuentan luchaban contra el Mal. En la actualidad viven en reservas y se dedican a artesanía...
—Ósea, qué no hay nada turbio en ellos...
—Aquí es donde viene lo que seguramente estés buscado, Lei-Kun —Lei se reclinó, intentado agudizar lo máximo posible su oído ante la expectación—. La tribu Chang tenía negocios con la Mishima Zaibatsu.
—¿Mishima Zaibatsu? —Lei saltó en el asiento del conductor—. ¿Por qué una tribu épicamente guerrera del bien iba a asociarse con la Mishima Zaibatsu?
Hubo un intenso silencio.
—No sé muy bien, Lei-Kun —dijo algo apenada la japonesa—. Pero creo que tiene que ver con una expedición arqueológica. Oficialmente, la Mishima Zaibatsu financia una expedición arqueológica de la tribu Chang que quería buscar restos de su civilización que están siendo mancillados por el progreso urbanístico de la civilización. Gomen nasai, Lei-Kun, pero no sé mucho más.
—Ya... —suspiro resignado. Al menos ya sabía porque la INTERPOL lo había mandado a investigar concretamente a él ese caso. En un principio creía que era por simplemente ser el policía de la Brigada Contra el Crimen Organizado más cercano. Pero no, todo siempre tiene que ver con la Mishima Zaibatsu.
—Lei-Kun, ¿qué ha ocurrido?
—Los han matado a todos —la sentencia fue clara, como un trueno en el cielo.
—¡¿Nani?! —Jun ahogo un chillido—. ¿A todos?
—Sí... bueno, ha sobrevivido uno, qué sepamos; una chica.
—¿Qué pasó?
—Antes no lo tenía claro, gracias a ti ahora sí: Heihachi Mishima...
—Entiendo —la voz de Jun se apagó—. Bueno, espero que lo resuelvas pronto... ¿quieres que...?
—No —rechazó él amablemente antes de que ella dijera nada—. Neh, tranquila, Jun-Chan, si necesito tu ayuda, de seguro te avisaré como siempre.
—De acuerdo, Lei-Kun ¡¡Ganbatte!!
—Domo arigato, Jun-Chan. ¡Ja ne!
Lei colgó el teléfono y se guardó el móvil. Lentamente se recostó lentamente en el asiento y respiró hondamente
—Heihachi Mishima... —exhaló en un murmuro.
Lei y Bruce eran dos detectives de la Brigada Contra el Crimen Organizado de la INTERPOL, y hacía tiempo que estaban bajo la pista de Heihachi Mishima. Heihachi Mishima, de nacionalidad japonesa, era el único hijo de Jinpachi Mishima, y padre adoptivo de Lee Chaolan. Un poderoso luchador de artes marciales empresario dueño de la compañía multinacional Mishima Zaibatsu, así como el "Comandante" de las fuerzas militares privadas de dicha compañía, la Unidad de las Fuerzas Tekken. Su padre, Jinpachi Mishima, fundó la poderosa compañía Mishima Zaibatsu que en un principia era un gran Imperio Financiero, pero tras la misteriosa desaparición de Jinpachi, Heihachi convirtió la Mishima Zaibatsu en una empresa de armamento tecnológico-militar, que no se caracteriza precisamente por sus negocios honrados. Desde hace treinta años, se ha relacionado a la Mishima Zaibatsu con tratos con la mafia de todo el mundo (los Yakuza en Japón, la Triada en China, La Cosa Nostra en Sicilia, la familia Genovese en Estados Unidos...) con referencia a tráfico de armas, de persona, blanqueo de dinero, crímenes económicos, corrupción, soborno y sobre todo el mito más grande como leyenda a la Mishima Zaibatsu: experimentos genéticos con humanos.
A pesar de que todo esto es un secreto a voces, Heihachi Mishima sigue con sus sucios negocios con casi total impunidad con la ayuda de las fuerzas del orden. Sí, muy a pesar de Lei, la policía estaba sobornada y sus corruptos compañeros del departamento hacían vista gorda con tal de llevarse luego un buen fajo de billetes a casa. Esto también incluía buena parte del cuerpo de la INTERPOL, que se escondía bajo su papel políticamente neutro. Neutro hasta que afecta a varios países, crímenes políticos, militares, religiosos o raciales, claro. Justamente lo que hacía la Mishima Zaibatsu.
Sin embargo las cosas cambiaron cuando Enrique Herrero, de la Secretaría General, sufrió en carne propia la corrupción de Mishima Zaibatsu cuando su yerno se vio terriblemente implicado. Entonces, Lei Wulong y Bruce Irvin fueron asignados como jefes de la operación "secreta" para desenmascarar a Heihachi Mishima. Fueron ellos escogidos entre todo el cuerpo de la Brigada por sus historiales impecables; eran dos de los contadísimos miembros del cuerpo de policía que no se dejaban comprar ni intimidar. Lei ya hacía tiempo que luchaba contra el crimen organizado, sobre todo cuando estaba en Hong Kong que se las tuvo que ver varias veces con la Triada, y era conocido como el "súper poli" dentro del mundo criminal por dos razones; su reputación de ser insobornable e intransigente, y su especial forma de combatir el crimen. Lo segundo se debía a que Lei había desarrollado su propio estilo de Kempo, el cual combinaba con sus dos grandes especialidades de Kung Fu que lo convertían en un gran maestro del mismo: el "Wu Xing Yi Quan" (La técnica de los cinco animales: Serpiente, Grulla, Pantera, Garra de Tigre, Furia del Dragón) y el "Suijiuquan" (La técnica del puño del boxeador borracho).
Su compañero y amigo, Bruce Irvin, tuvo una dura infancia, hecho que truncaría su vida y marcaría su destino. Cuando era muy niño, su padre debía dinero a la mafia neoyorquina negra y ésta tomó represarías matando a su progenitor y a su hermano mayor. Su madre fue violada y posteriormente asesinada. Bruce, a pesar de haber recibido varios disparos cuando los gángsters entraron con una ráfaga de balas, sobrevivió. Con la imagen de toda su familia muerta grabada en la pupila, Bruce decidió hacerse policía y así vengar a su familia, entrenando duramente en el arte marcial del Muay Thai. Bruce era un buen chico, quizás demasiado impulsivo, demasiado pasional, pero sus intenciones eran nobles y su fuerte deseo de venganza impedían cualquier tipo de corrupción hacia su misión.
Ahora, Lei estaba en America porque el hijo adoptivo de Heihachi, Lee, estaba ahí manejando las operaciones del Mishima Zaibatsu en E.E.U.U, y ya que parecía imposible encontrar pruebas en Japón para descubrir a Heihachi, quizás con el hijo resultase más fácil.
El caso era complicado. La única pista que tenía acerca del asesinato de la tribu Chang era la joven india que había encontrado, y que los Chang no habían muerto sin merecerlo. Sabía que la tribu tenía varios negocios con la compañía Mishima y quizás alguno de ellos la había llevado a la muerte sin quererlo realmente. Una fuente importante de información podría ser la chica... ella había visto huir los asesinos de su gente, quizá los podía identificar.
Despertó como despiertan los leones al verse de un día a otro enjaulados. Aunque ella no estaba en ninguna jaula ni llevaba grilletes. Pero estaba asustada. La habían llevado al hospital del condado cuando el agente Lei Wulong la dejó inconsciente hará unas horas tras encontrarla en la escena del crimen, acurrucada y asustada, temblando como una hoja. Era la única superviviente. Pero ella no entendía eso. Estaba histérica.
Corría por los pasillos del hospital, con el cable de la vía roto colgado de su mano derecha y haciéndole daño, y vestía un pijama blanco de dos piezas del hospital. Había noqueado a la enfermera que la atendía nada más despertar, y le había roto un brazo a un médico en su huída. Detrás de ella dos guardias de seguridad la perseguían torpemente... o era ella, que era demasiado ágil y veloz. Esquivaba sin dificultad a los enfermos, familiares y trabajadores que se interponían en su camino.
Sentía la pulsación de su corazón en todos los rincones del cuerpo.
Dobló una esquina. Tengo que volver a casa, tengo que volver a casa. Derrapó, apoyándose en los marcos de las ven tanas para tomar impulso. Resbalando. Y se lo encontró de bruces. El chino, pensó. Con una placa de policía colgada del pecho brillando por la luz mortecina del hospital, con una camiseta de ése blanco lavado demasiadas veces con lejía y varios botones sin abrochar, y con un pantalón marrón claro de tela algo arrugado sujetado por unos tirantes, Lei Wulong, el policía chino que la había retenido en contra de su voluntad, apareció al doblar la esquina. Chocó con él y con el impulsó calló al suelo, otra vez. No podía verlo bien; no era muy alto, como casi todos los chinos, pero sí más que ella. Parecía ser un tipo fuerte, de cuerpo fibroso, seguramente pasaba muchas horas entrenándolo. Tenía varias pistolas encima, todas ellas en sus fundas.
Gateó marcha atrás, resbalando con los pies descalzos en el suelo impecablemente brillante con olor a desinfectante de limón, y fue limpiando el suelo con el trasero mientras se alejaba del policía. Luchó por ponerse en pie, por no resbalar con las baldosas, y echó a correr en dirección contraria. Se encontró con que los torpes guardias de seguridad y los médicos más grandotes le bloqueaban el pasillo a unos metros, acercándose a ella. Lei intentó detenerla, resbalaron y cayeron; se golpearon contra la esquina de la pared y Lei le hizo un agarré. Ella, por mucho que intentó, no pudo escaparse. Empezó a gritar en su lengua indígena, a revolverse entre los brazos del chino.
—¡Quieta, quieta! ¡No quiero hacerte daño, por favor, escúchame! —suplicaba Lei, mientras veía que uno de los médicos se acercaba con una aguja, seguramente llena de anestesia. Eso no arreglaría nada; la dejaría dormida durante unas horas para luego despertar y otro tanto de la misma escena. Lo sabía bien, ya que él mismo había probado con dejarla inconsciente y no funcionó. Como pudo, sacó de su bolsillo el amuleto que se le había caído a la chica—: ¡Mira, mira! Es tuyo, ¿verdad? —lo puso a la altura de los ojos de ella. Pareció funcionar; se quedó quieta, estática, y sus ojos seguían el movimiento pendular del medallón —. Eso es, toma, es tuyo —con suaves palabras, Lei se fue separando de la joven mientras le entregaba el medallón. Ella lo cogió con desconfianza, pero al menos se estaba quieta —. Soy Lei Wulong, Agente de la Policía Internacional, de la Brigada Contra el Crimen, ¿entiendes mis palabras, lo que te digo?
—Sí —su voz era clara como una campanilla de cristal, con cierta resonancia de niña aún.
Lei se sorprendió gratamente ante la respuesta de ella. Los guardias y los médicos se quedaron quietos ante la expectativa. La niña salvaje hablaba inglés con el policía chino. Lei había conseguido, además, que se quedará quieta.
—¡Bien! ¿Cómo te llamas tú? —cuando la chica tardó en contestar entrecerrando la mirada para verle con recelo, Lei temió que realmente no lo entendiese.
Ella observó ahora su rostro, analizándolo detalladamente: parecía joven, aunque intuí que rozaba los treinta quizás. La mandíbula era fuerte y prominente, y las cejas pobladas. La nariz graciosa, respingona, quizás demasiado infantil para sus fracciones tan duras y masculinas. Tenía unos labios carnosos y pequeños. El pelo era negro, algo largo y recogido en una coleta baja; mechones sedoso y brillante del flequillo caían sobre sus ojos chinos inescrutables, como dos pozos negros de los que no podías averiguar hasta donde llagaban su profundidad. Sin embargo, había algo tranquilizador en aquel policía chino, algo familiar y agradable que apaciguó a la muchacha.
Finalmente, ella habló con lentitud:
—Mi nombre es Michelle, Michelle Chang. De la tribu Chang.
CONTINUARÁ
Notas de la autora: Bueno, hasta aquí el primer capítulo, que consta de siete hojas de Word sólo el texto sin el Disclaimer y las Notas de autora (no sé si eso es mucho o poco). Espero que les haya gustado, ésta es algo así como la introducción, y pudo haber sido algo aburrido y un poco liosa de más.
Bueno, ¿qué que pretendo hacer yo con este fanfic?
Avisar de ante mano que este fic será largo y tedioso para muchos, porque pretendo contar en él la historia del Tekken 1 y el Tekken 2, escribir mi versión de los hechos. Realmente se sabe poquito de la trama del Tekken (porque sí, caballeros, el Tekken en sus orígenes tenía su pequeño pero sólido argumento que después se perdió completamente), así como de sus personajes, lo cual permite que pueda inventarme casi todo, mientras no sea fuera del canon y sea coherente con las cuatro cosas que sabemos.
He decidido usar a Lei Wulong como protagonista, porque además de ser mi personaje favorito, es para mí un nexo indirecto entre los demás personajes del Tekken; el policía que investiga todo, que conoce a todos. Sobre si es un Lei x Michelle les diré que no tengo ni chorra. Realmente no me disgustaría, pero no sé que trayectoria romántica seguirá este fic.
Lo que sí sé es que a parte de ellos dos que serán los protagonistas, también aparecerán otros luchadores del Tekken 1 y 2, como Bruce Irvin, Jun Kazama (que ya apareció e irá cogiendo algo de protagonismo, según mis intenciones), Marshall Law, Paul Phoenix, King, Nina Williams y su hermana Anna, entre otros de menos relevancia. Obviamente, la familia Mishima serán los malos.
Decir con esto es que si algún fan siente que realmente la trama del Tekken no es así, que no se disguste demasiado. Simplemente cogi las ideas principales, las historias de los personajes y fue entrelazando así una historia. Aún así, tranquilos, acepto críticas y comentarios constructivos (lo cual quiere decir aquellos que no sean vejatorios) que puedan ayudarme a encauzar más el fanfic ;).
