Disclaimer: Sweeney Todd no me pertenece... *llora*

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Bueno, aquí estoy con una nueva idea para un fic. Simplemente aquí lo dejo, no daré más explicaciones :)


Timba


Increíble. Le resultaba increíble que su vida dependiese tanto de una mujer que apenas conocía, de una mujer que no amaba y a la que no consideraba nada más que un mero instrumento. Algo que le permitía continuar viviendo. Ella le servía para vengarse, para derrotar al mal de aquella ciudad, para liberar a su hija de las manos del poderoso y horroroso buitre la ley que Londres tenía por Juez.

También era increíble que ella le conociese tanto, y que él sólo hubiese hablado con ella en contadas ocasiones cuando era Benjamin, y aún más que le hubiese ofrecido alojamiento gratis.

Sin embargo, tenía que ser cuidadoso con ella, porque si decía algo realmente fuera de lugar, o de tono, o la hería demasiado, aquella mujer podría destruirle con sólo chascar los dedos. No, no podía permitirlo, no podía permitir que se fuese de la lengua. Y entonces, ¿qué hacer? ¿Cortársela? Aquello era demasiado drástico, incluso para él.

De todas formas, a ella no parecía importarle demasiado que la gritase y pegase a placer; se callaba, asentía y se iba. Parecía creer que era él quien llevaba el control, pero Sweeney Todd sabía perfectamente que en cualquier momento podría ser su propia víctima. Sabía que en cuanto ella abriese los ojos de su amor obsesivo, ésta se daría cuenta de cuan agarrado le tenía, y de cuánto control ejercía sobre él sin darse cuenta. Y en ese momento, estaría perdido.

Porque sabía que ella le amaba, aunque él no lo demostrase, lo sabía. Y sabía perfectamente que en cuanto le controlase, le obligaría a amarla aunque él no quisiese. Le obligaría a olvidar a su pobre Lucy. Y eso era algo por lo que no estaba dispuesto a pasar.

Seguía amando a su esposa, y lo haría durante los siglos de los siglos hasta que pudiese reunirse con ella en algún lugar de la otra vida. Lo haría, no importaba qué, no importaba cuándo, pero la recuperaría de alguna forma. Aunque sólo fuesen sus recuerdos, no importaba. Al menos le quedaban ellos, y los mantendría frescos por siempre, diciéndole, suplicándole que no la olvidase y que salvase a su hija. Y él estaba encantado de hacerlo.

Pero había algo en su vecina que le preocupaba, algo que no encajaba. Tenía la extraña sensación de que le ocultaba algo, de que no la conocía tanto como creía. Sí, es cierto, él nunca se interesó por ella. Solía decirle que era lo que veía, y que con ella no había más. Ni secretos, ni pasados tormentosos, sólo ella. Pero tenía la certeza de que sí guardaba algún secreto terrorífico, algo que no le había contado por vergüenza. Vale, también es cierto que Sweeney Todd no se molestaba ni en preguntar, muchas veces, pero en sus conversaciones insustanciales matutinas, ella solía abordar muchos temas. Le extrañaba que tras año y medio de convivencia aún no hubiese salido aquello.

Y aquella mujer, obviamente, era la Sra. Lovett.

Así que aquella noche decidió hacer algo que no había hecho hacía mucho tiempo. Bajó, por primera vez desde su llegada, al sótano.

En cuanto puso un pie fuera de la barbería, inmediatamente supo que no debía hacerlo, que en realidad no quería saberlo. Que quería que siguiese siendo secreto, para no tener que preocuparse. Pero lo hizo, y bajó un peldaño.

Cualquiera podría pensar: "Menudo bastardo, dejarla ahí sola con todos esos cuerpos pudriéndose en el suelo", y ciertamente, estaría muy equivocado. La verdad es que Sweeney Todd era todo un caballero, exceptuando su sadismo característico, su crueldad y su crudeza.

Ella no tenía que ocuparse de los cuerpos, ni siquiera de cocinar todas las empanadas. Sweeney Todd ya se había ocupado de arreglar todo aquello.

El vagabundo del sótano podría contarlo perfectamente, pero no lo haría. No lo haría simplemente por el hecho de que no tenía lengua, y estaba encerrado a cal y canto. Los cuerpos llegaban, él los despedazaba, y con la increíble variedad de máquinas que disponía allí abajo cocinaba las mejores empanadas de toda Londres, una a una, perfectas e iguales. No necesitaban nada más, ella sólo las vendía y hacía algunas de vez en cuando, pero ciertamente la tenía viviendo como una reina. Y el vagabundo se alimentaba de empanadas, también, y podía hacer sus necesidades en la alcantarilla y dormir en un jergón. ¿Por qué iban a preocuparse? El hombre no podía escapar, y nadie le creería ni aunque pudiese contarlo.

Sweeney Todd había dividido el sótano en dos nada más llegar. La zona donde vivía el vagabundo era el viejo sótano, mientras que el nuevo estaba construido por encima. Cualquiera que mirase desde el nuevo, sólo vería una habitación normal. Pero si tocaba ciertas piedras de la pared, la misma se abriría, dejando ver una puerta de madera oscura, con unos barrotes por ventana. De esta forma, estaban protegidos ante intrusos.

Nunca la había exigido nada, pero ella insistía e insistía. Lo único que había pedido, y fue al principio, era que no se encariñara con la niña que había traído. La primera huésped del sótano, y que venía sin lengua de fábrica. Sin embargo, se encariñó con ella, y cuando la pequeña tuvo un accidente con la picadora, la mujer casi sufre un paro cardíaco.

Obviamente, la chiquilla murió en aquél incidente.

Desde entonces era ella quien se ocupaba del esclavo, y era quien los iba cambiando. Él sólo tenía que librarse de ellos.

Por todo eso y más, jamás se hubiese esperado lo que se encontró al entreabrir la puerta del sótano.

Había escuchado murmullos, pero estaba demasiado metido en sus cavilaciones como para pensar que procedían de dentro. Y sin embargo, con echar un ojo dentro descubrió que sí pertenecían a aquellos hombres.

Sí, hombres. Ricos y adinerados, la escoria que él mataba, se encontraba alrededor de una mesa llena de dinero y documentos. Lo primero que pensó fue en entrar de sopetón y matarlos a todos, pero decidió esperar, quería saber qué demonios hacían en su casa. El humo llenaba la habitación, y todos bebían y fumaban.

Full House —dijo uno de ellos, con regodeo, mientras mostraba sus cartas.

Así que juegan al póquer..., pensó el barbero, mirando por la pequeña rendija, ¿pero cómo demonios han entrado aquí? No habrá sido capaz… ¿verdad?

—Me temo que ha ganado —suspiró uno cuando todos habían soltado las cartas —. Ahí van todos mis ahorros de un año. Mi mujer me va a matar.

—Sí, lo ha hecho —dijo otro—. Entonces, ¿te esperamos para la próxima partida y llamamos ya al coche fúnebre? —se burló, y todos rieron. Incluyendo a una persona que no podía ver y que tenía la voz demasiado aguda para un hombre.

—No tiene gracia —se quejó.

—¡Ese es mi campeón! —exclamó la voz aguda entre risas dejándose ver—. Pero Charles, no te enfades, hombre, lo que James quería decir era que…

Pero todo aquello Sweeney Todd lo ignoró deliberadamente, aún sin creerse a quién pertenecía la voz.

Era algo inconcebible, impensable, imposible de creer. En resumidas cuentas; increíble.

Había sido una Sra. Lovett completamente cambiada la que había dicho aquello, había sido una mujer mucho más atrevida y descarada la que se había sentado en las piernas de un hombre, del cual él sólo podía ver la espalda, era a ella a quien el mismo le metía un par de libras en el escote y la toqueteaba como si le fuera la vida en ello, y era ella, aquella extraña mujer, la que bebía y fumaba también. Y eso sin contar la vestimenta de ella, que prácticamente se podía decir que iba en ropas menores. Un corsé, una falda muy ligera, unas ligas y unos tacones. Los tirantes no sabía si eran de una camisa que llevase debajo o del propio corsé, y de todas formas estaba caídos.

El tiempo que estuvo observando, no pudo quitar sus ojos de ella, intentando averiguar qué fallaba.

Y al contrario de lo que muchos pensarán llegados a este punto del capítulo; no, no la miraba porque estuviese más atractiva que de costumbre (que lo estaba), y no, tampoco acababa de enamorarse de ella.

Simplemente no le encajaban las piezas. ¿Desde cuándo llevaba haciendo aquello? ¿Por qué no lo sabía? ¿Por qué no se lo había dicho? ¿Y Tobías, sabría él algo?

La última pregunta quedó respondida con la siguiente frase:

—Toby, cariño, ¿puedes traerme un poco más de esto? —preguntó la Sra. Lovett, dándole un vaso. El chico asintió sonriendo y desapareció de su campo de visión—. Buen chico —le felicitó, volviendo a sus arrumacos con el hombres en el cual estaba sentada.

—Bueno, Parker —dijo el tal Charles—. Doble o nada, ¿vale?

—Está bien —dijo el hombre que la sostenía—. Y para que veas que soy bueno, y quiero que ganes, no pienso soltar a mi muñequita durante toda la partida.

—Venga ya, ¡si todos sabemos que es tu talismán de la suerte! —se rió un cuarto.

—Mike, no seas malo con él —rió la cambiada Sra. Lovett, dirigiéndose al anterior.

El Sr. Todd notó una punzada en la frente, al tiempo que la ira recorría todo su ser. No le gustaba aquella escena, era irreal. Le molestaba que la tratasen como un objeto, eso era algo que jamás había soportado; el tratar a una mujer con inferioridad, como si sólo estuviese para servir.

Pero a ella parecía gustarle, según veía. Tenía que ahondar más en aquello, investigar y profundizar.

Y sin embargo, no podía evitar sentirse traicionado. Supuestamente, ella le quería a él, y sin embargo, ahora parecía una mera prostituta. ¿Qué le había pasado?

—Me temo que mi tiempo se ha acabado —dijo el tal Parker, al tiempo que la Sra. Lovett se levantaba de encima suyo—. Ten, Margaret —dijo, sacando un estuche de cuero—. Lo he comprado para ti.

El Sr. Todd detectó entonces cuatro cosas. Primera: el hombre estaba casado. Segunda: a la Sra. Lovett no parecía importarle. Tercera: La Sra. Lovett no se llamaba Margaret en realidad. Y cuarta: el collar que le estaba regalando era muy, muy caro.

Se lo puso sonriendo ampliamente, parecía verdaderamente feliz con el obsequio.

—No tenías que haberte molestado —dijo, al tiempo que le plantaba un beso francés en la boca sin soltar el cristal con el líquido. Todos aplaudieron, rieron y vitorearon aquello.

Decidió que ya era suficiente. Corrió escaleras arriba antes de que saliesen y le descubriesen espiando.

Se sentó pesadamente en la peligrosa silla de barbero, con la última imagen grabada a fuego en su mente, intentando convencerse de que aquella no era su vecina, y de que sólo era un sueño.

Unos pasos le alertaron de que alguien se acercaba, y por el tipo de ruido, supo inmediatamente quién era.

Se metió en la cama para fingir dormir, ya que todos en aquella casa sabían (es decir, Toby y él) que la Sra. Lovett era aficionada a dar las buenas noches cuando uno dormía, y a veces confesaba cosas.

Entró despacito, sin llamar, y se acercó hasta él. Le arropó y le dio un beso en la frente.

—Que duerma bien, Sr. Todd. Espero que me haga un hueco entre sus sueños con Lucy —susurró. Él gruñó en respuesta y ella sonrió, pero él no lo vio—. Supuse que diría eso, como siempre hace. Ojalá pudiera contárselo todo… —suspiró, de repente melancólica.

Y sin decir más, desapareció por la puerta.

Y para desgracia de Sweeney Todd, aquello no había sido "sólo" un sueño. Había sido real.