Camino a Casa
O
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Le digo chao a la Antonia y apago la luz. Su carita en la oscuridad es una pintura redonda que mis dedos tallan con delicadeza desmedida, como si yo pudiera, solo con esa acción insignificante pero tan sincera e íntima, reconocer dónde están sus ojitos y sus labios y su naricita puntiaguda. Me acerco después para darle un beso en su cachete y con mis labios siento que su calor hoy es el mismo que el de la semana pasada y de la antepasada. Antes de darme vuelta le susurro muy bajito, para que quede entre los dos nada más: que duermas con los angelitos y la Anto se ríe y entonces yo sé que va a tener un buen sueño (y tal vez yo también).
A mí siempre me cuesta quedarme dormido un poco más. La Antonia duerme como si hubiera jugado todo el día, aunque haya corrido por el patio un rato apenas. Yo miro el techo incluso cuando en realidad no veo nada, ni las maderas de allá arriba ni los dibujos que se forman por la humedad que los años han aguantado estoicamente. Nunca pienso en nada en particular, pero esta noche, las palabras de Martín me carcomen la mente y yo estoy indefenso por completo. Me pregunto qué habrá querido decir cuando me susurró al oído que teníamos que hablar.
El Martín siempre me gustó por una cosa (en realidad por varias, pero entre todas hay algunas que se posicionan mejor): porque es un gallo bueno. Porque él no se parece en nada a cualquier de los otros flaites que andan por la casa, porque él me quiere, porque él es el papá de la Antonia y porque la adora a ella también. Después de tantos años, yo estoy seguro de que el Martín nunca haría nada que pudiera herirnos ni a ella ni a mí y me repito eso con los ojos bien cerrados cuando la duda me quiere invadir y me quiere destrozar entero. El Martín es lo único constante en el mar de variables que es esta casa, que son los fiolos, que son los clientes. Y yo no sé qué haría si algún día esa constante me abandonara a mí y conmigo, a la Antonia.
A veces, creo para mí no más que la Anto escucha mis pensamientos. Nunca se lo digo porque estoy seguro de que se aprovecharía más de mí si lo supiera, con su pelo claro y sus ojos verdes dando vueltas a mi alrededor hasta que la siento en mis piernas y le doy un poco. Me comen la cabeza las palabras de Martín y la Antonia se estira perezosa y yo escucho su suspiro cortito antes de que el silencio vuelva a invadir nuestra pieza 1. La miro de reojo, pero no puedo oír ni un sonido más. Nos tapo mejor, me doy la vuelta y me quedo mirando la muralla (de madera también) que nos ha contenido a los dos desde que puedo recordar. En una de esas no es nada, me digo. En una de esas el Martín quiere llevar a la Antonia a algún lado. A lo mejor es eso no más.
Cierro los ojos cuando el sueño hace que me pesen los párpados. Mi cabeza sigue siendo un lío conmovedor y obstinado. Cuando intento quedarme dormido, no me olvido de rezar un Ave María y un Padre Nuestro y así siento que ni la Antonia ni yo estamos aquí solos.
Martín toca la puerta de nuestra pieza 1. Yo sé que es él porque nadie más entra a nuestra pieza 1, porque la pieza 2 está cerrada con llave y solo Martín y yo tenemos una copia. La Anto se para altiro y va a abrir, yo le digo que no sea tan cargosa. Hoy día nos levantamos temprano. Nos duchamos rápido, hicimos la cama y ordenamos la mesa para tomar desayuno. Yo no estaba seguro si el Martín iba a venir temprano, pero hice de todas formas cuatro huevos revueltos para comer con el pan que tosté un poquito. La leche de la Antonia está tibia y mi té humea. A Martín le gusta el café, yo me apuro a sacarlo de nuestra despensa. Me encargo de que en mi cara haya una sonrisa grande en cuanto escucho a la Anto decir: ¡Papá!
Me doy la vuelta y la imagen de siempre, siempre logra conmoverme en maneras que yo no creía que podían existir después de todo lo que pasó. El Martín toma a la Antonia en brazos, le da besos enormes por toda la cara y la abraza hasta que ella se pone a patalear, quejándose de que le hace cosquillas. Siempre la saluda con un "no sabés cuánto te extrañé" y yo arrugo la nariz solo para que no se me escape una lágrima media inoportuna. Hoy no es ninguna excepción. Yo me encargo de sonreírle no más, de hacerlo sentir bienvenido en esta que es su casa también. Martín deja a la Antonia en el suelo, se acerca a mí y me da un beso en la boca.
— Menos mal que llegaste —le digo, acercando el hervidor a la mesa— Recién hice los huevos. Como anoche no me dijiste si ibas a llegar temprano, no sabía si esperarte con desayuno o no.
Martín se sienta al frente de donde me siento yo. La Antonia se encarama en la silla también y agarra su pan tostado, lo abre y echa el huevo con la cuchara de palo.
— No estaba seguro de que podría venir temprano —oigo que Martín dice. Yo solo hago una mueca con las cejas, como si quisiera expresarle algún entendimiento— Estuve haciendo algunas cosas.
— ¿Pasó algo? —al final me siento. Martín le agrega dos cucharadas de azúcar a su café, pero no me contesta. Por un rato, yo no sé si lo mejor es insistir. Miro a la Antonia, que está masticando su pan viendo el matinal. Martín revuelve su café rápidamente, entonces abre la boca y yo pestañeo mucho, mucho.
— No, nada, olvídalo —esa no es una respuesta que me dejaría tranquilo de ninguna manera. Yo agacho la mirada también, la dejo quieta en mi té— No me voy a poder quedar todo el día, tengo que hacer unos papeleos lejos.
— ¿En otra provincia? —se me ocurre preguntar y Martín se ríe, pero yo no entiendo por qué.
— No, no tan lejos. —me contesta y le da una mordida a su pan con huevo.
— ¿A dónde vas, Pa? —la Antonia arruga el entrecejo— ¿Te acordás cómo dijiste el otro día que me ibas a llevar a la playa un día y no me llevaste nunca? Como la próxima semana va a ser mi cumpleaños, me podrías llevar.
Me encrespo entero, pero como Martín suelta carcajadas rápidamente yo me tranquilizo un poco y sonrió también, pero con la boca cerrada. La Antonia siempre es tan libre, a ella le importa nada decir lo que es correcto o decir lo que no lo es. No importa cuánto le he enseñado, para ella, su Papá es todo.
Y yo sé que Martín también la quiere. Mi creencia se hace más fuerte cuando veo cómo él le agarra su manita y le deja un beso en el dorso. A veces, quiero llorar sin ninguna explicación. Este es uno de esos días.
— Te prometo que te llevo la próxima semana —Martín murmura con sus ojos verdes brillantes y yo nunca podría creer que él está mintiendo. — y voy a encargar una torta muy grande para celebrar tu cumpleaños.
— ¿Ma también puede ir? —La Anto me mira y yo dirijo mis ojos de nuevo hacia el té. Bebo un sorbo y me doy cuenta de que lo he estado tomando todo este tiempo sin ni una cucharada de azúcar.
— Ma prefiere quedarse aquí, ¿verdad, Manuel? —Martín me está hablando a mí. Yo levanto la vista y le sonrío a él y asiento con la cabeza muchas veces y después veo a la Anto y repito lo mismo.
— ¿Pero por qué? —Detesto los días cuando la Antonia está preguntona— ¿Por qué Ma nunca puede salir con nosotros? —a pesar de todo, su carita hace que se me apriete el pecho. Yo niego con la cabeza, porque Martín me ha estado viendo como pidiéndome explicaciones. Su cara lo dice todo: ella no puede preguntar esas cosas. — ¿Por qué se tiene que quedar aquí siempre?
— Es que me gusta estar aquí —yo me apuro en contestar. Y entonces se me ocurre una idea— Además, cuando salgai con el Papá, ¡a la vuelta yo te voy a estar esperando con un regalo sorpresa!
Ingenua, ingenua, ingenua. Su sonrisa sin un diente me produce un cosquilleo en la guata. Martín se toma su café y por un rato no hablamos de nada más. Terminamos de tomar desayuno y yo llevo las cosas hasta la cocina, la Anto me ayuda acarreando las tazas, pero le digo que mejor se quede con Martín. Mientras voy y vengo desde nuestra especie de living-comedor hasta la cocina, los veo a los dos sentados en el futón que está paralelo a la tele, conversando de cosas que, por el momento, no me preocupo en escuchar. El ruido del agua cayendo del lavaplatos tampoco me permite hacer mucho más.
Cuando me devuelvo para limpiar la mesa, la Antonia está encaramada encima de Martín porque Martín le está leyendo su cuento favorito. Martín hace las voces de todos los personajes y también hace caras chistosas así que la Antonia se muere de risa. Me encanta su risa, es mi sonido favorito. Paso un par de toallas nova húmedas por nuestra mesa de vidrio y después las guardo abajo en los compartimientos del lavaplatos. Apago la luz de la cocina y cruzo hasta el baño. No cierro la puertecita, sino que me doy un lavado de manos rapidísimo. Me seco con la toalla y en un instante estoy de vuelta. La Antonia y Martín parecen estar en un mundo aparte.
— ¿Te quedai a almorzar? —le pregunté al Martín, sentándome en el futón al lado de los dos. La Antonia y él me miraron a la cara y me dio por sonreír con los ojos achinados, porque la Antonia tiene todo de Martín y nada mío. — La Cata me fue a comprar unos champiñones así que pensé que podíamos hacer eso de almuerzo. ¿Te acordai, Anto, que esa fue nuestra cena de año nuevo? Champiñones a la jardinera —esclarezco para Martín— Muy ricos.
Martín me sonrió y dejó el libro en el futón.
— No creo que pueda —yo agaché los hombros y la Antonia hizo un berrinche que Martín calmó acariciándole el pelo— De verdad. Tengo muchas cosas que hacer en el día. Pero voy a volver en la noche. Voy a dormir hoy acá.
— ¿En serio? —de verdad no lo creo. Martín no suele dormir con nosotros. Martín nunca ha dormido realmente en nuestra pieza 1, sino que él y yo nos quedamos en la pieza 2, que está separada de la pieza 1 por una muralla gruesa y una puerta, y esta pieza 2 da hacia el interior de la casa de masajes. Ahí está la cama que es mía y de Martín, porque la cama de la pieza 1 es mía y de la Antonia.
— ¡Yupi! —la Antonia levanta sus bracitos. — ¡Contemos historias de terror en la noche con las luces apagadas! —propone altiro. Martín me mira con complicidad y luego sus ojos se ponen encima de los ojos verdes de la Anto.
— Pero si no aguantás ni media hora despierta después de las diez —se burla un poquito. — Voy a estar contando la historia del lobizón y vos vas ya vas a andar roncando.
— ¡Mentira! —La Antonia se le tira encima, Martín la sostiene. Yo pienso en apagar la tele cuando Martín se vaya para que la Anto se ponga a estudiar matemáticas.
La Antonia nunca quiere que el Martín se vaya y hoy día no es diferente. Se queja mucho, se pone a llorar despacito y se agarra a la mano de Martín, aunque él la arrastre por todo el piso de nuestra pieza 1. Martín le promete contarte historias de terror en la noche y eso no la deja tranquila, pero por lo menos hace que pare de llorar. Yo acompaño a Martín hasta la puerta de la pieza 2. Ahí él no me dice nada. He estado evitando durante toda esta mañana preguntarle sobre lo que él necesitaba decirme. Martín no ha tocado el tema ni una vez, no ha dado ni una pista o una señal y eso me pone nervioso. Yo sé que él puede leer todo desde mis ojos y siento que el beso que me da primero en los labios y después en la frente, antes de marcharse, es una especie de parche curita para las palabras que inevitablemente van a tener que salir de su boca. Yo no digo nada, ni contesto nada, lo dejo partir sin más. Cierro la puerta de la pieza 2 con llave y vuelvo a nuestra pieza 1 y cierro la puerta de ella con llave también.
Nuestra pieza 1 es como un departamentito interior levantado en el patio de atrás de la casa de masajes: 30 metros cuadrados en los que tenemos de todo. Está construida entera de madera y eso hace que en invierno no pasemos demasiado frío ni tengamos mucho calor en verano. Cuando entramos a nuestra pieza 1, lo primero que vemos a la derecha es el futón y a la izquierda el comedor. Tenemos en frente un estante grande donde el Martín instaló una tele el mismo día que terminó de construir la pieza; al lado izquierdo del estante está la puertecita café que cubre nuestro baño, que está compuesto de una ducha bien sencilla, un inodoro y un lavamanos. Un poco más al fondo está la cocina, que es muy pequeñita pero no le hace falta nada. Tenemos hasta un microondas. Nuestra cama está detrás del futón, en el dormitorio que también tiene una puerta para estar separado del resto de nuestra casita. Hay un closet, una cómoda sobre la cual tenemos otra tele (mucho más vieja y desgastada) y los juguetes y los libros de la Anto, que no son muchos, están guardados en un librero monono en un rincón. Nuestro dormitorio es mi lugar favorito de nuestra pieza.
Hay focos de luz en todos lados. En el baño, en la cocina, en el living-comedor y en el dormitorio. No tenemos ventanas, pero el aire corre porque dejamos abierta la puerta de nuestra pieza 1 y la pieza 2 sí posee una ventanita estrecha en el lado derecho más alto de la muralla. La pieza 2 es solo mi pieza con Martín, la Antonia nunca duerme ahí. Está conectada a la pieza 1 por una puerta que también tiene llave y cerrojo. Y, a su vez, la pieza 2 tiene una puerta que de la misma forma da al pasillo de la casa de masajes.
A la Antonia le gusta ir al patio, me pide que vayamos corriendo cuando terminamos de hacer los ejercicios de matemáticas. Agarra una pelota que anda botada siempre y la chutea hasta que el imbécil del Luciano alega por el ruido. A mí también me carga el ruido que hace la pelota cuando choca con las paredes, pero no le digo nada a la Anto solo para molestar al Luciano y a los demás. La Cata, que es una omega a la que trajeron de Colombia, nos viene a saludar un rato y yo me quedo conversando con ella unos minutos. Tiene los ojos rojos, como si hubiera fumado marihuana, pero no huele a nada, entonces yo me imagino que la están preparando para cuando lleguen la noche y los clientes porque a lo mejor está enferma.
No hablamos de eso igual, a mí no me interesa en realidad. Miro mi reloj y me doy cuenta de que van a ser la una de la tarde. Mi voz suena más ronca de lo normal cuando le grito a la Antonia que nos tenemos que entrar a hacer el almuerzo. Bingo. Comida es clave para la Anto; es super buena para comer, igual como era yo no más cuando cabro chico. Le digo chao a la Cata y me voy de la mano de la Anto camino hasta la puerta de la pieza 2. Soporto sus preguntas acerca de si vamos a cocinar igual los champiñones a la jardinera, aunque el Martín no esté. Yo le digo que bueno, pero que no grite. Cuando grita hace que me duelan los oídos. Me quejo y le digo que no lo haga porque estamos solos, así que de todas formas no serviría para molestar a nadie.
Cierro la puerta de la pieza 2 con llave. Abro con otra llave la puerta de la puerta 1. La Anto se va a lavar las manos, yo me las lavo en el lavaplatos de la cocina y la dejo ver las noticias por la tele mientras cocino. Me carga cocinar. En verdad, no tengo tanta costumbre. Mi Tita siempre me malcrió, no pescó ningún comentario mala onda y prejuicioso sobre cómo yo, que era un omega, tenía que aprender a cocinar desde chiquitito y nunca me dejó ni picar una zanahoria. Igual lo hizo mal la Tita, o eso creo ahora, pero me saca una sonrisa pensar que la primera vez que le cociné a la Anto un arroz blanco me quedó asqueroso y pegoteado.
La Anto pone en la tele un programa de música. Sube el volumen un poquito y me grita, ¡Ma, Tan Biónica! Yo le contesto, ¡súbela más! Y empieza, ¿los teclados? Sigo sin saber. Salgo un poquito de la cocina y me río porque la Antonia baila como si estuviera hecha de lana. Le hacen falta unos lentes oscuros y una bufanda de pelos en el cuello y sería una diva total. Me encanta la forma en la que la Anto siempre me saca una sonrisa. Esta cabra chica fue, es y será la mejor cosa que pudo haberme pasado en la vida.
— Intento seguirte, pero no doy más, sospecho que el tiempo se nos va a acabar —la Anto canta.
Yo no me aguanto y le contesto los otros versos: — Estás algo loca y sos tan clásica, dejá que la noche nos proponga más.
— Decime que sí, hacé como yo, a veces sos tan genial… persigo tus ojos por la capital. Me gusta que seas tan dramática. Tus ojos dibujan una eternidad.
Me devuelvo a la cocina, pero no paro de cantar en ningún segundo: — Y está muy bien así, por hoy no pienses más, yo sé que lo necesitás…
Uno, dos, tres, el ritmo y la música nos suben por nuestros pies entonces la Anto y yo gritamos juntos:
— ¡Me quedo con vos, yo sigo de largo y voy a buscarte! ¡Qué noche mágica, ciudad de Buenos Aires! ¡Se queman las horas de esta manera nadie me espera! ¡Cómo me gusta verte caminar así! ¡Me quedo con vos, yo sigo de largo y voy a buscarte! ¡Me mata cómo te movés por todas partes! ¡Se queman las horas de esta manera nadie me espera! ¡Cómo me gusta verte caminar así!
Estoy bailando en la cocina mientras pico y lavo los champiñones. Me encantan las mañana-tardes donde vemos los programas de música y ponen canciones pegajosas y bailamos hasta que se nos cansan las piernas. Puedo escuchar los pasos de la Antonia contra el suelo así que sé que todavía está bailando. La canción no se termina y yo tarareo la letra que le sigue. Esta es nuestra canción favorita de todo el mundo mundial (que en verdad es solo nuestra pieza así que, es la canción favorita de toda la pieza).
Cuando se termina, quedamos con un vacío. La Anto se mete en la cocina, le digo, oye, ¿por qué no estás escuchando más canciones? Ella se encoge de hombros y me dice, es que no quiero estar solita. Me sonrío solo y le digo que me pase las verduras del refri, que enchufe el hervidor y apriete el botón, y esperamos hasta que el agua hierva.
— Ma —me llama de repente, mientras yo termino de picar más finitos los pedacitos de champiñones— ¿de qué quiere hablar el Papá con vos?
Me encojo de hombros. No tengo idea.
— No tengo idea —le vocalizo— En realidad no sé.
— ¿Creés que sea algo de mi cumple? —su vocecita me derrite— Capaz que quiera saber qué monitos me gustan para ponerlo encima de la torta, como las tortas de la tele. ¿Le vas a decir que quiero de Peppa Pig? Quiero una torta de chocolate. Con merengue y chubis…
— Oh, puede ser eso —yo le miento con descaro— Definitivamente debe ser eso. Yo le digo Anto, vai a tener el mejor cumpleaños de todo el mundo. Mi guagua va a cumplir seis años —no me aguanto la chochería y me inclino para darle mil besitos en la carita. Su risa es como… cuando el Martín me trajo aquí, pensé que nunca más nada me iba a parecer precioso o valioso en la vida, porque mi vida se había roto. Entonces llegó ella y cuando escuché sus primeras carcajadas aguditas, de repente el sentido apareció otra vez en mi mente ajetreada y torturada.
Comimos a las 2 justas. Vimos las noticias y cuando terminamos, la Anto me ayudó a limpiar la mesa y a recoger los platos tal cual lo había hecho cuando tomamos desayuno. Lavé lentamente, total, no teníamos prisa. Nunca tenemos prisa. La tarde siempre tiene cosas nuevas, nunca nos aburrimos. Pintamos o dibujamos o leemos. A veces lo hacemos todo.
Martín llegó lo suficientemente tarde como para que la Antonia no pudiera verlo. Le dejé darme un beso pero arrugué las cejas cuando le pregunté por qué había hecho eso. A mí no me gusta ser demasiado catete con él ni andar cuestionándole a cada rato los porqués o los para qué o los cómo, si esos porqués, para qué y cómo tienen que ver conmigo. Pero esta vez le había fallado a la Antonia y eso sí que no me gusta. El Martín no tuvo ni una respuesta coherente, no tuvo ni una respuesta sincera en realidad. Fue como si en verdad le importaran nada cada una de mis palabras y quisiera que me las tragara dándome un beso.
Cuanto más trato de decirme que no, más me doy cuenta de que los labios de Martín son demasiado engañosos para mí. El primer día que me trajeron a la casa, Martín no me dio un beso; cuando me encerró en una de las piececitas y me bajó los pantalones tampoco me dio un beso, pero ahora no deja de hacerlo nunca: cada vez que nos vemos, cuando decimos chao, cuando miramos la tele, todo el tiempo. Y yo no sé en realidad qué sentir con su beso. Hay tanto que tengo que agradecerle a Martín, que ya nunca me niego a sentir sus labios. Ahí está el problema. No digo no porque siento que le debo cosas a Martín, también digo que no porque el calor de su aliento hace que las mejillas se me enrojezcan.
Martín es silencio por completo. No es capaz de pronunciar ni una palabra real mientras deja sus manos correr a través de la piel desnuda de mi cintura. Yo ando con una camisa a cuadrillé azul, que él desabotona y deja caer en el piso de la pieza 2. Siempre me cuesta hacer algo, siempre me cuesta empezar a moverme. Incluso cuando lo deseo, cada vez que él vuelve para que la cama sea de nosotros hay algo extraño y delicado que hace que mis manos se encojan y mis dedos empiecen a picar.
Pero a él nunca le importa. Pareciera que le da lo mismo. A veces me toma las muñecas y se las acomoda en su pecho, de alguna manera, como si quisiera hacerme sentir el boom boom de su corazón. Hoy lo hace. Cierra los ojos y yo no puedo sentir ningún latido, pero sí veo sus pestañas largas, el contorno de su nariz y su cuerpo blanco descubierto. Martín y yo nos metemos a la cama y nunca me había parecido tan fría. La ventanita en el rincón más alto, al lado del ducto de aire, no está abierta, pero se siente helado igual, como si algún aire nos rodeara los cuerpos, aunque estemos enredados entre las sábanas y entre nosotros.
Cada vez que Martín me hace el amor, vuelve a morder la marca que dice que yo soy suyo justo arriba de mi clavícula. Entierra sus dientes hasta que me quita sangre. Mi quejido es usualmente solo un gimoteo calladito para que la Antonia no escuche, pero hoy, sollozo hasta que mi garganta se contrae en dolor. La sábana vuelve a mancharse de rojo, por mi cabeza no está pasando nada en particular. Me quedo en la sensación punzante de mi herida abierta y en la concepción que me da escalofríos, Martín dentro, Martín afuera, aspiro el olor a alfa de su cuello hasta que me duele la nariz.
De repente, hay puro silencio. No hay más nada de nuestros gritos y nuestros sonidos acuciosos. Martín me mancha por dentro, de la misma forma que me ha manchado y marcado por fuera durante estos siete años. No se baja de mí, sino que deja su mejilla quieta y profunda en mi pecho y nuestros cuerpos están tan unidos y pegados que yo me siento incapaz de siquiera pedirle que se aleje. No quiero, de todas formas. Siempre que esto se acaba, me dan ganas de que se quede cerca, junto, dentro de mí para toda la vida. Yo bajo la mirada y veo a Martín con los ojos abiertos. Su boca es una línea sellada, así que vuelvo mi vista al techo. Ni siquiera decimos alguna palabra por minutos.
Cuando me acuesto dándole la espalda a Martín, estoy también entregándole algún tipo de señal. La mayoría de las veces, él no me presta atención y se duerme hacia el otro lado, aunque en las mañanas despierto con su brazo alrededor de mi cintura. Pero hoy es distinto. Hoy día Martín me pone la mano en el hombro y me aprieta un poquito, sin decirme nada. Me da algo en la guata, no puedo entender bien qué es y no quiero darme la vuelta.
— Manu —me dice entonces. Su voz es tan extraña. Le echo una miradita por encima del hombro y la forma de sus cejas, su nariz y sus ojos verdes me dicen todos juntos que hay algo en él que esta noche no me va a gustar.
— ¿Qué pasa? —atino a preguntar no más, girándome al final. Las sábanas nos cubren a los dos hasta la cintura.
Martín se queda callado.
— Lo que tenía que decirte —empieza. Yo arqueo las cejas y esta vez es mi corazón el que hace boom boom boom fuerte, fuerte, muy fuerte. — No puede esperar más. —El Martín ve hacia la pared adelante con una fijeza que me pone los pelos de punta.
— ¿Es algo malo? —vuelvo a cuestionar como un sinsentido. Entonces los ojos de él están clavados en los míos.
— Manuel, me tengo que ir de acá. —me suelta y yo sé que hay algo en mi cara, algo terrible, porque su expresión ahora ha cambiado. Es como que no le creo sus palabras, como si en realidad no las hubiera escuchado, pero las escuché y las entendí y estoy temblando. Mis manos, mi cuerpo entero está húmedo del frío que de pronto yo no puedo controlar. Me estoy ahogando. — No puedo seguir quedándome acá en la Argentina. Sabés que salió Fossati y él conoce todo lo que pasa aquí, Manuel, me van a meter en cana. Y no por un año o dos, no voy a salir nunca. Ya no es seguro Buenos Aires, ya no es segura ni una provincia, me tengo que ir. Y pronto. Voy a viajar a España el martes; no podía decírtelo antes, no podía decidir…
— No nos podí dejar —no sé ni cómo pude modular cuatro palabras seguidas. Es como si el terror y el pánico fueran los únicos encargados de hacerme hablar. Todas las frases de Martín están martillando en mi cabeza y las piezas se dan vueltas hacia todos lados— Martín, no nos podí dejar solos. No te podí ir, no nos podí dejar a la Antonia y a mí solos acá, no podí, no podí…
— Calmate —Martín me toma la cara con las manos y yo estoy llorando— Los voy a venir a buscar. No nos podemos ir juntos, sabés que no, ¿verdad? Se darían cuenta. Cuando tenga algo estable allá, yo voy a mandarlos a buscar. Por mientras no va a faltarles nada, yo me voy a preocupar de eso. Vos no vas a trabajar, te voy a mandar plata, la María va a estar con ustedes… no va a faltarles ni una cosa, te lo prometo y cuando se pueda, vamos a estar juntos de nuevo.
— ¡No! —grito, quitándole las manos de encima— El Luciano nos odia. Todos en esta casa nos odian. Martín, nos van a matar. Si tú no estai, nadie nos va a cuidar. A nadie le importamos. Por favor —entonces me suelto a llorar con fuerza. Yo me había prometido no llorar más desde que la Antonia nació, pero tengo tanto miedo, que el pecho me duele incluso si las lágrimas están corriendo mi cara. — Llévanos contigo. No nos dejí, por favor, por favor, por favor…
Hace siete años, yo tenía un mundo en Chile. Estaba acostumbrado y era feliz. Entonces, de un momento a otro, todo fue distinto y nunca más volví a ese mundo. Hoy, siete años después, tengo un mundo nuevo, acá en Argentina. Tengo una hija y un alfa. Lo tengo todo y soy feliz de nuevo, ¿por qué el Martín quiere destruir lo único que conozco y poseo ahora?
Agacho la cabeza, soy incapaz de pronunciar ni una palabra coherente sin que mi voz se aglutine y mis mocos aparezcan por todos lados. Me duele la cabeza y el pecho y estoy tiritando sin parar, como la primera vez que llegué a la casa. No veo la cara de Martín, ni siquiera puedo sentir su olor. Si Martín se va, entonces todo esto es el fin. Si la Antonia y yo estamos solos, ellos van a hacer lo que quieran con nosotros. Siento ganas de vomitar. Hago arcadas y Martín me toma de los hombros y me hace mirarlo a los ojos. De repente, los míos están llenos de rabia.
— Te lo prometo —dice él, con una voz ronca, muy profunda— Los voy a venir a buscar. ¿Cuándo no te he cumplido una promesa?
Entonces yo aprieto tanto los dientes que la mandíbula se me tensa.
— Le hiciste una promesa a la Antonia. Le dijiste que la ibas a llevar a la playa para su cumpleaños y que le ibas a comprar una torta, pero ni siquiera vai a estar aquí. Ni siquiera vai a ver a tu hija cumplir seis años. —me duele la cabeza y siento como si me fuera a explotar. Martín no dice nada contra eso, no puede, no tiene la capacidad ni la cara, porque sabe que lo que yo digo es la verdad más cruel. Yo puedo ver sus ojos rojos, pero no me interesa. No me importa su sufrimiento, porque a él no le importó el sufrimiento de la Antonia y el mío cuando decidió dejarnos, solo para salvarse él.
Me giro y le doy la espalda. Estoy demasiado mareado como para intentar ponerme de pie y volver a nuestra pieza 1. No quiero que la Antonia sepa lo que está pasando, le ruego a la Virgen que no haya escuchado nada. Martín no vuelve a hablarme, lo oigo ponerse de pie. No veo cuando se pone la ropa, porque mis ojos están muy nublados y pesados. Escucho que murmura algo antes de salir. Dice que el martes vendrá a decirnos adiós. Martes. Faltan dos días para el martes. La Antonia está de cumpleaños el jueves. Cierro los ojos muy fuerte y me tapo la boca para que la Anto no escuche allá en la otra pieza que mi llanto es el resultado de este choque violento con la realidad. La Antonia y yo estamos solos. Nadie nos va a proteger. No sé qué hora es, pero espero que no amanezca nunca; solo para no darme cuenta de que lo que acaba de pasar es real. Ahora entiendo la razón del frío que inundó toda la pieza desde que Martín abrió la puerta.
Es la primera vez que narro en primera persona, espero que no haya quedado tan mal jaja. En los próximos capítulos van a tener una idea más sólida de cuáles son las condiciones en las que Manuel, Antonia y Martín viven y cómo Manuel llegó hasta allí
¡Gracias por leer!
