Disclaimer: Nada de esto me pertenece, por supuesto.
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No vales más que yo
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Primera Parte
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« Hoy he despertado en el suelo del salón
Con la mirada esquivando un nuevo sol
Que acariciaba mi mejilla con temor
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Fuera discutían golondrinas y un avión
Pero el silencio en casa era ensordecedor
Estas paredes saben bien lo que pasó.»
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No había querido hacerlo.
Pudo ver con los ojos entrecerrados como la brisa mecía las largas cortinas blancas, que rozaban el suelo y se inflaban de aire fantasmal, brumoso, del día que no terminaba de amanecer.
No llegaba hasta sus pulmones. Seguía sintiendo esa presión asfixiante en el pecho, que la dejaba atontada. Regada de cualquier manera sobre el piso, se limitó a observar el alba apenas asomado, con timidez, como si no se atreviese a ofrecerle algo de tibieza.
No había querido hacerlo.
Los ojos le ardían, no solamente por la noche en vela que había pasado. Estaban secos, habían perdido ya la capacidad de seguir inundándose en vano. Ya no tenía sentido.
Con la mente en blanco se quedó prendada de la luz que provenía del exterior acercarse, atravesando las cortinas para serpentear despacio hasta tomarle los pies descalzos.
Helados.
Se dejó iluminar, bajando los párpados, sin poder sentir la calidez sobre su piel desnuda, enroscada sobre la sábana que había caído de la cama.
No había querido hacerlo.
No era que nunca lo hubiese pensado. No era una tonta, como se esforzaban en recalcar sus antiguas compañeras de Casa. No era estúpida, tampoco, como solía decirle Bella.
Tampoco creía ser una remilgada, como Cissy. Ni estaba encorsetada en creencias de otro tiempo, como su madre.
Simplemente, no había querido hacerlo. Porque todo su interior gritaba.
Gritaba que estaba mal.
Sin embargo, lo había hecho.
Luego, se había arrastrado y se había terminado tumbado sobre el suelo, sollozando como cuando era niña. Rodolphus la había ignorado, se había vuelto de lado y no había tardado en dormirse.
Ella había tirado hasta conseguir la punta de la sábana para morderla con rabia, con impotencia.
Hubiese querido correr, salir de allí, perderse en el mismísimo confín del mundo. Sin embargo, lo que más la asqueaba no estaba acostado en la cama, descansando con tranquilidad.
Era el cuerpo agarrotado tendido en el piso gélido, enroscado sobre un trozo de tela intentando cubrir toda su vergüenza.
Abrió los ojos y se sorprendió descubrir la habitación completamente iluminada, con el sol pintando cada detalle con primoroso cuidado. El aire seguía danzando con las cortinas, ondeando y barriendo las baldosas. Podía oír como el mundo se sacudía la modorra y reiniciaba su actividad, como siempre. Como todos los días.
Ellos no habían pasado la noche junto a la cama, temblando de dolor.
El trinar de los pájaros le detuvo el corazón por un momento, y cuando los latidos reanudaron su marcha, golpeteando con fiereza —casi al compás del cantar de las golondrinas— su pecho, dio un respingo y se sentó de golpe, con las manos sobre la superficie helada.
Tenía que salir de allí.
Mordiéndose las lágrimas una vez más, se deshizo de la sábana caída que le rodeaba la cintura, sintiendo como todos sus músculos chillaban de dolor, adormecidos, en llamas. Se puso de pie tambaleándose, procurando siquiera respirar.
Estaba allí, parada en la habitación donde tendría que haber estado su hermana.
Desnuda.
Abierta.
Expuesta.
Recogió su ropa apenas inclinándose, haciendo todo lo posible por no sacudirse en espasmos ni hacer ruido alguno, para no despertar a Rodolphus.
Tenía que salir.
No tenía aire.
Había levantado una barrera de hierro, en las horas tendida sobre el suelo, despierta pero inconsciente. Su mente no podía mantener un hilo de pensamiento. Simplemente se había limitado a existir hasta que el sol terminó por despertarla, irradiando toda su maldita luminosidad por las paredes, las baldosas, su cuerpo muerto.
En ese momento, la presión se había vuelto abrasiva y la luz un infierno.
Moriría si no salía de allí.
Se vistió demasiado deprisa, descuidada, resignada a no encontrar su varita. No le importaba. Solo quería recordar cómo era posible respirar.
¿Cómo continuar después de aquello?
Se detuvo un instante con la puerta entreabierta y el abrigo arrugado, abrazado a su estómago. Podía distinguir con claridad la silueta de Rodolphus de lado, la caída del hombro hacia la cintura, su cabello despeinado contra la almohada.
La habitación parecía en llamas.
Ese cuarto maldito sería a partir de entonces, el principal motivo de sus pesadillas. De todas ellas.
Con la mano temblorosa, empujó y salió, cerrando con mucho cuidado para no emitir sonido alguno.
Dejó sobre el sobrio picaporte revestido en oro los restos de su sudor frío, temeroso.
Sobre la cama, había dejado también un trozo de su alma, cuando ella misma se había abierto en canal para quitársela con las manos llenas de dolor palpitante y lágrimas saladas.
Un fantasma recorrió la Mansión Lestrange y desapareció sin dejar rastro.
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«Ya no quiero tus disculpas
No quiero escuchar tu voz
No quiero nada, solo un poco de valor
Para decirte que no eres mejor que yo.»
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Aquello había sido solo el comienzo.
Andrómeda buscaba pensarse como si se tratase de otra persona. No era ella, era alguien más.
Alguien más a quién sin duda hubiese ayudado a quitarse la piel a tiras despacito, con saña, hasta verla desangrarse gota a gota.
—Tendría que haberme casado contigo.
Las cosas simplemente se sucedían, y Andrómeda se limitaba a dejar fluir su cuerpo, hacia donde el río de mentiras oscuras, retorcidas la llevaban, buscando remendar las heridas con su saliva y un poquito de sal, las noches que dormía en su cama.
Cuando Rodolphus y Bella se casaron, ella tenía quince años.
Le había parecido lo más hermoso a lo que podría aspirar en su vida. Podía imaginarse ella misma con un vestido hermoso, elegido por Cissy, andando de la mano de su padre hasta un joven sin rostro que lucía rebosante de felicidad por tenerla a ella, solo a ella.
La felicidad había sido un aderezo que su cabeza le había agregado a la postal, porque en la boda de su hermana, había declinado la invitación.
Sin embargo, había tardado en darse cuenta que las cosas no iban bien.
Bella pasaba mucho tiempo en casa, encerrada con su padre en el escritorio. Su madre torcía el gesto y las obligaba a marcharse cuando ocurría. No hacía falta demasiado para reparar en su insatisfacción.
Pero no fue hasta que Rodolphus empezó a frecuentar la mansión que Andrómeda tuvo una pista de que la situación empezaba a tomar otro cariz.
El hombre era alto, un poco imponente. Ella era la más pequeña de las tres, incluso a pesar de que Cissy era la menor en edad, ya había crecido lo suficiente para quitarle unos pocos centímetros que exhibía con orgullo.
Para Andrómeda, Rodolphus podría ser una versión mucho más joven de su viejo tío Alphard, al que no veía desde hacía tanto tiempo. Era agradable, y siempre traía alguna tontería para ella.
Nunca se había preguntado por qué para Cissy nunca había flores, o chocolatinas.
—Tendría que haberme casado contigo.
La primera vez que Rodolphus la rozó, tenía dieciséis años y estaban en la mansión Lestrange, cenando en familia. Había insistido en que Andrómeda estuviese a su diestra, dejando a su esposa al otro lado. Sus suegros no habían emitido comentario. Les parecía correcto que su segunda hija comenzase a mostrar buenas maneras en hogares ajenos.
El tacto se había deslizado por su rodilla como una pluma. Imperceptible. A Andrómeda primero le hizo gracia —tuvo que morderse el labio para no reír, a su madre no le gustaban los exabruptos en la mesa—, y luego el corazón empezó a bombearle con furia, cuando los dedos de Rodolphus siguieron el camino de la cara interna de su pierna.
No recordaba cómo había conseguido, aquella noche, estar a solas con ella, en la pequeña biblioteca junto al estudio, mientras Druella y sus hermanas discutían en la sala.
—¿Me tienes miedo? —le había preguntado Rodolphus cuando Andrómeda se sobresaltó al darse cuenta de que nadie más estaba allí. Había quedado absorta por un momento en los viejos y empolvados volúmenes que nadie parecía haber tocado en años.
Le gustaban las cosas viejas. Le había dado curiosidad y simplemente observaba los libros, con las manos en la espalda.
—No —había dicho con una sonrisa cortés. No mentía. Adoraba a su hermana mayor, nada le causaba más satisfacción que la compararan con ella, y si Rodolphus iba en el paquete, pues por su parte estaba bien. —Eres el esposo de mi hermana.
Lo había pronunciado como si eso fuese suficiente para confiar en él.
Nunca hubiese pensado algo más.
—Claro —había comentado Rodolphus, dando un rodeo al escritorio, para plantarse a su lado, imitando su postura. —Creo que Bella no es lo suficientemente expresiva contigo.
—No es… —no había podido terminar su frase —no era cierto, para Andrómeda todo lo que hiciera su hermana estaba bien— porque Rodolphus había estirado el brazo hasta acunar su mejilla, sonriendo apenas.
—Pero podemos solucionarlo… ¿verdad? —le había dicho en voz baja, con ternura. —Yo puedo hacerlo en vez de ella.
Andrómeda había creído que el hombre necesitaba una hermana.
Después de todo, sus hermanas eran lo mejor que tenía en su vida. No terminaba de cuajar en Hogwarts, se sentía incómoda con sus compañeras de Casa. Las otras chicas, las que no eran de Slytherin, la despreciaban.
Se limitaba a andar con Cissy, cuando podía. Le agradaba estar sola. Estaba acostumbrada.
Pero en su casa, todo cambiaba. Era una de las tres partes que componían una única cosa. Sus hermanas eran lo primero que le llegaba a la mente cuando pensaba en la felicidad, y si Rodolphus no estaba contento con Bella porque él no tenía sus otras dos partes —sabía que tenía un hermano pequeño, pero la diferencia de edades era demasiado grande—, entonces ella podría remediarlo.
Y ese había sido el error más grande de su vida.
—Tendría que haberme casado contigo.
Andrómeda le había creído.
Rodolphus la había seguido. La había perseguido en cada esquina, había aparecido en cada rincón de su existencia, lo había invadido todo. Era imposible zafarse de él, no solo porque era el marido de Bella y por tanto, estaba siempre junto a su hermana, sino porque se esforzó en que Andrómeda no lo olvidase.
Las cartas habían empezado en su último año en Hogwarts, junto a los besos.
Andrómeda finalmente había entendido que no se trataba ya de un juego infantil. Ella misma ya no era una niña y, asustada, había intentado rehuir de sus atenciones, de sus presiones.
La primera vez que la besó, estaban en Hogsmeade y Rodolphus se había aparecido parcialmente oculto por una capucha —nadie lo había considerado sospechoso, era invierno y el frío congelaba los huesos—, rogándole que estuviese con él al menos unos minutos.
Le había dicho que era hermosa, mucho más bella que su hermana.
Y pronunció las palabras que resultaron una maldición, esa que le quebró uno a uno los huesos, desde adentro, rasgándola y consumiéndola en un nido de oscuridad.
—Tendría que haberme casado contigo.
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«Se acabó tu mano al viento dibujando un cinturón
Tu voz cobarde excusando al tirador
Tus condolencias explicando la razón.»
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—¿Dónde estabas? —le había increpado él cuando Andrómeda ingresó en la sala, a su pesar. Su madre le había encargado que le llevase unas cosas a Bellatrix y su padre, con una sola mirada, le había confiado un pergamino.
No era estúpida. Sabía que su padre y Bella estaban en algo extraño. Algo oscuro.
Y ella no quería volver a pisar la Mansión Lestrange, por mucho que su familia se lo pidiese.
La pesadilla continuaba.
—Solo vengo a dejar esto —dijo en voz baja, dejando el paquete sobre la mesa. —Y tengo algo para Bella.
—No está —se apresuró a contestar Rodolphus con una mueca. —Estamos solos. Vamos, ven.
—No —la negativa resonó sobre las paredes, haciéndole eco en el pecho. Le dio fuerza. —Me iré. Deja de perseguirme, Rodolphus.
El hombre pronunció su mueca, y sonrió. Andrómeda había creído que tenía una bella sonrisa.
Antes.
—No lo estás entendiendo, preciosa —murmuró, acercándose tan deprisa que Andrómeda no tuvo tiempo de apartarse. —Tú y yo apenas estamos empezando. ¿O prefieres que se lo cuente todo a tu hermana? Ven.
Los ojos de la joven se llenaron de lágrimas de impotencia. Sabía que no tenía escapatoria, pero el estómago se le contrajo al imaginar el tacto rudo de los dedos de Rodolphus sobre su piel desnuda, volviendo a destruirla para pegarla una vez más de cualquier manera para que saliera andando.
No era tan fuerte.
—¡No! —vociferó deshaciéndose de su agarre. En un arrebato estúpido, dio dos pasos hacia atrás, clavándose el filo de la mesa de la sala y sacó la varita de un rápido movimiento, apuntándole directamente al espacio entre los ojos.
Rodolphus sonrió y Andrómeda pudo constatar que ya no había nada bello en su expresión.
Tuvo tanto miedo.
—No vamos a hacer esto, Andrómeda, ¿verdad? —dijo con paciencia, ignorando la amenaza de la varita a un metro de distancia. —Siempre has sido una buena chica. Eres una buena hermana. Tienes que hacerlo por Bellatrix.
—No quiero —aseguró ella, el sentido de la frase deslucido por el quiebre de su voz.
—No seas…
—¡Desmaius!
Andrómeda se irguió, adquiriendo confianza al ver que Rodolphus ya no estaba allí. Era su momento de escapar.
No llegó a girar sobre sus talones porque unos brazos demasiados conocidos la asieron con fuerza, inmovilizándola por la cintura, atrapando sus dos manos —varita incluida— detrás de la espalda.
La punta de la varita de Rodolphus se incrustó en su cuello, haciéndole daño.
Pero eso no era lo que podía destruirla, claro.
—¿No creerás que puedes vencerme con tu magia de mierda, cierto? Conozco magia negra que te pondría los pelos de punta, Andrómeda. Déjate de estupideces y —creía que la vena le explotaría por la presión, y los brazos, vencidos, lloraban de dolor. —Desvístete. No estoy para juegos.
Sus palabras sí lo eran.
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«Y por eso me voy
Y por eso te digo
Ni el mismo diablo
Me hubiera hecho el daño
Que me has hecho tú.»
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A pesar de la humedad que le pegoteaba los cabellos sobre las sienes y el cuello, mantenía apretada con firmeza la larga capa y la capucha, cubriéndole la mitad del rostro.
No le importaban las miradas estupefactas, ni los dedos curiosos señalándola. Apenas los veía, en verdad.
Caminaba de manera errática. Estaba segura que lo encontraría, se daría cuenta del rastro de magia. Lo esperaba, con la misma fuerza con la que asía la tela debajo de su garganta, como si su vida dependiera de ello.
Que lo hacía.
Nunca había estado en Birmingham, y le había costado muchísimo dar con la pista. Le había robado oro a su padre en sus narices, algo que jamás hubiese creído posible.
Había aguardado el momento exacto, el último resquicio de esperanza germinando sobre la ciudad, a la espera de que su desesperación llegase a su punto de ebullición.
Pero había sido antes, y nada de eso estaba saliendo como lo había planeado.
Seguía llorando, a pesar de que creía que su cuerpo ya no podría seguir convulsionándose a fuerza de sollozos. La humedad le cubría todo el rostro, un manto de lágrimas del que no podía deshacerse.
Le dolía el brazo que colgaba a su costado, inerte. Estaba segura que Rodolphus se lo había quitado de lugar al zarandearla con fuerza, gritándole y escupiéndole la cara.
Llevaba más de treinta horas sin dormir.
El paisaje citadino se desdibujaba ante sus ojos. No creía tener fuerzas para andar mucho más, había gastado toda la voluntad que le quedaba apareciéndose en Birmingham, huyendo de las garras de Rodolpuhs, que ya se cernían sobre su cintura.
—Escúchame, Andrómeda, ¡escúchame! —ella no quería hacerlo, forcejeaba para deshacerse de su agarre. —¡Si sigues resistiéndote voy a hechizarte, maldita sea! ¡¿Quieres que tu hermana se entere?!
—¡Mi hermana es una zorra! —había chillado, consiguiendo el ángulo perfecto para empujarle desesperada y cortar el contacto. —Y tu un hijo de puta.
Rodolphus había levantado la varita pero no había llegado a darle, pues Andrómeda había girado sobre sí misma y había desaparecido.
Encontró el débil rastro de magia al doblar en la esquina, en el momento exacto en el que intentaba tragar la saliva espesa que le invadía la boca y terminaba ahogándose. Asfixiada —no recordaba el día en el que el aire había ingresado limpio a sus pulmones—, consiguió advertir cómo se erigía una débil barrera protectora frente a sus narices, a la par que se tomaba la garganta llena de desesperación.
Se desmayaría antes de conseguirlo.
Tanteó la varita en el bolsillo de la capa y no tuvo tiempo —o interés— en asegurarse que nadie la viera. Se deshizo de la barrera y antes sus ojos se delineó una puerta torcida, con una cortinita suspendida a un metro del piso, dándole la bienvenida.
Caminó, trastabillando y tosiendo en seco, llevándose por delante la cortina y cayendo de bruces dentro del local, que apestaba a encierro y tabaco. Las paredes estaban hasta arriba de chucherías y artefactos imposibles, sin distinción ni concierto.
—¿Qué mierd…?
El brazo le dolía horrores. Ya no podía pensar con claridad. Oyó un golpe cerca de su cabeza —¿habría sido ella misma? — y voces distorsionadas por la tos que le rasgaba la garganta. Escupió sobre el suelo y el regusto metálico le dio la pista de que se trataba de sangre.
—¡Andrómeda!
Se sentía etérea.
El dolor le había aturdido todos los sentidos, no podía ver nada. Solo podía escuchar a su alrededor, mientras se sentía volar, flotar en el infinito. Aquel infinito pronto se convirtió en una superficie mullida, tan agradable como el cielo mismo.
Podría morir allí. Ya estaba bien.
—Chico, aparta eso de allí, rápido.
—¡Sí, señor!
—¿Es que eres un maldito muggle? ¡Con la varita!
—S-s… lo siento. ¡Accio!
—Trae agua.
—¿Qué le ocurre? ¿Quién es? ¿Qué mierda está…?
—Muchacho, cállate de una vez.
Andrómeda sintió frío sobre su cuello, telarañas heladas que abrazaron su garganta y la aliviaron de manera deliciosa, volviendo a coser las rasgaduras en carne viva.
—Es mi sobrina.
—¿Qué?
—Andrómeda.
—¿Black?
—Chico, ¿sabes siquiera quién soy? Todo el mundo mágico lo sabe.
El paraíso remitía de a poco. Andrómeda recuperaba su capacidad de emitir sonidos, y desde el pecho le nació un lamento ahogado, prolongado. El dolor le llegaba de nuevo, desde algún sitio de su costado e imágenes funestas le nublaban la mirada. Parpadeaba como loca para deshacerse de la oscuridad.
—Es Andrómeda Black.
—Es lo que te estoy diciendo.
—No… no entiende. La conozco. Coincidimos en Hogwarts. ¿Qué mierda le pasó?
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Bueno... les pido piedad.
Esto iba a ser inicialmente un one-shoot, que terminó alargándose tanto —como siempre— que decidí dividirlo en tres partes. Tengo la segunda casi lista, así que mañana la tendremos aquí, y pasado la tercera.
Ahora sí, las explicaciones pertinentes.
En primer lugar, no me he vuelto loca. Estuve escuchando la nueva canción de La Oreja de Van Gogh, «No vales más que yo» —la que pedí prestada para el título— durante todo el fin de semana y mi cabeza EXIGÍA escribir algo con esta letra.
Al principio, tengo que admitirlo, no había elegido estos personajes para esta historia, que más bien era una serie inconexa de escenas. Pero como mi amor por la primera generación es demasiado, terminé variando las cosas y llegué hasta Ted y Andrómeda. Es la primera vez que escribo sobre ellos, así que ténganme piedad. Estoy bastante segura —segurísima— que estoy rompiendo todos los headcanon de la pareja que hay por el mundo ficker, pero es que ya estoy tan acostumbrada que bueno.
Solo pido una oportunidad, ¿sí? Prometo que esto tendrá sentido, lo juro.
Por otro lado, a los seguidores de Guerra —que posiblemente hubiesen preferido una actualización más que esta tontería—, les aseguro que estoy trabajando en esto. Como podrán haber notado, en realidad, esta historia puede encajar a la perfección con el canon de Guerra: Alphard en 1978 sigue trabajando en la tienda, aunque Ted ya no es su ayudante sino... Sirius. Podríamos datar estas viñetas entre 1969 y 1971.
Quiero dar algunas otras explicaciones más y comentarios, pero no quiero hacer spoiler de lo que viene.
Así que, una vez más: piedad y paciencia. Les prometo que no perdí los papeles.
Nos leemos mañana.
Y si llegaste hasta aquí, un océano infinito de gratitud,
Ceci Tonks.
