Aquellos días en que te encontré. Aquellos días en que todo comenzó. Esos días que descubrí, cuanto es lo que te ame; solo fueron el inicio de unos hermosos días de juventud.
Autor: Usagi—Asakura
Pareja Principal: Antonio/Pedro [España/México]
Pareja Secundaria: Antonio/Lovino. Alfred/Arthur. Iván/Yao. Y parejas varias que vayan saliendo.
Advertencias: Yaoi. Universo Alterno. Drama. Angustia.
Rating: Mayores de 15 años.
Notas: Bueno, realmente es un fic fuera del mundo hetaliano. Un universo alterno, donde los personajes trabajaran para un periódico. O, por lo menos esa es la idea. –Risa– Recuerden que "El Mundo" pertenece a un periódico español, yo simplemente use el nombre por que fue el más adecuado.
Recuerden que Hetalia es obra de Hidekaz Himaruya.
Capitulo Uno.
Aquel día que te encontré.
———
Hace varios años…
—¿Tienes la más ligera idea de lo que me estás diciendo?
Pedro bajó la mirada y apretó sus manos con fuerza. ¿Quién se creía que era para cuestionarle aquello?
—Sí, es lo mejor. Lo correcto es que terminemos todo esto… —repitió.
Antonio le vio sentarse en el buró que se encontraba pegado al ventanal. Entornó los ojos, perspicaz.
—¿Por qué? —preguntó.
—¿¡Por qué!? —repitió el otro con cólera—. Por favor, sabes muy bien el porqué; no esperabas que siempre dependiera de ti, ¿verdad? —cuestionó de forma desdeñosa—. En verdad te agradezco todo lo que has hecho por mí, pero… aun así, no podemos seguir con esto, ¿lo comprendes? —preguntó.
Antonio le miró enojado y desconcertado.
—Por favor, entiéndelo… No puedo, no puedo seguir con esto… Lo siento. Lo siento tanto. Perdóname, Antonio —murmuró Pedro.
El mencionado se mantuvo en silencio observándole, dolido; tanto, que sintió que su corazón se rompía al verlo llorar de forma tan lastimera. Quiso abrazarle y poder consolarle. Sin embargo, comprendía las razones que momentos antes le había dado el joven.
—No deberías disculparte —susurró conciliador—. Tú no.
———
—¿Qué tanto balbuceas, idiota? —escuchó que le dijeron.
Antonio se removió, incómodo por la luz que se colaba por la ventana de su habitación. Bostezó aún adormilado. Dedicó una sonrisa pícara a su acompañante y le abrazó, pasando sus manos por debajo de la cobija, acariciando su piel caliente. Le dio un beso en los labios, tomándolo desprevenido.
—¡Idiota! ¡Primero lávate los dientes! —enojado, el joven le quitó las manos de su cintura con rudeza, sonrojándose furiosamente—. ¡Imbécil! —vociferó antes de pararse de la cama.
El mayor rió, divertido por la pequeña y tan común rabieta que hacía su actual pareja. Se dejó caer en la cama de nueva cuenta, enredándose en las sábanas que aún mantenían el olor de Lovino y que aún se sentían cálidas.
—¡Por Dios! —exclamó el italiano al ver el reloj de cuco de la pared—. ¡Son más de las siete de la mañana, el tirano ruso nos matará! ¡Antonio, levanta tu estúpido trasero! —ordenó el castaño más joven antes de meterse al baño—. Si no quieres ser martirizado por el estúpido cejotas, claro —gritó antes de cerrar la puerta.
El que aún se mantenía hecho una bolita en la cama dejó escapar un bostezo. Lovino era demasiado malo. Se tapó el rostro con las mantas, cerró los ojos y no pudo evitar recordar toda aquella discusión que momentos antes había tenido en el sueño.
¿Cuántos años habían pasado desde todo aquello? ¿Cuántos años en que él no se atrevía a pensar en aquel joven que había conocido en los tiempos en los que viajaba por todo el mundo, buscando aquella libertad, riquezas y un sinfín de sabores de la vida? Más de diez años habían pasado, y en el sueño parecía como si hubiese sido ayer. Se sintió viejo.
—¡Idiota, te toca preparar el desayuno! —escuchó que gritó Lovino desde el baño.
Se incorporó, casi debatiéndose entre vencerse a la pereza y volver a acurrucarse en la cama, o levantarse y enfrentarse a un día infernal en el trabajo. Terminó por levantarse, rascándose la cabeza con torpeza, soltando algún que otro bostezo mientras caminaba.
Cruzó el pasillo, bajó las escaleras y se dirigió directamente a la cocina. Echó un vistazo al lugar, encontrándose con las sobras del día anterior. Lo más seguro era que en la nevera hubiera algo para acompañarlas.
Empezó a tararear alegremente, olvidándose por completo de lo confuso que había sido aquel recuerdo. Sacó y partió unos cuantos tomates rojos que tanto le gustaban a su amante, esperanzado en sacarle una tierna sonrisa.
Lo siento. Lo siento tanto.
Detuvo el movimiento del cucharón que movía la sopa.
Eso le había dicho el joven entre angustiados sollozos.
¿Por qué le pedía disculpas? ¿Por qué su mente no se atrevía a recordar aquel rostro de su juventud? ¿Por qué había decidido enterrar aquella historia que años atrás había vivido?
¿Por qué?
¿Por qué?
Porque le era demasiado doloroso. Aquello le había herido tanto. Le había sido tan humillante que aquel muchacho que había conocido por las casualidades de la vida se hubiese convertido en algo tan preciado, que cuando había decidido separarse de su lado, se sintió vilmente traicionado.
Y aun así, en el fondo de su corazón comprendía que sus razones para actuar de aquella forma era lo correcto. El comprenderlo le sentó como un puñetazo; ese sentimiento asfixiante que sentía en el pecho, no era otro más que la culpa.
La dolorosa y cruel culpa por haberlo involucrado en un mundo nuevo que el otro desconocía por completo. Apretó fuertemente su mano contra la mesa.
—Al final de todo, tú no tienes la culpa —dijo en voz baja.
—¿No tengo la culpa? —cuestionó sarcásticamente Lovino, entrando de pronto—. ¡Por supuesto que no tengo la culpa, idiota! ¡Es obvio que el culpable eres tú! —le recriminó enojado—. ¡La culpa es tuya! Por… Por querer hacer… hacerlo… —terminó de decir en un murmullo.
Antonio sonrió de forma relajada y alegre antes de soltar el cucharón y correr a abrazar a su pareja que en ese momento se encontraba mirando hacia otro lado entre enfadado y muerto de la vergüenza.
—Lovino, hermoso, ¡es que debes entender que eres demasiado tentador, y más cuando haces tus rabietas infantiles!
—¡Cállate, bueno para nada! —respondió el aludido con brusquedad, más que nada para encubrir lo avergonzado que estaba—. No creas que te lo permitiré siempre…
—Lo sé. Lo sé —le contestó.
El español enredó sus dedos en su cabello semi mojado, perdiéndose en el olor del champú que desprendía el joven, tratando de olvidar su momento filosófico del año.
—Estás muy raro… —musitó Lovino antes de corresponderle la caricia, abrazándole de forma inusualmente cariñosa.
—Te quiero —murmuró Antonio.
—Idiota.
———
El reloj de su muñeca marcaba las nueve de la mañana. Suspiró tranquilo al saber que llegaría a tiempo a su primer día de trabajo. Se mantuvo sentado en aquel autobús que avanzaba con rapidez por la avenida. Apoyó la frente en el frío vidrio a su lado, echando el aliento con relativa fuerza para hacer alguna que otra figura con el dedo en el vaho. Rió con disimulo al darse cuenta de lo infantil de la situación.
—Quiero que me enseñes a leer —decía un niño de tan sólo cinco años de edad enfrente de donde otro más mayor que él se encontraba sentado.
—¿No crees que eres demasiado pequeño para eso? —preguntó éste.
—¡Claro que no! ¡Ya soy grande!
El chico le miró divertido, haciendo que el pequeño inflara las mejillas como si estuviera a punto de hacer un berrinche.
—Está bien… —le dijo antes de suspirar derrotado.
—¡Gracias, gracias, hermano! —chilló el pequeño con alegría lanzándose a sus brazos, haciendo sonreír al mayor de forma paternal.
Pedro se quedó pensando con nostalgia en aquella escena, evocando esa necesidad que jamás pensó que volvería a sentir. No como ahora, justamente cuando su gran sueño estaba a punto de cumplirse por fin, después de tantos esfuerzos por aprender diferentes tipos de técnicas, y un poco de lenguas muertas, se daría el lujo de ingresar a la editorial con más renombre en cada rincón del planeta.
El Mundo, así se llamaba. Y según le habían informado, la presidencia en ese momento se encontraba en una lucha interna entre un tal Iván, ruso, y Alfred, su amigo americano; el gran héroe idiota.
Sonrió.
Absolutamente nadie podía negarle las grandes cualidades de su amigo para aportar ideas novedosas, esas grandes iniciativas monopolizadoras y globalizadoras. Tenía que admitirlo: muchas veces se había preguntado qué tipo de bendición le habían dado los dioses.
Suspiró.
Realmente no comprendía del todo cómo es que era tan cercano a Alfred F. Jones, cuando sabía de antemano lo problemático, cabeza dura y egocéntrico que era. ¿Sería que le gustaba la mala vida? Negó con su cabeza, ligeramente alarmado por su suposición. Todo lo que podía sentir por el rubio, siempre se decía, no era otro sentimiento más que plena admiración. Sí. Admiración, como esa que tuvo alguna vez por aquel hombre que años atrás le había enseñado todo lo que sabía. ¿Cómo se encontrará?, cruzó fugazmente por su mente antes de ponerse de pie.
Revisó de nuevo su reloj. Eran las nueve y veinte. Sonrió al tiempo de bajar del autobús. Dio una honda bocanada de aire y miró con asombro el gran cartelón del edificio, que adornaba la entrada de las instalaciones de El Mundo.
El sonido de sus zapatos retumbó por el gran pasillo de mosaico grisáceo. Se acomodó la corbata color vino que llevaba puesta y echó un rápido vistazo al lugar, buscando a la persona indicada que le informaría dónde se encontraba la oficina central.
Se encontró con una mirada coqueta, piel morena y dos bonitas coletas.
—¿Tiene cita? —preguntó la chica, sonriendo a modo de bienvenida.
—Sí. Creo que sí…
—¿Nombre, por favor? —le dijo antes de volverse a la computadora.
—Pedro. Pedro López —respondió.
———
Los pasos estruendosos resonaron por todo el pasillo que conducía a la oficina del presidente de la compañía. Era tarde. MUY tarde para su gusto. Conociendo al tirano, lo más probable es que se divertiría a su costa por aquel retraso, obligándole a hacer las cosas que más odiaba realizar; tales como prepararle el café o terminar los grandes informes de ingresos de los últimos dos meses.
Notó cómo le comenzaba a palpitar una pequeña vena en la frente. ¡Ya vería ese Antonio por la noche! ¿¡A quién se le ocurría hacerlo en lo mesa y con el tiempo justo para llegar al trabajo!?
—Imbécil —refunfuñó.
Lovino apresuró más su paso, acomodándose la camisa y corbata que le servirían para esconder las mordidas que el español le había hecho en el cuello. Al ir aproximándose a su escritorio fue relentizando el paso, caminando con elegancia antes de sentarse detrás de la mesa. Respiró con tranquilidad al ver que nadie había llegado a la recepción de presidencia y que probablemente, quiso suponer, Iván tampoco estaría en su oficina.
¿Qué demonios le pasaba al estúpido de Antonio? ¿Qué era lo que desde hacía unos días le alteraba tanto? Había comenzado hasta murmurar en sueños, murmurar cosas que él no alcanzaba a entender. Sabía que algo no estaba del todo bien, pero... Si no se dignaba a decirle nada, él no caería tan bajo como para preguntarle. Porque al fin y al cabo él era así, y jamás cambiaría. Ni por Antonio, ni por nadie.
—Lovino —le dijo de pronto una voz por el aparato que servía como interlocutor, casi haciéndole caer de la silla por lo repentino que había sido—. Me alegra que te hayas dignado a aparecer —continuó la voz. Lovino notó ese tono tan irritante que fingía educación—. Espero que puedas prepararme el rico café que normalmente no te gusta preparar. Lo quiero sin azúcar, por favor —añadió.
Lovino torció la boca, disconforme; su sospecha de que Iván tenía instalada alguna cámara escondida por la recepción cobraba fuerza por momentos; porque si no era así, ¿cómo demonios sabía que había llegado? Lo más seguro era que ese ruso fuera un acosador. ¡Un enfermo!
—Disculpe... ¿Esta es la oficina de presidencia? —escuchó que le preguntó una voz que él no reconocía.
—Sí, ¿que no ves el letrero? —respondió de mala forma, mirando al recién llegado.
—Oh, cierto, es verdad. Yo sólo confirmaba —respondió amablemente.
Lovino no pudo evitar mirarle con curiosidad. Cabello negro, ojos oscuros, piel tostada. Vio cómo el otro se dejaba caer en una de las sillas a esperar, sacando unos documentos de su maletín. Algo le decía que ese chico iba a destacar de alguna manera.
—¿Tienes cita? —cuestiono el italiano mucho más tranquilo.
—Sí, algo así —musitó.
—Bien. Espera entonces.
Pedro le lanzó una mirada serena, escudriñándole con disimulo. El joven poseía un color de ojos marrones que se le hicieron realmente alegres. Su pelo hacía un hermoso contraste contra su piel, y aquel inusual cabello en forma de U le hacía resaltar.
Lovino caminó hacia la cafetera y prosiguió con la preparación de su tarea, aunque supiera que su jefe no tomaría nada que no fuera preparado por su asistente personal, Yao. Se viró, descubriendo al muchacho mirándole. Ambos guardaron un raro silencio.
—Eso es grosero —comentó el italiano.
—Lo siento, es sólo que trato de… —rió de nuevo, y al hacer un ademán nervioso se le cayeron los documentos al suelo, dejando todo como el desastre que parecía ser él mismo.
Lovino suspiró; por alguna extraña razón, aquella risa le recordaba al español.
—Eres un idiota, ¿verdad?
Lovino vio cómo el otro abría los ojos desmesuradamente por aquella oración, y le sonrió con ligereza sin darse cuenta por aquella acción tan sincera. Al parecer, ese joven era mucho más agradable que toda la panda de estúpidos—prepotentes—y—falsos sujetos, como los había bautizado en su mente, que trabajan en ese lugar. Ese moreno le pareció un poco estúpido, pero interesante.
———
—Entonces, ¿es tu primer trabajo? —preguntó un hombre de piel blanca, cabellos claros y mirada escalofriantemente alegre. Se acomodó totalmente relajado en su silla, posando sus codos en la gran mesa, entrelazando los dedos de sus manos. Sonrió.
—Sí —contestó tímidamente quien se encontraba enfrente de él, apretando la carpeta que mantenía sobre las piernas.
—Sabes que has ingresado por pedido de Alfred, ¿verdad? —preguntó.
Pedro asintió en silencio, avergonzado, tratando de no mirar al que sería su nuevo jefe. Se removió en su sitio claramente incómodo, jugando con la punta de sus dedos, buscando afanosamente las fuerzas necesarias para dejar de temblar como un cobarde. Sabía que tenía las facultades para el perfil que requería la compañía, y sabía también que aquel tipo de mirada alegre no le daría una segunda oportunidad, si llegaba a equivocarse. Tragó saliva. Escuchar demasiado a Alfred le hacía ponerse paranoico. Aun así, él tenía plena confianza en sí mismo.
—Sé que puedo hacer el trabajo —respondió—. Sé que puedo llenar sus expectativa, señor.
Iván se dejó caer por completo en el respaldo de la silla, entrecerrando los ojos, meditando. Ese chico era joven, inocente y sin malicia. Puntos que, probablemente, Alfred había visto, y que por alguna extraña razón a él también se le hacían interesantes. Sin embargo, él venía de un país con costumbres diferentes, como el idioma. ¿Dónde podría encajar en aquel lugar, cuando la mayoría de sus trabajadores eran europeos y asiáticos, cuando su manera de editar era tan singular? Tal vez con su adorado venezolano, que no dejaba que nadie le intimidase.
¡No! ¡No! En definitiva, ese joven de nombre Manuel era demasiado egocéntrico como para querer relacionarse con algún allegado de Alfred. ¿Quién otro podría compartir similitudes en cuanto a la forma de editar?
Cerró los ojos por unos instantes. La idea, la solución, se coló en su cabeza casi al instante. Volvió a abrir los ojos.
—Oh, bien, creo que ya sé con quién trabajarás —respondió mucho más alegremente—. Deberás saber que desde este momento te encuentras en periodo de prueba. Estarás en manos del encargado del Departamento de Cultura. ¿Entendiste?
—Sí, me parece perfecto.
—Bien, pues eso es todo, puedes retirarte.
—Gracias, señor.
Iván le vio cerrar la puerta de su despacho e inconscientemente dejó que los labios se le curvaran en su típica sonrisa siniestra al saber que todo aquello se pondría mucho más interesante.
—No me digas que el que acaba de salir es al que has estado investigando desde hace un mes, aru —preguntó una voz infantil.
Un joven menudo se adentraba al despacho con confianza.
—Algo así, Yao —confirmó alegremente.
—Realmente —le dijo— eres un tipo peligroso, aru.
—¿Tú crees? —inquirió haciéndole una señal con el dedo para que se acercara. Obedientemente, Yao se recargó en la mesa junto al ruso.
—Sólo espero que no compliques todo, aru —comentó Yao con cierta preocupación.
—Oh, claro que no… Sabes perfectamente que todo lo que hago es para hacer que el ambiente de trabajo sea mucho más entretenido para mis queridos empleados —confesó con una mueca de total bondad.
Yao se acercó al ruso, pegando los labios en su frente con cariño.
—Conociéndote, lo más probable es que sea porque estás aburrido, ¿verdad, aru?
Iván se limitó a sonreír inocentemente.
—Te equivocas. Simplemente estoy haciendo que esos idiotas desquiten su sueldo, logrando que me den un buen espectáculo. Oh, realmente, desearía ver la cara del editor jefe cuando vea a su nueva mano derecha —murmuró con aquel tono entre sombrío y maquiavélico—. Oh, sí, claro que desearía verlo.
Yao suspiró con resignación, sintiendo lástima de las pobres víctimas del ruso.
—Contigo no se puede, Iván, aru.
———
Antonio se encontraba revisando las toneladas de papeles y más papeles que el ingrato de Arthur no había dejado de llevarle desde que puso un pie allí por la mañana. Levantó la vista, topándose con que toda su oficina se encontraba tapizada de documentos y más documentos.
—¡Necesito ayuda! —chilló con cada vez más ganas de arrancarse el pelo a estirones. O arrancar cejas demasiado abundantes.
El sonido de su puerta le hizo tensarse. Seguro que el desgraciado del cejotas le llevaba más escritos que no tenían ningún sentido. ¡Ese maldito inglés! ¡Lo hacía para fastidiarle su hermoso y cantarín día!
—Entre —dijo apagadamente.
—Veo que ahora sí que trabajarás como es debido —comentó una voz huraña.
—¡Lovino! —canturreó felizmente antes de lanzarse a abrazarle de forma posesiva, encontrándose con la intervención de la mano del chico.
—¡Aquí no! ¡Pedazo de zoquete! —exclamó sonrojado—. En el trabajo no puedes tocarme, y lo sabes.
Antonio cayó en el suelo de nalgas por el empujón, haciendo que una de las filas de hojas se desmoronase encima de él.
—Eres malo —musitó dolido—. Le diré a Iván que necesito ayuda…
Lovino le miró con la ceja levantaba, y con una sonrisa entre divertida y sarcástica, le dijo:
—Pero qué casualidad, al parecer ha llegado tu pedido…
Antonio le miró emocionado. Trató de quitarse algunos papeles que mantenía graciosamente en su cabeza.
—¡Entra, chico nuevo! —gritó Lovino.
El chirrido de la puerta hizo que el de los ojos verdes mirara con una sonrisa boba en el rostro.
—Buenos días —dijo el "chico nuevo".
El español se quedó estático, clavándole una mirada desconcertada. ¿Qué demonios hacía ÉL en aquel lugar? Tenía que ser una broma. El destino no podía jugársela así, ¿no? ¿Qué hacía el chico con el que no quería toparse en su camino en su cubículo de trabajo? Y aún seguía igual. Su voz amable, su piel seguía siendo igual de tostada como recordaba, su pelo seguía brillando bajo la luz. Sintió que su torpe corazón se paraba, que su cuerpo y su mente palpitaban con fervor por aquel joven que le miraba inocentemente.
—¿No dirás nada? —escuchó que le dijo Lovino, rompiendo ese mágico momento de reencuentro con su pasado.
—Me llamo Pedro. Un gusto, Antonio —le dijo antes de alzar la mano en forma de saludo y de paso para levantarlo. Él la tomo inconscientemente, sin saber qué hacer o qué decir, al comprender que aquel muchachito de sus recuerdos, probablemente le había olvidado por completo, haciéndole sentirse un estúpido por pensar que aún, a pesar del tiempo transcurrido, él le recordaría.
Continuará…
–muere— Espero no ser linchada por meter un personaje no oficial, pero, no pude resistirme a la idea de un España/México. ¡Soy inocente de querer mucho esa pareja! ¡Si alguien tiene la culpa, es la historia que me empalma ideas no sanas de ellos!
Dedicado a: Mi madre. Mi novia. Mi beta, y cejotas~. –huye–
