Hola, hola, Luna de Acero reportándose. Juatssss? Nuevo fic? Oh, fuck yeah. Les explico, este fic es solo una adaptación de un libro mío (tengo muchos escritos que nunca vieron la luz, algún día lo harán?). Adaptar cada capítulo me lleva entre media hora y una hora, nada digamos. Así que espero tener las actualizaciones cada 3 días más o menos, son 7 capítulos, tal vez agregue uno más al final porque si le dejo el primer final que quise ponerle me van a matar, jajaja. Bueno como sea, dejo esto aquí y los que quieran léanlo, si no les parece muy interesante lo borro. La verdad es que es la segunda vez que adapto un libro de mi autoría (el primero fue Amor Ideal). La historia es muy especial, pero avanza rápido. Bien, enjoy!
Disclaimer: Los personajes no me pertenecen son del fabuloso Isayama Hajime.
Advertencias: Mucho sad, feels intensos, lágrimas, palabras altisonantes.
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"El perdón no se pide, se siembra,
se riega y se cosecha".
Ávalos
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Sentí que me movían ligeramente poniendo una mano en mi hombro, mientras dormía plácidamente de costado.
—Eren, vamos cariño, es hora de levantarse, debemos ir a la plantación…
—Ya, mamá, un ratito más…
—-No Eren, ya empezó a aclararse el horizonte, el sol pronto estará brillando, no seas dormilón, eso te pasa por quedarte hasta tarde leyendo historias.
—¡Ooooh! –rezongué.
—No te quejes, o le diré a tu padre que te acuestas tarde por leer.
—Está bien, ya me levanto –dije arrastrando los pies. Fui hasta una pequeña mesita y tomé la jarra, eché agua en la palangana, lavé mi rostro y manos. Me miré en el espejo, No sé porque algo estaba diferente en mí, tal vez sería que estaba creciendo. El cabello castaño y desgarbado me llegaba casi a los hombros, mis ojos verdes claro se destacaban de mi blanca piel, tenía algunas pecas sobre la nariz, a mí me molestaban pero mi madre decía que eran marcas de los besos que los ángeles me dieron al nacer. Bueno, tal vez era poco creíble su explicación, pero me gustaba lo tierna que era conmigo. Recién había cumplido mis 12 años y me habían regalado un enorme libro de cuentos. Era tan tentador para mí, que era frecuente quedarme por las noches leyendo, al menos cuando el cielo estaba despejado y la luna brillaba, porque si prendía una vela mis padres vendrían al instante a regañarme.
Bajé a desayunar, Arnold y Axel, mis hermanos gemelos se peleaban por un trozo de pan hecho por mi madre.
—¡Es mío!
—¡Mentiroso, yo lo agarré primero!
Se los saqué en un descuido y comencé a comerlo deprisa.
—¡Ey, tramposo! –se quejó Arnold.
—La próxima aprendan a compartir –dijo mi madre abalándome, mientras se daba la vuelta y los gemelos me sacaban la lengua.
Luego de lavar los trastos, nos fuimos a la plantación, teníamos varios árboles de cítricos, y yo iba acomodando la fruta en una cesta mientras mamá la arrancaba y me la aventaba desde la escalera. El sol brillaba intensamente, de vez en cuando tomábamos un breve descanso y bebíamos agua fresca que teníamos en la cantimplora.
Realmente estaba muy feliz con mi vida, pacífica y tranquila.
Al medio día ayudé a mamá, mientras ella preparaba el almuerzo, yo iba barriendo y acomodando las camas de las habitaciones, aunque se consideraba una tarea para mujeres, al ser cuatro varones en la casa era demasiado para ella, por eso mi padre me dejaba que la ayudara y porque yo aún era demasiado joven para ir con él al pueblo. Pronto llegaría del trabajo en el molino, y los gemelos vendrían de la iglesia. Vivíamos en una pintoresca campiña rural.
Apenas llegó papá, le acerqué un vaso de vino fresco y sus pantuflas. Luego me fui a ponerle agua a Ringo, que era el caballo de mi padre, adoraba a ese animal, tenía un color dorado y sus crines blancas, y era sumamente dócil. Me encantaba cepillarlo antes de la comida, lo cual él me agradecía con suaves empujones de su hocico en mis brazos.
Vi a los gemelos a lo lejos, venían jugando una carrera para ver quién llegaba primero. Era así con ellos todo el santo día, retándose uno al otro a competencias por todo, quién hacía más espuma con el jabón, quién atrapaba más mariposas, quién saltaba más alto, quién sacaba notas más afinadas en las canciones del coro de la iglesia, quién comía más, y la lista se hacía interminable, pero debía admitir que me entretenían muchísimo. Eran dos sabandijas adorables.
Luego de la comida, papá se iba a dormir, a esa hora con mamá nos quedábamos a preparar pan en la cocina. Nadie debía hacer ruido mientras papá descansaba, era una hora "sagrada", los gemelos se iban al patio, ya que dentro sólo hacían travesuras, mientras amasábamos, los mirábamos desde la ventana.
—Debemos pensar que haremos para sus cumpleaños –dijo mamá.
—Creo que sería muy lindo cocinar tentempiés e invitar a sus amiguitos del pueblo. Por mi parte les estoy tejiendo una nueva red de pesca, pero esta vez una para cada uno, siempre es necesario, ya que las rompen con facilidad. Si papá puede, debería tratar de conseguirles unas bufandas nuevas, siempre las pierden, las que tienen ya están muy percudidas – le comenté.
—No digas nada, pero hemos ahorrado para comprarles nuevos trajes, son tan lindos, incluso tienen una boina cada uno, para Arnold elegimos el de color verde y para Axel uno de color marrón que es su favorito.
—¡Vaya, estarán encantados! Son pequeños pero ya están coqueteando con las niñas –dije riendo.
—¿De verdad? Si apenas tienen 7, no quiero imaginarme cómo serán dentro de unos años. ¿Querrás prepararles la torta esta vez? La que hiciste para el cumpleaños de tu padre fue muy elogiada.
—Por supuesto, mamá, será un gusto. Pero no lo presumas con tus amigas, luego mis amigos se burlan –le dije inflando un moflete. Ella rió y me prometió que permanecería en secreto.
A la tarde, mamá ya tenía el agua lista para tomar el té, ella y papá tomaban café y a los gemelos siempre les ponía un chorrito de leche fresca en las tazas, ya que a ellos les encantaba. Luego íbamos a la galería mientras comíamos el pan recién horneado y papá nos contaba algunos cuentos. Era realmente una hora mágica. Adoraba sus expresiones cuando hablaba de tal o cual personaje. Él les hacía diferentes voces, y se ponía la servilleta en la cabeza cuando hablaba de una monja o una niña pequeña, reíamos sin parar. A veces mamá se retiraba para ir a lavar la ropa, no quería dejarla sola, pero las historias me atrapaban tanto que simplemente no podía despegarme del lado de papá.
Cerca de la noche, los gemelos y yo íbamos al granero, donde estaba Pastando, nuestra vieja vaca, ya casi no daba leche, pero le teníamos mucho cariño, se le habían caído casi todos sus dientes así que tenía el hocico arrugado y rosado, siempre la acariciábamos ahí, le encantaba. Luego nos sentábamos entre los fardos de alfalfa seca y yo les inventaba historias de miedo a mis hermanos. Eran unos cobardes, la mayoría de las veces terminaban corriendo a casa a meterse debajo de la cama, y mamá me regañaba por ello. Sería porque luego cuando tenían pesadillas la desvelaban a ella, pero yo no podía resistirme a ver sus caritas de terror.
Luego iba a calentar agua en una olla gigante para el baño, mientras mamá ya estaba preparando los ingredientes para la cena. Primero se bañaban los gemelos, seguidos por mí, papá y mamá siempre se bañaban después de cenar. Ese día fue extraño, porque mientras estábamos comiendo el delicioso guiso de gallina que había hecho mi madre, golpearon fuertemente la puerta. Era Eugen, el mejor amigo de mi padre, al cual nosotros apodábamos cariñosamente tío, estaba agitado y tenía semblante asustado.
Apenas si saludó, y cuando entró al comedor, mamá nos pidió que nos retiráramos a nuestros cuartos. Yo dejé a los gemelos arriba y haciéndoles seña con el dedo sobre mi boca para que hicieran silencio, me deslicé por las escaleras y me quedé debajo de éstas escuchando la conversación.
—Esto está de mal en peor, Grisha –le decía mi tío postizo a mi padre-, según contaron, ya ingresaron a la ciudad y dicen que mataron al patrón.
—¡Oh, Dios mío! –espetó mi madre con angustia.
—Según este soldado, que estaba huyendo, dijo que se dirigen para esta zona.
—Pues los esperaremos –dijo mi padre con firmeza.
—¿Para qué, Grisha? –Le preguntó mi madre- No tenemos armas, no tenemos fuerza militar, no hay nadie que nos proteja, deberíamos huir antes de que lleguen.
—No huiremos –dijo mi padre-, toda la vida trabajando ¿para qué? ¿Para que unos cuatreros nos saquen todo? No, pelearemos, les daremos lo que piden y ya. Pero no me iré de mis tierras.
—Ellos no entienden razones –Eugen habló en tono alarmante- Carla tiene razón, sería mejor huir, ellos todo lo destruyen, todo lo incendian. ¡Piensa en tus hijos, Grisha!
—¿Y en quién crees que estoy pensando? En ellos, justamente, si nos vamos ¿qué futuro podemos darles? Sin tierras, ni trabajo, ni dinero.
—Al menos estarán vivos –quiso razonar Eugen.
—Pues si vivimos o no, será voluntad del altísimo, pero no nos iremos, este es nuestro hogar.
—¿En cuánto tiempo piensan que…? -dijo mi madre sin atreverse a completar la frase.
—No más de dos días.
Luego cerraron la puerta de la cocina y ya no pude escuchar más. Sentía mi corazón latir con velocidad, ¿quiénes venían? ¿Por qué hacían esas cosas tan horribles? Subí al cuarto y los gemelos me atacaron con sus preguntas, no quise alarmarlos, les dije que no había podido escuchar prácticamente nada. Luego los llevé a la cama y les canté su canción favorita hasta que quedaron dormidos.
"En la orilla del río, encontré un niño perdido. ¿Por qué lloras mi niño, donde está tu madre? No llores, mi niño, tu vendrás conmigo. Te daré frutas y te regalaré libros, mientras juegas con tu perrillo. Te tejeré ropita de algodón y velaré tus sueños, serás mi hijo, bonito niño. Y yo seré tu guardián, por siempre…"
Cuando escuché sus respiraciones acompasadas y tranquilas, los arropé bien y me fui a mi habitación, esa noche no pude concentrarme en la lectura, porque estaba inquieto con lo que había escuchado, mi imaginación estaba tremendamente agitada y no me daba tregua. Agotado, me hice un ovillo en mi cama y me cubrí hasta la coronilla, en breve estuve desconectado de la realidad.
Mamá no mencionó nada sobre la visita de tío Eugen, por lo que no quise preguntarle y ponerme en evidencia, sin embargo noté su turbación, andaba intranquila. Volvimos a la rutina normal durante los siguientes cuatro días, hasta que al quinto papá no volvió a almorzar. Mamá esperaba impaciente en la galería, yo fui a acompañarla, a medida que se hacía tarde y el sol empezaba a bajar, pudimos ver destellos naranjas en el horizonte.
—Mamá… -le dije aferrándome a su vestido- ¿qué es eso?
—Fuego, Eren. Anda, ve a buscar a tus hermanos, debemos irnos –agregó apresuradamente-. Busca tu bolso, pon unas mantas y todo lo que puedas sacar de alimento de la cocina, ¡diles a tus hermanos que hagan lo mismo! –me ordenó.
—¿Pero y papá?
—Ya vendrá, no te preocupes por él, ¡vamos Eren, no tenemos mucho tiempo!
Me apresuré e hice lo que mamá me mandaba. Empecé a sentirme extrañamente asustado, algo malo estaba pasando pero mi mente no lograba imaginarse qué. De repente oí trotar a Ringo afuera.
—¡Papá! –dije mientras corría a la galería.
Cuando llegué, me llevé las manos a la boca, papá desmontó el caballo, tenía una profunda herida en el abdomen, que le dolía muchísimo a juzgar por su rostro. Mamá lo abrazó con desesperación.
—Están aquí –dijo en un hilo de voz-. Tenías razón Carla, no quieren nada excepto matar.
Luego sentí a la tierra estremecerse, a lo lejos docenas de corceles se aproximaban a la casa, hombres enormes, cabalgaban, mientras gritaban como locos y movían en el aire sus armas, algunos traían antorchas.
—¡Eren! –Gritó mi madre, mientras aún abrazaba a papá-. ¡Busca a tus hermanos y escóndanse en el granero! ¡Ahora Eren! –repitió al ver que yo no reaccionaba, volví a las zancadas a la cocina y los agarré de los brazos mientras salíamos por la puerta de atrás hacia el granero. Les dije que se quedaran en el cubículo de Pastando. Yo tomé el machete, casi por instinto.
—¿Adónde vas? –dijo Arnold con temor mientras abrazaba a Axel.
—Iré a ayudar a mamá y papá –dije con determinación-, no hagan ruido por nada del mundo ¿entendieron? Si sienten a alguien entrar deben ser tan silenciosos como las nubes. Ahora contarán mentalmente ¿de acuerdo? Sin mover sus labios, cuando lleguen a cien ya estaré de vuelta –les dije dándoles un beso en la frente, ellos asintieron y se quedaron en cuclillas detrás del animal.
Salí rápidamente por atrás del granero y me fui hasta la plantación, desde allí miré como mamá sostenía a papá por el hombro y estaban parados frente a la casa. Los guerreros llegaron en pocos minutos, uno que parecía ser el jefe, porque iba adelante y con una hermosa armadura color plateado que lo cubría entero, hizo detener a los otros con un ademán de su mano, se bajó del caballo y se acercó a mis padres, me llamó la atención lo bajo que era, incluso más que mi papá. Sin decirles nada desenfundó, su espada y primero la hundió por completo en mi padre y luego le hizo mismo a mi madre. Yo, me sentí desfallecer.
—¡Quemen todo! –ordenó a las tropas, mientras empezaba a caminar en mi dirección, vi cómo lanzaban las antorchas a mi casa, y al granero. ¡Donde estaban mis hermanos! Traté de correr hacia allí, pero de repente el hombre ya me había agarrado de un brazo, pegué un grito. Él todavía tenía la espada en su mano, de la cual sendas gotas de sangre caían al suelo, sangre de mis padres, mientras veía los reflejos de las llamas centellear en sus rasgados ojos grises, su piel algo tostada en el rostro y su cabello negro, hacía que sus ojos resaltaran más. Me observó profundamente y levantó la mano con la espada, era obvio que iba a matarme. ¡No iba a poder ayudar a mis hermanos! Le sostuve la misma, por ningún motivo le demostraría debilidad. La mantuvo en el aire unos segundos, mirándome fijamente y luego me soltó, aun no sé porque motivo, mientras se alejaba y la guardaba en la funda de su cintura. Caí tembloroso entre los árboles, las piernas no me respondían, mientras, el hombre siniestro subía de nuevo a su caballo y ordenaba a sus tropas que se retiraran. Apenas pude acomodar mi cabeza de nuevo, y recomponerme un poco, corrí como desquiciado al granero, entré por la puerta de atrás, para entonces el humo adentro era denso, y las llamas ya habían agarrado prácticamente todo el techo, encontré a mis hermanos desmayados en el cubículo. Primero saqué a uno arrastrándolo como pude mientras empezaba a tener un acceso de tos atrás de otro. La garganta me ardía, literalmente. Con las últimas fuerzas arrastré a Axel y caímos al lado de Arnold. Yo respiraba con dificultad, mientras sentía que me abandonaban las fuerzas del cuerpo, pero debía pelear por ellos. De manera que me fui al aljibe y traje un abril con agua, rompí una parte de mi remera y mojé la tela para empezar a lavar sus caritas ennegrecidas por el hollín.
Pero no respiraban, empecé a desesperarme, comencé a friccionar el pecho de uno y del otro en forma alternada, estaba muerto de miedo, porque mientras atendía a uno sentía que descuidaba al otro. Quise darles respiración, pero no reaccionaban con nada. Luego de varias horas me di cuenta que no despertarían. Estaba exhausto, alrededor mío solo había fuego, consumiéndolo todo, calcinando nuestras vidas. Me quedé sentado abrazando sus cuerpos inertes, mientras las lágrimas caían de mi rostro, no podía pronunciar una palabra, como si me hubieran arrancado la lengua de cuajo. Los acosté en la hierba con cuidado y me dirigí a donde estaban mis padres. Mamá estaba gimiendo mientras se agarraba el estómago. Corrí hacia ella. Las manos me temblaban, no sabía si tocarla o no. Miré desesperado a todas partes, como si esperara que alguien apareciera de la nada y me ayudara.
De repente sentí su tibia mano sobre la mía. Lloraba como condenado, no podía hacer más nada, mamá me dedicó una hermosa sonrisa, puse su cabeza en mi regazo mientras agarraba su mano.
—Eren… -pronunció con dificultad, tanta que tuve que acercarme para poder oírla- sin… rencores…
Fue todo lo que dijo, sostuve su mano unos minutos más hasta que sentí que ya no se movía. Fui y traje uno a uno, los cuerpos de mis hermanos, luego me acurruqué entre ellos cuatro. Tal vez si rezaba lo suficiente, Dios se apiadaría de mí y los volvería a mandar a la tierra.
—Por favor querido Dios… -pensé, quería rezar el rosario, pero no podía acordarme de cómo empezaba- ¡Tonto, tonto, tonto! –Me reté mentalmente- Será tu culpa si no vuelven, ¿cómo no vas a recordar cómo rezar? Por favor Dios… si me escuchas… sálvalos… no me dejes solo… por favor… Dios mío, haré lo que sea, me pondré de rodillas de por vida, haré ayunos los Domingos, iré a misa, por favor, discúlpame, no los castigues a ellos porque me dormía en los sermones…
Lloré en silencio mientras le rogaba a Dios, hasta que quedé dormido por el cansancio, soñando que todo era una cruel pesadilla, que mis hermanos se peleaban por el pan, que mamá me retaba por dormirme tarde y que papá nos contaba una nueva historia.
Lamentablemente tuve que despertar, y darme cuenta que no era una pesadilla, que Dios no se apiadaría de mí, y que por mucho que llorara estaría solo de ahora en adelante. Miré sus rostros, tan pacíficos, parecía que dormían. En mi mente resonaban sus voces. ¿Por qué ellos? ¿Por qué no yo? ¿Por qué no me llevaste a mí, Dios? ¿Con qué derecho esos hombres fueron capaces? De pronto vi en el cielo unas enormes aves negras, revoloteando en lo alto. De ninguna manera dejaría que les hicieran más daño. Corrí hasta el granero, para ver si alguna herramienta se había salvado, pero todo era carbón caliente, y los mangos de la pala y otros estaban completamente consumidos. De la casa sólo quedaba el pilar donde solía estar la chimenea, que era de piedra, de lo demás, solo el recuerdo.
Caí de rodillas, sintiendo tanta impotencia y sintiéndome tan inútil. Comencé a cavar con las manos, primero despacio, luego con mayor fuerza, más y más velocidad, pronto estaba como un perro rabioso tirando tierra para atrás y descargando toda mi furia en ese acto. Me pasé horas cavando con las manos. Para cuando el sol se había ocultado, mis dedos estaban llenos de llagas, pero extrañamente no sentía nada, mi cuerpo estaba tan amortiguado de dolor que sentía que la tristeza me saldría de los poros, ya no cabía en mí ni un poco más de angustia. Hice un pozo ancho y más o menos profundo, luego con algo de dificultad acomodé a mi familia, o lo que quedaba de ella. Me quedé mirándolos largo rato, tenía miedo de ponerles la tierra encima, ¿y si alguno aún vivía? Pegué mi oído a sus pechos uno por uno, pero estaban fríos y silenciosos. Les di un último beso en sus mejillas pálidas y luego empecé a taparlos. La luna estaba en lo alto para cuando terminé la gran tumba. Me recosté sobre la misma, de cara al suelo y llorando amargamente sobre ella, enterraba los dedos como si tratara de abrazarlos. Por momentos me dormía, por momentos despertaba sobresaltado mirando al horizonte, temiendo que en cualquier momento aparecieran esos hombres de nuevo. Hasta que finalmente el sol, anunció un nuevo día.
Fui por los alrededores buscando madera, encontré pedazos del granero, con ellas hice, como pude y con clavos que encontré entre los escombros, una cruz, me quedó maltrecha y chueca, pero no podía dejarlos sin una. La hundí en la tierra y con las pocas uñas que me quedaban rasguñé hasta dejar una frase: "Descansa en paz, amada familia". Luego junté todas las flores que pude, me trepé a los árboles, crucé el río, hasta que la tumba quedó cubierta con un manto de colores.
Quedé arrodillado, con mis manos juntas, rogando que sus almas llegaran al cielo, no sea que se quedaran por ahí preocupados por mí, que se fueran al paraíso a descansar y que me esperaran también. Mientras rezaba sucedió algo increíble, apareció Ringo. El también lucía triste y desorientado. Refregó su hocico en mi espalda, me puse de pie y me abracé de su cuello, besándolo y agradeciendo al cielo que aún estuviera conmigo. Me subí en su montura, di un último vistazo hacia atrás y partí sin rumbo, galopando hacia el monte cerrado.
No recuerdo cuántos días anduvimos vagando, pero fueron varios, nos deteníamos ocasionalmente para que Ringo comiera y bebiera, yo tomaba agua pero no podía probar bocado. Mi garganta era una sola masa sólida como el cemento. Con el tiempo, la falta de comida me hacía alucinar. Me imaginaba que mi familia me estaba esperando en casa, mamá cocinando, los gemelos jugando. Finalmente cuando ya me sentía desfallecer, bajé de Ringo con dificultad, tenía la piel de mis piernas caldeadas por la cantidad de horas montando. Me apoyé en el tronco de un árbol a la vera de un camino. Y me quedé allí. Estaba más o menos cerca de la entrada de un pueblo. La gente que iba y venía se compadecía de mi condición y me tiraban de vez en cuando un mendrugo de pan. Los huesos empezaban a notarse a través de la ropa. Ringo iba y venía, a veces me empujaba con el hocico pero ante mi falta de reacción se quedaba parado cerca de mí, por horas.
Cierto día pasó una mujer de edad, tendría sus 50 años, llevaba el largo cabello peinado en un prolijo rodete, era totalmente blanco. Sus ojos color miel se posaron en mí.
— ¡Dios bendito! –Dijo al verme- ¿Pero qué te ha pasado criatura?
La miré sin fuerzas, y sin intenciones de contestarle, estaba dándome por vencido, esperando que la muerte acabara con mi existencia de una vez por todas y me permitiera reunirme con mis amados en el más allá.
— Tienes fiebre –dijo tocando mi frente.
—¿Dónde están tus padres? –preguntó preocupada, el sólo recordarlos hizo que botara lágrimas.
—No se moleste –dijo un hombre que pasaba por su lado en una carreta- es mudo, no va a contestarle. Déjelo, no es normal, está faltito –comentaba mientras movía el dedo índice sobre su sien en círculos indicando locura.
—¿No puedes hablar? –preguntó la mujer con ternura, yo ni siquiera hacía un esfuerzo por abrir la boca.
—Necesito un ayudante en mi cabaña –sugirió-, yo ya estoy vieja, y ciertas labores me cansan, si puedes calentar agua y cortar leña, yo me haré cargo de ti.
La miré con tristeza, la mujer tomó las riendas de Ringo y me ayudó a ponerme de pie, luego me ayudó a sentarme en la montura, y tomando de nuevo las riendas, nos fuimos a trote muy suave de nuevo monte adentro. Al cabo de una hora, aproximadamente, llegamos a un pequeño claro, cerca de allí se escuchaba correr un río. Había una cabaña muy linda, de la chimenea salía humo.
Nos detuvimos y me hizo pasar adentro. Era cálida y acogedora, me llevó hasta una pieza donde había una tina, me sacó la ropa y me metió adentro, luego de un rato vino con un balde de agua caliente, y me la tiró encima, fue y vino varias veces hasta que casi la llenó. Después con gran lentitud me bañó por completo, demoró mucho lavando mi cabello, tratando de desenredarlo, tuvo que cortar varios nudos que eran imposibles, cuando al fin dio por concluida su tarea, el agua ya estaba fría y sucia. Me sacó de la tina y empezó a secarme.
—¡Por Dios jovencito, tienes más huesos que carne! ¿Cómo fue que terminaste de este modo?
Luego me vistió con ropa hermosa y perfumada, aunque por mi delgadez me quedaba enorme, ni siquiera me molestó que fuera de mujer.
—Esta ropa, era de mi hermana –me contaba-, lamentablemente murió por la fiebre escarlatina, pero ahora podrás aprovecharla tú, además tienes lindas facciones…
No sé si buscaba animarme con sus palabras, pero lo cierto era que yo estaba tan derrumbado que ni siquiera le presté atención.
Fuimos al comedor y comenzó a calentar una olla, pronto un olor delicioso inundó toda la cabaña. Me sirvió un gran plato, y me dio de comer como si yo fuera un bebé. Me dejé llevar, por primera vez desde la tragedia, alguien cuidaba de mí como lo haría una madre, y eso me hacía bien.
— Me llamo Sofía, pero todos en el pueblo me dicen Abuela Sabia, tú también puedes llamarme de ese modo. Me dedico a ayudar a las parturientas y a los enfermos, a cambiar vendas, suturar heridas y esas cosas, necesito lavar las vendas y tener siempre los elementos esterilizados, es decir hay que hervirlos en agua. Voy a necesitar tu ayuda para llevar las herramientas, ¿qué dices? ¿Podremos usar ese caballo que tienes?
Asentí con la cabeza.
—Mientras no sean cosas importantes, no necesitaré que me acompañes, puedes entonces encargarte de la limpieza de la casa. Mis caderas ya están crujiendo a estas alturas –dijo sonriendo-. Si tú quieres, con el tiempo, te enseñaré mi oficio, y luego tú podrás ganarte la vida de esta manera, de todos modos no tengo más familia en este mundo y sería una pena que la cabaña se quedara sola.
Me miró minuciosamente.
—¿De verdad no hablas, o es mentira?
Traté de responder, pero simplemente las cuerdas vocales no me funcionaban, negué con la cabeza.
—De acuerdo, es una lástima, tenía ganas de tener alguien para charlar, en fin. Bien, será mejor que te vayas a descansar, pasará un tiempo hasta que te recuperes del todo.
—0—
Transcurrió cerca de una semana, hasta que tuve las fuerzas suficientes para empezar a limpiar y ayudar a la extraña y amable mujer. Muchas veces la buscaban del pueblo para atender los partos o curar heridas de peleas o accidentes. Al principio yo me quedaba en la cabaña, cocinando o haciendo alguna labor doméstica. Pero a medida que pasaron los meses, Abuela me dejó acompañarla, pero siempre vestida de mujer, como yo no podía hablar y tenía el cabello algo largo, nadie decía nada al respecto. Me enseñó como limpiar las heridas y cómo vendarlas para que no se infectaran. Aprendí las señales de parto y como preparar remedios caseros, cuando el correo no llegaba al pueblo, para salir de apuros. La verdad yo estaba muy entretenido con todo lo que aprendía, me gustaba ver cómo las personas se iban curando y traer bebés al mundo era como hacer magia.
Poco a poco, mes tras mes, transcurrieron tres años desde mi llegada al pueblo. Abuela me consentía en todo, me compraba hermosos vestidos, me bordaba los pañuelos, me traía libros nuevos casi todas los meses, me compró un perfume y me peinaba el cabello, ahora ya algo largo, todas las noches antes de dormir.
Me había contado que había estado casada cuando joven, pero que nunca pudo tener un hijo, que ese fue su mayor sueño. Luego un día su marido, fue convocado por el ejército, debía ir a la guerra, jamás volvió a tener noticias de él, solía decir: "O tiene otra mujer o está muerto, ojalá sea la segunda opción", luego me miraba pícaramente y remataba: "estaba bromeando, por supuesto que prefiero que tuviera otra mujer, así al menos estaría vivo".
Lo único que detestaba era la hora de la oración, cerca de las siete cuando el sol se estaba ocultando. Abuela era una mujer muy devota, leía la biblia una hora entera mínimo. Y luego hacíamos oraciones de protección, aunque ella las recitaba y yo las repetía en mi cabeza. Abuela tenía libros de magia blanca, me había enseñado secretamente (porque si no corríamos el riesgo de morir en una hoguera) a hablar con las plantas para potenciar sus niveles curativos, me dijo que todo el planeta y su vegetación estaban conectados en una sola alma, la de nuestra tierra, y qué si la respetábamos podía ayudarnos en situaciones difíciles. Me enseñó a crear barreras de protección contra entidades y malos espíritus. Yo era muy buen alumno, hacía lo que me pidiera, sin rechistar.
El día que cumplí 15 años, me regaló un hermoso vestido rosa y me ató el cabello llenándomelo de pequeñas flores blancas.
—Estas hecha una princesa –me dijo con los ojos brillando de la emoción.
—Gr... gr… gr... gra… graci... cias… -dije con dificultad, por primera vez me sentía con el valor suficiente para usar mi voz de nuevo. No me reconocí, tantos años sin escucharme y haber pasado de niño a adolescente fueron grandes cambios. Sin embargo me llené de felicidad al ver sonreír a Abuela.
— Mi niño… -susurró mientras me abrazaba efusivamente - ¡Es un milagro!
Durante los siguientes meses Abuela me atosigaba día y noche para que continuara hablando. Me costaba todavía pronunciar ciertas palabras y algunas entonaciones, tenía un extraño acento como si fuera extranjero, pero supuse que se iría yendo con el tiempo. Abuela aprovechó para que yo le leyera la biblia y todo libro que tuviera a mano. Al año hasta podía entonar algunas melodías, Abuela decía que tenía la voz de un ángel, pero yo sabía que exageraba, era porque estuve mucho tiempo mudo, sólo por eso.
Cierta vez , volvía del pueblo con unos encargos para ella. Cerca de la cabaña encontré a una mujer tirada, me sorprendió su atuendo, tenía una especie de armadura y una espada en la cintura, estaba bastante herida, llamé a Abuela y junto a la ayuda de Ringo la llevamos a la cabaña. Le hicimos las curaciones del caso. Hubo que suturar varios cortes. Permaneció inconsciente un par de días, le daba de comer en la boca y a duras penas. Finalmente en la madrugada del cuarto día empezó a despertar.
—¿Don-dónde estoy? –preguntó débilmente.
—Estas a salvo –traté de tranquilizarla-. Mi abuela y yo te hemos rescatado, estabas tirada en el bosque y perdiendo sangre, vas a tener que hacer reposo unos cuantos días. Por cierto, soy Eren.
—Soy Hanji –comentó casi sin fuerzas. Luego volvió a dormir.
Poco a poco fue recuperándose. Me contó que tenía 4 hermanos varones y que su madre murió joven, de manera que su padre la crió como un muchacho más. Se notaban los músculos de sus brazos bastante desarrollados. Me comentó que en su pueblo se ganó fama de buena guerrera y que hasta integró una banda de cuatreros.
—Una jovencita como tú está expuesta a los peligros, deberías saber defenderte –me dijo con reproche- si quieres yo puedo enseñarte.
—¿De verdad, harías eso por mí? –comenté emocionadísimo.
—Por supuesto, es lo mínimo que puedo hacer por ustedes.
Abuela estuvo de acuerdo con la idea, de modo que los próximos tres meses compartidos con Hanji, fueron realmente agotadores, pero satisfactorios, ella solía decir que tenía condiciones para el Tanbo (es un bastón de 40 centímetros de largo. Es un arma sumamente versátil en el combate, y usado en par es fenomenal, ya que mientras uno sirve para desviar la agresión, el otro ayuda al ataque). No se sorprendió cuando descubrió que era en realidad un joven, pero me sugirió que no sumiera mi verdadera naturaleza o tendría problemas en el futuro. Me dejó un par de tanbos para que pudiera seguir practicando. Luego de conseguir un caballo en el pueblo, se fue de la cabaña dándonos bendiciones y repitiendo que donde sea que nos encontráramos en un futuro, contaríamos con una gran aliada.
Yo lamenté que se hubiera ido, por primera vez tenía una amiga confidente. Ella no sólo me enseñó el arte de la defensa y el ataque con el Tanbo, también me habló bastante explícitamente de las relaciones entre un hombre y una mujer. Era bastante promiscua y si bien me explicaba acerca de cómo cómo hacer gozar a una mujer, no dejaba de sonrojarme con algunas confesiones bastante subiditas de tono de esta jovial compañera.
Finalmente empecé a vestirme como un hombrecito. Aunque de vez en cuando le cumplía sus caprichos a Abuela de verme con un vestido. Pero ya no podía seguir disimulando los cambios en mi cuerpo. Por más un año dejé de acompañar a Abuela a las curaciones, y para no levantar sospechas, pero como fuera me corté el cabello y cuando volvía a acompañarla, me hacían algunas preguntas pero siempre decía que era el nuevo ayudante de ella. Con respecto al nombre, tampoco dijeron nada, dije que para Abuela era más fácil llamarme Eren y ya.
Los meses siguieron su curso, ya pronto estaría cumpliendo los 18. Recuerdo muy bien una charla que tuve con Abuela días antes.
—¿Te fijaste que las muchachas del pueblo ya te miran con ojos de carnero degollado?
—¡Qué dices, Abuela! –le regañé mientras mis mejillas se teñían de rojo.
—Sólo digo la verdad, ya estás en edad de merecer, Eren. Si esperas demasiado te vas a quedar solo.
—¿Merecer, qué? –pregunté inocentemente.
—Merecer una mujer que te haga sentar cabeza muchacho, esa piel de porcelana no permanecerá intacta por siempre, no es agradable acabar anciana y sola como yo, tú te ves fértil, podrías tener fácilmente tres o cuatro críos y llenar la casa de risas.
¿Tres o cuatro? ¿Acaso había perdido el sentido de la realidad? ¡Jamás, no después de haber visto lo que sufrían esas mujeres para parir!
—Tener un hijo es muy doloroso –recordé con miedo.
—Bueno es parte de la vida, además no los tendrás tú ¡Ah, y hacerlo es placentero, niño! –me ruboricé aún más ante sus palabras.
—¡Abuela! –Le gruñí-. Ya decidiré yo si estoy o no en edad de merecer, no me llaman la atención las muchachas de la aldea.
En realidad, de sólo imaginarme una familia, se venían a mi cabeza las imágenes de la que una vez tuve. Tocar ese tema era traumatizante para mí, a pesar de los años, el dolor era prácticamente imposible de borrar, por temporadas menguaba, pero había días que las pesadillas me atormentaban sin darme tregua. Suspiré, todavía no estaba preparado.
Los días transcurrieron normales, hasta cierta vez que dos hombres me atacaron volviendo del pueblo. Esa vez fui sin Ringo, afortunadamente llevaba siempre mis Tanbo conmigo, por lo cual les enseñe una lección a esa par de rufianes, aunque eso no me libró de que me dieran un fuerte puñetazo en la cara. Quedé algo aturdido, pero se necesitaría más que eso para doblegarme. Cuando llegué a casa, Abuela se alarmó muchísimo. Mientras me aplastaba una rodaja de carne en el ojo me sermoneaba.
—Te lo dije, Eren, ¿pero de qué sirve?, tú no entiendes razones. Si tuvieras una familia te respetarían más en el pueblo, yo estoy vieja, nada podré hacer si te atacan aquí. Dios no lo permita. Pero me preocupa tu seguridad, podrían haberte molido a golpes, te podrían haber forzado, o peor aún. ¡Te podrían haber matado!
—Abuela, no exageres –dije rolando los ojos-, no soy una niño, soy un hombre entrenado, practicaré mucho más con los tanbos.
—Déjate de juegos Eren. Si tú no te buscas una esposa, te la buscaré yo. Seguramente esos cuatreros piensan que vives solo.
Pensé que hablaba por hablar, pero cuando al otro día una muchacha me mandó un pañuelo bordado con sus iniciales, al menos según la explicación de mi Abuela, me di cuenta que sería un hueso duro de roer. Traté de evadir el regalo y se lo hice devolver con una pequeña nota donde, con la mayor delicadeza posible, le decía que no estaba interesado. Por la noche, Abuela tuvo que escucharme.
—No vuelva a hacer eso –le advertí.
—¿Hacer qué? –dijo haciéndose la boba, pero yo ya sabía con qué bueyes araba.
—No te hagas la desentendida, Abuela. No trates de conseguirme mujer, de eso me encargaré yo, ¿de acuerdo? Además, no queda bien que yo reciba regalos, se supone que es al revés, soy yo el que debe dar el primer paso.
—Bueno, pero hazlo, porque hasta el momento no veo que te dediques a eso.
—Ya, no me presiones…
El invierno que vino fue intenso y duro. Abuela pescó un resfriado, que no se iba con el paso de los días. Me empecé a encargar de sus trabajos, ya que el resfrío empeoraba y había días que no podía salir de la cama. A pesar de que renegó, fui con Ringo hasta el otro pueblo a buscar al doctor cuando vi que tosía sangre. Una vez en casa, el médico la examinó con cara seria. El diagnóstico fue fulminante, tuberculosis.
Abuela no se inmutó, el señor dejó un par de indicaciones, me informó que esta enfermedad acabaría de una manera u otra con su vida, estaba demasiado avanzada. Sentí que el alma se me desgarraba otra vez. Lo acompañé hasta la puerta y cuando volví a entrar en la casa, ella me llamó desde su cama y me pidió que me sentara cerca.
—Hijo, no te amargues… he tenido una vida plena…
—Deja de hablar así –contesté mientras se me llenaban los ojos de lágrimas, no quería llorar frente a ella, no quería añadir más dolor a su condición, así que trataba por todos los medios de tragármelas.
—¿Sabes? Siempre me había preguntado porque Dios no me había bendecido con el don de la maternidad, hasta que unos años antes de partir de este mundo me dio la bendición más grande, tú. Necesito darte algo –trataba de hablar entre tos y tos-. Saca la caja que tengo arriba del ropero, al fondo, contra la pared y tráela.
Se la llevé, era una caja de madera, mediana de color claro.
—Esto es para ti, Eren.
—¿Qué es?
—Es tu dote, hijo, son ahorros de toda mi vida, pensaba dártelos el día de tu casamiento, pero parece que no piensas darme ese lujo todavía –comentó mientras me sonreía, yo la abracé con infinita ternura.
Ni siquiera abrí la caja, no me interesaba su contenido, no si no podía salvarla. Los siguientes días rechacé casi todos los trabajos, quería pasar con ella el mayor tiempo posible. Empecé a inventarle cuentos, con princesas, dragones, castillos embrujados y finales felices. La mayor parte del tiempo Abuela se dormía, entre quejidos y silbidos de su pecho. Pero sonreía entre sueños, así que yo seguía contándole los cuentos aún después de dormida. Cuando ya sentía que me pesaban los párpados, me acurrucaba entre la silla y su cama, cubriéndome con una manta. En menos de dos semanas su semblante estaba devastado. Estaba flaquita, lo que la hacía parecer más pequeña de lo que en realidad era. Ahora era yo el que debía alimentarla como bebé, pero el dolor a veces era tan fuerte o la tos tan violenta que a veces terminaba vomitando todo. Muchas veces lloraba en el bosque de la impotencia que sentía. Se volvió común para mí cabalgar con Ringo en la oscuridad de la noche, para aplacar mi corazón destrozado.
Constantemente hacía infusiones de hierbas para suavizar sus dolores, pero los últimos días prácticamente no hacían efecto, perdía la conciencia entre horribles lamentos, le caía mucha saliva y sangre de la boca, era normal tener un balde con agua al lado de su cama para limpiarla constantemente. Cuando los ataques se calmaban, solía hablarle despacio al oído, sobre lo mucho que la amaba y lo mucho que la iba a extrañar. El párroco del pueblo le dio la extremaunción.
Finalmente los primeros días de Febrero, su corazón viejo y cansado dejó de latir. Me quedé agarrando su mano hasta que la sentí completamente fría. Tomé la pala y busqué un lugar apropiado en el bosque, bajo un árbol de moras que a ella le gustaban tanto. Cavé su tumba y le pedí al párroco que me ayudara en el entierro. Conseguí que trajeran un ataúd, me emocioné con las palabras del hombre religioso. Y decoré su última morada con una lápida que detallaba su nombre y un simple frase "Descansa en paz". Una vez por semana, caminaba hasta allí y le dejaba un nuevo ramo de flores. No quise enterrarla en el cementerio del pueblo, pues me obligaría a ir allí con frecuencia y sinceramente no necesitaba esa obligación, prefería honrar su memoria a mi manera, en la tranquilidad del bosque.
Al final esa era mi vida… enterrar seres amados.
Estuve usando trajes negros los siguientes 40 días. Solía dar largos paseos con Ringo, siempre fiel a mi lado, como si presintiera que yo necesitaba su apoyo.
—De nuevo, tú y yo solos, querido amigo –le dije mientras cepillaba sus crines y él bufaba gustoso.
El párroco me insistió para qué me ordenara, dada mi formación religiosa (gracias a la influencia de Abuela). Cortésmente desistí del ofrecimiento. Empecé a dejar de ir tanto al pueblo, iba sólo si había trabajo. Comencé una huerta propia detrás de la cabaña, quería ver la forma de abastecerme solo y sin necesidad de tener que ir allá. A medida que pasaba el tiempo sentía que me recluía más y más. Ya no quería amar a nadie, siempre terminaba solo al final.
Empecé a desarrollar mi afición a los cuentos, conseguí papel y tinta china, me pasaba horas escribiendo bellas historias, historias donde sus integrantes nunca morían, donde los felices para siempre, eran eternos. A veces trataba de dibujar, con pedacitos de carbonilla que Abuela había guardado de cuando estudiaba pintura. Papá siempre nos contaba historias sobre mitología griega, al principio sólo hacia bosquejos de esos seres, de acuerdo a los detalles que recordaba, luego tomé de modelo a Ringo, y en el papel le agregaba alas para que se pareciera a un Pegaso, o le agregaba un cuerno para que se transformara en un unicornio. A medida que practicaba, las imágenes se volvían más nítidas, tal vez porque no tenía con qué compararlas, pero me sentía orgulloso de mis creaciones.
Pronto estuve cumpliendo los veinte. Detestaba ir a ese asqueroso pueblo, era la comidilla local, rumoreaban que era un hombre de vida liviana que recibía mis amantes varones en la cabaña, abalado por la profundidad del bosque. Sólo suspiraba ante los comentarios, se notaba que la gente tenía poco para hacer, excepto ejercitar sus lenguas hablando mal de la vida de otros. Nunca me molestó el qué dirán, pero el problema es que más de una vez me seguía algún hombre creído de que yo iba a darle algún festín sexual. Siempre tuve facciones bonitas, sumado a que poco o nada me crecía bello facial, y mis enormes ojos, mi complexión, a pesar de alta era algo menuda y delgada, y por algún motivo se les daba por pensar que seducía a los hombres del pueblo. Yo ni siquiera tenía un amigo, de verdad no entiendo cómo llegaron a esa conclusión tan absurda.
Varias veces tuve que defenderme rudamente. Pero esas escenas eran algo que se empezaba a volver común. Sucedía que no siempre salía ileso, si bien jamás pudieron obtener lo que buscaban, la situación se salía de control. Empecé a considerar que la idea de casarme no era tan descabellada.
Dejé de aceptar trabajos para curar heridas y preparar ungüentos. De todas maneras entre la huerta y la "dote" que había dejado Abuela, era más que suficiente para vivir mi pobre existencia.
Debía admitir que ser criado en una casa bulliciosa, provocaba que no me sintiera del todo feliz con la situación actual. Pero casarme significaba aceptar una de los muchachas del pueblo, eran tan cabezas huecas, que apenas alguna me abordaba después de dos o tres intercambios de palabras, me iba corriendo, no podía creer lo superficiales que podían ser. Tal vez la misión de mi vida sería seguir soltero por el resto de mis días.
Hasta Ringo la pasaba mejor que yo, recientemente se había ido detrás de una yegua y no apareció hasta el otro día donde lo vi volver bastante maltrecho, pero radiante, ya que relinchaba como poseído cada tanto.
A esas alturas ya había escrito dos novelas. De amor obviamente. Algunas partes las escribía en base a lo que Hanji me había relatado. Debo admitir que me ruborizaba redactar ciertos hechos, pero con el debido respeto, la obra final me parecía bastante aceptable, y de todas maneras ¿quién los leería en esa eterna soledad?
Cierta vez empezaron a incrementarse los pedidos de ayuda, la gente estaba desesperada y me ofrecían cantidades elevadas de dinero para que los ayudara. Así me enteré que el pueblo vecino había sido invadido por unas tropas que se hacían llamar "Los Alma Negra". Se comentaba que eran despiadados. Los relatos me conmovieron, era imposible no remover recuerdos dolorosos al escuchar los testimonios. Muchos hombres se habían refugiado en el pueblo buscando escapar de ellos. Aseguraron que no tenían intenciones de seguir avanzando, sino más bien de irse con rumbo sur. Eso era alentador, pero siempre estaba la posibilidad de que cambiaran de opinión.
Me preguntaba qué motivaba a los hombres a realizar tales cosas. ¿Acaso alguien podía sentirse feliz de matar a otras personas, y encima dormir plácidamente como si no hubiera sucedido nada? Realmente les quedaba muy bien el apodo, aunque "Los Sin Alma" hubiera sido mejor. Luego de que dejé las instrucciones y terminé con los heridos, fui a recluirme a la cabaña. Me obligaba a no hacer menos de 3 horas de práctica diaria con los Tanbo, sí alguna desgracia sobrevenía yo iba a estar preparado, esta vez no iba a quedarme con los brazos cruzados.
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By Luna de Acero… intrigada… (corregido 1)
