¡Hola, mis bebés!

¿Qué tal? Os traigo un Book! Toothcup modern Au. Espero que os guste :)


NUESTRO MUNDO DE PUERTAS PARA ADENTRO —

Hiccup


Era una tarde como otra cualquiera de las vacaciones de verano. Hiccup se encontraba en su habitación, perdido en su propio mundo, garabateando cosas sin sentido en un papel que, sin saber como, terminaban siendo obras de arte. Él tenía un gran don para él dibujo, todos sus amigos (y seguidores en deviantart) se lo decían. Pero él no terminaba de estar contento con sus trabajos. Los audífonos estaban bien enterrados en sus oídos, a la máxima potencia. No era idiota, sabía perfectamente que eso le estaba haciendo un daño tremendo a su audición a un largo plazo. Pero tal cual un fumador sin vuelta atrás, a Hiccup no le importaba ese daño. Solo le interesaba su horrendo presente, del que la música que perforaba sus oídos creaba una nebulosa que lo apartaba de este. No podía oír nada más que la música en esos momentos, ni siquiera a su familia. Y eso le gustaba.

Sabía que su salud auditiva era un precio muy caro a pagar, pero estaba completamente dispuesto a pagarlo. En ese sentido se sentía un poco hipócrita odiando a los borrachos y los drogadictos cuando su situación, si bien menos letal, era muy parecida a la de ellos, pero no le importaba demasiado.

Su padre, oh, el gran jefe de policía, le reprendió muchas veces por usar de forma tan irresponsable los cascos, que bien poco le duraban y gastaba su paga del mes en ellos. Una vez el fornido hombre se hartó y le castigó sin ellos. Hiccup, guardando todo dentro, le había mirado de la forma más neutral que pudo y le preguntó:

— ¿Quieres tener un hijo depresivo? Porque si me quitas la música es lo que vas a tener en poco tiempo.

Stoick se había sorprendido mucho por sus palabras. Sabía que su situación familiar no era la mejor y dentro de su hogar los lazos que unían a los cuatro habitantes flaqueaban... pero siempre había visto a su hijo como un aliado. Un niño ajeno a lo que ocurría con los adultos que le rodeaban, que los amaba a los tres por igual, y que no guardaba problemas en su corazoncito. Pero se equivocó. Y saber que su pequeño ya no tan pequeño de dieciséis años sufría en silencio de la misma manera que él mismo lo hacía, o incluso más teniendo hormonas adolescentes en pleno auje (aunque no se notaba casi ninguna presencia de ellas), le dolió. Le dolió mucho. Pero como toda forma paterna que se precie, no se dejo amedrentar.

— ¿Para qué te compré esos altavoces por tu cumpleaños hace dos años? —le preguntó, señalando en una esquina del cuarto la caja dondes estaban guardados susodichos altavoces— Úsalos.

Hiccup sintió arder por dentro la frustración aquella vez, pero se mantuvo neutral.

— Pero de esa forma la música se escuchará por todo el piso superior —se quejó.

Stoick había arqueado una ceja, sin entender el problema.

— ¿Y?

Hiccup apretó imperceptiblemente los puños durante una milésima de segundo.

— Que no me gusta.

Claro que no le gustaba. Si la razón de eso fuera escuchar la dichosa música, pues obvio que no le importaría. Pero si lo hacía era para desconectar del mundo. Y si ese mundo también podía escuchar la música, pues ya no le servía. Mucho peor que eso, en esos momentos se sentía como si el mundo exterior estuviera violando la privacidad de su mundo propio. Y eso, más que molestarle, le dolía.

Stoick había resoplado, tachando ya por billonésima vez en toda su vida de imposible la tarea de comprender a su hijo.

— Me da igual que no te guste, castigado es castigado, hasta nuevo aviso no veras los cascos.

Hiccup no se había quejado, simplemente asintió. Se encerró en su cuarto y se puso a dibujar toda la tarde. Un mes después Stoick le había pillado con unos cascos nuevos. Bueno, pillado no era realmente la palabra, pues esos cascos eran de él desde el día siguiente al castigo. Los usaba únicamente por las noches y cuando su padre trabajaba, así se aseguraba de que su padre no los veía. Pero pasado un mes se hartó de ocultarlo y el día libre del trabajo de su padre se paseó por la casa con ellos.

Stoick había arqueado una ceja en ese momento, mirando fijamente el condenado aparato.

— Pensé que te había castigado —comentó, extrañamente sin enfado en su voz.

Hiccup le miro a los ojos el tiempo suficiente para encojerse de hombros y luego darle la espalda para prepararse un bocadillo y volver a su habitación. Ese día tenía deberes muy difíciles y necesitaba más que nunca la canción Work! rebotando en sus oídos.

Stoick no le había comentado más, ni le había reprendido. Simplemente comprendió que no había manera de que Hiccup se desprendiera de las cosas que amaba. Y estaba claro que amaba ir quedándose sordo progresivamente. No tenía nada que hacer.

Volviendo al presente, el joven soltó un suspiro aburrido y tiró el lápiz hacía alguna parte del escritorio. Se quedó mirando su más reciente obra. Era un dragón. No de mucha estatura y bastante tierno, pero a fin de cuentas un dragón.

"No está mal —se dijo a si mismo—. Otro dibujo a la colección"

Suspiró de nuevo. Puede que las vacaciones de verano fueran una pasada para muchos, pero cuando eres un antisocial, pues, a veces se vuelven tres meses de pura batalla campal contra el aburrimiento, encerrado en tu cuarto, sin que nadie del exterior se moleste en saber si estas vivo o muerto. Bueno, solo Toothless... Toothless. Su mejor amigo. Ese que le sacaba de quicio cuando no quería despegarse de su persona, es decir siempre, y que lo hacía enfadar cuando pasaban más de dos días sin verse.

Hubo una vez, ese mismo verano, la verdad, en el que Hiccup prácticamente echo a patadas de su casa a Toothless, porque esté se había pasado tumbado en su cama toda la tarde como si fuera suya, y eso le había tocado al pelirrojo en un mal día y lo había echado de malas formas. Claro está, al día siguiente había ido corriendo a la casa del chico, suplicando perdón por lo que hizo, lágrimas calientes cruzarón su rostro cuando se dio cuenta de que a Toothless ni siquiera le importaba.

— No merezco un amigo como tú —le había asegurado Hiccup en lo más hondo de su ser, mientras lo abrazó como si no hubiera un mañana.

Y, después de eso, las puertas se habían cerrado...

Hiccup se sonrojó al recordar y desvío la vista hacía su cama, toda desecha. Le había costado mucho dormir la noche anterior, pues desde hace un corto plazo de tiempo se había dado cuenta de que ya no era capaz de dormir sin tener algo a lo que abrazar. Sí, sonaba cursi, y débil, y estúpido. Pero era la jodida y cruel nueva realidad para Hiccup. Por eso, enterrado entre las mantas, un dragón azul de peluche, al que él llamaba Nadder había sido arrancado del baúl de los recuerdos casi olvidados a los brazos del adolescente. Nadder había sido un regalo de su madre cuando él era pequeño y dado que él y su madre ya no tenían una buena relación, de hecho, no la tenían, conservaba el peluche como un valioso tesoro. Uno de otros tiempos mejores, en los que era un niño ingenuo y no se daba cuenta de las malas vibras que lo rodeaban en casa, al menos no conscientemente.

— Quiero verle... —susurró.

Habían sido tres días sin él por culpa de sus padres, le necesitaba.

Apagó la radio del teléfono, se quitó los cascos y marcó.

Un toque. Dos toq...

Pues no, antes de llegar al segundo toque el chico ya había cogido.

— Hola Hiccup, ¿qué pasa?

— Hey, Toothless. Me preguntaba si no tenias nada que hacer hoy. ¿Tienes algo?

— ... ¿Por qué quieres saberlo?

El chico pelirrojo intentó no tener un ataque de ternura por lo ansiosa que había sonado la voz del otro.

— Es que me aburro y quería saber si querías pasar tiempo conmi...

— ¡Oh, Dios mio, sí! —exclamó Toothless, sin dejarle terminar— ¡Gracias Hiccup, en serio me salvas el culo! ¿En mi casa en media hora?

— En tu casa en media hora —confirmó.

— Genial, en serio, genial —se escucharón unos pasos—. ¡Mamá, Hiccup viene! —despues volvió a hablar con el chico pelirrojo— En serio, gracias, nos vemos. Chao.

Y colgó. Hiccup se quedó susurrando un chao a la nada, de bajón por Toothless.

"¿En qué lío se metió está vez?" —pensó.

Pues su mejor amigo era todo lo contrario a él. Toothless amaba las peleas, la caza, el riesgo y hacerse el gallito en el instituto. Era un musculitos tonto. Pero su musculitos tonto. Sin embargo, no se le podía culpar, ya que había salido de dos padres muy orgullosos e inestables. Los padres de Toothless no creían en el diálogo con su hijo. Bastaba una pequeña novatada en sus estrictas reglas para que Toothless recibiera un regaño enorme y un castigo cruel, a veces hasta bofetadas de esas que te hacían ver el mundo del revés por unos momentos. Pero en vez de amedrentarse, Toothless se volvía cada vez más desobediente y salvaje, por lo cual sus padres le daban más fundas. Era un auténtico circulo vicioso. Sin embargo, había una salida, y es que los padres del chico adoraban a Hiccup. Lo consentían. Y muchas veces Toothless lo usaba de soporte y escudo. Cuando el peliverde quería algo, se aseguraba muy bien de pedirlo en plural, para que pareciera que Hiccup también lo quería, y así sus padres no se veían capaces de decir que no.

"En fin —se dijo Hiccup—. Tengo que prepararme"

En poco tiempo hizo su cama, se vistió decente para salir a la calle (pues antes llevaba su pijama) y procedió a irse.

Su madre estaba en su habitación, tumbada en la cama de matrimonio demasiado grande (Hiccup estaba seguro que sus padres ni tan siquiera se rozaban cuando dormían, que triste), no apartaba la mirada de la tele. Parecía que ese día, como todos, los últimos chismes de los famosos le eran muy interesantes.

— Mamá, me voy a casa de Toothless.

— Que bien, hijo —contestó ella de forma monótona, sin ni siquiera mirarle.

— Puede que me tarde, pero estaré para la cena.

— Perfecto hijo —de nuevo, sin reacción alguna.

Aunque estaba acostumbrado a eso, Hiccup se estaba enfandando. Le hecho un vistazo a la habitación de su abuelo antes de salir, ni rastro de él.

— Mamá ¿y el abuelo? —ante esa pregunta, si que hubo rastros de vida en los ojos de la mujer.

Miró a Hiccup durante unos instantes para contestar.

— Se fue a jugar a las cartas con unos amigos en el bar de abajo, por lo que puede que llegué borracho a casa, así que no le molestes mucho.

Hiccup amaba meterse en pequeñas pullas con su abuelo todos los días y el anciano amaba responderselas. En los días que su nieto no se metía con él, era cuando el anciano sabía que había algo mal con su nieto. Se querían a pesar de que vivían a "gritos".

— Descuida, no lo haré.

Y es que parecía que la única persona que realmente le importaba a Valhallarama era su anciano padre, el cual gustaba mucho de hacerse el viejo tonto, solo para tener a su hija de sirvienta personal. Lo peor es que la pobre no se daba cuenta de estar siendo usada por el anciano. La mujer, si bien le ponía a su marido la voz en el cielo por cualquier nimiedad, no era capaz de decirle cuatro cosas bien dichas a su padre. Por eso, si se enfadaba por algún espectáculo del hombre, era Hiccup quien se tragaba el marrón por los platos rotos de su abuelo. Por eso al chico le convenía estar tranquilo cuando su abuelo llegaba de estar con sus amigos.

— Eso espero —y volvió a posar su mirada en la televisión.

Hiccup se quedó mirándola durante unos segundos, la tentación era demasiado grande. Abrió su gran bocaza.

— En realidad, mamá, te he mentido. No voy a casa de Toothless, si no que un pederasta que se muere por tocarme me está esperando en la entrada, para convencerme de que venda mi cuerpo por dinero. ¿Y sabes qué? Lo voy a hacer.

Esperó. Y...

— Vale, pasatelo bien, hijo —contestó monótona, como si nada.

— ¡En serio! —explotó el pelirrojo. Llendo hacía zancadas hacía la entrada— ¡Eres la peor madre del mundo!

Hay si que Valhallarama reaccionó.

— ¿Y a ti qué te importa como soy?

Hiccup se dio la vuelta y la observó de abajo a arriba con ojos de hielo.

— Mucho, porque esa actitud la voy a heredar yo —ya había heredado de ella su antisocialidad.

Auch. Justo en el punto débil de la mujer, quien se quedó callada, asimilando lo escuchado.

Sin decir más, Hiccup salió por la puerta, después de abrila bien abierta, para que su madre viera que no existía tal pederasta, aunque dudaba que le importara.

No dio ni tres pasos en la calle, cuando se volvió a poner los cascos al máximo volumen. Solo quitándose uno y mirando de izquierda a derecha en un paso de peatones. Sin darse cuenta de que, en una ventana, su madre le observaba irse con lágrima callendo de sus ojos.