CUATRO ESTACIONES

Por Cris Snape

Disclaimer: El Potterverso es propiedad de JK Rowling

PRÓLOGO

Ni siquiera los doce años pasados en Azkaban habían conseguido que Sirius Black se acostumbrara a la devastadora sensación de pasar hambre. Durante su prolongado encierro únicamente había podido llevarse a la boca una pasta insulsa y áspera que odió y amó a partes iguales. Cualquier hombre libre hubiera rechazado tomar de esa comida de aspecto desagradable y olor directamente vomitivo, pero para un preso era casi una bendición. Tanto era así que Sirius incluso estaba empezando a echarla de menos porque por más asquerosa que fuera, durante años había sido un alimento diario y seguro y ahora ni siquiera podía comer eso.

Habían pasado casi dos meses desde que abandonaran Inglaterra. Durante el tiempo transcurrido desde que se fugó de la cárcel hasta que se reencontró con Harry, su ahijado, las ratas habían formado parte de su dieta, pero durante aquel forzado periplo por el mundo Sirius Black no había encontrado muchos de esos animales. Y es que al principio la comida no fue una prioridad. Lo importante había sido abandonar Europa lo antes posible y había llegado a Asia subido a lomos de Buckbeak, descendiendo a tierra el tiempo justo para descansar, transformarse en perro para cazar alguna alimaña de sabor agridulce y asegurarse de que nadie le seguía la pista. En alguna ocasión se había dicho que si las circunstancias hubieran sido diferentes quizá habría podido disfrutar de sus visitas a todos aquellos países orientales, pero un fugitivo como él no tenía demasiado tiempo para hacer turismo. En cualquier caso, su afán por alejarse lo máximo posible de Inglaterra le había llevado directamente a las antípodas de su tierra natal. A Australia.

Sirius había llegado a la isla quince días antes. Buckbeak parecía estar absolutamente agotado después de un viaje tan largo y, a pesar de que el hipogrifo disfrutaba tanto de su recién recuperada libertad como Sirius de la propia, necesitaba urgentemente tomarse un respiro. Sirius procuraba mantenerse alejado de las ciudades temiendo que desde Inglaterra hubieran dado orden de busca y captura internacional. No deseaba que nadie le reconociera porque consideraba que aquel sería un terrible momento para volver a Azkaban. Ahora que Remus sabía que no les había traicionado y después de que Harry se mostrara encantado con la idea de irse a vivir con él, Sirius no podía dejarse atrapar y por eso se había refugiado en los bosques de la parte oriental del país. Durante los días transcurridos desde su llegada, Sirius había vagado de un lugar para otro, comido una cantidad ingente de carne cruda de conejo y descubierto curiosas criaturas que formaban parte de la fauna autóctona de la zona. Era un lugar tan interesante que Sirius se acostumbró en seguida a vivir allí. Desgraciadamente seguía teniendo hambre. Los pequeños animales que Canuto conseguía pillar no bastaban para satisfacerle, menos aún cuando tenía que compartir sus alimentos con Buckbeak. Notaba al hipogrifo de muy mal humor y aunque creía haberse ganado su afecto durante aquellas semanas juntos, un hombre nunca debía fiarse de un animal hambriento.

Quizá por eso no pensó con total claridad cuando vio la granja. Por un lado no le hizo mucha gracia porque encontrarse con gente era peligroso para un hombre en sus circunstancias, más aún si esa gente eran magos tal y como Sirius sospechaba. Sin embargo, cuando descubrió que la granja tenía un gallinero, Sirius se dio cuenta de lo mucho que había echado de menos el sabor del pollo y se dispuso a dejar a esos brujos sin suministros. Dudaba mucho que Buckbeak ardiera en deseo de comer aves, pero Sirius se moría por capturar un par de pájaros y asarlos. Porque iba a asarlos. Estaba absolutamente harto de la carne cruda.

Le echó un vistazo a la casa. Oculto detrás de unos arbustos, no adivinó demasiada actividad en la granja. La construcción parecía ser totalmente muggle, pero había algo en la forma en que habían sido añadidas los últimos dos pisos que hizo que Sirius comprendiera que no podían haberse hecho sin la ayuda de la magia. Por lo demás, la granja estaba absolutamente aislada y Sirius podía ver algunos animales más a parte de las gallinas, todos ellos con muy poca magia corriendo por sus venas. Sintiéndose bastante seguro, Sirius caminó sigilosamente hacia el gallinero. Había un par de chuchos tumbados en la puerta del edificio principal y Sirius temió que fueran a emprenderla contra él, pero los dos animales lo miraron con curiosidad y apenas se movieron. O eran demasiado vagos o no les importara lo más mínimo que fuera a secuestrar a un montón de pollos. De todas formas Sirius tampoco pensó mucho en ellos porque ya había llegado a su destino y el panorama era de lo más interesante. Miró a las gallinas, a sus nidos y a la paja del suelo durante un segundo y luego se abalanzó sobre media docena de huevos que tenían pinta de haber sido recién puestos. En su niñez, Sirius no se hubiera comido un huevo crudo ni bajo la peor de las maldiciones, pero a esas alturas de su vida le supieron a gloria. Se tomó todos los que pudo y se dispuso a seguir con el festín, pero entonces vio a un niño asomado a la puerta del gallinero y se maldijo internamente.

No debía tener más de cuatro o cinco años. Tenía el pelo rubio, los ojos oscuros y no parecía gran cosa. En ese momento lo miraba totalmente alucinado, como si lo último que había esperado al ir hasta allí fuera encontrarse con un hombre devorador de huevos. Sirius reconoció que no era algo del todo normal y se esforzó por sonreírle al niño. No tenía ni idea de lo que iba a hacer con él, pero no le apetecía nada que le delatara. Quizá podría cogerlo, taparle la boca e inmovilizarle mientras llenaba el estómago de comida. Después le dejaría en paz y volvería al bosque, el único sitio en el que estaba plenamente seguro. No obstante, el niño no le dejó hacer nada de eso.

-¡Papá! –El chiquillo gritó con todas sus fuerzas- ¡Hay un hombre en el gallinero!

No parecía exactamente asustado, sino sorprendido e intrigado. Sirius se dio cuenta de que traía una cestita de mimbre colgada del brazo y supuso que su padre lo había enviado a recoger los huevos que él se había estado zampando. Era un poco patético pensar en esas cosas cuando el padre del pequeño debía estar yendo en esa dirección.

-¿En serio, Julian? –Sirius escuchó la voz grave de un hombre y retrocedió un poco, buscando un escondite en el que poder pasar desapercibido. -¿Y has visto también algún vampiro?

El niño puso morritos, molesto porque el adulto no había dado crédito alguno a sus palabras. Se dispuso a llamar a su padre otra vez, pero Sirius alzó una mano y le pidió con un gesto que guardara silencio. Después, le habló en voz baja.

-Cállate, por favor –Murmuró, ganándose por completo la atención del pequeño- No voy a hacerte nada.

El niño frunció el ceño y miró hacia atrás intentando decidir qué hacer a continuación. Sirius llegó a pensar que saldría corriendo en busca de alguien que le creyera, pero en lugar de eso se encogió de hombros y entró al gallinero como si allí no estuviera pasando nada.

-¿Quién eres?

-Me llamo Sirius, pero no puedes decirle a nadie más que estoy aquí.

-¿Por qué no?

-Porque no.

Eso no había sonado exactamente convincente, pero Sirius no tenía ni idea de lo que podía decirle a ese niño para ganarse un poco de su confianza. Nunca había tratado con chicos tan pequeños y no sabía cómo podrían reaccionar ante determinadas situaciones.

-Te estabas comiendo los huevos de la Nana. –Le acusó el niño, dando por válida su última respuesta.

-Sí.

-¿Por qué?

-Porque tengo hambre.

El chiquillo entornó los ojos y miró a su alrededor, contemplando con cierta tristeza los cascarones rotos y vacíos.

-Yo tenía que recoger los huevos. Mi papá se va a enfadar conmigo por tu culpa.

-Lo siento mucho. No era mi intención.

El pequeño dejó de prestarle atención durante un instante y observó los nidos de las gallinas en busca de algo en condiciones que pudiera llevarle a su padre. No tuvo demasiado éxito.

-¿Cómo te llamas, chico?

-Julian.

-Escúchame, Julian. Tienes que salir de aquí y llevarte a tu padre lejos del gallinero para que yo pueda escapar. ¿Lo harás?

-Vale –El niño se encogió de hombros- Pero tendrás que pagarme.

A Sirius le pilló por sorpresa que un crío tan pequeño pudiera salirle con esas y a pesar de lo extraño de la situación, se vio obligado a reírse. Hacía mucho tiempo que no se reía.

-No tengo nada para darte. Tendrás que ayudarme gratis.

-¿Gratis?

El pequeño Julian pareció plantearse la posibilidad de echarle una mano sin pedir nada a cambio y Sirius llegó a pensar que escaparía de allí sin más problemas, pero entonces alguien más se asomó al gallinero y lo estropeó todo.

-¿Por qué tardas tanto? Papá dice que…

Sirius se maldijo internamente. Otro niño igualmente rubio y de ojos oscuros, pero unos años mayor y con cara de tener bastantes malas pulgas. El chico se puso pálido y de un rápido movimiento agarró al más pequeño por el cuello de su camiseta y tiró de él.

-¡Julian! ¿Quién es ese?

-Se llama Sirius y se ha comido los huevos porque tiene hambre. No quiere que le digamos a nadie que está aquí.

Pero el recién llegado no estaba dispuesto a dejar las cosas así como así y terminó de sacar a su hermano del gallinero antes de ponerse a gritar como un loco.

-¡Papá! ¡Hay un hombre en el gallinero!

-¡Jope, Bobby! Es un secreto.

Sirius puso los ojos en blanco y blandió su varita sin saber muy bien hasta dónde estaba dispuesto a llegar para salir indemne de todo aquello. No le apetecía nada tener que batirse en duelo con cualquier mago adulto mientras dos niños tan pequeños estaban por allí. De todas formas tampoco pudo pensar demasiado en sus opciones porque el padre de esos dos elementos acababa de llegar.

-¿Se puede saber qué os pasa, niños?

-Hay un hombre ahí dentro.

-Sí, claro.

Un instante después Sirius estaba frente a frente con un hombre maduro, también rubio pero con los ojos claros. El tipo pareció quedarse estupefacto, pero enseguida reaccionó y apuntó a Sirius con la varita.

-¡Rápido, niños! Avisad al tío Richard y al abuelo.

Sirius ya no podía ver a los dos chiquillos, pero los escuchó salir corriendo hacia la casa. Era el momento perfecto para atacar, pero el tipo aquel parecía ser un mago bastante capaz y si se enzarzaban en una pelea era posible que se alargara hasta que llegaran los refuerzos y entonces tendría que pelearse en inferioridad numérica. Quizá eso no hubiera supuesto ningún contratiempo en su juventud, antes de Azkaban, pero en esas condiciones más le valía ser prudente si quería tener la oportunidad de volver a Inglaterra para enfrentarse a los mortífagos y ayudar a Harry. Además, dentro del gallinero no es que tuviera demasiada libertad de movimiento.

-No quiero problemas –Dijo, sintiéndose extraño porque él era un Gryffindor y se suponía que la palabra problemas venía bastante ligada a esa condición.

-Pues ya los tiene –Espetó el hombre con brusquedad sin que el pulso le temblara en lo más mínimo.

Sirius apretó los dientes. Evidentemente se había metido en un buen lío y todo por culpa del hambre. Gruñó, preguntándose si sería lo suficientemente rápido como para hechizar al hombre antes de que éste tuviera tiempo de defenderse, pero le pareció bastante improbable. Puesto que un duelo mágico no era factible, buscó algo que decir.

-No he hecho nada.

-Ha invadido una propiedad privada, ha destrozado el gallinero y no quiero ni pensar en lo que pensaba hacerle a los niños.

-¡No iba a hacerles nada! –Sirius se sintió bastante ofendido por esa última acusación- Me descubrieron y… Sólo quería librarme de ellos.

El hombre entornó los ojos pero no cejó en su empeño de mantenerle retenido. Se disponía a decir algo cuando alguien más llegó hasta allí. ¡Y pensar que Sirius quería pasar desapercibido!

-¿Qué pasa, Bob?

El recién llegado también era rubio y también tenía los ojos claros, pero era mucho más joven que el tal Bob. A pesar de la diferencia de edad, se parecían bastante físicamente y Sirius se dijo que debían ser hermanos. Tras él, un hombre corpulento y de pelo pajizo enarbolaba la varita con fiereza. Era mucho más alto que los otros y Sirius tuvo la sensación de que no se lo pensaría dos veces antes de maldecirle si pretendía enfrentarse a ellos o huir.

-Tenemos un intruso –Dijo Bob sin dejar de mirar a Sirius- Ha debido atravesar los hechizos protectores.

El más mayor de los tres se adelantó con decisión, apartó a Bob de su camino y miró a Sirius con los ojos entornados.

-Sal de ahí.

Sirius supo que debía obedecer, así que alzó las manos mansamente y ni siquiera protestó cuando el más joven le quitó la varita de un tirón. Intentaba pensar en una forma de escapar de esa situación pero no se le ocurría nada. Estaba claramente en desventaja, no sabía la clase de enemigo a la que tendría que enfrentarse y acababa de perder su única arma válida. Quizá, tal y como se estaban poniendo las cosas, su única esperanza consistía en que Buckbeak apareciera de la nada para ayudarle, aunque era improbable porque el hipogrifo debía estar durmiendo en algún lugar apartado del bosque.

-Tendremos que revisar los hechizos de protección.

-Sí –El hombre mayor habló en susurros- ¿Cómo lo has conseguido?

Sirius no recordaba haber traspasado ningún escudo mágico. El hombre lo examinaba detenidamente, mirando con desagradado su espesa barba, su ropa andrajosa y su pelo enmarañado. Sirius no presentaba el mejor aspecto del mundo, cierto, pero no le gustó ser observado con tanto detenimiento.

-Parece un fugitivo –Comentó entonces el más joven de los tres- Deberíamos llamar a los aurores para que se encarguen de él.

¡No! Cualquier cosa era aceptable excepto esa. Sirius no había recorrido medio mundo para ser capturado de una forma tan estúpida. No era justo y quiso gritárselo a los cuatro vientos pero entonces, como si el destino se hubiera puesto de acuerdo para no darle ni un segundo de respiro, escuchó la voz más enérgica que había oído en mucho tiempo.

-Nadie va a llamar a los aurores hasta que yo lo diga.

Los tres hombres parecieron encogerse sobre sí mismos. Sirius alzó la vista y vio a una mujer muy anciana abriéndose paso entre los hombres, caminando con decisión y haciendo alarde de una fuerza más propias de una jovencita que de una mujer de su edad. Era bajita, delgada, tenía el pelo blanco y parecía una criatura muy frágil, pero la mirada de sus ojos claros hablaba de una gran vitalidad y fortaleza. Sin duda, esa honorable ancianita era la que llevaba los pantalones en la casa porque, a pesar de caminar apoyándose en un bastón y de que sus manos temblaran ligeramente, los tres hombres que hasta entonces retenían a Sirius se apartaron de su camino con bastante docilidad.

La anciana se detuvo ante Sirius y lo miró durante unos segundos sin decir nada. Sujetaba una brillante varita con la mano derecha y con la izquierda intentaba ajustarse un chal oscuro sobre los hombros.

-Julian dice que te has comido mis huevos.

Aquellas palabras le sorprendieron tanto que Sirius no supo qué decir. Los tres hombres intercambiaron miradas incrédulas y después miraron a la anciana como si pensaran que se había vuelto loca.

-Julian también dice que lo has hecho porque tienes hambre –La anciana habló con más suavidad en esa ocasión- ¿Es verdad?

Sirius se encogió de hombros. La anciana sonrió con condescendencia e hizo una nueva pregunta.

-¿Cómo te llamas?

Lo prudente hubiera sido mentir aunque sólo fuera para complicarles un poco las cosas a los aurores cuando fueran a buscarle, pero había algo en la expresión de esa mujer que le incitó a decir la verdad. Fue como si de repente hubiera tenido la certeza de que la anciana era digna de confianza.

-Soy Sirius Black.

Hubo un nuevo instante de silencio. La anciana seguía taladrándolo con la mirada, poniéndolo nervioso hasta extremos insospechados. Sirius supuso que era entonces cuando avisaban a las autoridades y el volvía derechito a Azkaban, pero entonces la mujer bajó la varita, dio media vuelta y echó a andar hacia la casa.

-Haced que se dé un baño, dadle ropa limpia y llevadlo directamente a la cocina. Obviamente el señor Black está famélico.

Las instrucciones le sorprendieron a él tanto como a los tres hombres, pero ninguno de ellos osó desobedecer las órdenes de la anciana. Sirius casi no podía creerse que lo estuvieran llevando hacía la casa, a regañadientes pero con cierta amabilidad. Y tampoco se creyó cuando el agua caliente volvió a recorrer su cuerpo y le arrancó un ronroneo de placer. Si después de la ducha finalmente lo entregaban, no le importaría nada.


No había tenido ocasión de cortarse el pelo ni la barba, pero el estar verdaderamente limpio y el usar ropas que no se caían a pedazos hicieron que Sirius volviera a sentirse como una persona. Tantos años en Azkaban y tantos meses huyendo y escondiéndose le habían hecho sentirse más como un animal que como un hombre, pero esa mañana se sentía casi feliz. Seguramente en unas horas estaría en el Ministerio de Magia de Australia a la espera de ser repatriado al Reino Unido, pero al menos se iría con la satisfacción de haberse podido dar un baño.

Pero la recién recuperada limpieza no fue lo mejor del día. No. Lo mejor fue bajar a la cocina y encontrarse una mesa repleta de comida. Comida de verdad. Bob, que le había acompañado durante todo el rato y que no tenía pintas de ser muy feliz con esa situación, le instó a tomar asiento y le indicó que podía comer cuanto quisiera. Cuando Sirius se sentó y trató de decidir qué probaría primero, se dio cuenta de que la casa estaba en completo silencio. Debía haber más gente dando vueltas por ahí, pero ni siquiera los niños que había conocido antes hacían ruido. A Sirius no le importó porque cuando miró a Bob y éste hizo un gesto para instarle a comer, Sirius fue directo a por una fuente repleta de pan tostado. ¡Oh, había echado tanto de menos el sabor del pan!

-Espero que la comida te guste.

La anciana estaba allí. Había perdido el chal en alguna parte y no había ni rastro de la varita, pero Sirius no pudo evitar tensarse. Odiaba no saber qué era lo que esa mujer quería de él, pero no podía desconfiar porque ella le miraba de una forma rara y misteriosa.

-Bob, déjanos solos.

Aunque la idea no le hizo demasiado feliz, el hombre se fue y cerró la puerta tras él. La anciana se acomodó frente a Sirius y se sirvió un trocito de tarta de aspecto bastante apetitoso. Esa vez fue Sirius quién la miró fijamente durante unos segundos, hasta que la incertidumbre fue más fuerte.

-¿Por qué estoy aquí?

-Eso deberías decírmelo tú –La anciana sonrió- Te recuerdo que has invadido mi propiedad.

Sirius se ruborizó. Hasta ese momento no le había importado nada meterse en esa granja sin pedir permiso, pero hubo algo en la forma de hablar de la anciana que le hizo sentirse avergonzado, como si ella le estuviera regañando porque había hecho una travesura.

-Me refería a aquí –Sirius recorrió la cocina con la vista- Pensé que llamarían a los aurores.

-¡Oh! Eso es precisamente lo que hubieran hecho los muchachos, pero creo que será muchísimo más interesante que tú y yo tengamos una pequeña charla. ¿No te parece?

Sirius se encogió de hombros y mordisqueó el pan con bastante indecisión. La mujer chasqueó la lengua y con un movimiento de varita llenó el plato del brujo con carne y patatas asadas.

-¿Cuánto tiempo hace que no comes nada en condiciones? –Sirius no respondió y la mujer agitó una mano con impaciencia- ¡Vamos! No quiero que te desmayes en mi cocina.

Sirius suspiró y finalmente se dejó llevar por el hambre. Prácticamente devoró todo la que la anciana le había puesto en el plato y luego él mismo tomó algunas cosas por su cuenta. No supo exactamente cuánto tiempo pasó hasta que su estómago estuvo lleno de comida, pero durante todo el rato la anciana le observó en silencio, aparentemente satisfecha. Cuando terminó, Sirius pensó que se pondría enfermo por haber engullido tantas cosas en tan poco tiempo y se limpió con una servilleta blanca. El gesto fue delicado porque, aunque Sirius siempre había renegado de sus padres, los buenos modales que le enseñaron de niño no se le olvidarían nunca. Le salían solos. La anciana sonrió divertida ante ese hecho y dio una pequeña palmadita mientras le servía una taza de té.

-No hay que ser muy listo para darse cuenta de que estás huyendo de algo.

Sirius apretó los dientes. Sí. Seguramente ahora era cuando los aurores llegaban y lo apresaban, pero al menos se había lavado y había comido en condiciones.

-Yo no…

-Pero no es eso lo que me preocupa. Me gustaría saber cómo has podido traspasar los hechizos de protección.

-No he notado ningún hechizo…

La mujer sonrió y asintió con la cabeza. Sirius tuvo la sensación de que estaba jugando al gato y al ratón con él. La anciana jugaba con ventaja y Sirius no tenía ni idea de lo que podía esperar de ella.

-¿Dices que te llamas Sirius? ¿Sirius Black? –Sirius asintió. La anciana amplió su sonrisa y lo miró fijamente a los ojos sin decir nada –Te pareces mucho a Phineas.

Sirius frunció el ceño sin entender ni una palabra.

-Y tienes mis ojos.

La anciana no había perdido la sonrisa en ningún momento y Sirius sólo acertó a mirarla fijamente para comprobar que, efectivamente, los ojos de la mujer eran tan grises como los suyos. De hecho, aunque Azkaban los había opacado un poco, en algún momento de su vida la mirada de Sirius Black también estuvo repleta de vitalidad y fortaleza.

-¿Qué quiere decir?

-Deja que me presente debidamente –La anciana se levantó, se puso frente a él y extendió una mano en su dirección- Soy Isla Hitchens, aunque mi apellido de soltera era Black.


Después de una larga charla con el joven Sirius Black, Isla decidió apiadarse de él y le invitó a descansar en una de las numerosas habitaciones de la granja. Había descubierto que el brujo era tataranieto de Phineas y la revelación no la había sorprendido ni un poco porque Isla había reconocido todos y cada uno de los rasgos de su hermano en el chico. Al día siguiente pensaba someterle a un exhaustivo interrogatorio para averiguarlo todo sobre él, pero esa tarde no necesitaba conocer los detalles. Ella misma se sentía bastante confusa porque hacía muchísimos años que no tenía contacto con un Black y los recuerdos comenzaron a invadir su mente a toda velocidad.

Tras instalar al joven Sirius en la planta superior, Isla volvió abajo. Las escaleras empezaban a ser una molestia para sus centenarios huesos, pero Isla se negaba a instalar uno de esos ascensores mágicos que tanto maravillaban a su nieto Jacob. Era una mujer orgullosa. Siempre lo había sido. Podría haber abandonado Inglaterra cuando no era más que una niña, pero Isla siempre fue una Black de pro y se sentía orgullosa de ello. Y aunque alcanzar el recibidor le costó un gran esfuerzo, la bruja sonrió complacida mientras se dirigía a la amplia sala de estar que daba cabida a su numerosa descendencia. Aún no estaban todos allí, pero los Hitchens al completo se iban a reunir en la granja para celebrar el cumpleaños de la matriarca.

Isla entró en la estancia y observó a la veintena de personas que se daban cita. Los niños hacían mucho ruido como ya era habitual y los adultos parecían nerviosos, especialmente el pobre Bob, que debía pensar que sus dos pequeños habían corrido un peligro mortal. En cuanto se percataron de su presencia, todos se quedaron callados. Tras un par de segundos, su hijo Dwyn se acercó a ella. Era el más anciano de todos sin contar a la propia Isla y se convertiría en el cabeza de familia una vez ella hubiera muerto. Aunque ahora tenía el pelo totalmente blanco, una vez había sido tan rubio como la mayoría de los Hitchens y, aunque físicamente siempre se había parecido muchísimo a su difunto marido, era todo un Black. Isla estaba segura de que haría un buen trabajo con los suyos cuando ella no estuviera.

-¿Qué está pasando, madre?

-Quiero hablar contigo y con Walter –Isla miró a sus dos hijos presentes y los demás supusieron que debían marcharse- Quédate tú también, Eleonor.

Aunque algunas veces sus descendientes parecían poner en duda su cordura, la respetaban lo suficiente como para no poner en entredicho sus decisiones. Incluso el arisco Bob se fue, consciente de que no tenía otra opción. Una vez a solas con sus hijos, Isla tomó asiento y se dispuso a exponerles lo que había decidido. Sabía que estaba corriendo algunos riesgos, pero sus tripas le decían que podía confiar en Sirius Black. Tenía toda la pinta de ser todo un rebelde; por la forma que tenía de hablar sobre sus padres, Isla suponía que no les tenía en gran estima y eso la hizo sentirse plenamente identificada con el joven. Ella misma no podía querer demasiado a sus progenitores. De hecho, el rencor que un día sintió por ellos no se había apaciguado ni con la distancia ni con los años.

Isla miró a Dwyn y a Walter. Eran casi idénticos en apariencia, pero el segundo había heredado el carácter afable y apaciguador de su padre. Isla siempre sonreía cuando charlaba con él, estremecida porque a veces era como volver a tener delante a su querido Bob. Eleonor, su esposa, parecía contenta por haber sido tenida en cuenta en esa reunión, pero se mantuvo en un discreto segundo plano como siempre solía hacer.

-Robert ya ha debido informaros sobre la presencia de Sirius Black.

-Él lo ha llamado fugitivo y ladrón –Comentó Walter con aire divertido.

-No estaba muy contento por tener que tratarlo como a un invitado –Añadió Dwyn frotándose las rodillas- A decir verdad, yo tampoco entiendo por qué tenemos que preocuparnos por el bienestar de un hombre que ha roto nuestras barreras de protección y ha atacado a los niños.

-¡Por Dios, hijo! El joven Black no ha atacado a nadie. Creo que únicamente quería comer un poco.

-Madre, reitero lo de las protecciones.

Dwyn estaba a punto de perder la paciencia. Isla hizo un gesto condescendiente para apaciguar un poco su mal carácter y le dio una palmadita en el hombro animándolo a pensar un poco.

-Vamos, cielo. Sabes perfectamente que esas barreras sólo pueden ser traspasadas por alguien con la sangre familiar corriendo por sus venas. Sangre Hitchens o sangre Black.

Dwyn iba a protestar, pero entonces se quedó con la boca abierta. Al fin había caído en la cuenta e Isla esperaba que dijera algo, pero fue Walter el que intervino.

-¡Claro! ¡Black! ¿Cómo no se nos ocurrió antes?

-El joven Sirius es tataranieto de mi hermano Phineas.

-Con mayor razón aún –Dwyn se cruzó de brazos enfurruñado- No sé cómo puedes acoger bajo tu techo a la familia de ese hijo de puta.

-Dwyn.

El tono de reproche y la mirada de censura bastaron para que el hombre agachara la cabeza y apretara los labios. Era un brujo centenario de aspecto respetable, así que resultaba un tanto extraño verle doblegarse de esa forma ni aunque Isla fuese su madre. Quizá sus hijos le tenían el mismo respeto ciego y casi temeroso que el resto de Hitchens; más de una vez habían discutido a voz en grito con ella e incluso Isla comprendía que no podía seguir reprendiéndolos como si fueran niños porque, diantres, no eran niños, pero la mujer siempre había odiado las palabras malsonantes y no las iba a consentir en su presencia. Ni aunque Dwyn tuviera razón al llamar hijo de puta a Phineas.

-Es mi techo y puedo acoger a quién quiera –Espetó Isla dando por zanjado el tema- Además, me alegro de tenerlo aquí. Hace muchísimos años que no tengo noticias de los Black y siento curiosidad por saber cómo les van las cosas.

-A estas alturas todos tus hermanos deben estar muertos –Y por su tono de voz, Dwyn no parecía lamentarlo- Y no sé qué pueden importarte sus hijos o sus nietos. No los conocemos.

-Son nuestra familia.

-Tú siempre dices que tu familia somos nosotros.

Dwyn era un hombre difícil. Desde pequeño tenía mal carácter, era respondón y brutalmente sincero. Quizá por eso nunca había conseguido encontrar un compañero de vida. No había muchas personas capaces de aguantarle.

-No voy a discutir eso contigo, Dwyn. Me parece perfecto que no estés de acuerdo con su presencia en casa, pero harás lo que tienes que hacer –Isla miró a Walter y a su mujer, quienes se limitaban a contemplar en silencio el intercambio de palabras- Hablaréis con los muchachos y os aseguraréis de que los preparativos del cumpleaños siguen adelante. Eso es todo.

Dwyn aún apretó los dientes, pero finalmente asintió y abandonó la sala junto a su hermano y su cuñada. Isla suspiró y fijó su mirada en el retrato sobre la chimenea. Sonrió al ver el rostro juvenil de su marido. Bob había sido muy apuesto y un hombre de honor a pesar de que sus padres nunca le habían dado su aprobación. Ni siquiera le habían conocido personalmente aunque eso quizá fue culpa de Isla por abandonar Inglaterra como lo hizo. De todas formas no le importaba. Si hubiera cometido la imprudencia de hablarles a sus padres de él, seguramente Bob habría muerto prematuramente y ella no habría podido iniciar una nueva vida junto a él allí, en Australia. No habrían tenido a sus hijos y no habría sujetado su mano mientras Bob moría con más de noventa años. Si Isla hubiera sido valiente entonces, si hubiera luchado abiertamente por su amor en lugar de hacerlo en la clandestinidad, sus padres se habrían deshecho de Bob Hitchens, el muggle que le salvó la vida.


Sirius se despertó a media mañana. Había dormido como un tronco y se encontraba descansado y en pleno uso de sus facultades mentales. Se dio una nueva ducha y se preguntó si podría disfrutar de un desayuno en condiciones. Incluso se planteó la posibilidad de afeitarse la barba mientras se miraba en el espejo y se daba cuenta de que sí, los ojos de Isla Hitchens eran idénticos a los suyos. Y entonces, sin que realmente viniera mucho a cuento, se acordó de Buckbeak. Lo había dejado solo hacía muchísimo tiempo y el hipogrifo debía estar hambriento. Dando un respingo de alarma, Sirius terminó de vestirse a toda velocidad y salió del dormitorio, descubriendo que la casa era más grande de lo que parecía a simple vista y sintiéndose bastante perdido. Miró a la izquierda y a la derecha tratando de decidir qué dirección seguir y lamentó no haber estado un poco más atento el día anterior, mientras Isla Hitchens le guiaba por esos mismos pasillos. Estaba a punto de emprender la marcha cuando vio a la anciana salir de una habitación, apoyada en su bastón y envuelta en un chal de colores.

-¡Oh, Sirius, ya estás despierto! Espero que hayas descansado.

La anciana caminó hasta él y se agarró a su brazo antes de que Sirius pudiera hacer nada por evitarlo.

-Sí, gracias –A pesar de que la mujer parecía estar esperando a que él añadiera algo más, Sirius no podía quitarse a Buckbeak de la cabeza- Escuche. Tengo que salir inmediatamente.

-¿Salir?

-Hay un… -Sirius suspiró y se apartó el pelo de la cara con un movimiento brusco- Escuche. Llegué hasta aquí a lomos de un hipogrifo. Ahora mismo está suelto en el bosque, solo y sin comer desde hace dos días. Si se encontrara con alguien podría ser peligroso.

Isla frunció el ceño como si ese contratiempo fuera una verdadera molestia. Sirius pensó que le dejaría marchar, pero la anciana se agarró aún con más fuerza a su brazo y le llevó directamente hasta una sobria escalera de madera.

-Haré que los muchachos se ocupen de su hipogrifo –Aseguró mientras se las apañaba para bajar peldaño a peldaño sin casi ninguna ayuda- Uno de mis bisnietos, Richard, trabaja con criaturas mágicas. Lo conociste ayer. Quería entregarte a los aurores.

-Me quitó la varita –Sirius frunció el ceño- Y no me la ha devuelto aún.

-¡Oh, este chico! –Isla chasqueó la lengua, más divertida que disgustada por la situación de Sirius- Supongo que te gustaría recuperarla.

-No estaría mal.

-Pues me temo que eso no será posible por el momento. Los muchachos no confían en ti y creen que devolverte la varita te volvería muy peligroso.

Sirius apretó los dientes. A decir verdad, esa mañana se encontraba tan a gusto que no se había acordado de la varita hasta que la anciana Hitchens no le había recordado lo de los aurores. Ahora la echaba muchísimo de menos porque, aunque estaba bastante seguro de que nadie iba a atacarle por el momento, se encontraba muchísimo más seguro contando con un arma que le permitiera defenderse. Además, tenía la sensación de que Isla Black sólo necesitaba ordenarles a los muchachos que le devolvieran la varita para que ellos lo hicieran, pero la mujer no estaba por la labor de hacer tal cosa. Seguramente no se fiaba del todo de él y Sirius podía entenderlo perfectamente.

-Ayer pude hacerle algo a los niños –Aunque sabía que era inútil, Sirius no pudo rendirse sin luchar- Podría haberlos utilizado para escaparme.

Isla asintió con comprensión y lo guió hacia el exterior de la casa hasta un pequeño jardín repleto de flores que no tenían pinta de ser autóctonas y que hicieron que Sirius se acordara de las visitas a la casa de campo de sus abuelos, cuando era muy niño. A su abuela siempre le había gustado la jardinería y aquel sitio era como tener un trocito de Inglaterra en pleno corazón de Australia. Sin duda alguna Isla Hitchens debía estar haciendo buen uso de su magia para mantener todas aquellas flores vivas. Sirius ignoraba cuántos años llevaba esa mujer fuera de su país, pero tuvo la sensación de que aún echaba algunas cosas de menos y se preguntó si él mismo llegaría a extrañar su tierra natal en algún momento de su exilio. Hasta ese momento no había tenido tiempo ni para pensar en Inglaterra porque estaba demasiado ocupado escondiéndose, pero era posible que en algún momento comenzara a sentir añoranza.

La anciana Isla le hizo tomar asiento frente a una mesa de madera e hizo aparecer un copioso banquete ante los ojos gulosos de Sirius. Aunque el día anterior había comido como un animal, la verdad era que se había levantado con muchísima hambre, así que no veía el momento de hincarle el diente a todo aquello.

-Es demasiado tarde para el desayuno, así que me he tomado la libertad de servirte primero la comida –Comentó Isla, en pie junto a él y con esa media sonrisa que parecía no desaparecer nunca. Sirius quiso decirle que no le importaba, algo que no era necesario porque sus ojos hablaban por él –Mientras empiezas a comer, iré a informar a Richard sobre la presencia del hipogrifo.

-Lo dejé a un par de kilómetros de distancia, hacia el sur.

-Los muchachos rastrearán la zona en sus escobas.

Isla hizo un gesto con la cabeza y regresó a la casa caminando a buen paso. Sirius la observó hasta que desapareció de su vista y suspiró. Una Black. Cuando creía que ya lo había visto todo en la vida, se encontraba con esa mujer, la hermana repudiada de su tatarabuelo, famosa en el seno de la familia Black por deshonrarlos a todos casándose con un muggle. Sirius había oído hablar de ella algunas veces cuando niño y nunca en buenos términos. No era de extrañar, por supuesto, ya que para sus padres y sus tíos lo que Isla Black había hecho era una aberración, pero ciertamente a él siempre le pareció una historia bastante divertida. Desde pequeño adoraba sacar a su madre de quicio y no había nada que enloqueciera más a la vieja Walburga que hablar de los Black repudiados. Sirius, rebelde desde siempre, había admirado en secreto a todos esos Black poco comunes y había querido ser como ellos. Con los años lo había conseguido, aunque el precio a pagar había sido amargo y no sólo por su estancia en Azkaban.

Sirius no sentía ningún afecto por sus padres. A veces incluso pensaba que los odiaba, pero otras simplemente se sentía decepcionado porque ellos no habían sabido comprenderle y jamás habían mirado por sus intereses. Sirius recordaba a su padre como al hombre callado que siempre dejaba hacer a la histérica de su madre. Quizá algunos consideraban que era un hombre débil porque Walburga hacía muchísimo más ruido que su marido, pero Sirius había crecido con los dos y sabía que todo lo que pasaba en Grimmauld Place contaba con el beneplácito de Orion Black, desde el menú elegido para la cena hasta la decapitación de los elfos domésticos ancianos, pasando por los castigos que Sirius siempre había tenido que enfrentar. El brujo era incapaz de quererlos, porque habían defendido las tradiciones familiares pasando por encima de sus necesidades y deseos, pero cuando Sirius pensaba en Regulus la cosa cambiaba sustancialmente.

Durante la breve conversación mantenida con Isla Hitchens el día anterior, a Sirius le quedaba más o menos claro que la mujer sentía cierto rencor hacia sus hermanos. Aunque había afirmado que tendrían ocasión de hablar largo y tendido sobre el tema, Isla había hecho algunos comentarios sobre ellos, Phineas y Elladora. Era imposible que recordara al mayor de todos, Sirius, ya que había muerto antes de que ella naciera, pero el tiempo no había conseguido que olvidara la regia arrogancia de Phineas y la locura cruel de Elladora. La vieja Isla le había preguntado si tenía hermanos y Sirius le había dicho que sí, que había tenido uno. Ella no dijo nada más y Sirius no pudo quitarse a Regulus de la cabeza en un buen rato. Pensar en su hermano siempre le ponía triste y esa mañana, mientras desayunaba, se acordó nuevamente de él y sintió algo amargo subiéndole por la garganta.

Su hermano fue un idiota. Desde muy pequeño quiso ser el perfecto sangrepura, quizá en contraposición a la rebeldía de su hermano mayor, y terminó muerto cuando no era más que un crío. Sirius había discutido con él poco después de marcharse de casa y se habían dicho cosas terribles. Incluso durante unos meses, cuando tuvo la certeza de que Regulus sería un mortífago, estuvo dispuesto a hacer cualquier cosa para detenerle, pero cuando supo de su muerte todo cambió. Regulus dejó de ser el heredero de la familia Black, con todos sus prejuicios y estupideces, y pasó a ser el niño con el que jugaba al ajedrez cuando eran pequeños, el que disfrutaba escabullándose hasta su habitación por las noches para armar jaleo y el adolescente que una tarde de verano le miró a los ojos y le pidió por favor que no se fuera. Sirius Black, que tanto había odiado a sus padres, había empezado a echar de menos a su hermano cuando tuvo la certeza de que no volvería a verlo más y ese día, a muchísimos kilómetros de distancia, convertido en un fugitivo y sin demasiadas esperanzas de mejorar su situación actual, aún era capaz de desear el regreso de Regulus.

-Veo que tienes un apetito extraordinario.

Isla Hitchens le sacó de sus cavilaciones. A pesar de haber estado dándole vueltas a la cabeza desde que la mujer se marchó, Sirius no había parado de comer ni un solo segundo. En Azkaban también tuvo mucho tiempo para pensar, sólo que allí no había panecillos de leche ni pastel de carne con el que acompañar sus pensamientos más amargos. Además, dejar pasar la oportunidad de llenar el estómago sería una locura. Si finalmente esa gente le dejaba marchar, Sirius ignoraba durante cuánto tiempo tendría que seguir haciendo frente al hambre.

-Los muchachos han salido en busca del hipogrifo. Cuando lo encuentren, lo traerán a casa y acondicionarán uno de los corrales para que esté cómodo.

-Debería ayudar.

-No, querido –Isla le puso una mano en el hombro, se sentó a su lado y se sirvió un plato de comida- Tú y yo vamos a hablar. Hay muchas cosas que quiero saber de ti.

Sirius la miró sin decir nada. Aunque la anciana parecía completamente inofensiva, algo en sus ojos grises indicaba que estaba decidida a conseguir que Sirius le hablara de todas sus obras y milagros y que de una forma u otra se iba a salir con la suya. Acomodándose nuevamente en su lugar, sin saber muy bien si estaba dispuesto a afrontar todo lo que se le venía encima, comprendió que de momento no le quedaba otra más que resignarse.

-¿Qué clase de cosas?

-Por ejemplo, me gustaría que me dijeras si estás huyendo de la justicia.

-¿Qué hará si le digo que sí?

La mujer lo miró con condescendencia, entendiendo sus temores, y habló con suavidad.

-Te diré lo que no voy a hacer –Hizo una pausa, apenas un instante- Entregarte.

-Quizá es eso lo que debería hacer.

-Ya veremos –Isla comenzó a trocear un filete de pollo. Estuvo callada durante un largo minuto, hasta que alzó la vista- ¿Y bien?

-¿Qué?

-¿Por qué estás huyendo?

Sirius apretó los dientes y suspiró. ¿Cómo podría explicarlo?

-No me va a creer. –Aseguró, consciente de que eso de "Soy inocente" no era la respuesta más creíble del mundo.

-No des demasiadas cosas por sentado, Sirius Black. Soy tan vieja que sé distinguir perfectamente una mentira.

Sirius alzó las cejas, incrédulo, aún sin decidir si sincerarse con ella o no.

-Verás, querido –Isla colocó una mano sobre la de Sirius- Ayer conociste a Robert. Es el padre de los niños que te encontraron en el gallinero. ¿Te acuerdas de él?

¿Cómo olvidarlo? Sirius asintió.

-Robert trabaja en el Departamento de Justicia del Ministerio de Magia. Esta misma mañana ha viajado hasta Sydney para informarse sobre quién eres, así que dentro de un par de horas nos contará todo lo que necesitamos saber sobre Sirius Black. Yo podría esperar y enterarme junto a todos los demás, pero prefiero que me lo cuentes tú.

A pesar de que el tono de Isla Hitchens era sereno, casi dulce, Sirius se puso en tensión. Aún estaba intentado decidir qué cosas contarle a esa mujer y qué cosas no, pero sus últimas palabras lo dejaban prácticamente entre la espada y la pared. Era más que probable que el tal Robert regresara a la granja acompañado de todo el cuerpo de aurores australiano. Con su suerte, Sirius terminaría el día encerrado en los calabazos del Ministerio, a la espera de su repatriación a Inglaterra. Y una vez allí, lo peor que podría pasarle a un ser humano: los dementores. Sin embargo, esa mujer le había dicho que no iba a entregarle. Estaba dispuesta a darle una oportunidad de explicarle y Sirius comprendió que la única salida que le quedaba era confiar en ella. Isla Hitchens era una Black, cierto, y la experiencia le decía que los Black no eran demasiado compasivos ni con la familia ni con nadie más. Sin embargo, el nombre de Isla estaba borrado del tapiz que su madre había cuidado con tanto mimo allá en Grimmauld Place. Además, la mujer le estaba tratando con absoluta amabilidad y Sirius se convención de que no tenía nada que perder.

-Me escapé de Azkaban hace unos meses –Dijo sin más. Cuanto más rápido mejor- Estuve encerrado allí durante doce años por un crimen que no cometí.

Isla frunció el ceño y Sirius dio por hecho que no le creía. Sin embargo, aún seguía sujetando su mano de esa forma un tanto delicada y no sacó la varita, algo que sólo podía ser una buena señal.

-¿Dices que te escapaste hace meses?

-Eso es.

-Y dime una cosa, Sirius Black. ¿Te gusta llevarlo así o es que no has tenido tiempo para cortarte el pelo?

Sirius se sintió totalmente desconcertado durante un segundo y al final se echó a reír. Podría haberse esperado un millón de reacciones, pero esa no. Isla sonrió y le dio un par de palmaditas en el brazo que le resultaron de lo más reconfortantes.

-Tiene razón –Sirius agarró un mechón de pelo y lo observó con disgusto- Debería hacer algo con este desastre.

-Después nos encargaremos de él, pero si voy a acogerte en mi casa necesito que me cuentes la historia completa.


-Voy a avisar a los aurores. Ese hombre es un asesino.

Isla no se molestó en mirar a Robert. Lo conocía lo suficiente como para saber que acudiría en su busca en cuanto regresara de Sydney. Reconocía en él muchos de los rasgos que en su momento caracterizaron a Robert, su primogénito. Al igual que ese muchacho, su hijo había sido un hombre inteligente, valiente y amante de la familia, pero demasiado estricto e inflexible.

-¿Has hablado con alguien más?

Isla le tendió una mano y el hombre dejó que la anciana se cogiera a su brazo. También era cariñoso con los suyos aunque en el Ministerio tuviera fama de ser frío como todo buen caballero inglés.

-He querido decírtelo a ti primero.

-Has hecho bien, cariño. Yo sé perfectamente cómo tratar el asunto –Isla hizo una pausa y fijó la vista en la losa de mármol situada a sus pies- Por el momento no vamos a llamar a los aurores.

Robert se sobresaltó. Isla se cogió con más fuerza a su brazo, temerosa de que se le escapara y armara un escándalo.

-Es un hombre muy peligroso, nana –Robert la miró a los ojos- Es un mortífago. Provocó la muerte de sus mejores amigos y asesinó a doce muggle mientras intentaba escapar.

Sin duda el brujo esperaba impactarla con aquella revelación, así que le sorprendió muchísimo que Isla siguiera tan serena. Le sonrió tranquilizadoramente y le acarició una mejilla antes de hablar.

-Ya lo sé, cariño. El señor Black me ha contado su historia y también la parte que ignoran las autoridades.

-¿Qué parte?

-Quizá te resulte difícil de creer, pero tienes que confiar en mí, Bob. Sabes que yo no haría nada que pudiera poneros en peligro a ninguno de vosotros.

-Lo sé, pero…

-El señor Black es inocente. Esta misma mañana me ha dado su versión de los hechos y le creo.

-Pero nana…

-Confía en mí, Robert –Isla no dejó que protestara- Ayer le confiscasteis la varita. ¿Cierto? Y tenemos a su hipogrifo encerrado. ¿Verdad?

-Sí. Y ese animal es terrible.

-Es un hipogrifo. ¿Qué esperabas?

Robert no dijo nada y la anciana supuso que tenía las de ganar.

-Vuelve a casa y asegúrate de que tus hijos no están armando ningún desastre. Yo me quedaré aquí un ratito más.

Sólo entonces le soltó en brazo. Robert permaneció inmóvil un par de segundos.

-¿Estás segura de que podemos fiarnos de él?

-Totalmente.

-Está bien, como quieras. Pero que sepas que si ese hombre intenta algo, no me temblará la mano.

-Lo sé, cariño.

Robert asintió y se dio media vuelta para caminar hacia la casa. Isla sonrió, consciente de su importante victoria y volvió a prestar la atención a la tumba de su querido Bob. Hacía más de medio siglo que había muerto, pero Isla lo quería tanto como el primer día y lo echaba muchísimo de menos. Juntos habían compartido toda una vida de alegrías y desdichas e Isla estaba segura de que no podría haber encontrado un compañero de vida mejor que él. Bob había muerto con noventa y un años, una edad bastante respetable para tratarse de un muggle e Isla había pasado todos esos años pensando en él cada día, preguntándose qué hubiera hecho su difunto marido al tener que enfrentar todos los problemas que ella había tenido durante esas décadas.

¿Qué hubiera hecho Bob con Sirius Black? ¿Le habría dado la oportunidad que ella le estaba concediendo o se habría puesto de parte de Robert y hubiera abogado por entregarlo a los aurores? Isla no sabía muy bien qué pensar. Ciertamente había aprendido a conocer a Bob muy bien, pero el tema de Sirius era un asunto un tanto peliagudo. Tal y como le había dicho al joven brujo, Isla era lo suficientemente vieja como para saber cuando alguien le estaba mintiendo, pero también era verdad que existían espléndidos mentirosos. Y si Sirius Black se había escapado de Azkaban y había logrado llegar hasta allí podría ser perfectamente un embaucador, alguien tan acostumbrado a no decir la verdad que viviera las mentiras como reales. Sin embargo, Isla se fiaba de él. No ciegamente porque no era una mujer estúpida, pero si lo suficiente como para darle un voto de confianza.

La anciana suspiró y retiró con el pie una hoja que había caído sobre la tumba de Bob.

-¿Qué hubieras hecho tú?

Bob no contestó. Isla a veces podía sentirlo a su lado, pero ya no podía escucharlo ni verlo ni tocarlo. Seguramente su marido la estaba esperando en el Más Allá, junto a todos los que se habían ido con el paso de los años. Sus hijos, sus nietos y sus niños. Isla había sido muy feliz, cierto, pero también había vivido tragedias que crearon en su corazón cicatrices que el tiempo no había podido sanar. Sus ojos fueron más allá de la lápida de su marido y se pasearon por las de todos los demás. La mujer había querido que todos los Hitchens vivieran y yacieran juntos y aquel pequeño cementerio, ubicado a unos quinientos metros de la casa, daba fe de que Isla Hitchens siempre conseguía lo que se proponía. Ella misma cuidaba con mimo de todas aquellas tumbas y a veces incluso se permitía volver a llorar por ellos. Las pérdidas habían dolido, pero Isla no se había dejado abatir por ninguna de ellas porque los que se iban eran y siempre serían importantes, pero los que se quedaban la necesitaban y era por ellos por quién debía luchar.

Isla agitó la cabeza y lanzó un beso en dirección al sepulcro de Bob. Sólo necesitaba cerrar los ojos para ver al joven alto y guapo del que se enamoró en aquella taberna de los muelles londinenses. Durante su primer encuentro había estado vestido como todo un caballero, pero su marido nunca se había sentido cómodo comportándose como uno de ellos. A él no le interesaban las reuniones de la alta sociedad y las apariencias. Al igual que ella misma, Bob fue un espíritu libre y por ese motivo fueron tan felices juntos, porque encontraron el uno en el otro lo que necesitaban para poder vivir sin ataduras.

Isla tampoco podía olvidar la última vez que vio vida en los ojos de su marido. Bob afrontó su muerte con la misma fuerza que afrontó su vida y se marchó en paz. Isla esperaba reencontrarse con él algún día y retomar la relación justo donde la dejaron. Bob le debía un beso y ella se lo iba a cobrar tarde o temprano.

Sonriendo, Isla emprendió la marcha hacia la casa. Mientras recorría la distancia que la separaba de la misma, recordó su vida al lado de Bob Hitchens y una vez más estuvo segura de que no cambiaría ninguna de las decisiones que había tomado en el pasado porque sabía que lo había hecho todo bien, incluso cuando se equivocó.