Disclaimer: Los personajes son de Rowiling.


CAPÍTULO I

A veces le gustaría que las viejas piedras del castillo pudieran hablar. Otras, pensaba que era mejor que permanecieran calladas, porque seguramente tendrían demasiadas cosas que contar. Y no todos los oídos estaban preparados para escucharlas. Sin la menor duda, desearía poder silenciar a Albus Percival Wulfric Brian Dumbledore, si amordazar a un retrato mágico fuera posible. Esa era una de las razones de que Severus Snape se encontrara paseando por los terrenos de Hogwarts, bajo un tibio sol de principios de octubre, en lugar de permanecer en su despacho resolviendo los problemas a los que el Director de Hogwarts diariamente se enfrentaba. Pequeñeces, en realidad, si los comparaba con los que había tenido que afrontar en la anterior etapa de su vida.

En un principio, se había rehusado a aceptar el cargo de Director de la escuela de magia. La heredera natural era, a su parecer, Minerva McGongall, subdirectora de la institución durante largos años. Pero, la también profesora de Transformaciones, había rechazado tal posibilidad. Ella había afirmado sentirse cómoda en su puesto y, por otro lado, no estar dispuesta a renunciar a dar clase a los alumnos. No obstante, sí lo estaba a ofrecer a Severus toda su ayuda y apoyo como subdirectora, tal como había hecho con el antiguo Director hasta su trágico fallecimiento.

Aun así, Severus siguió resistiéndose. No es que supiera qué quería hacer exactamente después de la guerra. Pero sí sabía lo que no quería. Ya había tenido el dudoso honor de ser Director de Hogwarts durante un curso, en circunstancias poco agradables. Sin embargo, Shacklebolt había sido insoportablemente insistente. Fastidiosamente obstinado. Absurdamente empeñado en darle a Severus el reconocimiento por tantos años de oscura labor como espía. Empecinado en limpiar su nombre, su honor…

Una suave ráfaga de viento acarició el rostro de Severus, alborotando un poco los largos mechones negros que enmarcaban su severo rostro. El mago cerró los ojos y aspiró con fuerza. Llevaba cinco años en el cargo, y no iba a mentirse a sí mismo diciéndose que había sido fácil. Porque no lo había sido. Era estúpido ignorar que había magos y brujas que no habían visto con buenos ojos que un ex mortífago, por muy héroe de guerra que fuera, y por mucha Orden de Merlín que ostentara, dirigiera la institución encargada de la educación de sus hijos. Mortífago… mortífago… pareció susurrar el viento en ese instante. Severus se estremeció. A veces, olvidar era difícil. Especialmente cuando todavía había personas empeñadas en que no lo hiciera. Con un pequeño suspiro Severus echó un último vistazo a los terrenos, que poco a poco se engalanaban de otoño, y emprendió un regreso sin prisas hacia el castillo. En apenas media hora tenía reunión con el claustro de profesores. La fastidiosa reunión de cada sábado por la mañana.

Cuando cruzó el vestíbulo todavía pudo oír cierta agitación en el Gran Salón. Eran las nueve y media de la mañana y, tanto sábados como domingos, el desayuno estaba disponible para los alumnos hasta las diez. Severus odiaba a los perezosos. Pero esa había sido una de las tontas disposiciones del Consejo Escolar y él no había tenido ganas de discutirla. Si querían criar vagos y holgazanes, allá ellos. La Sala de Profesores había sido reconstruida después del ataque a Hogwarts. Se encontraba en el vestíbulo, y tanto la puerta como las gárgolas de piedra que la flanqueaban habían volado en pedazos durante la lucha. Lo único que había sobrevivido de la sala propiamente dicha era su hermoso techo artesonado. Todo el mobiliario había tenido que ser renovado y habían tenido que echar mano de cuadros y tapices, recuperados de otras salas y corredores del castillo, para vestir sus paredes. Al fondo de la larga habitación había una gran chimenea que, a excepción de julio y agosto, siempre estaba encendida, como las del resto de habitaciones y salas de uso diario. El clima tradicionalmente húmedo de Escocia y el hecho de que Hogwarts fuera un castillo milenario y como todo castillo, frío y con más corrientes de aire de las deseadas, obligaba a mantener las chimeneas permanentemente encendidas y a que los tapices que cubrían sus paredes no fueran solamente una cuestión de estética.

Alrededor de la larga mesa de madera oscura ya estaban sentados todos los profesores, la mayoría de ellos con una humeante taza de té en la mano. A excepción de Binns, que flotaba indolentemente junto a la chimenea con aire adormilado. Cada vez que entraba en aquella habitación, Severus tenía la sensación de estar atravesando un campo de minas. Miradas de desdén; de resentimiento; de indiferencia en el mejor de los casos.

—Buenos días —saludó, tomando su lugar en la cabecera de la mesa.

—¿Té, Severus? —preguntó Minerva.

—Por favor.

Mientras ella agitaba su varita y hacía aparecer una nueva taza, Severus extendió su mirada oscura a lo largo de la mesa. Al otro extremo, frente a él, se encontraban los dos Profesores de Adivinación: Sybill Trelawney y Firenze. Extraño tándem, pero mucho más eficiente de lo que había cabido esperar en un principio. Habían tenido que habilitar para Firenze una especie de diván recubierto de cojines sobre el que el centauro podía recostarse cómodamente, para que no tuviera que permanecer de pie (o sobre sus patas) durante las reuniones. A su lado se sentaba Rubeus Hagrid, en contra del sentido común de Severus, todavía Profesor de Cuidado de Criaturas Mágicas. Pero el bonachón semi gigante, pese a su debilidad por las criaturas extrañas y peligrosas, seguía siendo alguien en quien se podía confiar plenamente (siempre y cuando se mantuviera lejos del whisky de fuego). Frente a Hagrid, Séptima Vector, la Profesora de Aritmancia y Aurora Sinistra, Profesora de Astronomía, ambas veteranas en sus respectivas disciplinas, departían en murmullos, al parecer manteniendo una pequeña discusión. Al lado de Hagrid, y como si con ello pretendieran crear un extraño efecto visual, se sentaba el pequeño y emotivo Profesor de Encantamientos, Filius Flitwick. Junto al veterano Profesor se encontraba otra curtida docente, Pomona Sprout, la Profesora de Herbología, quien estaba inmersa en una entusiasta conversación con Bathsheva Babbling, la Profesora de Runas Antiguas. Frente a ella y junto a Sinistra, se sentaba la nueva Profesora de Estudios Muggles, Leesa Hayes, quien sustituía a Charity Burbage, asesinada por Voldemort durante la guerra. Junto a ella dormitaba Horace Slughorn, el cómodo y,al parecer de Severus, poco exigente Profesor de Pociones. A su lado, y a la izquierda de Severus, se encontraba el nuevo Profesor de Defensa contra las Artes Oscuras, Völund Koldstat, cuyo puesto parecía haberse liberado definitivamente de su maldición, ya que el mago llevaba cinco años dando clase en Hogwarts sin ningún incidente. Y a su derecha, la Profesora de Transformaciones y subdirectora, Minerva McGonagall. Rolanda Hooch, la Profesora de Vuelo se encontraba ausente esa mañana para atender un asunto privado.

Severus bajó la mirada al pergamino pulcramente preparado frente a él con el Orden del Día. Reconoció sin resquemor que no sabría qué hacer sin la eficiencia de Minerva. Un ligero carraspeo le bastó para llamar la atención de los distraídos profesores. Todos interrumpieron sus conversaciones y volvieron sus rostros hacia él. Rostros que, a pesar del tiempo transcurrido, nunca habían sido amables o le habían demostrado un verdadero respeto. Severus sabía que nunca había caído bien al resto de profesores cuando él también lo era. Ni siquiera Minerva había sido capaz de entender la fe ciega que Dumbledore había depositado en él. Siempre había sido temido y odiado por todos, creyéndole al final culpable de la más alta traición al antiguo Director. Cuando accedió al puesto que actualmente ocupaba bajo el mandato de Voldemort, lo hizo siguiendo las instrucciones que Dumbledore le había dejado. Trató de proteger a los alumnos en la medida de lo posible, sin levantar sospechas. Y sólo él sabía cuán ardua había sido la empresa, especialmente teniendo a los hermanos Carrow como subdirectores; el uno enseñando Imperdonables y hechizos oscuros a los alumnos como Profesor de DCAO y la otra fomentando el odio a los muggles, como Profesora de Estudios Muggles.

Su lealtad a Dumbledore le había costado muy cara a Severus. A veces pensaba que tanto esfuerzo no había valido la pena. Pero lo hecho, hecho estaba. Y, en todo caso, no había tenido elección. El Director suspiró interiormente y leyó en voz alta el primer punto:

—Fiesta de Halloween —después miró a Minerva, preguntándole con la mirada por qué una celebración que se llevaba a cabo cada año necesitaba una mención especial.

—Los Prefectos de cada Casa nos han hecho llegar el deseo de los alumnos de terminar las clases al mediodía y que se les permita ir a Hogsmeade a pasar la tarde, antes del banquete de la noche.

—La salida no está aprobada por el Consejo Escolar —le recordó Severus secamente.

—Es un viernes, Severus —intervino Pomona—. Tal vez podríamos ser un poco flexibles.

El Director sonrió con ironía a la Profesora de Herbología. Estaba seguro de que a ella le encantaría que el Consejo Escolar encontrara un motivo para deshacerse de él, y que fuera Minerva la que ocupara la cabecera de esa mesa.

—Lo siento, Pomona. No podemos permitirnos gestionar el tiempo libre de los alumnos sin la previa aprobación del Consejo. Siguiente punto.

—Disculpa, Severus —habló de nuevo Minerva—, pero tal vez podríamos considerar la segunda opción.

Él alzó una ceja.

—Disfraces —dijo la subdirectora con resignación—. Los alumnos se conformarían con poder asistir al banquete disfrazados ycon un poco de música y baile después.

—¿Se conformarían? —preguntó él en tono sarcástico.

Los largos y delgados dedos de Severus tamborilearon sobre la mesa. Después sonrió.

—Muy bien —aprobó—. Que los Jefes de Casa les comuniquen lo siguiente: podrán ir disfrazados al banquete de Halloween. Pero el disfraz deberá ser hecho por ellos mismos, en las clases de Transformaciones y de Encantamientos. El resultado de su trabajo contará para nota en ambas asignaturas —Severus devolvió la mirada al pergamino y preguntó—. ¿Qué pasa con las gradas de Slytherin?

—Se han hundido varias filas de una de las tribunas —respondió Hagrid—. Por la tormenta del otro día —y añadió en tono de disculpa—. Todavía no he tenido tiempo de repararlas.

—El primer partido del año es el próximo sábado —le recordó Minerva. Después sonrió—. Gryffindor vs. Slytherin.

—Y mis alumnos no pueden quedarse sin ver el partido, mi querido Severus —intervino Slughorn, que parecía haber despertado ya de su sueñecito.

Severus devolvió la mirada al Jefe de la Casa Slytherin haciendo acopio de paciencia. Había tenido que aprender a tenerla.

—Cada Casa tiene cuatro gradas —le recordó—. Estoy seguro de que tus estudiantes no se quedarán sin ver el partido, Horace.

Slughorn rezongó por lo bajo, pero Severus no le prestó atención. Estaba convencido de que no era por sus alumnos por quienes estaba preocupado el Profesor de Pociones. Conociéndole, podía apostar su varita a que había invitado a algunos de sus famosos e influyentes amigos.

—Hagrid, te agradeceré que te ocupes de la reparación de esa grada en cuanto te sea posible.

El semi gigante se agitó visiblemente en su asiento.

—¡Por supuesto, señor Director, por supuesto!

Severus estuvo tentado a poner los ojos en blanco. En su lugar, miró a Sinistra y preguntó:

—¿Tres mil doscientos sesenta galeones por veinte telescopios? —ella tuvo la decencia de parecer un poco avergonzada— Me temo que has confundido Hogwarts con Gringotts, Aurora.

—Pero Severus —intentó justificarse ella—, son mucho más potentes que las antiguallas que tenemos desde hace… ya ni recuerdo cuántos años. ¡Éstos son de cincuenta aumentos!

Severus esbozó una sonrisa condescendiente.

—Estoy seguro de que nuestros alumnos sobrevivirán al trauma de no llegar a ver Plutón. ¿Podrás tú?

Ella le dirigió una mirada resentida que rebotó sobre la gruesa coraza que Severus se había ido fabricado a lo largo de los años.

—Pide un par de presupuestos más, querida —le aconsejó Minerva, tratando de disipar un poco la tensión que se estaba creando—. Estoy segura de que encontrarás telescopios más adecuados para el uso de los alumnos.

Severus le dirigió una soterrada mirada de agradecimiento.

La reunión duró dos largas horas. Y cuando terminó, Severus tenía un molesto zumbido en el centro de la cabeza que al poco se convirtió en una jaqueca en toda regla.

—Estaré en las mazmorras durante el resto del día —le hizo saber a Minerva.

Sabía que ella no le molestaría a no ser que fuera estrictamente necesario.

Severus había mantenido sus antiguas habitaciones en las mazmorras. Dado que la oficina y cuartos privados eran adyacentes a la clase de Pociones, ésta había sido trasladada a otra mazmorra. Oficialmente, residía en la Torre donde lo habían hecho todos sus antecesores. Allí recibía a las visitas, sermoneaba alumnosy despachaba en privado con Minerva o el profesor que lo solicitara. Había conectado las chimeneas de su antiguo y su nuevo despacho para poder desplazarse con rapidez y comodidad de uno a otro. Pero era en las mazmorras, sin lugar a dudas, donde Severus se sentía más a gusto.

Respiró con agradecimiento la fría quietud de sus aposentos. La calma de su silencio. Se desabrochó los primeros botones del cuello de su túnica, que le cubría prácticamente hasta la barbilla. Dejó escapar un gruñido de satisfacción. Después, en un gesto que se había convertido en habitual a la vez que inconsciente, sus dedos recorrieron con suavidad losdos pequeños hundimientos en la piel de su garganta. El recuerdo que los afilados colmillos de Nagini le habían dejado. A veces, todavía podía sentirlos hundirse en su piel, atravesando la carne, inoculando el veneno que, de no ser por la botellita que previsoramente llevaba en su bolsillo desde que empezó a intuir por dónde iban las intenciones del Señor Oscuro, habría acabado con su vida rápidamente.

Con el cuello de su túnica ya completamente abierto, Severus se dirigió al armario donde guardaba su reserva personal de pociones. Tomó un vaso del estante inferior y vertió en él el líquido amarillento que contenía uno de los frascos alineados en uno de los estantes más altos, llenándolo apenas un cuarto de su capacidad. Bebió con una pequeña mueca. La poción tenía un sabor áspero, con un ligero toque amargo cuando se deslizaba por la garganta. Pero en apenas diez minutos el dolor de cabeza habría desaparecido. Severus se dirigió después a su escritorio, cuya superficie estaba repleta de libros, pergaminos y frascos. Se sentó, y después de murmurar un hechizo para abrir el cajón frontal de la mesa, sacó de su interior una carpeta de color marrón. La sostuvo pensativamente en la mano antes de dejarla en el angosto hueco que apenas dejaban los libros allí acumulados. A continuación, la abrió.

Severus sintió cómo la poción empezaba a despejar su cabeza mientras iba pasando, uno a uno, los cinco pergaminos. Releyéndolos; analizando una vez más cada palabra; el trazo de las letras; intentando ver más allá del mensaje que contenían.

SANGRE SIEMPRE LIMPIA

Y Severus era mestizo. Hijo de una bruja y un muggle.

SANGRE SIEMPRE NOBLE

Siendo realistas, por las venas de Severus corría sangre de lo más vulgar.

SANGRE SIEMPRE MAGICA

La sangre de Severus era mágica sólo por parte materna. Desde el punto de vista de un fiel defensor de la pureza de la sangre, su linaje mágico dejaba mucho que desear.

Sin embargo, los dos siguientes mensajes eran inquietantes en sí mismos:

EL ODIO ES LA MAGIA MÁS PODEROSA

Todo lo contrario a lo que Dumbledore había predicado siempre: que el amor era la magia más poderosa. Aunque él había tenido sus serias dudas sobre cuánto amor pudo albergar el corazón del anciano. En la vida de Severus, ese sentimiento había asomado en muy pocas ocasiones. Poquísimas.

O CON NOSTROS, O CONTRA NOSOTROS

Y si las palabras que contenía el último mensaje no eran una amenaza, él jamás había sido mortífago… Con un suspiro de impotencia, Severus se echó hacia atrás en su sillón y cerró los ojos. Después de cinco años, no tenía la menor pista sobre el posible autor de aquellas notas.

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31 de octubre de 2003

Halloween llegó a la escuela sin que alumnos y profesores se dieran apenas cuenta. A pesar de haber recibido un tedioso informe semanal sobre las enormes y hermosas calabazas que estaban creciendo en el huerto de Hagrid. Severus casi sentía que había crecido con ellas, puesto que no había habido ni una sola reunión sabatina en todo el mes de octubre en la que el Profesor de Cuidado de Criaturas Mágicas no le hubiera dado detalladas noticias sobre el desarrollo de las dichosas hortalizas. A pesar de todo, Severus tenía que reconocer que la decoración del castillo había quedado magnífica gracias a las calabazas de Hagrid y al toque único de Flitwick.

El Director contempló divertido los burdos intentos de disfraz de los primeros cursos. Y tuvo que admitir lo profusamente elaborados y originales que eran los de la mayoría de alumnos de sexto y séptimo. Incluso estaba dispuesto a pasar por alto los patéticos intentos de algunos, mayoritariamente de Gryffindor, cómo no, de ejercer de héroes del mundo mágico por unas horas. Minerva le hizo saber, con aquel insoportable tono de mamá clueca que le enervaba los nervios, que lograr la famosa cicatriz en forma de rayo en la frente no había sido nada fácil para los que lo habían intentado. Severus se hubiera reído de no tener el convencimiento de que la subdirectora, y Jefa de la Casa Gryffindor, hablaba completamente en serio. Y no quería indisponerse con Minerva. La necesitaba, mal le pesara tener que necesitar a alguien. Pero ella era su única aliada real en el castillo.

A pesar de haberles negado la música y el baile, Severus consideró que los alumnos se veían bastante contentos. Por supuesto, no ignoraba las juergas proyectadas en la Sala Común de cada Casa. Y, junto a sus Jefes respectivos, había acordado hacer la vista gorda siempre y cuando las cosas no se salieran de madre. Para que después fueran diciendo que el Director no era comprensivo…

—Buen trabajo, Hagrid —felicitó mientras se dirigía a su lugar en la mesa de profesores—. Una decoración perfecta, Filius—dijo al pasar por detrás de la silla del Profesor de Encantamientos.

Mientras él mismo se sentaba, no le pasó desapercibida la sonrisita de Minerva. Severus la miró, impertérrito.

—Juzgo una pérdida de tiempo felicitar a alguien por el trabajo que sabe y debe hacer —masculló—. Pero si lo crees realmente necesario, deberé confiar en tu criterio.

—Muy considerado por tu parte, Severus —dijo Minerva, sin poder evitar sostener su maliciosa sonrisita.

Esta vez, Severus se la devolvió.

El banquete estaba resultando magnífico, como siempre. Y a pesar de que Severus no era una persona que disfrutara especialmente con la comida, era justo admitir que los elfos de las cocinas se habían esmerado. Tal vez esa fuera la razón por la que el Director de Hogwarts no entendía la ligera sensación de nausea que de repente le estaba invadiendo. Quizá había abusado de la salsa chasseur que acompañaba a las chuletas de ternera. Tanto la cebolla como el ajo solían repetirle de forma bastante desagradable. Y él había sido generoso a la hora de regarla en su plato. Introdujo un dedo en el cuello de su túnica, tirando un poco de él, tratando de aliviar el bochornoso calor que de pronto parecía haberse apoderado del Gran Salón. Estaba sudando.

—¿Te sientes bien, Severus? —preguntó Minerva, extrañada de que el estricto mago estuviera desabotonando el cuello de su túnica.

—Esta maldita salsa… —masculló él, acompañando una mueca de desagrado cuando sintió el contenido de su estómago refluir en dirección a la boca. Hizo un verdadero esfuerzo para mantener las chuletas, la salsa y el vino donde se encontraban.

Severus comenzó a entrar en pánico cuando empezó a notar cómo su respiración se forzaba, que le faltaba el aire, y un inicio de entumecimiento en sus extremidades, seguido de calambres y violentos espasmos.

—Minerva… —jadeó.

Fue lo último que pronunció antes de desplomarse hacia adelante y hundir la cara en el plato todavía lleno de salsa chasseur, mientras su cuerpo se convulsionaba como poseído por un demonio.

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Un silencio distinto al de sus habitaciones fue lo primero que Severus notó cuando sus sentidos empezaron a despertar. Después, un tenue murmullo de vocesque, poco a poco, fueron haciéndose reconocibles. Cuando abrió los ojos, le recibió la luz amarillenta que provenía del quinqué que había sobre la mesilla de noche, junto a la cama.

—¿Cómo te sientes, Severus?

El mago giró ligeramente la cabeza para encontrarse con la mirada analítica de madame Pomfrey. Apartó la mascarilla que cubría su boca y su nariz e hizo ademán de incorporarse, pero ella le detuvo.

—Ah, ah, no todavía. Deja que primero te examine.

—Eres un hombre afortunado, Severus.

La voz de Minerva provino de su izquierda, pero esta vez el Director no hizo ningún movimiento hacia ella, permitiendo que la enfermera ejecutara sobre él varios hechizos médicos de reconocimiento.

—Aunque fue la rápida intervención de Poppy la que ha propiciado que te encuentres todavía entre nosotros —le informó la subdirectora.

—¡Tonterías! —refunfuñó la estricta enfermera— Puede darse las gracias a sí mismo por haberme dejado una buena provisión de antídoto —y añadió—: A pesar de no encontrarse en la lista de pociones medicinales con las que debe contar la enfermería de una escuela.

Poppy pareció muy orgullosa de que el antiguo Profesor de Pociones siguiera proveyendo su botiquín escolar con toda poción y ungüento que pudiera ser remotamente necesario. Jamás se le ocurriría pedirle a Slughorn nada más allá de poción crece huesos o poción pimentónica para la gripe.

—Veneno… —susurró Severus, sorprendiéndose ante el sonido de su propia voz, enronquecida y seca.

—Veneno —confirmó Poppy—. Gracias al antídoto, tu cuerpo ya debe haberlo metabolizado casi completamente —levantó con cuidado la cabeza de su paciente para retirar la mascarilla que le había ayudado a respirar durante toda la noche.

—Esto ha tomado un cariz peligroso, Severus. Esos anónimos… —Minerva apretó los labios con ese gesto tan suyo de estricta institutriz británica— He hablado con Kingseley y nos ha enviado a los aurores.

—No te has atrevido…

Severus trató de incorporarse nuevamente, esta vez con una expresión tan hosca en su rostro, que casi consiguió su objetivo. Pero Poppy era un hueso demasiado duro de roer.

—Robards está esperando fuera —respondió la subdirectora, inflexible.

El mago se dejó caer sobre la cama, consumiéndose de coraje.

—Debiste consultarme antes —masculló.

—Por supuesto —dijo Minerva en tono satírico—, después de que lo consigan la próxima vez. Matarte —añadió, por si no había sido suficientemente clara.

Un bufido huraño y disconforme provino de la cama donde el Director de Hogwarts estaba acostado. Ella no se amedrentó.

—Le haré pasar si Poppy ha terminado.

La enfermera asintió con semblante grave. Estaba totalmente de acuerdo con la decisión que había tomado Minerva. Tenso y encorajinado, todavía un poco mareado, Severus permaneció mirando al techo mientras la bruja se alejaba en dirección a la puerta en busca del Jefe de Aurores. Cuando los pasos resonaron de nuevo sobre el pulido suelo de piedra, a Severus le pareció que Minerva volvía acompañada por más de una persona.

—Buenos días Director.

Severus volvió el rostro hacia la voz gruesa y profunda de Robards.

—Un buen susto —dijo el Jefe de Aurores—. La subdirectora McGonagall me ha informado de que han intentado envenenarle. También me ha hablado sobre ciertos anónimos… ¿Director Snape?

Severus no se había equivocado. Minerva no había vuelto acompañada solo del Jefe de Aurores. Robards se había traído con él a uno de sus hombres. El Director cerró unos segundos los ojos, con la esperanza de que la vista le hubiera jugado una mala pasada y al volver a abrirlos el auror que acompañaba a Robards fuera otro.

—¿Te encuentras bien, Severus? —preguntó Minerva con preocupación.

Inútil deseo. La noche anterior Severus los había visto altos, bajos, delgados, regordetes. Con el pelo enmarañado, con más o menos gracia. Todos indefectiblemente con esas ridículas gafitas redondas; todos con la famosa cicatriz, más o menos lograda en sus frentes, para orgullo de Minerva. Ahora tenía frente a él al original. El auténtico. El genuino Harry Potter en persona, mirándole con una expresión muy "oficial" en sus, también, tan imitados ojos.

Con la sensación de que una nueva pesadilla acababa de empezar, una peor que cualquier amenazante anónimo, los labios de Severus se movieron para pronunciar un apenas audible Merlín, ¿todavía no he pagado suficiente?

Continuará…