NUEVOS HORIZONTES
Capítulo 01: Según el plan
Londres, 1706
Como cada domingo en la casa de los Williams, se iba a la iglesia. Era algo que había sido así desde siempre y nadie podía cambiarlo. Ni siquiera Alfred, quien iba reticente cada semana, alegando que eso era una pérdida de tiempo. Hacía mucho que el joven había perdido la fe, y por el momento no parecía estar dispuesto a recuperarla.
No era ese el caso de Madeleine, su hermana menor. La joven había sido siempre una devota creyente, aunque en gran parte esto se debía a su padre, quien la había obligado desde que era una niña pequeña a ir a la casa de Dios.
Esa mañana de primavera no fue diferente.
Madeleine observó su reflejo en el espejo de su tocador mientras una sirvienta terminaba de peinar su larga melena. Llevaba un vestido blanco bastante sencillo para la época que su padre le había traído del Nuevo Mundo, y lo iba a estrenar aquel día. No sabía por qué, pero su padre había insistido en que aquel día fuese más arreglada de lo normal.
—¡Maddie, vamos!
La voz de Alfred se coló hasta su habitación desde la planta baja. El joven siempre había sido muy impaciente, y cada domingo era igual. Llamaba a gritos a su hermana menor para que bajase cuanto antes. De lo que Alfred parecía no darse cuenta era que, bajase más temprano o no, la hora de la misa era la misma, y no porque llegase más pronto a la iglesia, iba a terminar todo antes.
Madeleine y la sirvienta se echaron una mirada significativa a través del espejo, ambas pensando lo mismo: Alfred jamás cambiaría.
Diez minutos más tarde, ya completamente arreglada para la misa, Madeleine hizo acto de presencia en la planta baja, donde se encontraban Alfred y su padre esperándola.
—Hasta que por fin apareces—resopló Alfred, pero fue totalmente ignorado.
Los tres miembros de la familia salieron de la casa y se dirigieron al carruaje que esperaba en la puerta. Se subieron y en pocos minutos llegaron a la iglesia, situada cerca del río.
Madeleine fue observando el paisaje a través de la ventanilla de cristal durante todo el recorrido. La visión que la ciudad le ofrecía no era algo que le agradase especialmente. En su opinión, Londres era una ciudad bastante triste y deprimente. Llevaba viviendo ahí desde que tenía seis años y echaba muchísimo de menos su anterior vida en París, donde había nacido. Estuvieron viviendo allí hasta que su padre se tuvo que trasladar a la capital del Imperio Británico por cuestiones de trabajo y toda la familia le había seguido.
—Cuando acabe la misa venid conmigo que os tengo que presentar a unas personas importantes.
La voz de su padre sacó a Madeleine se su tren de pensamiento. Se giró hacia él y pudo ver por el rabillo del ojo como Alfred rodaba los ojos.
—Sí—asintió Madeleine, al ver que su hermano no se dignaba a responder.
El carruaje finalmente se paró, y los tres bajaron de él.
Como cada domingo, gran parte de la nobleza de Londres se encontraba ahí, aunque también había personas pertenecientes a clases sociales más bajas. Madeleine siguió a su padre y a su hermano para colocarse en el lugar que les correspondía, separados de los pobres.
Durante la misa, los pensamientos de la joven se alejaron bastante de la iglesia y lo relacionado con Dios, para ir a parar en el matrimonio.
Últimamente había escuchado a su padre comentar en varias ocasiones que estaba en edad de casarse desde hacía tiempo, así que acabaría concertándole un matrimonio con el hijo de algún noble, aunque de clase más elevada que ellos a ser posible.
Al enterarse de esto, Alfred no había hecho más que quejarse. No quería que su hermana pequeña contrajera matrimonio, y menos con alguien a quien conocía. Como era de esperar, el hombre no le había escuchado y había pasado completamente de él.
Madeleine, por su parte, no había hecho más que aceptarlo. Sabía que como mujer, tendría que llegar un día en el que se casaría, aunque no pensaba que fuese a ser tan pronto.
Perdida en sus pensamientos, Madeleine no se dio cuenta de que la misa había llegado a su fin. Obedientemente, se quedó junto a su padre, al igual que Alfred. Salieron del templo y, siguiendo al hombre, fueron a encontrarse con un grupo compuesto solo por hombres. Philip Williams comenzó a hablar con ellos en un idioma que tanto Alfred como Madeleine no supieron reconocer.
—Estos son mis hijos—explicó, de vuelta al inglés, Williams. Alfred frunció el ceño, molesto con eso, ya que no era cierto. Él no era más que su hijastro. Pero se calló. No le convenía montar una bronca en público—. Alfred y Madeleine.
Los tres hombres, altos y de cabello claro, centraron su atención en Madeleine completamente, dejando a Alfred un poco apartado. Esto hizo que ambos hermanos se sintieran incómodos. Alfred, porque era él siempre el centro de atención, y Madeleine, porque odiaba ser ella a quien todo el mundo miraba y de quien estaba pendiente.
—Ella es de quien os hablé—añadió Philip mirando de reojo a su hija, antes de clavar su mirada en el más joven de los hombres. Parecía rondar los veinte-pocos, y miró a Madeleine con cierto desdén.
—Un placer—susurró la joven, sintiéndose intimidada bajo la fría mirada violeta del hombre joven.
—Ellos son los Braginski—siguió Philip—. Aleksei, Iván y Koster. Son propietarios de una empresa como la mía y hemos hecho una alianza comercial.
Madeleine se fijó en que, de hecho, los tres hombres eran de alguna manera similares. No solo por sus rasgos, que gritaban que eran de fuera. Sino… parecían familia. Definitivamente esos rasgos afilados en la cara eran genéticos, y por lo que parecía, uno debía de ser el padre, el que se veía más mayor, acompañado de sus hijos.
Al ver como su hermana era mirada como si fuese algo con poca importancia, Alfred frunció el ceño.
La conversación volvió al idioma que ninguno de los dos hermanos conocía, y fue así hasta que Philip Williams la dio por concluida.
—¿Quiénes eran esos tipos?—preguntó Alfred arrugando la nariz. Estaban a punto de subir al carruaje de vuelta a la casa. Los tres hombres se habían ido poco después de terminar la conversación.
—Esos tipos, como bien acabo de contaros, son los Braginski—respondió Philip subiendo al carruaje después de haber ayudado a su hija a entrar. Alfred subió tras él y cerró la puerta, mirando con desdén a su padrastro—. Si prestaras atención cuando se te habla, te habrías enterado.
—Padre, creo que Alfred se refería a que de dónde son, y cómo les conociste.
—Son nuevos socios míos…—respondió mirando a la joven, haciendo vacío al otro hombre, que se cruzó de brazos enfadado—. Son rusos. Aleksei, el más mayor, es el cabeza de familia, y los otros dos son sus hijos.
—¿Y por qué no has hablado con ellos en inglés, que nos enteráramos todos?—protestó Alfred.
—Apenas llevan un año en Londres. Se les da mal el idioma, y ya que sé ruso, sería una desfachatez de mi parte no ayudarles.
Alfred rodó los ojos, sin decir nada.
Por su parte, Madeleine se había quedado al margen de esa conversación. No quiso añadir nada, pues de repente un mal presentimiento se adueñó de ella. Sintió que algo grande estaba a punto de suceder… Aunque en esos momentos, todo estaba tan calmado, era tan típico, que no le dio importancia. No fue hasta una semana más tarde que Madeleine se dio cuenta de que su mal presentimiento había sido acertado.
Fue un miércoles cuando su destino cambió completamente.
Se encontraba en el comedor terminando el desayuno junto a Alfred, quien le contaba emocionado sobre el sueño que había tenido aquella noche, cuando su padre entró en la estancia con aire solemne.
—Madeleine. Cuando termines de desayunar reúnete conmigo en mi despacho. No tardes.
Y tan pronto como había entrado, se fue.
Los dos hermanos se miraron completamente descolocados, sin saber a qué había venido eso. Pero se encogieron de hombros y continuaron con su charla hasta que ella terminó primero y se levantó de la mesa, dispuesta a ir a ver a su padre.
—¡Suerte!—exclamó Alfred, sonriendo de lado—. Conociéndole, no está de más deseártela.
Madeleine sonrió y sacudió la cabeza, saliendo del comedor.
Cuando llegó ante la puerta del despacho de su padre, no supo qué hacer, ya que estaba cerrada. Sabía que Philip Williams no era un hombre al que le gustara especialmente que le interrumpieran cuando estaba en su despacho encerrado, pero le había dicho que no tardase…
—¿Se puede?—preguntó Madeleine abriendo la puerta y metiendo tímidamente la cabeza.
Su padre estaba sentado en su silla, leyendo algo escrito en unos papeles que, seguramente, eran de algo de su negocio.
—Sí, sí—respondió el hombre dejando el papel que estaba leyendo para levantarse y acercarse a su hija, quien entró del todo en la habitación y cerró la puerta tras ella—. Ven, siéntate—dijo acompañándola hasta la silla que había del enfrente de la otra en la cual él había estado sentado.
Madeleine se sorprendió por tanta caballerosidad proveniente de su padre, pero no dijo nada. Debía de tratarse de algo importante para que su padre se comportase así.
—¿Qué sucede?—preguntó la joven una vez su padre se hubo sentado de nuevo en su asiento.
El hombre tomó aire antes de hablar.
—Verás, Madeleine. Seré claro y conciso.
La chica asintió, a la espera de lo que le tenían que decir.
—En tres meses te casas.
Philip esperó alguna reacción por parte de su hija, la que fuese, para poder continuar hablando. Sin embargo, al no recibir ninguna, alzó una ceja, extrañado.
—¿Estás bien?
¿Bien? Estaba en un completo shock. O sea, ¿quién suelta eso así de golpe y se queda tan pancho? Madeleine asintió levemente con la cabeza, sin creerse que estuvieran hablando de su boda. No de compromiso, que era el primer paso, sino de boda.
—Y… ¿No quieres saber quién se convertirá en tu esposo?
La chica volvió a asentir, aunque esta vez más insegura. Se temía lo peor, pero estaba dispuesta a escucharlo.
—Iván Braginski.
Ese nombre le sonaba, pero no pudo asociarlo a ningún hombre en particular. ¿Ese no era…?
—El hijo de mi socio ruso. El que te presenté el otro día en la iglesia, ¿recuerdas?
Y entonces, se acordó de la mirada violeta, fría y calculadora posada sobre ella, observándola con desdén e indiferencia.
—¿M-Me voy a c-casar con…?
—Exacto. ¿Qué te parece? ¡Es fantástico!
Madeleine agachó la mirada a su regazo, donde descansaban sus manos; manos que habían comenzado a temblar y no podía hacer nada por evitarlo. Tampoco pudo evitar que sus ojos se llenasen de lágrimas, y su labio inferior temblara.
—¿Madeleine?—la llamó su padre al ver que no reaccionaba como había esperado.
―¿P-Por qué tiene que ser él?―preguntó en un susurro que apenas ella misma escuchó.
―¿Qué has dicho? Como sea, a partir de ahora debes comportarte más como una señorita en vez de ir haciendo el idiota por ahí con tu hermano, ¿entiendes? Dejad vuestras tonterías atrás y creced ya. Dentro de pocas semanas los Braginski darán un baile en su casa y allí te presentarán públicamente como la prometida de Iván.
Madeleine escuchó las palabras de su padre aún sin poder salir del shock, sintiendo que todo era demasiado irreal.
―Sin embargo, no viviréis en Londres. Con tal de que nuestros negocios se amplíen más allá de Europa, Iván y tú iréis a América, donde él controlará que el negocio vaya bien allí.
Vale, si lo anterior le había parecido irreal, esto ya era surreal. ¿Irse a América? ¿Ella sola con Iván?
―Ya puedes irte―dijo Philip, despachándola. Cuando Madeleine alzó la cara, limpiándose las lágrimas que seguían cayendo de sus ojos, el hombre se dio cuenta de que su hija estaba llorando―. ¿Estás llorando? ¿Qué ocurre? ¿No te gusta el plan?
―N-No me gusta Iván…
―No digas tonterías, Madeleine. Si ni siquiera le conoces.
―Le conocí en la iglesia el otro día, ¿recuerdas?
―¿Y crees que verlo durante cinco minutos ya hace que le conozcas?
Madeleine negó con la cabeza, aunque por dentro afirmaba. Ese Iván la había mirado mal, y sabía que no le caía bien al ruso (y viceversa).
―Anda, límpiate esa cara que dentro de poco empiezan tus lecciones.
La chica asintió, levantándose de su asiento, dispuesta a irse del despacho.
―Y, Madeleine…―dijo el hombre, justo cuando Madeleine llegaba al linde de la puerta―. No olvides que también vas a tener que aprender ruso… A los Braginski les cuesta hablar en inglés, y ya que tú eres una chica tan inteligente, aprender un idioma nuevo no será nada para ti, ¿cierto?
Madeleine volvió a asentir, devastada, antes de cerrar la puerta a sus espaldas.
Aquella noche toda la mansión estaba bastante ornamentada y había un aire festivo que estaba presente en todos los rincones. La gente, congregada en el gran salón, hablaba animadamente sobre temas de actualidad. Sin embargo, el tema que estaba en boca de la gran mayoría era quién sería la prometida del joven Iván, terrateniente ruso que esa noche presentaría en ese evento público a la que sería su futura mujer. La noticia la había hecho saber el mismo joven hacía un par de semanas, y desde ese entonces, más de media ciudad no paraba de hablar sobre ello. Iván había decidido que sería mediante una fiesta como presentaría a su joven prometida.
Mientras los asistentes de la fiesta estaban en la planta baja, la futura mujer de Iván se encontraba en el primer piso, terminando de arreglarse con la ayuda de una sirvienta.
—¿Crees que la fiesta dure mucho?—preguntó con su típica voz baja la joven a la vez que intentaba parar el temblor que tenía en las manos.
—No lo sé, señorita—respondió simplemente la criada, sin mirarla a la cara, terminando de abrochar el pomposo vestido de la joven.
Cuando finalmente la mujer de avanzada edad terminó de peinar a la chiquilla, salió de la estancia y dejó a la joven sola. Ésta no paraba de ir de un lado a otro de la habitación, tratando que sus manos dejasen de sudar y temblar. De repente, sin previo aviso, la puerta de la habitación fue abierta y entró un chico ruidosamente. Su pelo rubio arenoso y sus deslumbrantes ojos azules le hacían bastante atractivo a las chicas de su edad. Sin embargo, él no estaba centrado en amoríos, sino en obtener la herencia de su padrastro, a quien aborrecía por todo lo alto por haber prácticamente obligado a su hermana pequeña a casarse con un hombre a quien apenas conocía ni amaba.
—¿Estás lista, Maddie?—preguntó el chico tras cerrar la puerta.
—N-No lo sé, Alfred... todo esto de las fiestas y bailes no me gustan, me ponen muy nerviosa—se sinceró Maddie, mirando a su hermano a los ojos con tristeza y nerviosismo.
—Tranquila, ya verás como todo no será tan malo... simplemente tendrás que abrir el baile con él y cuando ya estén todos bailando podrás soltar cualquier excusa tipo "no me encuentro bien" o "estoy demasiado nerviosa" y podrás salirte del baile—intentó consolar Alfred a su hermana, quien se había acercado a él y le había abrazado, escondiendo su cara en el pecho del mayor. Éste sonrió con ternura y envolvió a su hermana entre sus brazos, proporcionándole así seguridad y protección.
—Alfred... no me quiero casar con Iván—dijo la joven despegando la cara del pecho de su hermano y levantando la vista, clavándosela en los ojos azul cobalto.
—Ya lo sé... pero no queda más remedio...—suspiró el mayor cerrando los ojos. Había pensado en todo para evitar esa boda, pero por más que lo había intentado, no había ninguna solución que pusiera fin a esa pesadilla que estaba viviendo Madeleine—. Piensa que esta noche cuando termine estarás de nuevo conmigo, y que la semana que viene vamos a América y no vas a verlo hasta dentro de un mes, más o menos. Incluso dos, me atrevería a decir.
—Lo sé... pero no quiero estar hoy con Iván. Las pocas veces que hemos tratado me ha hablado como si fuera una persona inferior a él y apenas me mira a la cara. Es una persona odiosa...—se quejó la pequeña.
Había habido más encuentros con la familia Braginski. No muchos, pero sí los suficientes como para que Madeleine pudiese afirmar que, sin duda alguna, no quería a Iván en su vida.
—Es un completo imbécil...—murmuró Alfred, sintiendo como la sangre le hervía de pura rabia. Siempre había sido muy sobre protector con su hermanita. Siempre se había autodenominado "héroe". Sin embargo, ahora nada podía hacer para salvar a Madeleine de su amargo futuro...
Los pensamientos del joven se vieron interrumpidos cuando alguien llamó a la puerta. Los hermanos se separaron mientras Alfred daba permiso a la persona para entrar.
Se trataba de nada más y nada menos que del padre de la chica. Alfred le dedicó una mirada cargada de odio y enojo, mientras Madeleine bajaba la vista hacia sus pies e intentaba tranquilizarse.
—Madeleine, ya es la hora. Debes salir ya, Iván te espera en las escaleras.
La joven asintió sumisa con la cabeza y fue en la dirección en la que le había dicho su padre.
—Espero que te pudras en el infierno por hacerle esta putada a Maddie—escupió Alfred a su padrastro. Éste simplemente se encogió de hombros y le dijo:
—Hago lo que es mejor para esta familia.
—Si madre estuviera viva...—empezó Alfred. Sin embargo, se vio interrumpido por su padrastro.
—Si tu madre estuviera viva le daría igual esto. De hecho, creo que hasta se alegraría de que Madeleine fuera a pasar el resto de su vida con un hombre rico y con muchas tierras.
—Eso no es cierto...
—Alfred, tu madre se casó conmigo por conveniencia. Aunque no quieras, tienes que aceptar que así es como funcionan las sociedades. Todos se casan por conveniencia. No por amor. El amor es algo que no existe.
Y tras decir esto, salió del cuarto dando un portazo, dejando en él a un enfadado Alfred temblando de pura rabia.
Por otra parte, Madeleine iba andando con lentitud, intentando retardar el momento del encuentro, hacia las escaleras. La chica sentía como las lágrimas luchaban por salir, pero impidió que éstas salieran.
—Hola, Madeleine—escuchó como le hablaban en ruso, reconociéndolo gracias a las clases que había dado desde que se enteró de su compromiso.
Alzó la vista y se topó con su prometido. Éste iba vestido también formalmente y le estaba tendiendo una mano que Madeleine tomó por educación más que por otra cosa. El joven le sonreía de manera forzada y comenzó a hablarle sobre algo tan irrelevante como el clima en el camino hasta el salón (tema que Madeleine apenas controlaba aún en ruso por lo que se limitó a sonreír y asentir).
Bajaron a una gran sala por unas grandes escaleras, y cuando estaban a punto de llegar abajo del todo, Iván se paró y se aclaró la garganta. Llamó la atención de todos los asistentes y cuando la obtuvo, comenzó a recitar un memorizado discurso que un hombre joven fue interpretando al inglés a medida que Iván iba hablando.
—Bienvenidos, señoras y caballeros, a esta velada que llevaba esperando con ansias desde hace ya tiempo. En esta ocasión tan especial, me gustaría presentaros a la que será mi futura esposa en unos meses. Os presento a Madeleine Williams, hija del importante Philip Williams, director de una de las empresas más importante en Europa de intercambio marítimo de textiles. Es para mi un gran honor el poder desposar dentro de poco a su joven hija...
Madeleine, que estuvo durante todo el discurso buscando con la mirada entre el público alguna cara conocida, sonrió levemente al ver a su hermano mayor. Sin embargo, éste no la miraba a ella, sino a Iván, mientras murmuraba algo. Madeleine se reprochó el no haber sabido nunca leer los labios, pues en ese momento desearía saber qué era lo que su hermano estaba diciendo.
Cuando Iván y el intérprete finalmente terminaron de hablar, la multitud irrumpió en aplausos. Entonces Iván bajó con Madeleine del brazo hacia el centro de la habitación, donde se pusieron en posición de baile.
La orquesta comenzó a tocar un vals, y la joven pareja se empezó a mover por el centro de la pista, abriendo el baile. Iván se fijaba en moverse al ritmo de la música, mirando por encima del hombro de Madeleine hacia el resto de la gente, que se les comenzaba a unir tímidamente. Por su parte, Madeleine bailaba con la vista fija en sus pies, intentando no pisar a Iván.
—¿Estás nerviosa?—preguntó el ruso atrayendo la atención de la joven, a quien le costó entender lo que le preguntaba.
—U-Un poco. Nunca se me ha dado bien esto de bailar—sonrió tímidamente Madeleine, en su pobre ruso.
—Al menos intenta no estar todo el rato mirando hacia abajo—recomendó Iván.
Madeleine asintió, sin haber entendido nada esta vez, pero al ver que Iván se tranquilizaba al verla asentir, supo que había reaccionado como se había esperado.
Cuando terminó ese baile, Madeleine se separó de Iván, disculpándose, y se fue en busca de su hermano, alejándose del salón, donde iba a empezar un nuevo baile.
Lo buscó por las salas más concurridas que había en la mansión, pero no había ni rastro de él. Al final acabó desistiendo y volvió al salón de baile, donde Iván le propuso seguir bailando, a lo que ella accedió sumisa.
La noche parecía no tener fin. Baile tras baile, Madeleine miraba con tristeza al hombre que la dirigía y comentaba sus errores, como el de pisar los pies (o lo que ella suponía que le decía. Cuando eso ocurría, Iván le señalaba su pie y Madeliene más o menos podía hacerse una idea de lo que pasaba y se disculpaba).
Después de unas tediosas horas de baile, la fiesta llegó a su fin y Madeleine, junto con Iván, despidieron a todos los invitados en la puerta principal. Cuando ya se fueron todos, Iván suspiró y se dirigió hacia la primera planta.
—Tengo que hablar de unos negocios con tu padre—le explicó a Madeleine, antes de desaparecer por las escaleras.
La joven asintió, sin tener idea de lo que le había dicho Iván, mientras le veía irse. Cuando lo hubo perdido de vista se fue al gran salón de baile, donde las criadas estaban limpiando todo.
Al estar cansada y no saber qué hacer, se sentó en uno de los sillones que había a la entrada de la mansión, esperando que su padre terminara de hablar con Iván e irse de una vez por todas a casa. En pocos minutos se sumió en un sueño ligero, sin soñar realemente con nada en concreto.
—Maddie, ¡Maddie!—Al oír la voz de su hermano llamándola, la joven abrió los ojos. Ahí estaba Alfred, arrodillado delante de ella y con una mano en su hombro, zarandeándola suavemente.
—Me he quedado dormida—se excusó la chica.
—Lo sé—se rió su hermano, ofreciéndole una mano para ayudarla a levantarse—. Al parecer nuestro padre—dijo esta palabra con repulsión—sigue haciendo negocios con ese maldito ruso, por lo que tu y yo nos vamos a casa.
—¿Y qué hora es?—preguntó la menor, totalmente descolocada sin saber cuánto tiempo había estado dormida.
—Pues cerca de la tres de la madrugada. Venga, vamos. El carruaje nos aguarda fuera—respondió Alfred abrigándose.
Ambos hermanos salieron por la puerta principal y entraron en el carro. El trayecto a casa se hizo largo para ambos hermanos, que estaban demasiado cansados como para mantener una conversación, por lo que el silencio estuvo presente hasta que llegaron al destino.
Aquella noche, Madeleine tuvo un sueño interrumpido por los ruidos nocturnos. No conseguía conciliar el sueño del todo. Era todo tan irreal... hacía apenas un mes aún se preguntaba que cuando sería que conocería al amor de su vida. A su príncipe azul... sin embargo, en la vida real esas cosas no pasan. Se tendría que casar con una persona a la que no amaba y con quien no se llevaba para nada bien.
Los días pasaron y finalmente llegó ese ansiado sábado de finales de julio en el que Madeleine y Alfred irían a América, donde ella pasaría aparentemente el resto de su vida, lo que definitivamente no le hacía ninguna gracia.
Los dos hermanos subieron al barco y se acomodaron en sus lujosos camarotes de primera clase. El día transcurrió bien, al menos para Madeleine. Para Alfred fue una completa pesadilla. Odiaba viajar en barcos por que el primer día, hasta que no se acostumbraba al traqueteo marino, se lo pasaba mareado e incluso vomitando.
—¿Cómo te encuentras, Alfred?—preguntaba Madeleine mientras le sujetaba de la frente a su hermano mientras éste vomitaba en un cubo.
—¿Cómo crees que me siento?—respondió el mayor, ácido. Madeleine suspiró, sabiendo que su pregunta había sido estúpida, pero eso era lo que se solía preguntar cuando alguien estaba mal, ¿no? Al menos por educación.
Cuando cayó la noche, Alfred había dejado de vomitar y se encontraba tumbado en la cama de su camarote descansando, mientras todo le daba vueltas, pero no tan violentamente como en la tarde.
Por su parte, Madeleine, que acababa de terminar de cenar, estaba dando un pequeño paseo por la cubierta del barco. Alzó la vista al cielo, pero las nubes lo tapaban todo. Era cierto que había posibilidades de lluvia, y no había ni un solo claro en cielo en el que se vieran estrellas.
—Qué extraño...—murmuró Madeleine mirando hacia arriba.
—No es extraño en absoluto—le respondió una voz ajena a su lado. La joven se volvió sobresaltada y se encontró con un hombre mayor que al igual que ella miraba ensimismado las nubes—. Esta noche seguramente haya tormenta... esto es solo la calma que precede a la tempestad.
—¿Quiere decir que no habrá una simple lluvia como avisaron en la mañana?—preguntó la menor empezando a preocuparse.
—Exacto. Es posible que esta noche pase algo malo...—comentó el hombre—, durante muchos años he sido marinero. Y te puedo asegurar que estas nubes no auguran nada bueno.
Madeleine volvió nerviosa hacia su camarote, pensando en lo que acababa de hablar con el hombre de la cubierta...Pero después de todo, lo peor que podía pasar era que Alfred no durmiera en toda la noche y se la pasara vomitando, ¿verdad?
Llegó ante la puerta del camarote y tomó una respiración profunda. No quería que Alfred la viera nerviosa y así contargiarle su nerviosismo a él.
Abrió la puerta y entró en la oscura estancia. Su hermano estaba tumbado en su cama, durmiendo, con una brazo sobre los ojos. Madeleine se acercó a él y le tapó bien, para que una vez entrada la noche no pasase frío.
Se tumbó en su cama, mirando a su hermano, mientras el tema de la boda le volvía de nuevo a la mente, ocasionándole algunas que otras pesadillas.
No supo cuanto había estado durmiendo, solo que de repente, alguien la llamaba a gritos y la estaba zarandeando.
—¡Madeleine!¡MADELEINE!
La aludida despertó sobresaltada, encontrandose con su hermano con una expresión de pánico y angustia.
—¿Qué pasa?—preguntó Madeleine asustada.
—Levanta, deprisa. Hay una tormenta de las fuertes, tenemos que ir a los botes. Aun no estamos muy adentrados en el océano, y podemos volver a tierra.
—¿A los botes?¿Tan grave es?
—Si, la lluvia es demasiado potente. Está destruyendo todo y con el oleaje que hay no es seguro que sigamos en el barco.
Madeleine tuvo tiempo de colocarse bien su vestido, con el que se había quedado dormida, antes de que su hermano la arrastrara de la muñeca, literalmente, hasta la cubierta del barco, donde toda la tripulación estaba desesperada, nerviosa y angustiada. Todos intentaba resguardarse de la fuerte lluvia que estaba cayendo echándose por encima chaquetas o cualquier prenda que tuvieran a mano. Alfred abrazó de la cintura a su hermana y la atrajo contra si, para impedir que no la separasen de él, pues había personas que estaban dando empujones intentando meterse en los botes.
—Corre, sube a ese—indicó Alfred a Madeleine. La chica obedeció y rápidamente fue hacia el que su hermano le había señalado, que ya estaba casi lleno a tope de gente.
Como pudieron, ambos hermanos intentaron acomodarse en la barca, pero era imposible. La gente daba empujones incluso ahí. Alfred colocó a su hermana sobre sus piernas y la sujetó fuertemente. Las olas chocaban contra el bote, haciendo que más de una vez casi volcara.
—Alfred, estoy asustada—confesó Madeleine a Alfred. Éste no le respondió nada, ya que estaba igual de asustado que ella. Simplemente la abrazó con más fuerza, haciéndole saber que estaba ahí junto a ella, y que pensaba protegerla hasta el final.
De repente, una fuerte ola dio de lleno contra la parte en la que estaban sentados los hermanos, haciendo que los dos junto a varias personas más cayeran a las frías aguas atlánticas.
—¡Alfred!—chilló Madeleine mientras intentaba no hundirse y mantenerse flotando.
Alfred, por su parte, había caído lejos de su hermana. Se acercó como pudo hacia ella, ayudándola a no hundirse.
—Tranquila, Maddie, estoy aquí—decía Alfred a su hermana intentando tranquilizarla. Ésta se había rodeado al cuello de su hermano, intentado no hacer mucha presión.
Alfred susurraba frases tranquilizadoras a su hermana en el oído, como que no se preocupara, que todo estaría bien... Aunque hasta él mismo dudaba de ellas. Con el frío que hacía, probablemente morirían de hipotermia, pero no debía perder las esperanzas. Quizás algún barco los viera y los rescatase, ya que el bote lo habían perdido de vista.
Cuando sintió el peso muerto de su hermana sobre él, empezó a agobiarse más aún. La llamó, la zarandeó violentamente, presa del pánico, pero ésta no respondía. Tenía los ojos cerrados, estaba muy pálida y tenía los labios morados.
—¡Madeleine! ¡Vamos, despierta!—gritaba Alfred a su hermana, pero esta seguía igual.
Justo cuando iba a comprobar si tenía pulso, una ola les dio de lleno en la cara, haciendo que se hundiesen y Alfred no pudo más y perdió el conocimiento. Lo último que pudo hacer antes de caer en la inconsciencia fue apretar el cuerpo inerte de su hermana contra él.
