Naufragus
La noche está sin luna. No sabes cuándo se hizo, probablemente mientras que caminabas kilómetros sin despegar la vista de las rocas del desierto que bordeaba la ciudad, hasta que aparecieron los esqueletos de los animales desafortunados en la arena que hubiera quemado tus pies, si tu piel fuese más sensible. Acaso humana. Tu vista tropezó con el río. La corriente fuerte. Te quitaste la capa y la armadura con la túnica, convencida de que no volverías a necesitarla por mucho tiempo. La herida había dejado de sangrar aunque la mantenías a carne viva. Ningún insecto era lo suficientemente confiado como para dejar sus huevos en ti. Morirían fulminados por el veneno de tu sangre. Recuerdas las palabras en la boca sonriente de tu cuidador, la incomodidad de la adolescencia, esa habitación oscura y húmeda en la que no se sentía la tierra virgen y el croar de los sapos para amedrentar el tormento de no pertenecerte más a ti misma. Ahora resultaba un poco más fácil pensar en eso. En cuando no te gustaba que te dieran órdenes. Al menos al principio, cuando no había orgullo de por medio porque a penas y estaban aprendiendo.
El agua no parecía tan fría dentro de ella. Te diste vuelta y flotaste, desnuda. Nadie hubiera visto tus cicatrices en la negrura a penas perdonada por las estrellas. Quizás pensarían que eras un fantasma. El cabello se confundía con las algas, flotaba a tu alrededor como el de esa doncella que fingió estar loca para seducir a su hermano. Y murió ahogada. Qué vergüenza. Tú no morirás así. Tampoco llorarás, porque es tan tarde. La única mano que te quedaba ahondó entre tus piernas. Pensaste en el cabello de Teresa cayendo en ondulaciones por debajo de sus hombros. En sus caricias bruscas. Tristeza. No pudiste tocarte con sus recuerdos, que siempre desembocaban en el acero contra el cuello que solías besar y morder cuando estabas a punto de perder el sentido. ¿Ese no era tu objetivo al emprender aquella marcha? Deshacerte del fantasma, destrozando la carne que le engendró. Inclinaste el cuello bajo la piel del agua, dejando que tu nariz se llenara del hielo, con los ojos apretados y los puños cerrados en piedras afiladas, que comenzaban a lastimar. Tampoco evocabas a Priscilla sin culpa, que probablemente sin tus insistencias no sería un monstruo a estas alturas. Sophia y Noel a tus pies, como adorándote, sus labios pegados a tus muslos y sus manos corriendo por tu cuerpo, como si fueras una diosa a la que le rendían tributo. Solo te parabas entre ellas y les permitías sus regalos, cada beso una bendición por tu poder. Un buche de sangre saltó de entre tus labios al recordar que esas formas que amaste tantas veces ahora debían ser devoradas con gula por los cuervos. Si es que ellos se atrevían a probar la corrupción del demonio. El aire era más dulce así. Quizás por eso Teresa apretaba tu cuello hasta dejarte casi sin él, mientras que deslizaba sus dedos entre tus piernas. Placer, dolor. No vas a morir por ella. No eres la niña de la obra de teatro pobremente representada, el río como sábanas con flores bordadas. Eres Irene, sobreviviente y penitente. Asceta, porque ya no te queda nada por desear.
