La pluma de ave fénix se deslizaba elegantemente sobre el antiguo pergamino, tintándolo de negro allí donde ambos entraban en contacto, y dejando rastro de una esmerada caligrafía que delataba los años de experiencia y sabiduría de su poseedora.
Una vez cesó el ágil movimiento de muñeca que daba vida a las palabras sobre el papel, este quedó inmóvil, reposando y esperando a ser metido en un sobre para llegar a su destino final.
El serio rostro arrugado de la nueva directora releyó su obra, empapándose de las palabras que había escrito y sumergiéndose en un mundo de recuerdos y emociones.
Una generación marchaba de Hogwarts para no volver, mientras que otra nueva llegaba dispuesta a pasar y aprender allí los mejores siete años de sus vidas. Aquel era el ciclo del colegio, inevitable. Todos los años marchaban unos para la llegada de otros más jóvenes.
Minerva lo había presenciado centenares de veces, tantas que no le alcanzaba ya la cuenta. Siempre era difícil dejar marchar a aquellos pequeños niños y niñas por los que ella había velado hasta verlos convertidos en grandes jóvenes adultos que podían valerse por sí mismos y para los que se abría un nuevo mundo de oportunidades que ella misma había contemplado en sus tiempos de mocedad. Sí, aquel colegio había sido su vida durante mucho tiempo y aquellos alumnos atontados por los sueños de críos, su familia.
Pero ese año había sido diferente. Este año quienes marchaban eran su verdadera familia, sus valientes compañeros en una lucha imposible de librar pero que a pesar de ello habían ganado, gente que se había convertido de golpe en adultos para afrontar una realidad que no les correspondía vivir; la generación Potter (como ella la llamaba) hacía apenas una semana que había dado la espalda a sus años en el viejo castillo para afrontar un nuevo futuro lleno de nuevas esperanzas de continuar con sus vidas a pesar de lo vivido.
Raras veces era más difícil ver marchar a algunos alumnos, como por ejemplo (algo que nunca reconocería en público) lo fue ver a los gemelos Weasley, Fred y George. El colegio había quedado vacío sin sus risas ni sus bromas cuando se fueron.
Esta era una de esas veces.
Solo pensar en ellos entristeció su semblante. Muchas cosas de las que habían pasado a lo largo del curso anterior no habían sido justas, si no muy crueles. Fred había sido una gran pérdida de la que ningún conocido se recuperaría, al igual que de la de Lupin y Tonks o, muy a su pesar, la de Snape.
Todos ellos habían marchado en la batalla y no habían vuelto.
Sus pequeños estudiantes se iban convertidos en hombres, héroes de guerra y las mejores personas que ella había conocido. Era afortunada de haberles visto crecer, y aunque algunos con ideologías del otro bando habían causado problemas y estragos les quería igual.
Aunque ninguno de sus ahora exalumnos lo supiera, Minerva Mcgonagal seguiría velando por ellos hasta la hora de su muerte.
Lentamente dobló las cuatro cartas, y las envolvió en un sobre, hecho de pergamino antiguo. Finalmente lo selló con cera, y remató añadiendo el destinatario con su esmerada caligrafía.
Después se las entregó a Fox.
Ahora solo quedaba esperar a que las cartas llegasen a su destino.
Quizás, los intrincados lazos del azar deparasen algo más a los jóvenes de lo que estaba por caer.
