Ichigo Kurosaki era un joven normal; 17 años, cabello naranja brillante y en punta, ojos cafés. Era un estudiante promedio de Colegio de la Ciudad de Karakura (en Japón), ciudad en la cual vivía con su excéntrico padre Isshin, doctor y dueño de la Clínica Kurosaki y sus dos hermanas menores, Yuzu, la calmada y encargada de las labores del hogar y Karin, la marimacha y agresiva. Aunque tenía una mirada de enojo, Ichigo era un muchacho humilde y amable, siempre protector de las personas que más quería, especialmente su familia y sus amigos.
Eran las vacaciones de verano, y como de costumbre, la mayoría de sus amigos viajan durante este descanso, para visitar familiares o simplemente salir de la ciudad, por lo que la mayor parte de las vacaciones las pasaba con su familia o realizaba algún trabajo de verano para ganar algún dinero.
Era un día tranquilo, la ciudad estaba calmada, había pocas personas en la calle, y el sol ya se empezaba a ocultar. Ichigo caminaba hacía su casa del supermercado, Yuzu lo había mandado a comprar algunos vegetales para la cena de esa noche; para él era normal caminar solo por la calles de Karakura, no había mucha delincuencia, y si había, él sabía cómo defenderse; pero lo que iba a suceder ese fatídico día no sería algo normal en la rutina de nuestro protagonista.
Sin ser notado por Ichigo o por algún otro que vivía por ahí, un carro negro apareció por una calle estrecha y dobló rápidamente, para luego acelerar en dirección a Ichigo; los pasajeros del vehículo tenían en sus rostros una expresión de miedo, parecían estar huyendo de algo o alguien y no pararían hasta sentirse seguros, aunque eso significara matar a un inocente joven.
Fue algo rápido. Ichigo. El auto a alta velocidad. Fue tan rápido, en un abrir y cerrar de ojos, que los vecinos simplemente pudieron oír un estruendo. Aún asustados y en shock, los habitantes de Karakura salieron de sus casas, en busca de la fuente del horrible sonido; los que verían sería algo que marcaría a muchos de por vida.
El cuerpo de Ichigo Kurosaki yacía sin vida, tirado en el suelo como un muñeco de trapo y cubierto de sangre; un pequeño charco de sangre crecía cada vez más debajo de su cuerpo. Su rostro tenía una expresión vacía, sin vida; sus ojos se encontraban abiertos y vacíos, la vida que quedaba en ellos ya había desaparecido para siempre.
