Tenía sus propios asuntos, sus propias metas, todo era personal y no tenía nada que ver con la Familia Real de Hyrule. Llegó y se aproximó a la princesa de fantástica beldad, sus ojos cristalinos le maravillaban, quedaban fijos a ella y no podía apartarlos. Abrió por fin esa boca. Yo sólo estoy en busca de… Había dicho el muchachito rubio con esa túnica verde, mojada, deshecha por las batallas anteriores que había tenido para llegar hasta ella—pero en sí, ¿cómo llegó hasta ahí?—. Y ella lo sabía, tenía en mente que efectivamente él estaba en busca de… Pero a ella no le importaba eso. Miró al encantador de ojos turquesa como si fuese un extraño pero conocido de hace años, le acercó esa espada que repele el poder del mal y él la quería negar, él no iba por eso, él estaba ahí por diversas circunstancias, pero la princesa bajó de su trono y se lo entregó sin que cuestionara más asuntos. ¡Me estás confundiendo! ¡No soy ese que buscabas! ¡Yo no vine a hacerle favores, su majestad!, repetía infinidad de veces mientras sostenía esa espada con ambas manos. Yo tampoco, por fin respondió la princesa mientras regresaba a su trono. Dio vuelta y miró al muchachito rubio con delirio: "Tu deber es salvar a Hyrule de las garras del mal, ¡oh, reencarnación del Héroe del Tiempo! Ve ahora y elimina esa desdicha que ahora corre por las aguas de nuestros ríos, culmina con la agonía de nuestra gente, ¡ese es tu deber como Héroe!". Pero él no sabía por qué decía esas cosas, su mente seguía dudosa y la valentía se había desvanecido en el sudor que había escurrido en su frente de las batallas anteriores. "¿Quién soy yo para pelear contra el poder del mal?", balbuceó y se arrodilló ante la princesa exhausto de tanto esfuerzo, de tanta sangre derramada y amigos que perecieron en su camino, cerró los ojos y esperó las últimas palabras de la princesa.
"Es nuestra maldición".
