Comienzo una nueva historia, la cual se plantea bastante larga.

Llevaba varios meses trabajando en un esquema con sentido para todo lo que realmente sentía acerca del Fantasma de la Ópera así que, sin más dilación, ¡aquí está!

He escrito todo esto desde mi propia visión, tomando referencias de los diversos musicales, películas y novelas, aludiéndoles la creación de tan magníficas obras a sus respectivos.

Resumen: Christine Daaé comienza una nueva vida en la Ópera Garnier para dejar su pasado atrás, disfrutando de los secretos que el edificio tiene para ofrecer y conociendo a sus pintorescos y misteriosos ocupantes.

¡Una nueva visión del Fantasma de la Ópera!

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La música en el alma

Capítulo 1: Un nuevo comienzo

Lunes, 2 de mayo de 1870

Francia, Paris. Frente a la Ópera Garnier.

El repiqueteo de las patas de los caballos contra el adoquinado de piedra y el sonido de las ruedas de los carros quedó a mi espalda, mientras apretaba con más fuerza el pequeño maletón de cuero entre las manos y me acercaba con vacilación a unas grandes y prominentes escaleras.

Había pedido al cochero que me dejase en la rue Scribe para poder admirar con más atención, y en un corto paseo, la maravillosa arquitectura del edificio frente al que me encontraba, el cual sería ahora mi hogar, sin embargo, su amabilidad y una incómoda conversación acabaron por situarme frente a la bulliciosa entrada de piedra.

Atrás quedaban las tranquilas clases de canto en el conservatorio de música, junto a las pocas amistades que allí tenía y daba la bienvenida con desasosiego a un túmulo de flamantes e imperiosas experiencias. Una nueva parte de mi vida comenzaba y estaba contenta de que fuese en aquel lugar; la increíble Ópera de París, el Palais Garnier. Pocos a los que conocía sabían a dónde había ido, prefiriendo dejar ese tipo de detalles para solo la gente que me importaba o los que verdaderamente se importaban por mí.

Las piernas me temblaban mientras subía los peldaños e intentaba buscar con la mirada a cierta mujer, quien se había preocupado en darme un futuro, medianamente. Hacía varios años que no nos veíamos, escribiéndonos simplemente por carta después de que mi padre falleciese. Fue la única que se molestó por mi porvenir y le estaría agradecida de por vida, permitiéndome un puesto donde ella trabajaba y se albergaba. Nunca había disfrutado de su compañía a solas; la recordaba como una dama seria, con expresión helada y poco amigable pero, supongo, que la mayoría de los adultos son así para los niños.

Seguí admirando las piedras talladas que construían la edificación, observando estupefacta los siete arcos que había por encima de las entradas, siendo los más grandes colocados el primero y el último, permitiendo el acceso al interior, cerrados ahora con verjas de colores oxidados. Ocho esculturas decoraban también el exterior, tratándose de seres alados entre las puertas mayores y simples humanos entre las centrales. Me sorprendía lo grandes que podían llegar a ser y el increíble trabajo que probablemente habría costado tallarlos; se encontraban en ciertas partes oscurecidos y húmedos, agrietados, a causa de todo lo que tenían que soportar allí fuera.

Levantando el rostro antes de intentar introducirme por el pórtico que quedaba junto a la rue Auber para contactar con algún operario, vislumbré las cabezas de un millar de pájaros apoyados en los decorados encima de las columnas que sujetaban por la mitad el edificio, disfrutando aparentemente de la perspectiva que podían obtener desde allí.

Mordiéndome los labios eché un vistazo al interior, estudiando con desaliento la oscuridad que ofrecía, deseando que aquella mujer a la que esperaba saliese en cualquier momento, tornándome cada vez más nerviosa por estar en un lugar que apenas conocía.

Tragando con dificultad me asomé de nuevo entre los barrotes, intentando ver cualquier cosa, el menor atisbo de movimiento, consiguiendo nada a cambio.

Con un suspiro frustrado me aparté soltando el equipaje a mis pies, provocando con ello un sonoro golpe contra el suelo, y me apoyé contra una pared de piedra a la espera de mi homóloga, suponiendo que no vendría desde allí dentro.

Comenzaba a oscurecer en las calles, levantándose un viento fuerte y frío que se rizaba contra mi piel, consiguiendo que la suave chaqueta puesta sobre mis hombros no me ayudase de mucho a mantener el calor.

Moviendo las manos con nerviosismo, introduje una de ellas en uno de los bolsillos del vestido, tomando la carta donde Madame Giry me explicaba el dónde y cuándo encontrarnos:

Jueves, 28 de abril de 1870

Querida niña,

Te agradará saber que encontré una habitación para tu estancia dentro de la ópera. Es algo fuera de lo normal, o al menos para mi gusto, sin embargo, hallarás comodidad en ella y será un perfecto lugar para la privacidad. Te daré más detalles de la misma cuando nos encontremos, por el momento es todo lo que puedo llegar a decir.

Suponiendo que la carta llegase en la fecha requerida, te esperaré el día dos del mes que viene junto a la puerta que toca la rue Auber.

Espero poder reconocerte y encontrarte con facilidad a pesar de los años que han pasado desde nuestra última reunión.

La hora fijada será a las seis.

Mi hija y yo estamos deseosas de reunirnos contigo al fin.

Antoinette Giry

Guardando la arrugada nota, saqué del bolsillo contrario un pequeño reloj de plata, cerciorándome de la hora y sorprendiéndome al ver que eran ya más de diez minutos de la acordada.

Con un gemido ahogado lo dejé caer en su lugar.

Un gentío se reunía frente al edificio, corriendo de un lado a otro junto con las prisas de la ciudad, siendo ignorantes en realidad de todo lo que les rodeaba. En algunas ocasiones aquello conseguía que anhelase huir de París y su muchedumbre, deseando aislarme en algún pueblo alejado de la mano de dios pero, a pesar de lo que desease, si quería cumplir algunas de las expectativas que me había marcado en la vida sabía que aquel era el lugar idóneo, junto a todo lo que conllevaba.

Carros tirados por caballos, hombres apuestos con sus mujeres bien vestidas apoyadas en sus brazos, niños que corrían detrás de algún perro o asustaban a las aves que decidían explorar el terreno por algo de comida; esa siempre sería la sección más feliz de aquello, pero en el extremo contrario de esta felicidad se encontraba la tristeza; mujeres y hombres pidiendo por algo con lo que llenar sus estómagos, niños polvorientos intentando robar a las multitudes.

Se me caía el alma a los pies viendo tan amargas escenas.

No era como si hubiese estado en aquel tipo de posición tan baja en algún momento de mi infancia, mas, recordaba con total claridad a mi padre y el cómo solía cederme su propia comida cuando menos teníamos, intentando ocultarme lo que era en realidad la vida y sus crueldades. No siempre había sido fácil vivir de espectáculos itinerantes, pero daría lo que fuese para poder volver a esos años más o menos fáciles donde la alegría me rodeaba junto al único familiar que tenía.

Apretando los brazos alrededor del cuerpo aparté la vista de mi entorno, no queriendo decepcionarme todavía; no al menos hasta que me encontrase sola establecida en la prometida habitación y comenzase a pensar en todo lo que me albergaba al estar allí.

El vestido que llevaba se movía al son del frío viento el cual, a pesar de estar en mayo, todavía volvía con fuerza cuando oscurecía, trayéndonos recuerdos de lo duro que había sido el invierno pasado. Moría de ganas por que entrase del todo la primavera para poder disfrutar de sus llamativos colores, de las pomposas flores y sus zumbadores insectos, y del deseoso sol que siempre la acompañaba. El río Sena no estaba lejos de donde comenzaría a trabajar, por lo que podría visitarlo con mucha más frecuencia de la que lo había hecho con anterioridad, o incluso el Louvre…

Mi alma tenía necesidad de conocimiento y libertad, cosas que acababa de conseguir.

Distraída mientras tiraba de algunos hilos ya mal cosidos a los puños de la fea chaqueta, sentí la presencia de un individuo a mi lado. Al tornar la cabeza lo observé casi de perfil, tratándose de mi nueva responsable, por llamarla de algún modo.

Era de una estatura más pequeña que la mía, con un vestido y una faltriquera en colores grises, consiguiendo destacar verdaderamente su pálida piel junto a sus ojos azul oscuro. El pelo lo tenía atado en una trenza larga que caía por su espalda en una cascada castaña hasta pasados los hombros. Su cara mostraba ligeras arrugas aquí y allá pero sin llegar a ser, sin lugar a dudas, el rostro decrépito de una anciana; la juventud parecía agarrarse bien a su piel. Increíblemente sus labios los decoraba una gran sonrisa a la que contesté con gratitud. No recordaba a Madame Giry de aquella forma, tal vez porque nuestras únicas reuniones fueron a mi tierna edad de más o menos seis años y después a la de quince, y mi mente me había dejado solo los mejores recuerdos, no incluyéndola a ella en ninguno de ellos.

—Christine Daaé —dijo con voz suave mientras giraba en su totalidad el cuerpo, permitiéndome estudiarla mejor.

—Antoinette Giry, quiero suponer —la contesté inclinándome para saludarla. Tomándome por sorpresa, ella alargó los brazos y me estrechó contra su cuerpo en un fuerte abrazo que me dejó paralizada.

—Me alegro tanto de que aceptases mi propuesta —murmuró mientras me soltaba, sin dejarme apenas tiempo para devolverla el gesto—. Hay que ver lo mucho que has cambiado —rio—. Por un momento no sabía si eras verdaderamente tú.

—Ha pasado demasiado tiempo desde la última vez que nos vimos.

—Es cierto… —Su rostro se crispó por un segundo.

La primera vez que la había visto fue junto a mi padre en el funeral de su esposo, quien había perecido en un terrible accidente junto a tres personas más; la segunda fue cuando papá cayó enfermo, haciéndole una simple visita. Siempre había mantenido la correspondencia con mi progenitor siendo una gran amiga suya y se disgustó mucho al no poder asistir a su funeral cuando este falleció, o al menos así me lo había escrito.

—Bueno, estás aquí ahora y vas a ser útil, ya lo verás —dijo animadamente mientras me sonreía de nuevo—. Vamos entonces, comienza a hacer frío. —Se giró sobre sus talones y comenzó a andar rápidamente en dirección hacia la otra puerta de la ópera, con la trenza golpeando de manera rítmica su espalda.

Cogí la maleta que había soltado y la seguí presta, colocándome pronto a su izquierda.

—Espero no ser de ningún impedimento —la dije—. No es mi intención molestarla.

Movió su mano frente a mí.

—No eres ninguna molestia, querida. —Sacando unas feas llaves nos paramos frente al pórtico con la verja oxidada, al otro lado de donde la había esperado—. Necesitábamos un nuevo coro, o al menos nuevos figurantes dado que parte de este fue cambiado —me explicó mientras hacía girar un objeto de hierro y, tras un horrible chirrido, vencía el enrejado hacía delante—, por lo que pensé en ti y en los muchos halagos que siempre escribía tu padre acerca de tu voz. Además, supuse también que necesitarías el trabajo. —Apretándose a la puerta deforme, metió una de las muchas llaves que tenía en la cerradura, constriñendo su cuerpo contra la madera hinchada para que cediese, introduciéndose por la pequeña abertura que había conseguido.

—Señora —la llamé con cuidado, viéndola desaparecer.

—Vamos —indicó mientras me encontraba allí postrada, observándola con petulancia—. Por aquí no es por donde suelen entrar los residentes —contestó a mis pensamientos—. Hay una puerta junto a la rue Gluck en la parte trasera que da a las habitaciones de los jornaleros, pero por el momento quiero enseñarte el resto de la ópera, a pesar de esta creciente oscuridad. —Se apartó un poco más permitiéndome así el entrar con cuidado, evitando rozar el vestido con el oxido o las astillas que sobresalían de la madera.

Prestando atención la escuché volver a cerrar todo lo que había abierto con anterioridad de forma poco cuidadosa.

—En general hay un portero que se dedica a estas cosas —murmuró—, pero Jacques no trabaja los lunes, como ninguno de nosotros. —Con un estrepitoso golpe nos confinó en aquel magnífico lugar, abandonando el aire frío de fuera—. Eso es un aviso para ti también, los lunes serán tus días libres, al igual que las mañanas de los domingos. Por las tardes hay actuación.

"Actuaciones" pensé.

¿De verdad iba a hacer tal cosa?

La mujer delante de mí me tomó del brazo que tenía libre y, obligándome a girar, me mostró la zona dónde nos encontrábamos en realidad.

—Bienvenida a la Ópera Palais Garnier.

Entrecerré entonces los ojos para ver mejor en aquella repentina oscuridad; tres grandes escaleras se colocaban frente a nosotras a varios metros de distancia, una central la cual se separaba en otras dos a media altura, dando paso a lo que parecía ser otro corredor con una puerta tan bien decorada como las que había fuera, siendo vigilada al igual por varias esculturas a sus lados. Dos escaleras más, en esta ocasión curvadas, bajaban hacía una planta más profunda, escondiéndose de mi mirada curiosa y ofreciendo muy poca claridad en su descenso. Había más de una centena de lámparas que rodeaban solo la entrada, pero ninguna encendida, haciéndome sentir desánimo por no ofrecerme la luz que tanto prometían para poder vislumbrar mejor el hermoso espacio.

Dos esculturas de mujeres en un color verde metálico sujetaban varios faroles a los pies de la escalera central, dándole al lugar un aspecto hechizado, con aquella pose dolorosa que parecían tener, junto a lo que se asemejaba a otras damas enroscadas alrededor de sus piernas.

Madame tiró un poco más de mí, consiguiendo que me moviese, para mostrarme en dónde probablemente iba a residir.

—Mañana lo verás todo mucho más claro, con las luces encendidas —comentó distraída, observando también su alrededor—. Es un lugar maravilloso, sin duda.

—Sí —asentí con rapidez—, lo es. —Me reí con un tono casi desesperado—. Es increíble que vaya a vivir aquí, si es que les gusta mi rendimiento —volví a reírme, deseando expulsar los nervios que me habían reconcomido desde que acepté la propuesta de ser parte en el coro.

Madame chasqueó la lengua y con cuidado me indicó que bajásemos por la escalera que se hundía hacía el interior izquierdo.

—Verás cómo no es nada del otro mundo, querida.

Enderecé la espalda y una sensación pesada me envolvió las piernas, entendiendo las intenciones de continuar por aquel pozo mucho más oscuro, de lo que ya era, nuestro alrededor.

—Aquí hay personas a las cuales mantienen y realizan actuaciones horribles —pareció gruñir—. Yo sé que tú no serás una de esas y te ganarás el puesto por mérito propio. —Me dedicó una sonrisa esperanzadora, mas pronto crispó los labios al notar mi ceño fruncido y mi poca determinación por seguirla. Su boca tomó la forma de una O perfecta—. ¡Qué educación la mía! —Soltó mi mano y observé cómo correteaba hasta desaparecer tras un grueso pilar a nuestra izquierda.

—¡Madame! —la llamé, preocupada porque me dejase en tal lugar sola. Pero, al igual de veloz que se había ido, volvió a aparecer, trayendo consigo lo que parecía ser un quinqué.

Mi corazón se hinchó de alegría al verla con el objeto en la mano, asegurándome así de saber dónde posaría los pies.

—Calma niña —pareció reñirme—. He vivido muchos años entre estas paredes y estoy orgullosa de decir que me sé el edificio de perfecta memoria pero, para mí consternación, tú no. —Apoyó la lámpara contra el principio de la barandilla de piedra y, sacando una caja de algún bolsillo escondido en su vestido, encendió una cerilla para pronto acercar la mecha a la zona central, consiguiendo ofrecer cierta luz a donde nos encontrábamos—. Mucho mejor.

Volviendo a tomar mi brazo vacío con el suyo comenzamos el ya seguro descenso por la escalera. Las sombras que se formaban dada la poca iluminación que ofrecía el artilugio hacían que cada esquina se viese de una forma mucho más sobrecogedora, provocándome cierto pavor.

Todo allí estaba decorado en verdes, rojos, dorados y diferentes blancos, como si en realidad se tratase de un palacio en vez de una ópera. Hermosas bóvedas decoraban los techos sobre nuestras cabezas; las paredes parecían brillar entre los diversos cuadros y detalles que había sobre ellas y gigantescas alfombras cubrían las relucientes baldosas del suelo. Dos pasillos que seguían recto daban al interior de lo que parecía ser la zona del escenario, ahogándose en las tinieblas. Nosotras, para mi desencanto, giramos de nuevo a la izquierda tras terminar de recorrer la escalinata, apartándonos de todo aquello e introduciéndonos entre los fuertes cimientos, donde los techos estaban pintados con increíbles dibujos, como si en algunos lugares se pudiese ver el cielo en vez de la fea piedra.

Todo me parecía irreal.

—Tendrás que aprender a recorrer el edificio —me distrajo la señora, girando el rostro levemente hacía el mío, expectante—. Meg podrá enseñarte, por lo menos para que aprendas a encontrar tú habitación sola.

—Por supuesto —la contesté todavía distraída por lo que estaba viendo—. ¿Cómo se encuentra ella?

Me había escrito con Meggan Giry en varias ocasiones, en las cuales acabé deduciendo lo muy nerviosa que era y lo mucho que le encantaría hablar. Esperaba no equivocarme, deseando confraternizar con la locuaz mujer.

—Bastante bien, siempre ha sido alguien saludable. —Se encogió de hombros—. Quería haber venido en tu busca también, pero surgió un… leve problema y tenía que solucionarlo. —Nos paramos en seco—. ¿Ves ese camino hacia la derecha?

Asentí, dirigiendo la mirada entre los tabiques hacia donde me indicaba, siendo este el camino por el que habíamos venido, la zona paralela a la que nos movíamos, justo a nuestras espaldas

—Por ahí —prosiguió— se llega a los cuartos del personal, pero tú no vas a dormir allí por el momento. —Volvió a caminar—. Meg y yo vivimos en un pequeño apartamento casi a las afueras de la ópera que pega con el interior; un piso de nada con algo más de privacidad. —Su voz se había vuelto seria al tratar de explicarme en dónde iba a alojarme a partir de ahora—. Podría haber considerado hacerte residir en las habitaciones de las ratas de ballet o compartir habitación con las mujeres del coro pero… quería que tuvieses algo más individual, reservado.

En aquel momento solo se escuchaban nuestros pasos y el sonido de nuestras respiraciones casi al unísono.

Haciéndome girar de nuevo hacia la misma dirección, me indicó que volviese a bajar por una escalera, esta vez más pequeña y con menos detalles adornándola, casi ocultándose a la vista en la pared donde residían, además, varios bustos colocados en sus respectivos espacios.

—Esta es la zona de los decorados viejos, aquí no viene nadie, tal vez algún que otro enviado a por algún objeto en concreto, pero no bajan de buena gana —relataba mientras llegábamos a la sala.

Estaba llena de vestidos, telas de tul, zapatillas… Y un ligero frío húmedo me rozaba la piel. Pude ver unas lanzas, o al menos aquello era lo que parecían, junto a armaduras y escudos. Era como si nos hubiésemos metido en el estómago de Moby-Dick.

Curiosa ante el comentario acerca de que la gente no anhelaba visitar el sector, la interrogué:

—¿Qué hay de malo en este lugar? —pregunté de manera inexpresiva, parando nuestra caminata y mirando el cuarto con más detenimiento.

Madame Giry parpadeó varias veces y pareció pensar en la respuesta más de lo debido; sin embargo, antes de contestar, simplemente se apartó de mí y rio.

—Nada en realidad; demasiado oscuro supongo o tal vez que a veces se han encontrado ratas en las zonas más profundas —volvió a reírse, relajando el ambiente—. No te estoy metiendo en el peor de los sitios, créeme.

Confiaba en ella, pero no sabía hasta que punto podría abusar de aquello. Al observar mi cara debió de adivinar mis pensamientos.

—Intenta probar, si no te gusta siempre puedes buscar una casa de alquiler o vivir con el resto del elenco —me ofreció como alternativa.

—Esto estará bien —la contesté, no queriendo ofender todo lo que me había conseguido—. Espero no encontrarme ninguna rata, al menos. —No quería asustarme por un triste mamífero hambriento.

Notando la burla volvió a reírse. Parecía demasiado risueña para como la recordaba y aquello me dejaba perpleja.

— Preferiría que me dejase algo de luz —murmuré mientras miraba alrededor y no vislumbraba ningún tipo de lámpara pegada a las paredes—, no suelo llevarme muy bien con la oscuridad.

—Sí, sí, por supuesto. En los primeros días vendré yo, o mi hija, a por ti hasta aquí.

Oh, aquello sería todo un detalle.

—Es muy amable por vuestra parte. —Me incliné, agradecida de nuevo.

—Es lo mínimo que podemos hacer, querida —dijo mientras movía la mano delante de su cuerpo, comenzando a caminar de nuevo hasta el final de la vieja habitación, parando frente a una puerta de un color caoba ennegrecido. La seguí con ademán vacilante—. Meg estará deseosa de mostrarte todos los escondrijos que tiene este laberinto.

Dejando la lámpara en una mesilla llena de telas oscuras, hurgó dentro de la faltriquera que colgaba de sus caderas y de allí sacó otra llave, en esta ocasión mucho más pequeña y de color oro. Decidida la introdujo en la clavija debajo del pomo y dándole tres vueltas abrió la puerta.

—Esta es tú habitación —declaró, volviendo a coger la lámpara e introduciéndose con ella en la nueva sala.

La escuché alentarme a que la acompañase, por lo que dando unos pasos en el lóbrego interior dejé caer el maletón contra el suelo, verdaderamente cansada de llevarlo; no era como si tuviese mucha ropa en realidad dentro de él, pero se había convertido en una gran molestia mientras paseábamos.

Madame comenzó de forma rápida a moverse entre las paredes y de un momento a otro encendió lo que parecían ser lámparas de gas, tres en realidad, bien colocadas en tres de las cuatro paredes. Increíblemente, había espacio para una hoguera en una chimenea situada a los pies de una cama de ensueño.

Para mi sorpresa la habitación parecía haber salido de un cuento infantil de caballeros y damas en apuros aunque, tal vez, con una forma demasiado cuadrada.

Las paredes eran de un color oscuro para mi pesar, no llegando al negro; no obstante, los muebles estaban en diferentes tipos de blanco brillante junto con detalles en color oro, siendo éstos los pomos de los dos armarios y de una simple mesilla. La cama situada a la derecha de la entrada era individual pero mucho más larga de lo que jamás había visto, con un dosel y sábanas en colores rojos brillantes los cuales no dejaban ver el esqueleto de madera del lecho. Por lo menos cinco almohadas en ricos tonos y patrones extraños estaban dispersas sobre ella, dándole un aspecto de lo más encantador. Una gran pomposa alfombra de color madera se colocaba sobre el suelo, incitándome a descalzarme y probar con los dedos de los pies su suave apariencia.

Levantando la vista de su grandilocuencia advertí como en una de sus esquinas, en mitad casi de la habitación, se encontraba una pequeña mesa junto a una silla. Un increíble biombo en color blanco con flores azules dibujadas sobre él estaba colocado en la pared de nuestra izquierda, tapando lo que parecía ser otra puerta; y por último, y más destacable, era algún tipo de mueble enorme en la pared contraria a la entrada, junto al fogón, con una manta amarillenta encima, ocultándolo.

No pude evitar que una risa suave saliese de mis labios ante el aspecto de todo aquello; ¿de verdad la gente temía estar aquí?

Dándome la vuelta encontré a la señora distraída con una pequeña pila de madera al lado del hogar y pasando el dedo por encima del mismo, comprobando el polvo que había. Me aclaré la garganta, nerviosa por la creciente emoción dentro de mi pecho.

—No sé muy bien qué decir —exclamé mientras me colocaba frente a ella—. Esto es mucho más de lo que jamás haya imaginado. —Volví a reír, disfrutando desde hacía mucho tiempo de un poco de felicidad—. Esta habitación parece sacada de un cuento.

—¿Verdad que sí? —Se giró, devolviéndome la sonrisa y señalando a la chimenea—. Lo que deberías tener es, siempre que puedas, un fuego encendido. No es un lugar muy grande, pero al estar bajo suelo lo hace frío, así que tendrás que asegurarte el estar caliente.

Volvió su rostro hacía el biombo y caminando hasta su posición, lo apartó levemente para mostrarme aquella zona que tapaba.

—Este es el baño —me urgió mientras abría la puerta y se introducía dentro, encendiendo otra luz—. No me preguntes cómo pero a la bañera llega agua caliente, de modo que no tendrás que hervirla; pero el lavabo todavía funciona con una bomba de mano —me relataba mientras asomaba la cabeza en el interior y se me quedaba el aliento en el pecho tras estudiaba el lugar.

Volver a repetir que pertenecía a un cuento era simplemente un eufemismo, aquel aseo parecía más sacado desde uno de los más hermosos palacios, haciendo juego con la parte superior por la que habíamos entrado. Era, por supuesto, mucho más pequeño que el dormitorio y sin dudar, en vez de forma cuadrada, parecía más o menos rectangular.

Las paredes estaban decoradas con baldosas blancas y brillantes y una enorme bañera en la pared derecha ocupaba casi toda la zona, siendo muy prominente. Una mesilla se encontraba a su espalda con un plato lleno de jabones junto a un cuenco y, en la pared contraria, estaba una especie de armario bajo, cerca de la pila de color marfil la cual tenía un pequeño espejo en la parte superior y su respectiva bomba de mano a la derecha. Un retrete del mismo color estaba colocado al final de la sala y en el suelo una alfombra de lo que parecía ser lana lo decoraba.

Era increíble que tuviesen este tipo de modernidades en aquel lugar tan profundo; en el conservatorio no podían permitirse el agua caliente en algunas zonas y aquí llegaba incluso a las esquinas más recónditas.

Escuché con poca atención la voz de la señora y la explicación en la que me indicaba dónde estaban las cosas o los suministros que me había traído, soñando con lo que se había convertido ahora mi vida. ¿Cómo había conseguido toda aquello si hacía solo una semana antes intentaron echarme a la calle por no poder pagar las rigurosas tasas de la escuela de música? Y de repente allí estaba, en una de las mejores óperas de París, viendo discutir a la mujer que me había introducido en todo aquello si debía guardas las toallas en un armario u en otro.

—No se preocupe, Madame —la detuve, intentando parecer atenta—. He vivido sola antes y sabré cómo ajustarme.

Me miró de arriba abajo, con un brillo extraño en su mirada azul, asintiendo varias veces.

—Te dejaré unos momentos para que te acomodes —dijo—. No sé qué hora puede ser, pero vendré a por ti antes de las ocho para la cena, ¿está claro? —me preguntó, en un tono firme de nuevo.

—Por supuesto —contesté, algo acobardada—. Estaré lista para entonces.

—Muy bien. —Saliendo del baño y apagando aquella luz se dirigió hacia la puerta que daba a la salida—. Te dejaré la lámpara, y hay cerillas en la mesilla de noche —comentó mientras señalaba los objetos—. ¡Oh! Por supuesto, aquí tienes. —Me ofreció la llave con la que había abierto—. Dudo de que cualquier persona vaya a venir aquí pero, por si acaso, cierra la puerta. —De manera dubitativa soltó el elemento sobre mi mano y con pasos torpes se acercó lo suficiente a mí como para rodearme y dedicarme un abrazo rápido de nuevo—. Espero que esté todo a tu gusto.

—No podría pedir nada mejor.

Y tras haber dicho esas últimas palabras, me soltó y desapareció por la puerta cerrándola tras ella, siendo engullida por aquella oscuridad que decía conocer tan bien.

Dejé escapar una exhalación ante todas las nuevas sensaciones que estaba sintiendo. Estaba verdaderamente cansada y si no fuese por el mero hecho de ser educada, probablemente, aquella noche ni si quiera cenaría. Observando la llave que me había dado, estudié la extraña forma que tenía, algo así como una mariposa en la zona contraria a los dientes, pero estaba demasiado golpeada y abollada como para verdaderamente identificarlo. Decidí comprobar la cerradura, algo asustada también por si alguien se decidía bajar a molestarme; lo último que quería eran incidentes.

Acercándome a la puerta para introducirla, contemplé el pomo con fascinación dada su particular forma; se trataba de la mano estirada de una mujer, como esperando para ser cogida, un objeto verdaderamente extraño que me comenzaba a poner los pelos de punta. Podía imaginarme aquello moviéndose y haciéndome señas para que me acercase a ella en mitad de la noche.

Un escalofrío me recorrió el cuerpo y apoyé mi propia palma contra la fría de hierro.

La llave entraba perfectamente y tras abrir y cerrar un par de veces la puerta, la dejé puesta, no queriendo perderla; no sería buena idea el quedarme encerrada el primer día en una habitación tan alejada.

Decidí que era el momento de guardar las escasas pertenencias que tenía en sus respectivos sitios, así pues, tomando el maletón del suelo, lo coloqué en la ostentosa cama y abriéndolo saqué los pocos vestidos que llevaba, colocándolos en el armario más grande, bien estirados para evitar las arrugas. Las prendas interiores fueron a la pequeña cómoda y el otro par de zapatos que tenía a los pies de los vestidos. Algo que debía comprar con cierta urgencia era ropa, sin titubear, y en cuanto consiguiese el primer salario sería en donde lo gastaría, en gran medida. Con simplemente tres vestidos, incluyendo el que llevaba, no podía hacer mucho, y uno de ellos estaba tan harapiento que prefería no usarlo apenas. Probablemente también me compraría unas botas nuevas, e incluso podría adquirir unas medias mucho más finas de las que usaba en general para las estaciones más calurosas.

No pude evitar reírme ante mi repentino delirio; la felicidad me recorría el cuerpo a pesar de la fatiga, comenzando en los pies y terminando en la cabeza, consiguiendo que, desde hacía mucho tiempo, me sintiese necesitada en algún lugar.

Tras la muerte de papá las cosas habían cambiado de manera muy dura y, al comenzar a escasear el dinero que heredé de él, había tenido que hacer muchos sacrificios. A pesar de ello, aquel empleo sería un descanso, o eso quería creer, por lo menos en lo que refería a lo económico.

Sacando el reloj del bolsillo me fijé en que era poco antes de las siete, teniendo así tiempo para contemplar más a fondo la sala.

Coloqué el resto del equipaje; los pocos objetos que había traído conmigo se trataban de unos jabones con olor a rosas y algo así como las frambuesas, un frasco de perfume fuerte casi a acabar, algunos peines, lazos y pasadores, un monedero con muy poco dinero en su interior, un libro en sueco sobre cuentos populares y pinturas que me había regalado mi padre cuando era pequeña, y el violín que le perteneció. Me habían ofrecido en varias ocasiones unas considerables sumas de dinero por aquel objeto, pero el valor sentimental que tenía para mí no lo podría superar nadie con varios francos de más, o al menos no había estado tan necesitada como para venderlo.

Lo dejé con cuidado sobre la mesa frente a la silla, con su respectivo arco. Si conseguía las monedas suficientes le compraría una hermosa funda de piel.

Apartándome, giré sobre mí misma para poder observar de nuevo la habitación, pareciéndome tan extraño que todo aquello se encontrase explícitamente allí, y dudando severamente de que Madame Giry hubiese sido la que lo hubiese decorado. Era demasiado lujoso...

Los ojos se me posaron de repente sobre la fea tela ambarina, la cual tapaba de mi visón aquel gran objeto. No sabía muy bien lo que esperar al acercarme pero, cuando levanté la mano y la bajé, lo menos que me esperaba encontrar era mi rostro; en consecuencia con un grito dejé caer el manto y me llevé las manos a la boca, asustada por mi repentina visión.

Se trataba de un espejo.

Sintiéndome como una tonta apoyé las manos sobre mi pecho, intentando que el corazón volviese a sus pulsaciones normales.

Me miré de abajo a arriba en el reflejo; el vestido de color rosa pálido que vestía todavía se ceñía bien contra mi cuerpo, no estando muy estirado a causa de los lavados, pero la chaqueta de lana que llevaba era otro cantar; se trataba de lo más abrigado que tenía y los años que la había usado no pasaban en balde, viéndose deshilachada en algunos lugares y con el color blanco un poco ennegrecido.

Me pasé una mano por el rostro, examinando las oscuras ojeras que decoraban la parte baja de mis ojos y el cómo mi pelo marrón se había transformado en el lio que era el recogido que llevaba, dejando plena libertad a algunos de los rizos más rebeldes y brillantes.

Acercándome a donde había dejado los peines en el baño, tomé uno de ellos y comencé a soltar los mechones bien colocados, para volver a ordenarlos en un fuerte moño.

Parándome de nuevo frente al gran espejo mientras soltaba los pasadores y los sujetaba con la boca, sintiendo el asqueroso sabor del metal en ella, pude observar en realidad lo hermoso que era; el marco que lo rodeaba era del mismo color oro que había en los muebles, sin embargo, la temática de este era una especie de enredadera que se trenzaba y daba vueltas. En la parte superior había unas máscaras, simbolismo claro sobre el drama y la comedia, mientras que abajo había tres rosas bien colocadas en el medio. Era sin dudarlo grandioso e increíblemente alto, llegando casi al techo de la habitación.

Continué pasando el peine por mi cabello, disfrutando de tenerlo suelto, pero pronto volví a meterlo en su acostumbrado revoltijo, intentando que quedase lo menos lioso posible y con un buen aspecto.

Tras finalizar, aprovechando también los minutos que me quedaban hasta que alguien viniese, decidí asearme rápidamente, quedándome así fresca y limpia para la cena; pero para mi desgracia no fue suficiente con lo que distraerme y al acabar aún tenía más de media hora por delante.

Con cierta vacilación tomé el quinqué que todavía se encontraba encendido, y acercándome a la puerta, girando la llave y abriéndola por el pomo raro, salí a curiosear sobre los antiguos artilugios que ocupaban las estanterías o se apoyaban contra las paredes. Poniendo la luz frente a mí para poder ver mejor y dejando el paso abierto a mí espalda, observé con cuidado todas las cosas que había, desde lo que parecían ser faldas con flores atadas hasta maniquíes sin ningún tipo de ropa que les cubriese, e incluso pude identificar los escudos de dos familias, Capuleto y Montesco.

Dejé la linterna sobre una mesa llena de zapatillas muy coloridas, y verdaderamente feas, y me dispuse a buscar cualquier cosa que mereciese la pena entre tanto barullo de objetos.

Algunos parecían pertenecer a actuaciones recientes, mientras que otros decorados estaban colocados de cierta forma contra los muros, cubiertos de polvo, dándome a entender el tiempo que debían llevar allí, esperando seguramente por volver al escenario.

Aquella sala era solo un poco más grande que la habitación contigua, con las mismas paredes frías de piedra, sin nada que las embelleciese, dándole un aspecto mucho más parecido al de una cueva.

Me percaté de una zona diferente al resto, cerca de la entrada que llevaba a mí cuarto. La piedra lisa se arrugaba y resalía de algún modo desde allí, tornándose porosa, dándole un aspecto bulboso por encima de mi cabeza.

La acaricié con la palma de la mano, notando lo helada que estaba.

Me encogí de hombros sin darle ninguna importancia; me encontraba a tres pisos bajo la verdadera belleza, no se podía pedir que todo fuese perfecto y menos aún una sala tan poco importante al parecer.

Intenté volver a prestar atención a los elementos que me rodeaban, deseando encontrar algo que poder meter allá adentro para ataviar, o buscando algo con lo que pasar el rato. Le pediría a Meg o a Madame Giry algún libro o, tal vez, hilo y agujas con lo que bordar, hasta que tuviese dinero para poder comprarme las cosas de manera independiente.

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Sintiéndome algo afligida, me rendí de examinar nada en particular y, tomando la única tela negra de satén, con un estampado de flores rojas y azules junto a los tallos en verde esmeralda que me había parecido en verdad hermosa entre los cientos que allí se encontraban, me introduje de nuevo en la fría habitación, cerrando la puerta con un suave golpe tras de mí, echando la mariposa, tal y como me había dicho la señora. Deposité el suave manto sobre la cama, sintiéndome de repente atraída por tumbarme en ella y conciliar el sueño que tanto necesitaba. Mas, muy a mi pesar, debía estar preparada para cuando llegasen, no queriendo formar una mala impresión.

Acercándome a la mesa de madera e intentando buscar otro pasatiempo, arrastré la silla a su lado y me senté. Unos finos cajones se encontraban bajo la misma y abriéndolos con curiosidad me sorprendió el encontrar papel en blanco en uno, un tintero cerrado en otro y la mejor pluma que había visto en toda mi vida en un tercero. Era larga, oscura y con la punta en un color plata brillante.

"Podría ser perfectamente la que usa la muerte para apuntar a los fallecidos" pensé de forma tétrica y con una mueca en los labios.

Saqué una hoja de papel y la coloqué sobre la superficie plana, suponiendo que no sería de mucha molestia el que tomase algunos apuntes en una de ellas. Sacándolo de igual forma, deposité el tintero y la pluma encima de la cuartilla, y abriendo el bote de metal con un suave click, hundí la punta de su compañera, arrastrándola por el borde del recipiente para suavizar la tinta y quitar la sobrante. Empezando por la primera palabra me paré en seco; las letras que escribí eran de un color rojo oscuro, casi negro.

Hice una mueca.

Podrían ser verdaderamente los papeles que usaba la muerte allá abajo, en una sala hermosa por debajo del lugar del nacimiento de la música.

Meneé la cabeza; no debía pensar aquellas cosas macabras si quería dormir por la noche.

Comencé haciendo algunos garabatos en el papel, sin saber muy bien lo que en realidad quería apuntar, mas pronto pensé en lo que necesitaría si mi estancia se iba a prolongar, así que me decidí a redactar una lista:

Cosas necesarias,

Dos nuevos vestidos, uno con telas gruesas y otro con telas más finas/Dos camisas y una falda larga

Capa o chaquetón

Zapatos

Hilo y aguja (para enmendar)

Cosas menos necesarias,

Perfume

Medias finas

Enaguas

Un corsé

Algún libro (podría tomar alguno prestado también)

Aquello sería lo único que necesitase en un primer momento, o al menos lo que recordaba en aquel instante. Probablemente para un inicio no requeriría nada más, aunque esperaba que parte de lo que cobrase —según sabia a fin de mes— pudiesen dármelo por adelantado. Aún no teniendo que pagar ningún tipo de alquiler por alojarme, la comida sería imposible ganármela de ninguna otra manera y solo me quedaban unos pocos francos para subsistir de forma pésima.

Dejé la pluma y coloqué la cabeza entre las manos sobre la mesa. Requería aquel empleo con total necesidad, y a pesar de que estaba segura que Madame Giry no me dejaría en la calle, como algunos ya habían intentado, tampoco querría ser una carga pesada contra ella; después de todo era una especie de desconocida para mí.

Consiguiendo sobresaltarme, unos golpes resonaron en la puerta. Abrí los ojos y me dirigí hacia ella, arrastrando la silla al levantarme, sin saber muy bien quién podría encontrarse al otro lado. Volví a sacar el reloj, observando que solo eran las siete y media pasadas.

Mi corazón martilleaba dentro del pecho.

—¿Christine? —preguntó una voz femenina—. ¿Estás ahí?

Soltando el aire que había quedado atrapado en mis pulmones corrí el pequeño estrecho que me separaba de la puerta y girando la llave y el pomo la abrí, dejando al descubierto a una pequeña chica rubia, que sujetaba un farol frente a su cara con una sonrisa creciente en ella. Sus ojos de repente se posaron en el interior y en mi figura y sus delicados labios tomaron una forma redondeada.

—Oh —murmuró, volviéndose su expresión afligida—. Tal vez te haya molestado, ¡no era mi intención!

Al intentar excusarla ella continuó.

—Solo que mamá me obligó a ayudar a un viejo amigo, a pesar de que la dije que podría ir ella y yo mostrarte la ópera, pero a veces es tan dictadora que…

—No pasa nada —conseguí pararla en esta ocasión, observando cómo sus ojos adquirían un brillo alegre y la sonrisa volvía a sus labios—. Supongo que debes de ser Meg. —No me equivoqué al pensar que sería una mujer charlatana.

Abrí la puerta en su totalidad y la invité al interior, agradecida por un poco más de compañía.

—Exacto —se rio, pasando tras de mí y cerrándola a su espalda con un golpe más fuerte de lo debido.

Me miró con los labios contraídos pero ignoré el impacto.

La indiqué que tomase asiento donde más le gustase, sentándome yo en la cama, encima del manto que había encontrado. Ella, a pesar de mi ofrecimiento, giró sobre sí misma, paseando su mirada curiosa por la sala elegantemente amueblada.

—No está mal, ¿verdad? —me preguntó mientras dejaba el farol en el suelo y se sentaba junto a él en la pomposa alfombra, de una forma delicada y grácil, mirándome de nuevo casi sin pestañear.

—Si te refieres a la habitación, no, no lo está —me burlé mientras me apoyaba contra el poste de madera pulida de la cama, apartando con suavidad el dosel—. Pero he de confesar que el exterior deja mucho que desear —bromeé, señalando con la mano el lugar por donde había venido.

—Deberías de ver algunas de habitaciones de la ópera, entonces esa te parecerá una de las pocas casi perfectas —se había reído también, provocándome otra carcajada sincera.

La chica delante de mí parecía alguien fácil con quien conversar. Sus ojos eran del mismo color azul profundo que los de su madre, pero tenía el pelo de un rubio brillante, atado con una cinta clara en la nuca, cubriéndole hasta la espaldilla. Llevaba un vestido verde con volantes, que se arrugaban en ciertos lugares de forma extraña por haberse sentado en el suelo con las piernas cruzadas.

Su piel era de un color rosa brillante, y en su cara tenía las primeras arrugas que le concedían su sonrisa, dejándole las mejillas llenas de hoyuelos.

Después de un cómodo silencio, donde aprovechó para volver a mirar a su alrededor, continuó hablando.

—Entonces, ¿te gustaría estar aquí mucho tiempo? —terminó por cuestionarme—. Trabajando en la ópera, quiero decir.

—Por supuesto —contesté de manera rápida—. No es como si tuviese algo mejor fuera y no volvería al conservatorio de todas formas.

—Un conservatorio… —Me miró con rostro soñador—. Siempre quise ir a uno, al igual que maman, pero fue ella quién me enseñó a bailar desde que era pequeña, así que pronto me concedió un puesto aquí junto a las demás bailarinas que instruia. —Parpadeé sorprendida, habiendo olvidado la ocupación de la señora en aquel lugar—. Pero no te preocupes —continuó ella sin notar mi sorpresa—, mientras sepas cantar lo más mínimo podrás estar aquí, da igual de dónde hayas venido. Mamá parece que nació con la ópera, por ello tiene bastante importancia lo que dice, además de llevar el cuerpo de ballet.

—Es una suerte —admití contenta con el papel que tenía allí la señora, pensando en lo beneficioso que me podría ser.

La chica se removió algo inquieta y, acercándose hasta mis pies, me susurró.

—Igualmente, se lleva bien con el Fantasma.

Esperó mi respuesta con los ojos brillantes.

—¿Intentas asustarme? —la pregunté mientras me erguía, un poco ofendida también por su anterior comentario al suponer que sabía solo lo mínimo sobre canto.

—No, no —se rio, levantándose del suelo de un salto y sentándose a mi lado en la cama, haciendo que esta cediese ante el peso añadido—. Se supone que un fantasma habita el edificio, pero no molesta a los que le hacen caso. —Miró de lado a lado—. Pero… yo que tú no saldría por las noches de aquí. —Pareció advertirme.

Oh —fue lo único que pude decir, no creyéndome demasiado aquel cuento.

—No te preocupes —volvió a repetir, suponiendo que me había acobardado—. Es solo una historia. —Asentí con la cabeza, no muy segura de si decirle que su espectro me daba igual—. Ya verás como pronto te acostumbras a todo esto, además, el puesto en el coro lo tienes asegurado. Estos tontos gerentes que llevan la ópera no se molestan en hacer apenas audiciones.

—Estoy segura de que estará todo bien —aprecié sus intentos por animarme, verdaderamente satisfecha por comenzar una nueva rutina con la que distraerme.

La rubia a mi lado —un manojo de nervios que no podía estar quieto— volvió a alzarse, dirigiéndose en esta ocasión hacía la chimenea.

—Vamos a encender esto antes de irnos —habló, más para ella que para mí—. Así se irá calentando la sala, que por cierto ¡está helada!

Se frotó los brazos mientras se agachaba frente a la pila de madera y tomando algunos troncos y periódicos los soltó en la hoguera apagada.

Sin que me preguntase, me estiré encima de la cama, para poder llegar al cajón de la mesilla pegado a la cabeza donde la señora me había dicho que estaban las cerillas, abriéndolo y encontrándome algo más que eso; varias velas de colores blancos y amarillos, junto con un plato de metal donde colocarlas y encima de este varias cajas de lo que buscaba.

Tomando lo que necesitaba y cerrándolo de nuevo me levanté y lo deposité sobre la mano de Meg ya extendida. Con suavidad, sacó un fósforo y frotándolo contra la lija intentó prender uno de los periódicos, consiguiéndolo al tercer intento.

—Mucho mejor. Cuando vuelvas no estará tan frío —declaró mientras se erguía y me miraba con expresión orgullosa. Mis mejores esfuerzos por sonreírla fallaron miserablemente, pero aprecié que no hiciese ningún comentario—. Vamos —me apresuró, dejando la cajetilla en su lugar—. Será mejor que nos pongamos en marcha. No sé qué hora debe ser, pero me jugaría el cuello que casi las ocho —dijo con la casi misma expresión que su madre.

—Sí, no es bueno hacer esperar —la repliqué—. ¿Me acompañarás luego hasta aquí? —pregunté, dudando de si llevarme mi propia luz por si me hacían regresar sola a pesar de lo que antes había hablado con la mujer.

—Por supuesto —contestó ofendida—. No creo que consigas aprenderte el camino, y menos aún sin apenas luminosidad —La observé tomar el farol del suelo y alargar su brazo para que lo enredase contra el mío—. Vamos —me indicó, mostrando los dientes en una sonrisa radiante.

—Vamos —la dije agarrando su brazo y sonriéndola lo mejor que pude mientras salíamos de la habitación de ensueño, no sin antes cerrar la puerta con la llave y apagar las luces.

Sería muy fácil hacer amistad con Meg Giry.

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Espero que os haya gustado este primer capítulo y lamento cualquier falta de ortografía que hayáis podido encontrar. A pesar de las mil veces que lo reviso estoy segura que se me habrá pasado algo.

Veré si continúo subiéndolo, por el momento es para mi propio disfrute, y llevo escrito ya treinta y seis capítulos, ni más ni menos!

Un besazo y hasta el próximo capítulo!