Si me preguntan como empezó, no sabría que decir pero él estaba encima mío y yo debajo suyo. Sus brazos me tenían atrapada en su pecho desnudo que me agarraban con fuerza mientras nuestras lenguas jugaban la una con la otra sin vacilar, la suya dentro de mi boca y la mía dentro de la suya. Jugueteaba con sus dorados cabellos mientras nos dejábamos llevar por los sentidos que nos impulsaban. Él era un hombre y yo una mujer, no había nada de malo en hacer lo que suelen hacer hombre y mujer, la mejor expresión de amor.

A fuera se escuchaban por un momento pequeños ruidos, pero no nos importaba lo más mínimo estabamos metidos en nuestro propio juego, un juego que nunca había saboreado hasta el momento. No recuerdo cuando cedieron aquellos ruidos, gato o perro callejero sería, lo único que escuchaba eran los continuos jadeos. Para Urahara como para mi este acto no representaba nada más que otro juego, uno de los tantos que hacíamos para divertirnos, un juego de amigos. Este juego fue el que nos pidieron nuestros cuerpos la noche de hoy, mañana quién sabe si es otro diferente, pero la noche de hoy la ibamos a disfrutar al máximo y así fue como lo hicimos.

El sol de la mañana me despertó, Urahara seguía durmiendo con una cara de tonto y despreocupado mientras se le caía la baba y como cada mañana iba hacía la cocina a por un vaso de leche fresca. Andaba bastante dormida para no percatarme de las manchas que invadían varias zonas de la pared, pero sí pude darme cuenta de un aro que se encontraba tirado en la esquina de la pared. Había algo en aquel aro que me resultaba familiar, lo había visto en algún otro lugar y es cuando visualicé rastros por las paredes. Aquellos rastros no eran simples manchas y aquel aro tenía envuelto pequeños cabellos oscuros. Por un instante me quedé congelada en el sitio, mi cabeza empezó a relacionarlo todo y eché a correr siguiendo aquellos rastros que me condujeron a una habitación.

Al ver el interior de aquella habitación deseé con todas mis fuerzas que fuese una pesadilla, un mal sueño que mi mente me jugaba. El corazón como un puño y mi voz incapaz de liberarse de aquel nudo en la garganta, entendí que ni gato ni perro callejero eran; era una abeja que con la tinta de su cuerpo dejó su última picadura...

Yoruichi-sama