- CAPÍTULO UNO -
La misma historia de nuevo

En el pueblo de Little Whinging había una calle donde todas las casas eran iguales y perfectas. Esta calle se llamaba Privet Drive, y en el número cuatro es donde vivía la familia Dursley. El señor Dursley era gordo, enorme, con pelo rubio y espeso y ojos azules. Era el gerente general de Grunnings, empresa fabricante de taladros que había heredado de su padre junto con la casa en la que vivía. Sus padres, Vernon y Petunia Dursley, se habían mudado a Mallorca y le habían dejado todo a su único y mimado hijo. Éste se había casado con Marguerite, una mujer atractiva de rizos pelirrojos. Todo el mundo se preguntaba qué le habría visto la señora Dursley a su marido para querer casarse con él. Los Dursley tenían un hijo de un año de edad, Cuthbert, a quien consentían en todo, y una hija de apenas dos meses, Cordelia, quien había llegado como un regalo para la señora Dursley. Siempre había querido tener una niña y criarla para que fuera como ella. Pero detrás de toda esta normalidad se escondía un terrible secreto que les quitaba el sueño. Lo peor que les podría pasar sería que alguien se enterara de lo que ocultaban. No creían poder soportarlo si un día los Potter se aparecieran en Privet Drive y todo el vecindario se enterara de que ellos, los respetables y aburridos Dursley, eran parientes de unos anormales. No imaginaban dónde quedaría su reputación en el barrio si su peor temor se hacía realidad. De todos modos, no era muy posible que sucediera ya que los Dursley evitaban a los Potter como si fueran leprosos y viceversa. Los Potter tenían un niño de la edad de Bertie, pero eso era para ambas familias una razón más para no verse.

Una fresca mañana de noviembre el señor Dursley se preparaba para ir a trabajar mientras su esposa intentaba lograr que Bertie se comiera su avena sin lanzar la mitad del contenido del tazón a las paredes. El señor Dursley saludó a su esposa y a sus hijos, salió de la casa, subió a su flamante coche y arrancó. Antes de doblar la esquina vio por el espejo retrovisor a un gato sentado muy rígido sobre el muro de ladrillos que separaba el jardín del número cuatro de la acera. No le prestó mucha atención, ya que por allí andaban muchos gatos. Seguramente ese estaría esperando que la señora Dursley le diera algo de lo que había sobrado del desayuno. Su día fue perfectamente normal. Se dedicó a dar órdenes, perder los estribos, gritar, gruñir y dar portazos hasta el mediodía. A la hora del almuerzo decidió cruzar a su restaurante preferido, donde siempre le reservaban la mesa junto a la ventana y lo atendían como a un rey. Era increíble lo que se podía lograr con dejar buenas propinas en un lugar como ese. De camino al restaurante se cruzó con un grupo de cinco o seis personas vestidas muy extrañamente, como lo hacían los Potter a veces... De sólo pensarlo se le erizaron los pelos de la nuca. Llevaban túnicas largas de diferentes colores y sombreros puntiagudos al tono. - Debe ser una nueva moda –se dijo el señor Dursley en un intento de calmar los nervios que le habían aparecido de repente -. Seguro que sí, si es que estos diseñadores ya no saben qué inventar. Mientras almorzaba se olvidó de todo eso. Tenía cosas más importantes en las que pensar, por ejemplo en el regalo de aniversario que le haría a su esposa cuando cumplieran los tres años de casados en un par de semanas. Tal vez unas vacaciones en las Islas Canarias, o aquel vestido de Armani que tanto deseaba. En fin, ya vería... Cuando iba de regreso a la oficina dos mujeres, una regordeta y la otra bajita y flaca, se encargaron de recordarle sus temores. La señora gorda tenía una túnica verde loro que la hacía verse más enorme todavía, y la flaca llevaba una color malva que hacía juego con su lápiz labial. Ambas venían caminando un par de pasos detrás del señor Dursley, cuchicheando con tono de desesperación y ganas de chismear a la vez: - ¿Oíste las últimas noticias sobre Ya-Sabes-Quién? ¡Está muerto definitivamente! - Sí, querida, ¿pero a qué precio? ¡Harry Potter tuvo que morir para salvarnos a todos de Ya-Sabes-Quién! El señor Dursley se estremeció. Harry Potter era su primo. Eran demasiadas coincidencias. Pero enseguida se despreocupó, debían de haber miles de personas llamadas Harry Potter en Gran Bretaña... Dejó de pensar cuando la mujer regordeta respondió: - Tienes razón, Annette, el pequeño Aiken se quedó sin familiares en este mundo... En ese momento el señor Dursley aceleró el paso para no escuchar más a las señoras de túnica. Le sonaba que Aiken era el nombre del hijo de su primo Harry. Pero volvió a tranquilizarse pensando que por más que a los Potter les hubiera ocurrido algo malo, lo que fuera no involucraría a los Dursley. Como no podía ser de otra manera, estaba muy equivocado.

Aquella misma noche, frente al número cuatro de Privet Drive, tuvo lugar una extraña reunión, O mejor dicho, una reunión de gente extraña. Un mago muy anciano, de cabello largo y plateado, ojos azul claro y anteojos en forma de media luna apareció de la nada en una esquina de la calle. De entre los pliegues de su capa sacó un apagador de plata que accionó doce veces para apagar los doce faroles de la calle. Este hombre se llamaba Albus Dumbledore, y vestía una larga túnica y sombrero puntiagudo como los de las personas que el señor Dursley había visto en la calle en la mañana. El profesor Dumbledore se dirigió a la casa de los Dursley y saludó a uno de los dos gatos atigrados que estaban sentados en el muro de ladrillos: - Qué gusto verla, profesora McGonagall. El gato maulló y se alejó rápidamente calle abajo, demostrándole al profesor Dumbledore que había saludado al gato equivocado. El otro gato se convirtió en una mujer mayor, vestida con túnica y sombrero violetas que usaba anteojos de montura cuadrada. - No estamos para bromas, Albus –le recriminó la profesora McGonagall -. Es terrible el motivo que nos llevó a esta reunión. - Lo sé, Minerva. - ¿Hagrid traerá al niño? - Por supuesto, igual que la vez que tuvimos que dejar a Harry con los Dursley. - Es la misma historia de nuevo. Otra vez un mago Potter tendrá que vivir con unos muggles Dursley. ¿Por qué hacemos esto? - Es lo mejor para el pequeño. Crecerá a salvo de los mortífagos que deben estar buscándolo todavía, lejos del terrible episodio que le tocó vivir la noche pasada... Cuando sea mayor sus tíos podrán explicarle todo y ya estará más preparado para asumirlo. - ¿Te parece que los Dursley le contarán la verdad? - No lo creo. Pero de eso me ocuparé a su debido tiempo. Un estruendoso ruido de motor interrumpió la conversación. Una moto gigantesca, aunque no tanto como el hombre que la conducía, aterrizó sobre el pavimento con un golpe seco. Rubeus Hagrid se bajó de ella, tomó un envoltorio de mantas que había en el sidecar y se lo entregó a Dumbledore. Hagrid se veía muy triste y no quería dejarlo allí. - Vamos, Hagrid, es lo mejor para él. Si yo creyera que lo mejor es que viva con una familia de magos lo habría dejado con Ron y Hermione, o con Ginny, que es su madrina. Pero no creo que eso sea bueno para él. - Si usted cree que es lo correcto, profesor Dumbledore, señor... Dumbledore dejó al niño en la puerta del número cuatro y se alejó junto con los otros. Hagrid se subió a la moto, echó una última mirada al bebé que dormía ajeno a todo, encendió el motor y se perdió en la noche. La profesora McGonagall volvió a convertirse en el gato atigrado y se alejó caminando despacio. Dumbledore caminó hasta la esquina, volvió a encender los faroles de la calle y desapareció con un ligero chasquido. El pequeño Aiken Potter dormía, sin saber que su tío Dudley tropezaría con él a la mañana siguiente cuando saliera a recoger el periódico, ignorando que sería golpeado durante años por su primo Bertie y su pandilla, usando su ropa vieja, sin conocer nada sobre el mundo al que pertenecía y creyendo que su padre había muerto en un accidente automovilístico. Es que los Dursley son así de originales cuando de inventar excusas se trata.