LUNA SANGRIENTA

CAPÍTULO 1: LAS "SIN-NOMBRE".

El aplastante silencio de la noche era demasiado fuerte como para ignorarlo. Solamente el murmullo lejano de calles menos silenciosas (y, bastaba decirlo, más peligrosas) mantenían a Londres totalmente despierta.

Por el camino silencioso y oscuro entre unos antros de aspecto abandonado y unas casas desoladas, una mujer caminaba arrastrando su vestido rojo. Tenía el cabello largo, ondulado y castaño, bonitos pero agotados y tristes ojos del color de las avellanas, y los labios teñidos del color de la sangre. Intentaba en vano permanecer de pie, caminando de un lado a otro con expresión perdida. ¿Qué buscaba? Nadie lo sabía; era como un fantasma triste y bonito extraviado en la multitud.

Con un gesto de angustia se quitó los largos cabellos del rostro y siguió su camino, ignorando a otras compañeras desgraciadas que, como ella, cada noche rondaban las calles de aquél horrendo distrito con sus vestidos pequeños, padeciendo frío, golpes, humillaciones, hambre y dolor. Eso, pensó, era lo que no veían los demás. Pensó en aquéllas mujeres bonitas, de peinados elaborados y vestidos hermosos, siempre radiantes y siempre dichosas; pensó en los agentes de Scottland Yard, y no le quedó la menor duda de que ni esas finas señoritas ni esos hombres de la ley habían conocido las vejaciones que ella y sus amigas debieron de pasar.

En la vuelta de la esquina, se encontró con una mujer de cabello revuelto, con largos mechones canosos que se revolvía de frío en el suelo. La miró con fijeza y pesar; le recordaba a alguien, a alguien que amaba y a quien hace tiempo no veía. Imaginó que sus padres le prohibieron hablarle o volverla a ver, pero sabía en el fondo de su corazón que aún la amaba. Se preguntó si estaría bien en su casa, si no estaría pasando frío (en pleno mes de octubre, las noches eran heladas), si había comido bien aquél día, si era feliz…

Aquélla mujer y ella misma eran hermanas del mismo dolor. Eran aquellas que los poetas exacerbados llamaban tan tranquilamente "Las Sin-nombre".

Dobló la esquina y se sentó al lado del callejón, para poder ocultarse de cualquier malnacido que quisiera importunarla. Sacó de su corpiño el bolsito de cuentas en el que guardaba su dinero. Lo revolvió con los dedos temblorosos y sacó las monedas; las colocó sobre su regazo y comenzó a contarlas. Sonrió: tenía ya diez libras. Haber ahorrado aquéllos días le había hecho mucho bien.

Pero ahora, ¿cómo le entregaría aquéllas monedas? Sabía que sus padres no dejarían que aceptara dinero de una prostituta (rió amargamente al recordar a esa pareja tan recta y abnegada), y decidió comprarle algo. Le entregaría al obsequio por la noche, cuando nadie pudiera verla.

-¡Swan! –le llamó una de sus amigas. La aludida levantó la mirada, ocultando el dinero.

-Hola, Giselle. –respondió.

-¿No irás de vuelta ahora? Hay muchos clientes pasando por ahí.

-Hmm… iré al rato, Giselle, no me siento bien ahora. –mintió Swan.

-Como quieras, pero date prisa. Recuerda que Lauren siempre atrapa a los mejores primero. –dijo Giselle, quien prosiguió su camino.

Swan guardó las monedas en el saquito de cuentas, y mientras lo hacía, se topó con un objeto olvidado. Era un pedazo de papel. Lo sustrajo, lo miró intentando recordar qué era, y al reconocer su propia letra sonrió aliviada. Guardó el papel junto con las monedas y se puso de pie, lista para volver a ésa espantoso lugar que tanto odiaba.

Dio un par de pasos fuera del callejón, sintiendo el bolso de cuentas encajarse en su pecho, bien oculto en su corpiño, mientras hacía fantasiosos castillos en el aire de lo que podría comprar con diez libras.

Pero de ese par de pasos, no pasó a más.

Todo fue demasiado rápido. Una mano fuerte la sujetó de un brazo mientras una segunda mano le tapaba la boca. Swan abrió los ojos, horrorizada, mientras era oculta dentro del oscuro callejón. La mano que la sujetaba del brazo la soltó, pero cuando estaba a escasos segundos de huir, la misma mano volvió, sujetando un cuchillo que le cruzó sin más por el cuello.

Sus ojos salieron de sus órbitas, reflejando su horror y su dolor. Su cuerpo cayó como fardo, sintiendo la cálida sangre bañando su pecho. Miró hacia el cielo, el débil fragmento de luz que reflejaba la luna. Una segunda cuchillada (mucho más dolorosa que la otra) cayó en un sitio cercano a su estómago; hubiera gritado de no ser por su garganta, pero al menos, cuando el filo del cuchillo dejó de hundirse en su piel, Swan dejó de sufrir para siempre.

El desconocido la miró, con los ojos hermosos y congelados para la eternidad en la luna del cielo londinense, con su alma recién partida, y libre, por fin, de los sufrimientos que había pasado en la Tierra. En ese mundo en el cual no tenía identidad, donde todos la conocían simplemente como la "sin nombre".