Esto se me ocurrió un día de San Valentín que estaba sola en casa, aunque no tiene nada de romántico. Es una especie de reflexión respecto a un instante de mi vida. Espero que os guste.


Locos. Rematadamente locos.

Eso es lo único que es capaz de pensar cuando les ve en plena acción. A todos. Sin excepción.

Quizá es eso lo que la hace sentir bien de alguna forma, reconfortándose en que ella, por lo menos, tiene una base para un futuro o algo así, y no está drogándose como el que más ni va a botellones como un religioso creyente va a misa. Porque hay que estar loco para hacer ese tipo de cosas. Nadie cuerdo estaría corriendo los quinientos metros obstáculos en la clase para huir de otra persona que lo más peligroso que puede hacerle es mancharle con tiza o despeinarle.

Y ella, que está de pie apoyada en una mesa junto a las chicas, se desentiende un momento de la conversación (que ya no sabe de qué demonios están hablando, pero ella está conforme con lo que sea) y les observa en silencio, pensativa, con el ceño levemente fruncido a veces, con los ojos muy abiertos en otras ocasiones.

Y les ve reír, correr, jugar, incluso darse golpes en plan amistoso, o lanzarse tizas, o coger las mochilas de sus compañeros de juegos para ir sembrando el contenido por el aula. Y a cada acción, a cada carcajada salvaje e histérica, a cada carrera, a cada lanzamiento, ella sólo puede levantar una ceja mientras intenta desentrañar el misterio por el cual ella no les ve la gracia a ese tipo de cosas.

Porque están locos, vuelve a pensar. Y aún así, tampoco consigue sentirse diferente a ellos. Sí, ella puede ser mucho más tranquila, mucho más pacífica, mucho más centrada en los estudios, pero también está mucho más loca de lo que ellos creen.

Porque, a veces, cuando escapa silenciosamente del mundo real hacia su mundo, ella también corre, salta, ríe, grita, huye de tizas, protege su mochila como si fuese lo más sagrado del mundo o pone los pies en polvorosa para que su ya de por sí despeinado pelo no sufra la ira de alguien que se ríe tanto como ella.

Y sonríe alegremente, mientras vuelve a ese colegio, a esa clase, a ese cuerpo que está apoyado en una mesa rodeado de chicas, que también sonríe mientras su conciencia y su cuerpo se unen de nuevo, convirtiéndose en ella otra vez, en silencio, sin que nadie se dé cuenta. O casi.

-¡Hey!-exclama una de sus amigas mientras le pasa una mano por delante de los ojos-. Que estás empanada.

Ella parpadea, desorientada por un instante, y vuelve a sonreír, con aquella sonrisa que ella ha patentado, porque su sonrisa es perenne, y sale cuando debe y cuando no. Porque es parte de su identidad.

-Ya, ya… Es que estaba pensando…-se disculpa meneando la cabeza y encogiéndose de hombros. Su compañera sonríe y vuelve a meterse en la conversación. Ella, sin embargo, prefiere reflexionar unos segundos más antes de enterarse de cómo ha variado el tema de conversación desde que ella escapó.

Locos. Completamente locos. Pero estar cuerdo en un mundo de locos es una locura. Y acompañando aquel pensamiento filosófico esboza una sonrisa, antes de enterarse de lo que iba a hacer una amiga suya el fin de semana.