Hola Hola nuevamente dando lata por aqui :) y con la nueva historia jejeje

De verdad espero que les guste tanto como me ha gustado a mi

He de advertirles que las personalidades de nuestros personajes cambian un poco.. bueno un muchito jeje
La historia se desarrolla el la bellisima Toscana

Es una adaptación del libro "En busca de una Esposa" de Sara Craven, ademas de que los personajes de Candy Candy no m pertenecen

Disfrútenlo


Capítulo 1

Candy, mira al tipo que está en la última mesa. ¿Has visto en tu vida algo parecido? Candice White se encogió cuando el susurrado grito le penetró los oídos y, supuestamente, a todos los que estaban sentados en la terraza del café. Clavó los ojos en la guía de Toscana y deseó poder meterse dentro y cerrar las tapas.

La única esperanza era que el desconocido Adonis fuese sordo o no hablara inglés. Sin embargo, una fugaz mirada en su dirección le dijo instantáneamente que su optimismo era infundado.

Vio un perfil digno de una estatua de Miguel Ángel en bronce que ahora mostraba desdén. Una nariz aristocrática acompañaba a una firme boca y una marcada barbilla se alzó con gesto arrogante cuando su propietario le hizo una seña al camarero para que le llevase la cuenta. Se volvió para recoger un portafolios de cuero y, durante un momento sus ojos, fríos como el hielo helado, se encontraron con los de Candy.

Se decía que el hielo podía quemar, y Candy se sintió como si la hubieran abrasado de la cabeza a los pies.

—Annie, por el amor de Dios. Te ha oído —murmuró Candy.

—¿Y qué? —Annie no se arrepintió—. Para eso están estos macizos italianos, para que los miren y les admiren. Mira, se va. Dios mío, qué movimiento de caderas. Apuesto a que es sensacional en la cama.

Candy, avergonzada por la falta de modales de su compañera, se quedó observando, con más que un interés clínico, la alta figura que se retiraba.

Sí, era casi una belleza clásica, aunque llevaba el pelo demasiado largo para el gusto de Candy. Pero claramente le había molestado el descarado interés de Annie y no lo había disimulado. ¿Quién podía culparlo?

No era un hombre al que se pudiera enfadar, pensó Candy.

—Creo que es algo más que un atractivo italiano. Llevaba un traje de diseño, probablemente de Armani —comentó Candy irónicamente.

Annie rió.

—Me interesaba más lo que había dentro. Empieza a gustarme Italia.

Annie llamó al camarero para que les llevara otros dos cappuccinos y Candy volvió a la guía de Toscana.

No por primera vez durante las cuarenta y ocho horas posteriores a su llegada, se preguntó si había hecho bien.

Había sido un tiro a ciegas acceder a compartir una villa en Toscana con otras tres chicas que eran, relativamente, unas desconocidas. Pero había necesitado desesperadamente alejarse, descansar, irse a un lugar completamente distinto.

Y cuando oyó a Annie, que trabajaba en el departamento de contabilidad, lamentarse de que una de las cuatro chicas con las que había alquilado la casa se había echado atrás en el último minuto, se oyó a sí misma decir:

—Yo iré en su lugar.

Tres semanas de sol en Toscana habrían sido impensables cuando estaba con Terry. A él le gustaban las vacaciones de acción: surf, marchas en Escocia y montañismo en Gales. Y ella había disimulado su aprensión y se le había unido. Navegar a vela por las islas griegas era lo más próximo a unas vacaciones tranquilas a lo que él había accedido, pero Candy no resultó ser una buena marinera.

Quizá debiera haberse dado cuenta de que la relación no iba bien cuando él mostró abiertamente su irritación e impaciencia con ella en el último viaje. O quizá el amor fuera realmente ciego, pensó Candy, intentando ni mirarse el dedo en el que había llevado el anillo de compromiso.

Cuando Terry le dijo que había otra mujer en su vida, Candy quedó destrozada. Pero ahora, al mirar atrás, sabía que debía haberse dado cuenta.

Lo observó anonadada mientras él recogía sus cosas y se marchaba del piso que habían compartido. El de Candy, por supuesto, pero había sido opción de ella.

Ahora se le presentaba una nueva elección: decidir si quedarse allí, a pesar de los recuerdos, o marcharse a otra casa.

—Siempre puedes venir a vivir una temporada con nosotros —le dijo su hermana Jan arrugando, preocupada, su bonito y pecoso rostro—, hasta que decidas qué quieres hacer.

Candy quería mucho a Jan, a su cuñado, un enorme jugador de rugby, y al par de sobrinos que, invariablemente, estaban manchados de barro; sin embargo, sabía que irse a vivir con ellos, aunque sólo fuese algo temporal, no era una solución.

—Precisamente para eso es para lo que voy a tomarme estas vacaciones, para pensar e intentar solucionar mi vida —intentó sonreír—. Me lleva tiempo adaptarme a una situación nueva.

—¿Te parece la forma correcta de hacerlo? —Jan echó azúcar en la ensalada de frutas que puso delante de su hermana—. ¿Compartir una casa con una chica a la que apenas conoces y con sus amigas? Me parece un error.

—Tú dedícate a las tartas de manzana —contestó.

Candy, intentando mostrarse animada—. He visto la foto de la villa Dante y es fantástica; además, el alquiler es increíblemente barato. El dueño es el encargado del restaurante italiano al que Eliza y Luisa van después de las clases de italiano.

—¿No lo lleva una compañía seria? —Jan frunció el ceño y Candy la abrazó.

—Deja de hacer de madre. Ya verás, será maravilloso. Incluso puede que consiga pintar algo.

—En fin. Si eso es lo que quieres —Jan suspiró—. Maldito Terry, me cuesta creer lo que te ha hecho —Jan hizo una pausa y miró a su hermana con preocupación—. ¿Quién es ella? ¿La conoces?

Candy comió un poco de manzana para disimular su pesar.

—¿Recuerdas que cambió de trabajo hace unos meses y se fue a la oficina central de un banco? Pues, al parecer, ella es la hija del director. Terry siempre ha sido muy ambicioso.

—Yo no lo llamaría así —comentó Jan—. En fin, olvídate de ese sinvergüenza y diviértete durante las vacaciones.

Ésa había sido la intención de Candy, pero se dio cuenta de que le iba a resultar difícil cuando en el vuelo a Pisa sus compañeras se aprovecharon de las bebidas gratis que ofrecían en el avión y también, desinhibidamente, coquetearon con un grupo de jóvenes cuyos asientos estaban al otro lado del pasillo.

Candy, que no probó el alcohol porque alguien tenía que ser capaz de conducir el coche alquilado que les estaba esperando en Pisa, notó las miradas de desaprobación que les lanzaron otros pasajeros.

Sin embargo, sus compañeras se mostraron hostiles con ella cuando Candy intentó hacerlas ver que debían calmarse un poco.

—Qué pesada, no me extraña que su novio la dejara —le oyó murmurar a Eliza, que hablaba con Luisa.

Tommaso, su casero, estaba esperándolas en el aeropuerto para darles las llaves del pequeño Fiat y de la villa. Era más joven de lo que Candy había imaginado, eficiente y agradable, pero no le había atraído.

Y tras lanzarle una rápida mirada, aquellos ojos oscuros le dijeron abiertamente que no encontraban tampoco atractivo en el delgado cuerpo de ella ni en sus rasgados ojos verdes. Las compañeras de Candy con sus escotados y cortos vestidos de verano eran más del gusto de Tommaso, y las miró con admiración mientras charlaban.

Candy no había esperado tener que pagar el alquiler del coche con dinero en metálico y en ese mismo momento, pero las demás no vieron nada extraño en ello.

—Si tenéis algún problema, decírselo a Maddalena, la criada —dijo Tommaso al final.

—¿Y si ella no pudiera solucionarlo? —preguntó Candy con voz fría.

Había ido a Italia a relajarse, pero todo era demasiado informal.

Tommaso se encogió de hombros.

—Entonces, os ponéis en contacto conmigo —Tommaso les dio una tarjeta con su nombre escrito a mano en ella—. Vivo aquí, en Montiverno.

Mientras Candy trataba de acostumbrarse a conducir por la derecha, se sintió consumida por el pesimismo, más aún cuando sus compañeras insistieron en ver la famosa torre inclinada antes de abandonar Pisa.

—Esa maldita cosa no parece inclinada sino derecha —comentó Annie con voz espesa por el alcohol.

Candy suspiró, salió de Pisa y se encaminó hacia el sur.

Hacía un día espléndido, el sol lucía en un cielo azul y una suave brisa llevaba aroma a pino y romero. Pasó por campos de girasoles y pequeños pueblos, en las colinas, cuyas casas tenían las persianas bajadas para protegerse del sol. Las otras chicas se habían dormido, así que Candy pudo disfrutar del paisaje tranquilamente.

Siguiendo el mapa que Tommaso le había dibujado, pasó de largo Montiverno, un pequeño pueblo en la cima de una colina rocosa en cuyo pico se alzaba una antigua fortaleza, y se adentró en el ancho valle flanqueado por terrazas plantadas de cepas y olivos.

Cuando dobló una curva, le sorprendió encontrarse con villa Dante, cuyo nombre estaba tallado en los altos pilares de piedra que adornaban la entrada.

Una imponente entrada para una casa de alquiler en verano, pensó Candy mientras cruzaba con el pequeño Fiat la verja de hierro y se adentraba por el camino bordeado de cipreses.

Por fin, la casa apareció ante sus ojos y Candy contuvo la respiración.

Fue amor a primera vista.

Frenó suavemente y se quedó contemplando la antigua fachada color albaricoque claro, el techo de teja y los anchos escalones de piedra que conducían a una pesada puerta de madera.

Las fotografías de la casa que había visto en Londres no le habían hecho justicia. Era como una exquisita pintura antigua enmarcada en el paisaje toscano.

—Bueno, nos servirá —comentó Luisa, mientras salía del Fiat—. Espero que las malditas tuberías funcionen.

Maddalena salió afuera para saludarlas. Era una mujer de corta estatura, cabello negro salpicado de gris y estaba notablemente nerviosa. Apenas habló ni sonrió mientras les enseñaba el entorno.

La casa ocupaba tres lados de un gran patio con un pórtico de columnas. En el centro del patio, había una fuente de piedra de la que el agua salía por el cántaro inclinado que sostenía una ninfa. Una escalinata bajaba a una amplia terraza con una piscina. Por fin, el jardín con arbustos, caminos de grava, rosales y una gran profusión de distintas flores.

Dentro, las habitaciones eran espaciosas y, aunque el mobiliario no era excesivo, daba la impresión de que habían sido decoradas con sumo cuidado.

Los ojos de Candy se agrandaron al contemplar el comedor con frescos en las paredes, una inmensa mesa de madera y sillas de respaldo alto. Después, en el salón informal, vio un exquisito techo ornamentado, una gran chimenea de piedra y unos cómodos sofás de cuero.

¿Toda esa grandeza por tan poco dinero? Se preguntó Candy en silencio, pero sus compañeras no parecían extrañadas.

Los dos primeros días transcurrieron con suficiente tranquilidad. Tomaron el sol, se bañaron en la piscina y disfrutaron de las excelentes dotes culinarias de Maddalena. Eliza y Luisa pasaron buena parte del tiempo al teléfono, hablando en voz baja y riendo.

Candy rezaba porque no estuvieran llamando a Inglaterra; de ser así, la cuenta sería astronómica y ella tenía un presupuesto limitado.

Sin embargo, decidió preocuparse de eso cuando llegara el momento y disfrutar el presente, que conllevaba aquel maravilloso lugar y el lujo de una criada.

Pero aquella mañana Maddalena no se presentó.

—Puede que sea su día de descanso —comentó Annie enfadada, mientras intentaba preparar una cafetera—. ¿Te ha comentado algo a ti, Candy?

—No, casi no habla —admitió Candy—. Sigue pareciéndome como si le diéramos miedo.

Candy miró a Eliza y añadió:

—¿Por qué no vas a su casa para ver si le ha pasado algo?

—¿Por qué yo?

—Porque tú y Luisa sois las que habéis ido a clases de italiano —le recordó Candy con paciencia.

Luisa hizo una mueca de disgusto.

—Y hasta la fecha no nos ha servido para nada. En fin, de todos modos, iré a ver —dijo Luisa con aire de hacer una gran concesión.

Volvió casi al momento.

—No hay nadie en su casa —informó Luisa—. He echado una mirada por una de las ventanas y la casa parece vacía, como si la hubieran desocupado corriendo.

—Oh, Dios mío —Annie estaba alarmada—. Nuestro dinero, nuestros cheques de viaje

Pero todas sus pertenencias estaban en su sitio.

—Debe haberse hartado del trabajo —observó Luisa con desagrado—. Pero la criada está incluida en el precio que le hemos pagado a Tommaso, así que ya puede darse prisa en mandarnos a otra criada. Se lo diremos después de ir a hacer la compra.

Y así fue como Candy se encontró sentada en la plaza principal de Montiverno tomando con café con Annie mientras las otras chicas hacían la compra, para lo que se habían ofrecido voluntarias.

Volvieron cargadas de provisiones y sonrientes.

—No podéis imaginar con quien nos hemos tropezado en el supermercado —comentó Eliza, mientras se sentaba—. Con esos tipos que conocimos en el avión, Archie y Stear. Los padres de Archie tienen una casa de verano a unos pocos kilómetros de aquí, en Lussione. ¿No es una increíble coincidencia?

Su rostro y su voz eran neutrales, pero Candy vio el guiño que le hacía a Annie.

Era evidente que se habían mantenido en contacto desde el primer momento, la explicación a las llamadas telefónicas. Y la excursión a hacer la compra había sido, en realidad, una cita.

—Así que esta noche vamos a preparar una pequeña fiesta para celebrarlo. Les ha parecido una gran idea.

Luisa se ajustó las gafas de sol.

Candy se la quedó mirando.

—¿Que vais a dar una fiesta en la villa?

—¿Y por qué no? —preguntó Eliza en tono desafiante.

De repente, las tres miraron a Candy con furor, como si esperasen que ella fuese a estropearlo todo. Como ella creía que debía hacer.

—No me parece el lugar adecuado para ese tipo de cosas —se sintió una contra tres—, el mobiliario es muy valioso. Y puede que a Tommaso no le guste que vayan desconocidos a su propiedad.

—Pues si tanto te preocupa, pregúntaselo —le espetó Annie—. Pídele permiso al mismo tiempo que le dices lo de Maddalena. E invítale a la fiesta por si le apetece.

Annie se miró el reloj y añadió:

—Voy a ver esa pequeña boutique que hay más abajo en esta calle. Nos encontraremos aquí dentro de una hora.

«Ahora sí que me siento aislada», pensó Candy mientras subía las estrechas calles empedradas hacia la rocca.

Se detuvo para volver a leer la dirección que Tommaso le había dado y frunció el ceño ligeramente. Le habían indicado cómo ir en el café, pero las casas de esa zona parecían demasiado humildes para el hombre que controlaba la villa Dante.

La casa de Tomasso estaba en el medio de una calle. Dos escalones rotos conducían a la puerta y había una persiana también rota que colgaba en un increíble ángulo en la ventana principal del piso bajo.

El timbre no funcionaba y Candy dio unos golpes en la puerta, pero fue en vano. No se oía nada en el interior de la casa.

Se acercó a una ventana y, poniéndose de puntillas, se asomó a su interior. Ni un mueble. Tampoco había rastros de vida.

Candy se mordió los labios y se apartó de allí. Primero, Maddalena; ahora, Tommaso. ¿Qué estaba pasando?

Miró a su alrededor sin saber qué hacer. Su italiano no era lo suficientemente bueno para preguntar sobre criadas y caseros, y la observaban desde las ventanas de varias casas.

«Será mejor que vaya a buscar a las otras y se lo diga», decidió Candy, mientras se alejaba de allí.

Pero debió equivocarse de camino porque se encontró en otra plaza: ni un bar, ni gentío, sino una iglesia gótica.

La plaza estaba vacía y Candy oyó el eco de sus pasos mientras caminaba por los adoquines; después, se detuvo mientras se preguntaba cuál de las muchas callejuelas que salían de allí conduciría al centro del pueblo.

El silencio era opresivo y amenazante. Entonces, de repente, lo rompió el ruido del motor de una moto.

Las palomas echaron a volar. Candy se dio media vuelta y, confusamente, vio dos figuras cubiertas en cero y con anónimos cascos. Después, se dio cuenta de que el conductor iba directamente hacia ella.

Candy lanzó un grito y trató de dar un salto hacia atrás mientras una mano le agarraba la correa del bolso para intentar arrebatárselo. Pero Candy lo sujetó con fuerza, negándose a soltarlo. La moto aceleró y Candyt cayó al suelo, la iban a arrastrar si no soltaba el bolso.

—¡No! —gritó Candy; fue un grito de miedo y de ira—. ¡Socorro! ¡Que alguien me ayude!

Y oyó el grito furioso de un hombre.

Vio a alguien corriendo hacia ella, sintió que le daban otro tirón al bolso y, de repente, la sujeción metálica de la correa del bolso cedió y Candy se quedó tumbada en el suelo, magullada pero libre y con el bolso firmemente en las manos mientras sus asaltantes se marchaban a toda velocidad.

Le pareció más seguro permanecer donde estaba. El corazón le latía con fuerza, temblaba y se sentía mareada. Apenas notó que alguien se agachaba a su lado y le hablaba con profunda voz en italiano, una mano le tocó el hombro.

—No —Candy reaccionó con pánico—. Aléjese de mí.

Le oyó murmurar algo cuando ella le dio una patada en la pierna.

—No sea tonta, signorina —dijo él en inglés—. Ha pedido ayuda a gritos, ¿es que no se da cuenta de que eso es lo que estoy intentando hacer, ayudarla? ¿Está malherida? ¿Puede sentarse?

Candy le permitió que la ayudara a sentarse. Las manos que la tocaban eran suaves y fuertes, y un aroma a colonia masculina le tocó los sentidos.

Volvió la cabeza despacio y lo miró; con angustia, se dio cuenta de que era el hombre de la terraza del café.

El «macizo» de Annie.

De cerca era más atractivo aún. Guapo y altivo como un príncipe renacentista.

—Vaya, volvemos a encontrarnos —comentó él sin alegría—. ¿Qué está haciendo por aquí sola? ¿Es que no sabe que este lugar no es seguro?

—Ahora sí lo sé —Candy alzó la barbilla y le lanzó una mirada desafiante—. Estaba buscando a una persona, creía que estas cosas sólo pasaban en las grandes ciudades.

—Desgraciadamente, los delincuentes de las grandes ciudades se han dado cuenta de que también pueden ganarse la vida en sitios como Montiverno —contestó él en tono seco—. Bueno, vamos a ver si puede ponerse de pie.

A Candy le habría encantado apartarle de un manotazo, pero le permitió ayudarla a levantarse. Era amargamente consciente de lo sucia que estaba tras haberse caído, y los pantalones blancos de algodón se le habían roto.

—Querían mi bolso, pero no les he dejado que me lo quitaran.

—¡Estúpida! —dijo él con voz cortante—. Mejor perder el bolso que dejar que te maten.

Candy se apartó un mechón de cabello que le caía sobre los ojos.

—Acabo de pasar una de las peores experiencias de mi vida y lo único que se le ocurre a usted es criticarme.

—No, no es eso lo único que se me ocurre. Tengo el coche ahí cerca, la llevaré a la clínica para que la examinen.

—No.

—¿Qué? —dijo él con frío énfasis.

Para mayor desgracia, Candy se sonrojó mientras aquellos ojos azules la contemplaban de arriba a abajo lentamente.

—Quiero decir que muchas gracias, pero no deseo seguir molestándolo. Estoy bien, sólo un poco temblorosa por el susto.

—Le estoy ofreciendo mi ayuda, signorina, nada más. No voy a pedirle favores sexuales a cambio de mi asistencia, por muchas fantasías que usted o su amiga hayan elaborado.

El desdén que vio en su rostro golpeó a Candy como un látigo. No había motivo para sentirse tan mortificada, pensó enfadada. Era un desconocido y, probablemente, no volvería a verlo nunca; por lo tanto, ¿qué más le daba si la juzgaba como a Annie?

Sin embargo, y por ridículo que pareciese, le importaba.

—Piense lo que quiera, signore —dijo ella con voz fría como el hielo—. Le agradezco la ayuda, pero no la opinión que tiene de mí.

—En ese caso, acéptela. No puedo marcharme dejándola en este estado. Pero le aseguro que no dispongo de todo el día para convencerla. Así que, por favor, decídase.

Candy se mordió los labios.

—Bueno quizá podría llevarme a la plaza principal, he quedado allí con mis amigas.

—Por supuesto. Sin duda habrá más hombres allí para ser examinados. Deberían tener cuidado aquí, no están en el frío mundo anglosajón. Provocar a un toscano podría ser como jugar con fuego.

Ella le dedicó una frígida mirada anglosajona.

—Por favor, no se preocupe por mí, estoy hecha a prueba de fuego.

Aunque no se sentía a prueba de fuego.

Se trataba de un coche deportivo, naturalmente; negro y largo que escondía un poderoso motor.

Candy se sentó en el coche con toda la dignidad de que fue capaz, se quedó en silencio y esperó no estarle manchando de sangre la tapicería del asiento del coche mientras él conducía por la maraña de estrechas calles hasta salir a una de las calles que daban a la familiar plaza principal.

—¿Está segura de que no quiere que la lleve al hospital? —preguntó él con fría cortesía.

—Sí, completamente segura. Sólo tengo unos rasguños. Ha sido usted muy amable.

Candy intentó abrir la puerta sin conseguirlo y él se inclinó sobre ella para hacerlo. De nuevo, Candy fue consciente de aquella musgosa fragancia y de la enervarte calidez del cuerpo de ese hombre tan próximo al suyo. Demasiado cálido. Demasiado cerca.

Sus miradas se encontraron y vio una pequeña llama en esos ojos azules; después, se oyó a sí misma tragar saliva.

—¿En serio cree que está hecha a prueba de fuego?preguntó él burlonamente.

Acercó el rostro al de Candy, le puso los dedos en la barbilla y la besó en la boca, lenta y concienzudamente.

Después la soltó y, con un gesto de la mano, le indicó que estaba libre para marcharse.

Ardiendo, Candy salió del coche y, a sus espaldas, oyó la voz de él.

—Espero que la aventura con este macizo italiano no le haya desilusionado. Arrivederci, signorina.

Entonces, silenciosamente como una pantera, el coche se alejó, y ella se quedó mirando su marcha con una mano en los temblorosos labios.


bueno que les parecio el primer cap! Desde el inicio y con besos uuuuiiii!
la verdad creo que me emociono mas yo que Candy XD

Espero que les haya gustado :) y que me manden sus reviews que son muy importantes para mi
Un abrazo...

Por cierto no se cada cuanto pueda actualizar la historia pero intentare q sea lo mas seguido posible n.n