'El asesino con botas y otros cuentos'

Al Mualim



Érase una vez, en una fortaleza muy lejana, un Maestro y una barba. Una buena mañana de mayo, el sol brillaba en el cielo, los palomas que enviaba constantemente hacia las casas de asesinos surcaban el cielo a estas horas tempranas y los que vivían allí se levantaban para comenzar con un nuevo día de trabajo. A la gente no le gustaba las mañanas, madrugar y trabajar el campo, hacer la comida, comprar lo necesario para la casa... no todo el mundo las detestaba. Al menos, no todos los días.

Érase una vez, en una fortaleza muy lejana, un Maestro que se estaba acicalando la barba. Hecho extraño, pensaron los pobres campesinos de Masyaf cogiendo las herramientas para empezar a arar los campos. Y es que Al Mualim nunca se acicalaba. Nunca se arreglaba la barba. Aquella era una barba libre, enmarañada. Era una barba con personalidad que desafiaba a los peines y a las sales de baño. Pero sí, érase un Maestro que se estaba acicalando la barba.

Sí, hecho extraño.

Aunque a su avanzada edad, Al Mualim estaba perdido en las mareas del amor y cualquier metáfora coqueta que se le ocurriese. Y la barba era una de las víctimas de este tan... extraño suceso. Esta vez no puedo luchar contra el peine a mordiscos ni insultar a las sales de baño. La barba había reconocido la derrota. El amor del Maestro no era una muchacha de bellos cabellos rubios, ni de ojos color avellana ni de cuerpo de ángel. Era algo más raro. Especial, sin duda.

La pieza del Edén cayó rodando por las escaleras. Al Mualim giró la cabeza en el preciso instante para ver como desaparecía tras el balaustre. La barba no puedo ni darse cuenta cuándo las piernas reaccionaron solas y echaron a correr, con las rodillas de edad, bajando las escaleras. Cuándo parecía que la pieza iba salir al jardín de las mujeres, el Maestro se abalanzó contra la pieza, pero cayó sobre el suelo y ésta siguió rodando hacia otras manos.

Entonces levantó la cabeza y la vio.

- ¿Puedo ayudarle? – preguntó una voz dulce y femenina agachándose para recoger la pieza. Al Mualim se levantó con mirada interrogativa y la muchacha le entregó la pieza del Edén.

Antes de que pudiese añadir algo más, Al Mualim había regresado corriendo a su estudio. Había subido los escalones, girado a la derecha y subido los dos tramos de escaleras a una velocidad impresionante. Había posado la pieza sobre el escritorio y había respirado profundamente. Y en el jardín la muchacha se encogió de hombros, refunfuñó algo acerca de lo maleducada que podía llegar a ser la gente y se reunió con otras de las chicas que paseaban por el jardín.

Y en su estudio, Al Mualim sostenía la pieza del Edén sin poder de dejar de mirarla fijamente.

- Ah, mi bella princesa de las altas cataratas de las bellas…hm, mi bella princesa. ¿Cómo puedo no amarte? – preguntó en voz baja.

Al Mualim podía ver el nerviosismo en el rostro metálico del artefacto.

- Lo sé, reina de mis sueños, lo sé… ya, todo ha pasado... – dijo con voz tranquilizadora depositando el artefacto en la especie de jarrón en la que lo tenían los templarios con anterioridad. - ¿Quieres que vayamos a dar un paseo? Oh, más tarde. Es tu hora de descanso matinal… dulces sueños, doradita.

Sí, Al Mualim era todo un caballero. Su damisela en apuros había sido atacada por un maléfico cuervo negro, de aquellos que él, caballero defensor del reino del estudio, guardaba en una jaula de titanio. La pobre cayó desconsolada por el barranco de la lava roja – o séase, la alfombra – y cuándo parecía que podía salvarla, aquella bestia la agarró. Al Mualim, ni corto ni perezoso, armando con su corazón, le quitó la pieza de las manos a la bestia y juntos regresaron a su reino.

Y ahora estaban juntos, felices y comiendo perdices.

- Duérmete…duérmete… mi piececita…dorada…duérmete…

- Maestro – saludó Altair entrando a la sala y haciendo una reverencia con la cabeza. Al Mualim dio un respingo y bajó la tapa del lugar dónde guardaba la pieza del Edén. Por suerte el asesino estaba haciendo una reverencia.

- Altair, ¿qué noticias me traes? – preguntó Al Mualim.

- Está muerto – explicó Altair – envié una paloma desde la casa de asesinos para informarle de mi éxito, Maestro.

Al Mualim cogió el artefacto en sus brazos y lo metió debajo de la mesa, dónde daba la sombra, mientras que por lo bajo susurraba 'duerme bien'…

Érase una vez, en un precioso lugar de Tierra Santa, en un esplendoroso castillo apostado en una alta montaña, un Maestro y una pieza del Edén. Era un día soleado, siempre eran días soleados en aquella parte de la tierra. Los campesinos se levantaban y gritaban al narrador, enfadados, hartos de un texto tan enrevesado. La pieza, la pieza tenía dos tipos de poderes, los que entregaba y el ansia de poder que creaba en el corazón de los hombres. Al Mualim se miraba al espejo, en busca de granos que no hiciesen honor a su espíritu de caballero.

La pieza del Edén rodó por las escaleras, entre las alfombras de lava roja, giró en la puerta que llevaba al jardín y continuó su camino por el otro tramo de escaleras. Resbaló por los cuatro pequeños escalones de la salida hasta llegar a las manos del joven entrenador de asesinos.

- ¡Soltad a esa esbelta damisela de vuestras sucias manos, vándalo! – gritó Al Mualim saltando por la puerta, armado - ¡Tengo una paloma, y sé como usarla! ¡Entregad a la muchacha o vuestra vida!

- ¿Qué muchacha, maestro? – preguntó el joven entrenador. – He encontrado esto, ¿es suyo por casualidad?

- ¡Dejadla en el suelo! – ordenó el Maestro. El entrador, interrogativo, la depositó sobre el empedrado. – Alejaos un par de metros… - el entrenador hizo lo que se le ordenó y se alejó hasta chocarse contra las maderas que rodeaban el campo de lucha.

Al Mualim agarró la pieza y subió los cuatro escalones o montañas de la muerte, se adelantó por la amplia entrada o sala principal del castillo, subió las escaleras, o cascadas de lava y giró a la derecha en el cruce de las hadas, o camino al jardín. Saltó por las piedras de los ríos de fuego, o siguiente tramo de escaleras y finalmente se abrió camino hacia su escritorio, o altar de la princesa. Dejó la pieza sobre la especie de cofre en la que la guardaba y pasó una mano por la superficie metálica.

- Brillas como si fueses de metal reluciente, mi amada - la tranquilizó Al Mualim. - Bueno, en realidad eso es porque eres de metal. No te preocupes, si ese cruel guarda quiere hacerte algo, será por encima de mi cadáver.

Al Mualim podía ver la felicidad en el rostro metálico del artefacto.

- Túnica sucia, vasallo mío - dijo llamando la atención a uno de sus ayudantes. - Ensillad mi caballo, vamos a pasear, ella y yo. Juntos.

Túnica sucia no sabía de quién hablaba, pero salió a las cuadras y ensilló un caballo. Más tarde el Maestro contemplaba el atardecer desde las montañas, con la pieza del Edén en sus manos. En el pueblo, los campesinos estaban hartos de tanto amor incondicional. Y de los impuestos, pero esa es otra historia que deberá ser contada en otra ocasión.

Érase una vez un Maestro; caballero valiente e intrépido, un asesino; temerario y cruel guerrero, una pieza del Edén; tierna damisela en apuros. En un jardín, en una fortaleza sobre una alta montaña. En un día que el sol brillaba en lo alto. En el que los campesinos estaban en la entrada de la fortaleza con cara de pasmados. Que sí, que estaban poseídos... dentro, en el jardín, estaba el Maestro, el asesino y la damisela.

La pieza del Edén se resbaló de sus manos, rodando por la hierba y atravesando el camino empedrado, mientras la daga se hundía en su cuello. La pieza del Edén se paró en seco, cayendo en las manos del asesino. Y en sus últimos momentos, Al Mualim pensó en lo que él y la pieza había vivido juntos y en lo increiblemente chulo que había sido dominar las mentes de medio pueblo. Pensó en su pieza del Edén.

Pensó en para qué narices se había molestado en arreglarse la barba.