Advertencias: Sucesos absurdos, narrador extraño (?), menciones constantes a cierto trasero y palabras feas que los niños buenos nunca deberían decir. Universo alterno.

Personajes: Romano, España, Inglaterra, Prusia, Francia, Bélgica y Holanda, entre otros.


Prólogo


Hace mucho, mucho, muchísimo tiempo – dos años, aproximadamente – en unas bellas tierras bendecidas por Dios, un pequeño pueblo fue creado a costa del sudor y la sangre de las buenas gentes que pretendían establecerse en él. La tarea fue ardua, mas lograron con éxito construir la más hermosa de las villas en menos de cuatro meses.

Dicho pueblo se llamaba Jarl y no tiene nada que ver con la historia que nos concierne.

A escasos kilómetros de Jarl se situaba Hetalia, un pueblo que podría ser considerado el primo feo y tonto al que nadie quiere y que permanece solo en las comuniones. Hetalia contaba con unas vistas espléndidas que harían enmudecer a cualquiera: grandes montañas que se perdían en el horizonte – no tenían GPS- , unas costas que emanaban un delicioso aroma a sal y unos bosques frondosos repletos de mágicas criaturas parlanchinas que protagonizaban todos los relatos que contaban los aldeanos a sus hijos para asustarlos. Si tan perfecto era el pueblo, ¿por qué no gozaba de la fama que le correspondería? La respuesta era simple: los habitantes estaban locos.

Por ejemplo, el alcalde era un anciano que ya no estaba en sus días más lúcidos, puesto que se hallaba en el ocaso de su larga y complicada vida. El viejo chocheaba. Su nombre permanecía en el más estricto de los misterios, aunque las buenas gentes del lugar lo llamaban Roma, ya que tenía más años que el coliseo de la capital italiana. Aún así, todo el mundo veneraba a Roma debido a su desbordante sapiencia, aunque en ocasiones las muchachas no agradecían el exceso de cariño que mostraba el señor alcalde. Quizás muchos las tachasen de desquiciadas, mas a las jovenzuelas hetalianas no les gustaba que sus traseros fueran manoseados por hombres seniles. Porque si algo le gustaba a Roma, eran las mujeres. Rubias, morenas, pelirrojas, altas, bajas, gordas, delgadas… ¡Todas eran maravillosas! Cada mujer tenía su encanto particular, por mucho que algunos necios lo negaran. Del fruto de su relación con una señorita, nació su único hijo. Éste, a su vez, cayó rendido ante otra dama y, tras consumar su amor, nacieron dos mellizos: Lovino y Feliciano Vargas. Dado que en aquel pueblo todo el mundo tenía un mote, Feliciano era conocido como Feliciano "Pasta" y su hermano, Lovino "No-soy-gay".

Cualquier forastero se preguntaría a qué se debía el mote de Lovino, pero hasta el tonto del pueblo sabía que aquellas habían sido las primeras palabras –y únicas durante un par de años - del muchacho.

— ¡Oh, mira qué bebé tan adorable! ¿Cómo estás, ricura?

— ¡No soy gay! — Respondía el bebé de dieciséis meses con ferocidad.

— ¿Eh…?

Dijera lo que dijera cualquier persona, Lovino contestaba «¡No soy gay!», de ahí su peculiar mote. De todas formas, años después se descubrió que cuando el pequeño soltaba su frase, lo que en realidad pretendía decir era «dame un beso».

Como la vida de Feliciano es prácticamente irrelevante para nuestra historia, nos centraremos en su hermano. Lovino había crecido y se había transformado en un muchacho esbelto y con un atractivo innegable; sin embargo, nunca lograba cortejar debidamente a las jóvenes del pueblo. No se comía ni una rosca. Debido a su carácter arisco y poco amigable, nadie quería estar a su lado y parecía que su destino no era otro sino mustiarse en una fúnebre esquina y esperar a que la muerte lo fuera a llamar si no fuera porque había una persona que de vez en cuando soportaba su conducta insufrible.

El nombre del valiente en cuestión era Antonio Fernández Carriedo, conocido por todos como Antonio "Culito Bello". Su apodo se originó en su adolescencia, ya que todo el mundo comenzó a percibir que el joven rezumaba alegría por doquier y, como era imposible que tanto gozo cupiese en un corazón, se apelotonó en los glúteos de Antonio, moldeando lo que luego se consideraría un trasero perfecto.

Por eso la gente sonreía cuando tocaba las posaderas de Antonio, pues transmitían felicidad y ganas de vivir. No había ningún motivo pervertido o poco decente para manosearlo. En serio. Tal era la fama del pompis del muchacho que el alcalde Roma proclamó que sería considerado símbolo de la buena fortuna, así que mucha gente frotaba sus cupones de la lotería contra su pandero para atraer la buena suerte.

Pero Lovino, por motivos desconocidos y nada relacionados con ningún tipo de sentimiento cursi, odiaba que cualquiera osase tocar las cachas de su amigo Antonio. ¡Era inconcebible! Roma le solía decir que no estaría tan amargado si tocase con más frecuencia la «alegría» de Antonio, a lo que Lovino respondía con un sonrojo absurdo en sus mejillas y, si hacía sol, con una sarta de insultos afilados. Afortunadamente para Lovino, siempre hacía sol.

La amistad entre ambos muchachos había surgido cuando Lovino, con apenas once años recién cumplidos, se perdió en el bosque de las criaturas parlanchinas. Todos sabían que Lovino moriría si no lo fueran a rescatar; sin embargo, a nadie le apetecía arriesgar su vida por "No-soy-gay", uno de los niños más detestados del pueblo. Feliciano, el otro nieto del alcalde, lloraba angustiado ante la posible muerte de su hermano. ¿Qué haría sin Lovino? ¿Quién le protegería del coco? Entonces, una neurona que solía dormir en la mente de Feliciano despertó y avisó a sus compañeras. Tras unos minutos, cuatro de las cinco neuronas que residían en el cerebro de Feliciano comenzaron a trabajar y a asimilar y procesar una serie de datos indescifrables hasta que la gran idea surgió.

— ¡Ve, ya lo tengo! — Exclamó en plena plaza del pueblo, ante la mirada expectante de sus vecinos — ¡Si le echásemos salsa de tomate a la pasta, fijo que estaría mucho más rica!

— ¡Sí, tienes razón!

— Ese joven es un visionario.

El pueblo estalló en un sonoro aplauso, alabando al muchacho de mente prodigiosa. Preso de la alegría y el orgullo, Feliciano tardó en darse cuenta de que aquello, por muy genial que fuera, no era lo que pretendía contar a los demás.

— ¡Alto! — Gritó justo cuando una muchedumbre lo iba a levantar — ¡Ve, tengo otra idea!

— Este niño tiene un cerebro envidiable.

— Ciertamente.

— ¡Mi pobre fratello va a morir si nadie lo rescata! Pero todos sabemos que el bosque está plagado de criaturas feroces… que dan miedo y… y… — Intentó recuperar la compostura — ¡Y por eso ha de ir el más afortunado del pueblo: Antonio "Culito Bello"!

— ¡Es cierto! ¡Ese chico tiene tanta suerte que las bestias no lo atacarán!

— ¡Viva Feliciano! ¡Vivan sus ideas!

— ¡Vivan! — Exclamó el pueblo completo.

Así, Antonio fue despertado de su siesta para ir a salvar a un tal "No-soy-gay". Obviamente, al joven de catorce años no le hizo ni pizca de gracia en un principio, pero su parte altruista le dijo que debía ayudar a un niño en apuros.

Lo que ocurrió después fue digno de admiración. Antonio se adentró en el bosque con churro reseco en mano — el presupuesto no le llegaba para comprarse una espada — y, a pesar de que unas cuantas fieras intentaron atacarle, él se giraba para que admirasen la forma perfecta de sus glúteos y abandonasen la conducta violenta, o bien, les atestaba un churrazo en la cocorota. En cuestión de horas había encontrado a Lovino y, aunque éste se mostró reacio a cooperar en un principio, al final accedió a salir del bosque en brazos de "Culito Bello".

Lovino tuvo que agradecerle a Antonio que le hubiera salvado la vida y, para ello, le obsequió con un tomate. El nuevo héroe del pueblo no había probado jamás tal fruta - ¿o era una hortaliza? -, pero nada más hincarle el diente, un mundo nuevo de sabores y sensaciones estupendásticas inundaron su ser. Antes de poderse dar cuenta, Lovino y Antonio siempre pasaban las tardes comiendo tomates. Naturalmente, los buenos sentimientos acabaron aflorando y una nueva y duradera amistad nació con la intención de unir a los dos jóvenes para siempre.

Sí, eran grandes amigos. Confiaban el uno en el otro y se notaba que se apreciaban, aunque Lovino no fuera tan expresivo a la hora de mostrar sus sentimientos como Antonio. No obstante, la amistad entre estos dos mozos tampoco es importante para el argumento. Cuando ambos ya eran legalmente adultos, decidieron montar un bar llamado «Tomatín y Tomatán». En realidad, la idea había sido de Lovino, ya que el mejor amigo de Feliciano, un monstruo musculoso y rubio llamado Ludwig, había creado una cafetería llamada «Patatín y Patatán». A Lovino le habría dado igual si no fuera porque su mellizo comenzó a trabajar en semejante antro. Presa de la furia, llamó al carpintero del pueblo – un tal Berwald "Ikea", muy buena gente – y le ordenó que construyera un bar justo al lado de la cafetería de Ludwig. El honrado carpintero aceptó la misión de buen grado, sin embargo, monumental fue la sorpresa de Lovino al encontrarse con una serie de tablas y cachivaches extraños acompañados de un manual de instrucciones.

Antonio, al ver que su mejor amigo estaba demasiado ocupado golpeándose el pulgar con un martillo, intentó ofrecer su ayuda.

— Lovino, ¿puedo ayudarte? — Preguntó sonriente.

— ¡No! ¡Ni hablar! — Gruñó — Acabarías jodiéndolo todo y me quedaría sin mi preciado bar.

Dos segundos más tarde, Antonio ya estaba construyendo él solo el dichoso bar. No es que él fuera un hombre trabajador, no, sino que Lovino era muy vago y no tuvo reparo alguno en encasquetarle la labor a su amigo.

Tras muchos esfuerzos, lograron acabar el bar. No era el mejor garito del mundo, pero al menos contaba con un letrero bastante llamativo. Antonio y Lovino observaron su creación maravillados, sintiendo cómo una ráfaga de optimismo mecía sus cabellos.

— Qué genial ha quedado nuestro bar, Lovino — Dijo con aire romántico.

— ¿Nuestro? ¡¿Pero tú que te crees? ¡Yo compré todo, así que yo soy el dueño!

— ¡Pero si lo construí yo solo, que tú te dedicaste a entrar en la cafetería de ahí para insultar al propietario! — Protestó Antonio, cruzando los brazos.

Antonio tenía razón y Lovino lo sabía, pero era también consciente de que trabajar codo con codo con Antonio sería complicado. Mucha gente entraría en el bar sólo para tocarle el trasero a su amigo. Qué desagradable.

Aunque visto desde una perspectiva meramente económica, resultaba muy rentable. ¡Antonio era la gallina de los huevos de oro! O, en su caso, el hombre del culo de oro. Además, así podría demostrarle al mundo entero que hasta él, Lovino "No-soy-gay", tenía un buen amigo del que poder aprovecharse. Un plan sencillamente estupendo.

La vida sonreía a los dos amigos. La felicidad los acompañaba a todas partes, hasta tal punto que Lovino se preguntó si debería demandar al culo de Antonio por acosador. Trabajar con "Culito Bello" no era tan terrible como Lovino se había figurado en un principio, además, su compañero resultaba ser bastante agradable con los clientes.

Eso sí, le prohibió terminantemente que se pusiera aquel uniforme tan estúpido y ceñido que le había regalado "un admirador secreto". Una cosa es que Lovino no fuera gay, tal y como indicaba su apodo, y otra es que estuviera ciego. Si tenía algo bien claro, era que no consentiría tener a un Antonio danzante con un traje que realzase aún más su maldito culo de la buena fortuna.

Todo continuaría igual de «bien» si no fuera porque cierto tulipán mutante tuvo que secuestrar a la futura princesa del reino y arruinar la dicha de los habitantes de Hetalia y del resto del país. Lovino sólo esperaba que no viniera ningún cantamañanas a pedirle a Antonio "Culito Bello", el hombre que atrae la buena fortuna, que fuera a salvar a la princesa. Ojalá el dios del pueblo, Mochimérica, escuchara sus súplicas.

Lo que Lovino no sabía era que Mochimérica estaba más sordo que una tapia.


Notas: Había un mosquito en mi habitación y como no podía dormir, me puse a pensar cosas raras. Craso error xD Cuando desperté por la mañanita (a la una de la tarde), empecé a escribir aquellas "cosas raras" y… salió esto xD

En fin, este es sólo el prólogo. No me lancéis muchos tomates, por favor. ¡Hasta otra~!