Más valiosa que las perlas

Él se encontraba sentado en una roca en medio de la arena, observaba pasivamente la figura que se le presentaba en frente; la luz de la luna, blanca y platina, la iluminaba gentilmente embelleciéndola aún más y las sombras que se proyectaban, mostraban las facciones y formas de su silueta.

Ya eran altas horas de la noche, pero para ella el tiempo parecía haberse congelado, se sentía alegre y ligera, pues el aire que la rodeaba hacía que sus movimientos fueran más livianos y delicados. No podía parar, era algo nuevo para ella. Alzaba sus brazos hacia el cielo nocturno, salpicado de muchos destellos blanquecinos y azules, con sus pequeñas manos parecía acariciar el aire y la luz blanca. Con sus pies se dedicó a levantar la arena a través de suaves movimientos, la cual se esparcía por el aire reluciendo como fina limadura nácar, y se sintió maravillada.

El poco viento que pasaba, lo hacía jugando con sus largos cabellos castaños, alborotándolos y logrando que parecieran una estela oscura. Le encantaba, sobretodo, ver formarse las ondulaciones que la tela de su vestido hacía al pase del viento.

Y entonces su mirada de color avellana se posó en él, en su espectador que la admiraba tranquilo y con una tierna sonrisa nacida desde su corazón, su cabello también volaba pero no era demasiado extenso como el suyo; aun así le encantaba pasar sus delgados dedos a través de esa castaña cabellera, y sus ojos, esa mirada le era tan benévola y dulce; además de encantadora, pues ni el mar había logrado un verde tan hermoso como el que teñía su mirar. Dibujó en sus labios la sonrisa más bella que pudo dedicarle.

Vio que él se puso de pie, y a paso lento se dirigía hacia ella sin dejar de cruzar su mirada con la suya, aguardó por él con ambos pies sobre la arena y sus brazos a sus costados. Cuando estuvo cerca de ella, se tomaron de las manos y sostuvieron la frente con la otra, cerrando los ojos y permaneciendo en silencio.

Su mente voló a días pasados en los que le leía un libro muy importante, pues decía que eran escrituras sagradas y que, a través de ellas, encontraban las respuestas a sus dudas, la salvación y renovaban la fe, fortaleciendo el espíritu y el corazón. Había versos muy hermosos que le encantaba escuchar, como aquél que recitaba que la mujer virtuosa es más valiosa que las mismas perlas, y que en ella confiaba el corazón de su marido, pero uno se volvió su favorito:

El amor tiene paciencia y es bondadoso. El amor no es celoso. El amor no es ostentoso, ni se hace arrogante. No es indecoroso, ni busca lo suyo propio. No se irrita, ni lleva cuentas del mal. No se goza de la injusticia, sino que se regocija con la verdad.

Y es que era lo que él le enseñaba día con día, con su manera de tratarla y cuidarla, la forma en que la miraba y hablaba con ella; y eso había aprendido, y lo puso en práctica además de corresponderle como sentía que debía de ser, no dejar de ser una mujer sabia y virtuosa en la que el corazón de su amado confiara siempre.