Yo no soy la autora solo me dedico a la adaptación de las novelas que me gustan, si les cambio algunas cosas, pero ni la historia ni los personajes me Pertenecen, algunos de los personajes de esta historia son propiedad de Stephenie Meyer, el nombre de la historia original la publicaré al final. Que disfruten…

Los principes galeses

Winchester, Inglaterra, 1072

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Lady Bella Swan intentó gritar, pero solo le salió un gemido inaudible, cuando una piedra la golpeó en el hombro. Sus ojos marrones, desorbitados por el susto, se mimetizaban en el follaje del árbol donde se había escondido. Como la rama se balanceaba, agitó los brazos para encontrar de dónde sujetarse, pero cayó pesadamente en tierra.

Al incorporarse, escuchó la risa de Demetri de Courtenay, y deseó mirarlo con furia; una mirada como la que su padre dirigió al cocinero cuando casi se rompió un diente con una piedrita que apareció dentro del pan. Bella intentó respirar hondo y entrecerrar los ojos, pero, en cambio, le tembló el labio inferior y sus ojos se llenaron de lágrimas.

Demetri reía más aun. De hecho, reía tanto que se quedó sin respiración. Se doblaba al medio, sosteniendo su barriga con una mano y tapándose la boca con la otra. Habría sido frustrante que le faltara el público; pero, por suerte, había de sobra. Casi todos los niños del castillo de Winchester estaban presentes. Bella fue capaz de perdonar a Hilary y Janie Pendleton por reírse de ella; eran más pequeñas y no se daban cuenta de la improcedencia de sus modales. Henry y Thomas Drake hacían morisquetas, mientras Demetri le arrojaba piedras. Pero, al igual que los demás niños, no dijeron nada. Mejor que las recibiera Bella y no ellos. Todos temían a Demetri. Bella, también. Pero esa no era la razón por la cual no levantó una piedra para arrojársela. Ella no quería que la acusara con su padre, el conde de Blackburn, porque este se lo contaría al rey. Y Bella no quería que Carlisle se enojara con ella. No es que le temiera. Al contrario, oh non, quería a Carlisle casi tanto como a su propio padre. Él hacía las muecas más graciosas, más aun que los gestos de enojo fingidos que hacía Elsbeth, la sirvienta de su mamá.

Bella sabía que no le simpatizaba a Demetri. No solo no estaba dispuesta a acompañarlo en sus crueles travesuras, tales como meter hormigas en la leche de cabra o untar las zarpas de la gata Chloe con savia, sino que tenía la audacia de decirle sin rodeos que era un rufián. Pero eso no lo detenía.

Alentados por Demetri, los otros se mofaban, llamándola Bella la Flacucha, y gruñían como animales cuando se cruzaban con ella, porque su mejor amiga era Petunia, la cerda. Lo único que la reconfortaba era que ninguno de los niños la había golpeado. Después de todo, Bella era hija de lord Charlie Swan. Y cuando se trataba de protegerla, su papá podía ser aun más malo que Demetri.

—¡Bella la Flacucha se cayó del árbol como una polla raquítica! —gritó Demetri, eufórico.

Cuando vio que la niña apretaba sus pequeños puños, se le acercó amenazante. Sus cabellos rubios le caían sobre las mejillas cubiertas de pecas.

—Si le cuentas a tu padre, despellejaré a tu cerda y me la comeré para la merienda.

Bella se atoró. Dos lagrimones traspasaron sus largas pestañas oscuras y Demetri volvió a doblarse de la risa.

—¡Bella desdentada! —aulló, dando unos pasitos de baile en el césped.

Ella cerró la boca, de golpe, pero se pasó la lengua entre el espacio que dejaba el diente que le faltaba. Buscó entre la hierba hasta que lo halló, y salió corriendo para que no la vieran llorar.

—Y bien, ¿hacia dónde vas tan de prisa, pequeña? —preguntó Carlisle. Mientras Bella se secaba las lágrimas, él se acuclilló para verle la expresión y su rostro se ensombreció—. ¿Quieres contarme quién te ha hecho llorar?

Sacudió la cabeza, en señal de negativa, pero notó que él observaba a los otros niños, a cierta distancia. De inmediato, la alzó en sus brazos. La niña estaba segura de que Carlisle era más alto que el árbol del que se había caído, pero él no la dejaría caer, y se acurrucó contra su vigoroso pecho, con la sensación de estar a salvo de cualquier daño posible. Después de todo, él era el rey.

—¿Sabías que te falta un diente? —le señaló, acariciando su negra cabellera ensortijada. Por toda respuesta, la pequeña escondió la cara contra el cuello del rey y rompió a llorar.

A su padre le gustó aun menos que a ella su aspecto. Bella no hubiera querido hacerlo, pero debió mentirle. No tenía opción. Estaba segura de que Dios la perdonaría, porque de ello dependía la vida de Petunia.

—Te digo que me caí del árbol, papá —insistió, respondiendo al persistente interrogatorio, en el despacho privado de Carlisle.

—¿Y nadie tuvo que ver con tu caída, Bella? —Lord Charlie Swan caminaba inquieto delante de su hija.

Aunque su expresión era sumamente afectuosa, Bella rogaba que no advirtiera que no le estaba diciendo la verdad. Ella sacudió la cabeza en silencio, por las dudas de que él tuviera algún modo secreto, propio de un padre, para detectar mentiras si le temblaba la voz.

—Carlisle me dijo que vio a Demetri de Courtenay y a los muchachos Drake. ¿Ellos no tuvieron nada que ver con que te falte un diente y te hayas caído del árbol?

Para darse ánimo, Bella intentó conservar en mente los grandes ojos pardos y el cuerpecito rechoncho de Petunia. Nunca pondría en peligro a alguien que amaba; aunque ese alguien fuera un algo, no una persona. Sin embargo, no podía mirar a su padre mientras le hablaba.

Non, papá. No tuvieron nada que ver.

Charlie miró a Carlisle, instalado cómodamente en un gran sillón junto a la chimenea. Sabía que su hijita era lo bastante torpe como para haberse caído del árbol, pero, al verla retorcerse en su asiento, advirtió que estaba escondiendo algo. ¿A quién trataba de proteger? Por toda respuesta, Carlisle se encogió de hombros en su colosal amplitud.

—Tú eres la mayor, hija. Debes recordar que te corresponde dar siempre el ejemplo a tus hermanos y decir solo la verdad. Me gustaría saber si alguien te está mortificando. El rey Carlisle nos invitó a su hogar este verano con la idea de que tú la pasaras bien y tuvieras ocasión de hacerte de nuevos amigos.

—Pues sí he hecho una amiga, papá —aseguró, sonriente, revelando el hueco del diente que le faltaba—. Mi amiga es Petunia.

—Petunia es una cerda —le recordó su padre con dulzura. Carlisle no pudo dejar de sonreírle.

La niña prefirió hacer caso omiso de la pobre opinión que tenía su padre de su mejor amiga. Ella amaba a Petunia y estaba segura de que el animal la amaba de la misma manera.

—Tu madre está muy afligida por tu caída —añadió, haciéndola sentir culpable de nuevo—. Pudiste haberte quebrado el pescuezo, en lugar de haber perdido solo un diente. Ahora, dime qué es lo que realmente sucedió.

Bella vio cómo su padre se cruzó de brazos, dispuesto a aguardar una respuesta de su parte. Se revolvió en la silla y miró a Carlisle, que le echó un guiño.

—¿Papá?

Oui.

—¿Alguna vez has tenido un amigo preferido?

—Carlisle es mi mejor amigo.

La niña brindó al rey su mejor sonrisa, porque se alegraba de que su padre lo amara casi tanto como ella.

—¿No harías todo lo necesario de tu parte para evitar que unos niños malos le causaran daño?

Su padre asintió con la cabeza y se acercó a la silla de ella, poniéndose de rodillas.

—¿Esos niños malos te han dicho que le harían daño a Petunia?

Non —se sobresaltó Bella. ¡Era increíble que su padre fuera tan perspicaz! ¿Cómo podía saber que ella estaba hablando de Petunia? Lo lamentable era que ahora su dulce y amada Petunia acabaría sobre la mesa de Demetri de Courtenay para la cena. Enormes lágrimas se acumularon en sus ojos y su labio inferior comenzó a temblar. Miró a Carlisle, porque necesitaba ver un rostro agradable para contener el llanto; de lo contrario, su padre perdería los estribos y le daría una tunda a Demetri de Courtenay.

—Tu padre haría cualquier cosa para mantenerme a salvo de cualquier peligro, amorcito —dijo Carlisle, incorporándose. Fue todo lo que hizo; pero así puso fin a las preguntas—. De hecho, considero digno y noble recurrir a alguna mentirita para proteger a alguien, o algo, que quiero. —Se inclinó y besó a Bella en la coronilla—. Oui. En efecto, muy noble. ¿No te parece, Charlie?

—Pues, sí. —Bella suspiró aliviada al ver la sonrisa de su padre—. Busca a tu madre para que te arregle el cabello. Y recuerda, hija: ¡nada de trepar a los árboles!

Ella asintió, y abandonó el despacho.

—Me mintió para proteger a un cerdo —observó Charlie; sirvió dos copas de cerveza y le alcanzó una a Carlisle, antes de tomar asiento.

Oui. Es raro encontrar semejante valentía y devoción en alguien tan joven, Charlie. Renée ha hecho un buen trabajo.

—Eres un hombre casado, Carlisle. ¿Cuándo dejarás de penar por mi mujer?

—Nunca —replicó el rey. Acabó su bebida y soltó un suspiro de resignación.

—¿Se trata de Gales? —preguntó Charlie, conocía la preocupación que hacía que su viejo amigo deambulara de un extremo a otro de la habitación.

Oui. Los galeses son unos rufianes. ¡Merde, unos verdaderos salvajes!

—Así he oído.

—Comprendo por qué el rey de los mercianos, Offa, insistió en mantenerlos fuera de Inglaterra ya hace varios siglos. Los príncipes galeses pelean entre ellos con la misma fiereza que emplean para pelear contra nosotros. Por fortuna, todas esas luchas internas los han debilitado. Mis lores los han rechazado con éxito en la frontera, pero la resistencia contra nuestra ocupación continúa. Las principales bajas se produjeron en Herefordshire.

—Lo sé. Alec La Morte perdió toda su guarnición el año pasado.

Oui —Carlisle observó las llamas que ardían en el hogar—. Charlie, hace poco he conocido un príncipe galés, descendiente del rey Rhodri e hijo de Denaly Mawr, que reinó hace muchos años en Deheubarth, al sur. Muchos rivales han ignorado los derechos del príncipe galés sobre esas tierras, pero sé que algún día controlará todo el sur de Gales. No he visto a nadie capaz de pelear como él. Se mueve con la Velocidad del viento.

—¿Tienes pensado ayudarlo para lograr su cometido, Carlisle?

El rey se encogió de hombros.

—Quizás. Es un hombre inteligente. Creo que si consigue consolidarse en el trono de Deheubarth, podríamos garantizar la paz entre nuestros pueblos. Los caminos de la región central están prácticamente asegurados. Puede decirse que nuestros hombres ya han triunfado allí.

Charlie asintió, mientras escuchaba. Sabía que Carlisle tenía algo más que decir.

—Lo he invitado a Winchester para que te conozca. Llegará acompañado por sus sobrinos, dentro de un par de días.

—¿Para conocerme a mí? ¿Por qué?

La preocupación que se adivinaba en la mirada del rey le borró a Charlie la sonrisa.

—¿Por qué, Carlisle? —repitió, con seriedad.

—Pues, mon ami, porque le he prometido a Bella para su sobrino James.

Charlie se incorporó de un salto, primero incrédulo y, luego, con indignación.

—¿Sacrificarías a mi hija para obtener la fidelidad de unos salvajes?

Carlisle apartó la mirada. No era el momento de pensar en lo que Bella y sus padres representaban para él. Era el momento de pensar como rey y tomar decisiones favorables al interés de Inglaterra.

Non. Obtendría la lealtad de una familia con poder suficiente para poner fin a una resistencia que puede durar cien años más, a un costo en vidas que ni tú ni yo estamos en condiciones de estimar. Los lores de frontera gobiernan los territorios que defienden por decreto mío. Lo que sucede allí está casi totalmente fuera de mi control; debo lograr la paz.

—¿Con mi hija como garantía?

—Es mi ahijada —le recordó en tono sombrío—. Perdóname —el rey apoyó su mano en el hombro de Charlie, al pasar junto a él—. Estoy rodeado de enemigos.

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Bella sentía curiosidad por lo que le contaba su nodriza, Sue, acerca del próximo arribo del "salvaje galés" a Winchester. No tenía idea de quién podía ser ese "salvaje galés" pero comprendió que era alguien muy importante, cuando oyó a su padre decirle a su madre que Carlisle había prometido darle algo sumamente "preciado". Sería algo muy especial, en realidad, pues lady Renée Swan había rezado durante horas.

Bella quería lucir radiante el día que llegara el salvaje galés. Hasta permitió que Sue y Alysia le tironearan los bucles, sin emitir la menor queja. ¿Qué ejemplo daría si, como amiga del rey, se presentaba ante sus invitados más sucia que una pocilga? Claro, a Bella no le parecía mal jugar en una pocilga, aunque luego tuviese que bañarse. Era divertido revolcarse en el barro con Petunia.

También le hubiera gustado que le permitieran jugar con los caballos, especialmente con el blanco del tío Dante. Ayla era tan bonita, con sus crines níveas y su mirada desorbitada; todos le temían, salvo ella, que incluso tenía la esperanza de montarla algún día.

—Estás encantadora esta mañana —saludó el rey, cuando entró en el salón, junto con sus padres, deteniéndose frente al trono.

—Gracias, Carlisle —le dedicó una sonrisa desdentada y luego se acercó, susurrando—: ¿Podrías decirle lo mismo a mamá? Se ha pasado la mañana llorando. Creo que se debe a que está engordando más que Clara, la vaca. Espero que esta vez, por fin, tenga una niña; estoy harta de tantos hermanos varones.

En ese momento Bella oyó la risa sofocada de un hombre junto al rey, notó la presencia de un grupo de muchachos que la estaban observando. Debían de ser los invitados de Carlisle; aunque no había imaginado que serían tantos. ¡Ojalá su mamá nunca tuviera tantos varones!

¡Se veían raros! ¿Dónde se habían visto varones con trenzas? Sus túnicas estaban sostenidas con sogas, en vez de cintos, y hasta el más pequeño de ellos llevaba una daga a la cintura. A Bella le llamó la atención su aspecto tan salvaje. Ella sonrió para demostrar sus buenos modales. Uno de los muchachos más altos la miró malhumorado, y ella decidió que ese no le gustaba: tenía ojos malvados, como Demetri. Los más pequeños tenían bonitos ojos verdes.

Bella hizo una reverencia al menor de los huéspedes:

—Bienvenido.

Cyfarchion —respondió el niño.

La niña no pudo reprimir la risa, ni dejar de arrugar la nariz:

—¿Y eso qué quiere decir?

—Lo dijo en cymraeg, en galés —explicó el hombre de más edad, con una risita. Su sonrisa era agradable, como la del niño—. Significa "saludos". Mis sobrinos aún no conocen todas sus palabras.

Bella esperaba que, cuando hablaran, sus voces sonaran tan musicales como la de aquel hombre.

—Lady Swan —anunció formalmente el rey. Bella se enderezó, sabía que si la presentaba con su título, se esperaba que sus modales estuvieran a la altura de la circunstancia.

—Este es el príncipe Eleazar Denaly y sus sobrinos.

Mencionó ocho nombres, pero Bella solo retuvo dos. James, el que tenía una expresión malvada, y Edward, el más jovencito.

—¿Todos ustedes son príncipes? —preguntó Bella, contemplando a los hermanos con curiosidad.

—No tengo hijos propios. Cuando yo sea rey de Deheubarth —el príncipe Eleazar se inclinó hacia ella con un guiño y ella rió al escuchar la pronunciación de esta última palabra—, haré que todos mis sobrinos sean príncipes.

El pequeño Edward se atrevió a estirar el dedo para tocar el hoyuelo que se le formaba a Bella cuando reía. James dijo algo en voz baja. Ella no entendió sus palabras, pero comprendió que sería una grosería por la forma de apretar sus mandíbulas y la mirada de disgusto que le tendió Edward, sobre el hombro.

Resolvió dejar de sonreírle a James, por su conducta impertinente, y se mostró más amigable con Edward. Esperaba que él volviera a hablarle, porque las palabras desconocidas de su lenguaje le daban ganas de reír, como si alguien le estuviera haciendo cosquillas.

Dos días después de las presentaciones, Bella no sabía con seguridad si quería hacerse amiga de Edward. Daba la impresión de ser tan maleducado como su hermano. Y cuando ella intentaba conversar con él, la trataba como si no existiera. Carlisle le pedía que fuese más atenta con James, pero como él se negaba a emplear las palabras inglesas que conocía, ella no comprendía lo que le estaba diciendo. Además, Carlisle le había dicho que James tenía diecisiete años; era improbable que quisiera jugar con ella, así que Bella se despreocupó por ser amable con él.

—¿Tú eres muy callado, verdad? —le preguntó a Edward un día en que lo alcanzó camino a los establos.

Él ni siquiera la miró y apuró la marcha para adelantarse. Bella apretó los puños, con los brazos extendidos a cada lado de su cuerpo.

—Creo que eres un mudito muy desatento.

En ese momento se percató de la suavidad de los cabellos del niño, que los llevaba trenzados. Dos bucles sueltos le caían sobre los hombros. Él se dio la vuelta para mirarla; pero no dijo nada. Por la expresión de su rostro parecía mayor de diez años. Estaba pensativo, con sus ojos verdes fijos sobre ella.

—Mis hermanos hablan... —comenzó a decir; pero se interrumpió, sacudiendo la cabeza—. Mis hermanos dicen que tú eres gelyn: mi enemiga.

La niña intentó en vano aparentar serenidad, no podía creer esas palabras.

—¿Tu enemiga? Pero ¿por qué? ¿Qué es lo que he hecho?

Pareció que el niño iba a decirle algo más, pero giró y se fue.

Los días subsiguientes transcurrieron igual. Si bien Bella no hizo ningún intento de volver a hablar con Edward, empezó a seguirlo por todas partes. Lo veía montar por los territorios de Carlisle, en compañía de su tío y sus hermanos que se divertían golpeándolo, o al menos Intentando darle unos buenos golpes, de los que generalmente se zafaba. Aun montado sobre un corcel tan grande como el de su padre, Edward evitaba que le acertasen, se inclinaba para adelante o se arqueaba para atrás en la montura. En el salón principal, Bella lo espiaba mientras él corría. Le hizo gracia verlo meter un dedo en la tarta que había preparado el cocinero, para cerciorarse de su contenido antes de metérsela en la boca.

Por fin, Edward le dirigió la palabra al concluir la primera semana de su estadía en Winchester. Era una hermosa tarde de verano que ella estaba disfrutando en compañía de Petunia. Se había puesto a saltar, en el campo cubierto de margaritas detrás del galpón, y cantaba una canción que había escuchado entonar a los hombres en el salón, después de haber tomado casi todo el vino de Carlisle. La letra no era apropiada para que la repitiera una niñita; pero ella no lo sabía y no le importaba, ya que estaba concentrada en recoger flores.

No escuchó que Demetri y los Drake la estuvieran acechando hasta que, de pronto, sus ásperas voces irrumpieron en la paz de su ensoñación.

—¡Bella la Flacucha gruñe, gruñe y gruñe! —fue lo primero que se escuchó, seguido de fuertes risotadas.

Luego fue otra voz:

—A lo mejor duerme con los cerdos. Seguro que canta como si fuera uno de ellos.

Los tres muchachos la rodearon y Demetri comenzó a perseguir a Petunia. Bella le gritó que se detuviera, pero él sólo gruñó y volvió a reír. Por suerte, Petunia era demasiado veloz como para que Demetri pudiera cazarla, aunque casi logra patearla. La niña aulló y le sacudió el puño en la cara.

—Déjala en paz ya, Demetri de Courtenay, o yo...

—¿Qué harás? —la desafió, con los ojos llenos de rabia, mientras dejaba de perseguir a Petunia y se acercaba a ella—. Veamos qué puedes hacer.

Él alzó la mano para castigarla y Bella cerró los ojos con fuerza, preparándose para recibir el golpe. Los muchachos Drake tuvieron la precaución de vigilar que el incidente no fuera observado, pero lo cierto es que sí lo fue.

Bella abrió los ojos justo para ver cómo Edward se abalanzaba sobre Demetri, lo hacía girar para enfrentarlo, y lo empujaba con tal fuerza que Demetri cayó, golpeándose fuertemente su trasero.

Gwna mo chyffwrdd"i!(no la toques)—gritó el galés y ¡vaya la expresión de malo que ponía!

—¡¿Qué? —Demetri estaba temblando, ya no se reía.

Bod cerddedig (marchaté)—rugió su audaz defensor, señalándole que le convenía escapar.

Bella sintió ganas de batir sus palmas, aun antes que sus atacantes hubiesen tenido tiempo para salir corriendo. Dio un salto para adelante, tropezando con su falda, pero de inmediato se enderezó.

—¡Lo hiciste! ¡Lograste que Demetri de Courtenay huyera!

Nunca se había sentido tan feliz en toda su vida. Tanto que se habría lanzado directamente a los brazos de Edward, de no ser porque él ya se había vuelto para alejarse.

—Espera, por favor —rogó, casi incapaz de controlarse—. Has salvado a Petunia.

Ella no sabía si había entendido sus palabras, así que le sonrió. Él se quedó mirándola en silencio y, enseguida, hizo lo que ella había estado esperando todo el tiempo: le devolvió la sonrisa.

Casi no se separaron después de aquel suceso. A los pocos días, enviaron a Demetri a Normandía. Sin su cabecilla y atemorizados por el valiente defensor, los otros niños dejaron de molestarla. Pasó el resto del verano jugando con Edward.

Por desgracia, cuando a Bella le pareció que Edward era todavía más digno de su afecto que Petunia, el verano llegó a su fin y ella debió volver a su casa.

Bueno pues, aquí estoy con otra historia de época… esta vez de príncipes y damas… espero que les guste… mi tiempo se ha limitado aún más si eso es posible… así que de momento solo subiré esta historia… intentaré que sea a diario y si puedo así será… un besote a todas. Nos leemos…