Ese día levanta la cabeza y no piensa en los ojos azules que tanto le gusta mirar. Simplemente porque ya no están allí para él. No recuerda el día en que Aomine dejó de ir a practicar con él tras el instituto, porque ha pasado tantas semanas sentado a la misma hora y en el mismo lugar esperando a que el otro aparezca, que los días felices de práctica después del instituto parecen lejanos. Como si los hubiese vivido en otra vida. Sabe que Aomine no va a aparecer, pero sigue yendo a esperar hasta que el cielo se vuelve naranja.

Sonríe tontamente cuando saca las bebidas de la mochila, cuando calcula que probablemente a esa hora Aomine le ha ganado y le toca pagar las bebidas. Se bebe las dos, porque no puede dejar de comprar dos. Por costumbre o porque espera que de un momento a otro Aomine aparezca y entonces pueda darle su respectiva lata –esa sin gas y con sabor a frutas.

Un día intenta dejar de ir, pero en medio de su camino a casa siente que Aomine podría ir ese día de una vez por todas. Así que corre como si le fuese la vida en ello hacia el lugar donde practican. Allí no hay nadie, por supuesto. Pero eso ya lo sabía desde un principio. Y aun así le duele el pecho como si se lo desgarrasen, la mirada nublada por gotas saladas. Porque en ese momento se da cuenta de que el Aomine que conocía ya no existe. Ese que siempre insistía en disfrutar del juego, en mejorar, en practicar cada día con él aunque supiese que no conseguiría ganarle.

No vuelve a aquel lugar después de las clases hasta que llega el día de la graduación. Sabe que sus caminos se separan allí del todo. La próxima vez que se vean será en la cancha con uniformes distintos. Y le emociona tanto como le aterra.

Sabe que la próxima vez que se vean será como desconocidos.