Capítulo Uno: entre Humo y Metralla
Los cazas alemanes se aproximaban hacia el pueblo de Canterbury. Las sirenas del refugio resonaron por toda la aldea, llamando a sus habitantes a guarecerse entre sus resistentes muros. Eleanor Vans divisó, entre el gentío alterado por el ataque inminente; como aquellos monstruos de acero y hierro se acercaban rápidamente. Las contracciones del útero eran cada vez más insoportables, por lo que las piernas le flaquearon y cayó al suelo, aferrándose a la sucia tela que cubría su prominente barriga, con un gemido de angustia.
–Tengo que impedirlo –sollozaba la mujer embarazada alzando una mano al cielo encapotado.
–¡Eleanor, entra rápido! –gritó un hombre que la ayudó a levantarse, tirando de sus entumecidos brazos. Juntos se adentraron en las entrañas de la infraestructura de hormigón y el hombre acomodó a la mujer en un improvisado lecho de mantas y harapos sucios, en una esquina.
El refugio constaba de una sola habitación subterránea, el suelo estaba compuesto por una gravilla gris que se clavaba en la piel, y las paredes pintadas con cal parecían frágiles. El techo estaba reforzado con vigas de hormigón, y sin embargo, Eleanor no pudo evitar pensar en si resistiría el ataque. La multitud estaba obviamente intranquila. Las familias se aglomeraban en las esquinas, cuchicheando y mirando al techo continuamente.
–¡Edgar, hermano, tienes que desaparecerte con el bebé. Él es nuestra única esperanza! ¡ah! –Eleanor se retorció de dolor ante una nueva contracción. Una enfermera del refugio, ataviada con una bata que alguna vez fue blanca, se acercó a los hermanos y se preparó para recoger al bebé. Edgar Vans agarró fuertemente la mano de su hermana mayor, intentando infundirle serenidad.
–Todo irá bien, Ellie, te sacaré de aquí, te lo prometo –dijo el hermano, llorando de dolor. De repente, el refugio entero tembló a causa de un ataque aéreo en el exterior. Cundió el pánico entre la gente y se oyó por doquier gritos de terror, sollozos de niños pequeños y plegarias de los más mayores, rezando a un Dios que ya no les escucharía nunca.
La mujer, presa del llanto, dirigió a Edgar sus ojos azules, despavoridos e inyectados en sangre. Incluso con la súplica y el terror pintados en ellos, resultaban hermosos. Edgar sentía los músculos entumecidos, de cuclillas ante la parturienta, y su propia voz le sonó un poco lejana.
–Edgar, dale esto al bebé, debe saber quién es, debe saber por qué está en el mundo –dijo Eleanor con voz estrangulada, a gran velocidad. Acto seguido, entregó al hombre un anillo bañado en oro, con la inscripción de un león en su parte circular. Un león escarlata. Edgar lo cogió con fuerza y dejó caer una lágrima en el grabado mientras su hermana profería el último grito antes de dar a luz. La comadrona recogió de las entrañas de la madre a un bebé de tez sonrosada, sano y con el cordón umbilical conectándolo aún a su progenitora. La enfermera lo cortó delicadamente y dijo derramado una lágrima:
–Es una niña, señora. Una niña preciosa. –Se la tendió a la mujer y ésta, a pesar del dolor, del sudor y de la suciedad que tenía encima, la cogió emocionada y dijo su nombre, con una sonrisa de adoración.
–Mina. Te llamaras Mina Vans...
Un nuevo ataque procedente de los cazas nazis, cortó la magia del momento. El refugio comenzó a temblar, las paredes se resquebrajaron y varias personas quedaron atrapadas entre los escombros. La gente se puso rápido en acción, apartando grandes trozos de muro. Se levantó una gran polvareda.
Presurosa, Eleanor tendió a Edgar el bebé, que lloraba quedamente sobre sus delgados brazos.
–!Vete, hermano! –chilló.
–¡No Eleanor, no te dejaré! –vociferó Edgar como respuesta.
–¡Ella es la heredera, protégela, hazlo por mí! –suplicó la hermana.
Finalmente, una nueva bomba cayó en el refugio y todo voló por los aires. Miles de trozos de muro volaron llevándose a varios habitantes por delante, una gigantesca ráfaga arrastró los lechos, a los niños y varias toneladas de material de supervivencia. Cegado por la humareda y desorientado por los gritos, Edgar apretó contra su pecho el delgado bultito llorón y buscó a su hermana con la mirada.
–¡ELEANOR¡ –gritó Edgar profiriendo un grito desgarrador cuando vio que su hermana quedaba aplastada bajo una viga.
Una ola envolvió al hombre y, sin más dilación, desapareció de aquel destruido lugar, producto de las explosiones. Viajó por el delicado tejido del espacio tiempo, mareado, con el bebé aun en sus brazos y apareció rápidamente en una calle céntrica del Londres de los años 40. Lloviznaba mansamente sobre los edificios austeros de la capital del reino, pero las gotas de lluvia no podían traspasar los paraguas de la gente que iba y venia sosegada, sumidos en una falsa seguridad., con sus quehaceres y preocupaciones cotidianos. Algunos leían el periódico, con sus estáticas fotografías bicolores que tanto desconcertaban a muchos magos. Otras personas se apresuraban cabizbajas, casi corriendo sobre el resbaladizo adoquinado.
Edgar miró a la niña, que se había dormido durante el viaje de desaparición, y decidió hacer una cosa: él no había sido capaz de salvar a su hermana. Y tampoco podía asegurar un buen porvenir a su sobrina ahora que lo había perdido todo. Se apresuró a dejarla en la puerta del orfanato más cercano y más roñoso que encontró, a salvo de la lluvia y de la inclemencia del tiempo. Dejó el brillante anillo en su delicada manita rosada y, corriendo como un poseído, se arrojó desde la orilla contra las furiosas corrientes del río Támesis.
Adiós,Eleanor
