En ese momento, nadie comprendía a Charlie Weasley, nadie entendía su dolor. Porque no solo ella estaba muerta, sino que estaba muerta en brazos de otro, incluso en las garras de la muerte ella lo había amado. Y dolía, dolía saber que lo había olvidado, que incluso lo había reemplazado.
Su romance no lo habían conocido muchos, pero eso no significaba que no se amaron con pasión. Él no podía olvidar los besos furtivos, las sonrisas, las tardes bajo el álamo mirando el lago. Si cerraba los ojos, prácticamente podía sentirla de nuevo, como aquellos tiempos.
Tal vez, todo hubiera sido diferente si él no la abandonaba, y sería él quien bajaría también en ese cofre de madera para enterrarse tres metros bajo tierra. O probablemente ella estaría viva, y el muerto, porque jamás dejaría que nada le pasase.
La culpabilidad que sentía se le clavaba como dagas en el corazón, era peor que un millón de maldiciones cruciatus juntas. Entre el lío de maldiciones y gente, la había perdido, pero confió tontamente en que el otro sería capaz de protegerla. Pero no, nadie la protegía tan bien como él, incluso de sí misma. ¿Quién más podría atajarla cada vez que se tropezaba? ¿Curar cada moretón e incluso arreglar sus huesos rotos?
Nadie lo convencería de lo contrario, ellos habían sido perfectos juntos. Jamás había podido recuperarse desde su partida, porque cuando la dejó, su corazón permaneció con ella obstinadamente, negándose a amar de nuevo. Poco a poco, había dejado de visitar su hogar, incluso para las fiestas. Porque regresar significaba regresar a ella, y volver se hacía cada vez más duro. Con el pasar de los años, supo que ella estaba con otro, que seguramente ya ni siquiera recordaba quién era Charles Weasley.
Pero él, mientras veía a Nymphadora Tonks hundiéndose lentamente en un hueco que luego llevaría una placa con su nombre, supo que jamás olvidaría al amor de su vida.