La tarde caía lentamente sobre la ciudad, amenazando, con una característica tonalidad gris, de descargar una lluvia incesante, haciendo posible con ello que las sombras de la noche se acercaran en el tiempo. Marina contemplaba el oscurecer desde su escondida ventana, en su recóndito piso en esta perdida ciudad. A pesar de que su mirada estaba centrada en los pocos transeúntes que recorrían la calle a aquella hora, su mente estaba muy lejos. Su vida pasó ante ella como una exhalación, y supo que pasara lo que pasara él sería el único. Había entendido hace mucho tiempo que estaban destinados a mundos distintos, y que sólo una gran fuerza de voluntad de ambas partes sería capaz de salvarlos.
Había vivido grandes instantes junto a él, y en un silencio tácito se habían dicho cosas que nunca osaron decir en alto, tenían miedo que el ruido de sus voces pudiera romper el mundo que creaban a su alrededor, el mundo que habían creado para los dos. No fueron necesarias las palabras el día de su despedida para saber porque se iba, ni ellos ni nadie tenía la menor duda. La llamaron valiente cuando partió, cuando eligió otro camino y el hacer ver cada día que era feliz, cuando cada palabra suya la hería, cuando cada gesto y mirada que le dedicaba indicaba que la odiaba. Solamente en privado se mostraba paciente, que no amable. Tan sólo ahora siete años después se preguntaba si había mejorado en algo, si el dolor de sus desaires continuos no era mejor que al haberlo perdido. Porque aunque su forma de tenerlo fuera distinta, ella siempre consideró que lo había perdido, ella siempre pensó que había llegado a compartir con él un ápice de ese mundo, en el que él se encerraba. Y por mucho que se repetía, así misma, que él sólo veía en ella a una alumna más, a una alumna especialmente irritante, ella no podía evitar que hubiera momentos en los que…
Sabía que su intento de olvidarlo había sido inútil, cada nueva relación, cada intento de olvidar había fracasado, recordaba sus sonrisas forzadas, con sus gestos y sus ojos negros y penetrantes clavándose en ella para intimidarla o simplemente recordarle que estaba allí detrás. Se preguntaba si él la habría olvidado, si era capaz de recordarla como algo más que la nieta del director, o si por el contrario simplemente ya ni la recordaba.
La carta seguía arrugada en su mano, y mientras unas lágrimas resbalaban por su rostro, se dijo así misma que debía ser fuerte, había prometido volver si ellos la necesitaban, al fin y al cabo eran la única "familia" que le quedaba, y la carta no dejaba lugar a dudas.
Querida Marina,
Te necesito, prometí sólo llamarte cuando te necesitara, y ahora te necesito. Me gustaría que volvieses, que te encargases, de lo que en su momento yo pensé para ti, "todos" te echamos de menos. Pero antes tienes que hacer algo por mi…
Albus Dumbledore
"todos te echamos de menos", que manera tan sutil de decirle que él también seguía allí, y que no sabía nada de su llegada, pero que podría esperar del abuelo, siempre fue así; listo y audaz conseguía llevarte siempre a su terreno, y allí acababas diciendo lo que quería oír. Como lo odiaba y como lo respetaba por ello.
Además en su fuero interno, siempre supo que algún día volvería, que lo miraría fijamente a esos ojos negros que tanto la perturbaban y que sonreiría al ver que ya no…, no sería capaz de intimidarla como lo hacia cuando era su alumna, que la sangre no se volvía a agitar con solo su presencia, que ya había marcado su camino, y en él no había ningún profesor de ojos negros intimidantes, ningún espía de un bando no declarado, ningún jugador que juega sus cartas, manteniendo oculta su apuesta. Severus Snape, un hombre misterioso y curioso, un hombre duro y cruel, frío e insensible, que se lo enseñó casi todo, todo menos a vivir sin él.
