Como si hubiera sido ayer
Daryl abrió los ojos despacio, sólo para toparse con el blanco sucio del techo. Llevaba cerca de seis meses recibiendo el nuevo día de aquella forma, e incluso si creía que no era posible, cada mañana la odiaba aún más. Parecía que tenía una reserva ilimitada de rencor para repartir incluso al detalle más nimio.
Oyó el ulular de algunos pájaros en el exterior, y supo que en poco tiempo, todos estarían en pie, formando escándalo y hablando casi a gritos. Con un gruñido, se puso en pie y cogió la ballesta, que estaba apoyada contra la pared junto al sofá, antes de abrir la puerta de casa lo más silenciosamente posible y salir al exterior.
Alexandria estaba tan silenciosa como siempre a aquellas horas, cuando el sol acababa de rozar el horizonte y lo único que se percibía era el sonido del bosque. Se estiró y se dirigió hacia la entrada, sin sorprenderse lo más mínimo cuando vio a Paul acercarse hasta él.
—Buenos días, Dixon—dijo, como cada mañana, sabiendo que él no iba a responderle. Le abrió la puerta y le sonrió débilmente—. Cuidado ahí fuera.
Daryl le miró un instante antes de seguir por su camino. Paul tenía casi cincuenta años, mujer y dos hijos que vivían con él allí. Era uno de los miembros más antiguos de Alexandria, y en el proceso de construcción de sus muros había perdido a su hermano y a uno de sus hijos. Por su cara arrugada se adivinaban mil historias que Daryl jamás oiría, ni querría oír. A decir verdad, Paul era de los pocos habitantes de Alexandria que le caía bien. Era un hombre de los de la vieja escuela, de los que sólo se metían en sus asuntos, el único que no había intentado sacarle más de dos palabras seguidas. Se limitaba a abrirle la puerta cada mañana y le hacía el favor de no informar a Deanna de sus escapadas constantes al bosque. Daryl sabía que no le gustaba que salieran ahí fuera con tanta frecuencia, pero siendo sinceros, le importaba más bien poco. Si estaba allí era únicamente porque no tenía otro sitio al que ir, pero eso no significaba que Alexandria fuera su hogar.
Hacía tiempo que ya no lo tenía.
Intentó hacer caso omiso del ya conocido dolor que se instalaba en su pecho y se internó en el follaje, oyendo ya a su espalda el traqueteo habitual de los primeros en despertarse. Pero para cuando estuvieron en el exterior, él ya había desaparecido.
No estaba seguro de cuánto tiempo llevaba allí fuera. A veces creía que habían pasado horas, y cuando volvía nadie había notado su ausencia, y otras, cuando desaparecía durante lo que él hubiera descrito como minutos, al regresar se encontraba a todo su grupo buscándole y a Deanna tratando de hablar con él, de hacerle "entrar en razón". Esas veces eran las peores. En esas tenía que dar explicaciones, gruñir una especie de disculpa y desaparecer de nuevo antes de que alguien pudiera intentar impedírselo.
Llevaba seis meses así y no sabía cuánto tiempo más aguantaría allí. Daryl quería a su familia; pero cuanto más pasaba allí encerrado, más se le venía el mundo encima. Lo único que quería era olvidar todo lo que se le pasaba por la mente. Quería dormir, pero cuando se tumbaba en aquél sofá que había adoptado como suyo –dado que se había negado a aceptar una habitación como todos los demás y Deanna no le permitió seguir durmiendo en el porche- su cerebro parecía activarse mucho más. Le pasaban toda clase de pensamientos y le asaltaban los recuerdos. Para cuando quería acordarse, ya había amanecido y sólo había dormido unas pocas horas, y eso cuando tenía suerte. Cazar tampoco era nada que consiguiera aliviarle demasiado. Hacía tiempo que no conseguía nada, en parte porque tenía la pequeña esperanza de que los de Alexandria le echaran cuando ya no fuera útil, en parte porque era incapaz de concentrarse. Le atacaban los mismos recuerdos que por la noche. Lo único que hacía era revivir, una y otra vez, todo lo que había ocurrido, como una especie de mantra. No volver a confiar, no volver a abrirse, no volver a hablar, ni sentir, no volver a querer.
No volver a vivir. Limitarse a sobrevivir.
Era bastante simple. Era lo que había estado haciendo desde que el mundo se fue a la mierda, sobrevivir y luchar, sólo porque era lo que siempre había hecho, estar arrinconado y pelear para librarse. Pero ahora ya no peleaba. Se limitaba a hacer lo justo para seguir tirando. Respirar, comer, dormir un poco, respirar, comer, dormir un poco…
Una vida así casi no era una vida. Estaba seguro de que cualquiera en su lugar se hubiera apresurado en hacer buen uso de las duchas de Alexandria, de alimentarse y de dormir durante horas, hundidos en un colchón por primera vez en años. Estaba convencido de que le mirarían como a un loco si dijera que él no quería dormir en un jodido colchón, que si de él dependiera no estaría allí. Si él pudiera elegir dónde pegar ojo, en cualquier sitio, en cualquier momento, habría vuelto a la funeraria, a aquél féretro, a mirar al techo lleno de humedad y a dejarse mecer por la voz de Beth.
Beth.
Apretó los dientes. Hacía tiempo que no la nombraba. Prefería no hacerlo, era mejor así. Se había auto convencido de que si no decía su nombre en voz alta, si no la pensaba de forma directa, si simplemente se refería a ella en su cabeza por recuerdos y formas ambiguas, simplemente acabaría por evaporarse como el humo, pasaría a ser un mero recuerdo borroso en su mente. Sí, eso es lo que se dijo a sí mismo. Al fin y al cabo, ¿no era lo que habían hecho todos? Rick, Carol, Sasha, Glenn e incluso Maggie. Nadie decía su nombre. Puede que todos esperaran lo mismo que él. Puede que todos quisieran que ella acabara por desaparecer, como si nunca hubiera existido en realidad.
Se dio cuenta de que llevaba un buen rato con la vista fija en el suelo, sin prestar atención al rastro que tenía frente a él, y de que el sol ya despuntaba en el cielo. Una gota de sudor comenzó a caerle por la frente. El calor era tan asfixiante en aquella época del año que a veces, ni siquiera el espesor de las copas de los árboles era suficiente como para protegerle de los rayos del sol. Jadeó, limpiándose la cara con el dorso de la mano, y miró a su alrededor. Fue entonces cuando vio por el rabillo del ojo un ligero destello.
Se acercó lentamente, dejando que el colgante se deslizara entre sus dedos. Era una cadena plateada con un ópalo blanco, y sobre éste, el grabado de un gorrión sabanero. Lo observó unos segundos, con la mitad del colgante aún pendiendo de la rama de aquél árbol.
"¿Alguna vez has tenido mascotas?", preguntó Beth mientras caminaban. Daryl hizo un gruñido de negación, y ella se volvió para poder verle, "¿Ni siquiera un pez?"
"¿Para qué quiero yo un pez?", replicó él, en un tono más agrio del que pretendía. Sin embargo, Beth no pareció ofenderse. Estaba acostumbrada a sus malas formas, y a pesar de que él ya se sentía como una mierda cada vez que le hablaba así, ella parecía haberse hecho a la idea de que él no pensaba cambiar. Carraspeó, incómodo, "Mis padres no sabían ni cuidarnos a Merle ni a mí, así que era una suerte que no tuviéramos bichos".
"En la granja teníamos un montón de animales", dijo Beth, "pero a mi padre no le gustaba que les cogiéramos cariño porque… bueno, luego nos los comíamos. Y bueno, me encantaban los caballos, pero no era lo mismo".
Beth se quedó callada y Daryl no dijo nada, alentándola a que continuara o a que dejara ahí la historia si no quería seguir. Entonces tomó aire y siguió. Daryl juraría que podía oírla sonreír.
"Entonces un día de tormenta mi padre llegó empapado a casa. Se metió la mano dentro del abrigo, y de pronto sacó un gorrión. El animalito estaba temblando de miedo y tenía una pata rota. Papá dijo que tendríamos que cuidarle hasta que se recuperara, pero al final éramos sólo él y yo todos los días cuidándole. Estuvo casi todo el invierno con nosotros hasta que se recuperó. Mi padre decía que yo le recordaba a aquél gorrión", su sonrisa se ensanchó al decir eso, "fue… el mejor regalo de navidad de mi vida". Daryl creyó ver los ojos empañados por las lágrimas, pero al segundo siguiente volvía a estar igual que siempre, sólo que con la misma sombra de tristeza que la acompañaba cuando hablaba de su padre.
"Entiendo por qué", murmuró Daryl.
"¿Hm?"
"Entiendo por qué le recordabas al gorrión", lo dijo tan rápido que ni siquiera él se entendió muy bien, pero vio en su cara que ella había sido capaz de captar las palabras. Lo supo por la forma en la que se iluminó de pronto, por cómo su sonrisa parecía llegar de oreja a oreja. Antes de que se diera cuenta, Beth se había acercado y le había dado un fugaz beso en la mejilla. Fue sólo un instante, pero lo suficiente como para que su cara se tiñera de rojo. Beth rió y le dio un ligero apretón en el brazo.
"Gracias, Daryl", dijo suavemente, antes de seguir caminando como si nada.
Se lo había metido en el bolsillo sin pensarlo dos veces. Sabía que no era una idea inteligente. Sabía que cada vez que lo viera pensaría en ella. Lo sabía perfectamente. El problema era que le recordaba a Beth. Y por mucho que intentara lo contrario, él siempre quería pensar en ella. Le dolía, le destrozaba por dentro, le dejaba exhausto, pero al mismo tiempo era la única cosa que le mantenía en pie un día más: la posibilidad de seguir pensando en ella.
Así que se dio la vuelta y, con el colgante a buen recaudo en su bolsillo, se dirigió de vuelta a Alexandria.
Tardó un rato hasta que vislumbró en la distancia los portones. Estaba a unos diez metros cuando empezó a oír el alboroto desde el interior. Daryl frunció el ceño, extrañado. No sonaba como lo hacían los niños cuando estaban allí jugando. Parecían personas discutiendo, y por su bien, esperaba que no fuera el capullo del hijo de Deanna otra vez, porque de buena gana se encargaría de terminar la paliza que Glenn no le dio. Llegó hasta la entrada y dio varios golpes en el orden que acostumbraba para hacer saber a Paul que estaba allí. Esta vez, sin embargo, el hombre tardó más de lo normal en llegar para abrirle.
— ¿Qué pasa? —preguntó Daryl, colgándose la ballesta a la espalda. Paul se hizo a un lado para dejarle pasar y negó con la cabeza, pero no dijo nada más—. ¿Qué?
Paul no respondió. Daryl resopló, demasiado cansado para discutir, y siguió por su camino, dispuesto a sentarse en el porche a limpiar la ballesta un rato hasta la hora de comer.
No había dado ni tres pasos. Ni tres pasos hasta que la vio allí parada, de espaldas a él. Creyó que estaba soñando. Creyó que el sol le había pegado con demasiada fuerza en la cabeza y estaba teniendo alucinaciones. Creyó incluso que había muerto en el bosque y que por eso estaba allí plantada frente a él.
Pero entonces ella se giró, y la expresión conmocionada de su rostro le hizo saber que no estaba soñando. Era ella: con diferente ropa, con una nueva cicatriz, con la mirada más profunda, propia de aquellos que han vivido bastante, pero ella en toda su esencia.
—Beth —dijo, casi en un susurro. Estaba a dos metros de distancia. Temió que si alargaba el brazo para tocarla se esfumaría, pero también tenía miedo de que lo hiciera igualmente si no hacía algo.
Antes de que su cerebro hubiera tomado una decisión su cuerpo había actuado por su cuenta. Sintió que sus piernas comenzaban a moverse, pero ella fue más rápida. Prácticamente se abalanzó sobre su pecho, y él la rodeó automáticamente, tan fuerte que pensó que podría romperle algo si no tenía cuidado, pero al mismo tiempo demasiado perdido en aquello como para darle tanta importancia a un par de moratones. Además, estaba seguro de que Beth iba a dejarle marcas. Le tenía aferrado fieramente y parecía que nada podría separarla de su pecho. Enterró la cara en su pelo y cerró los ojos.
—Beth —jadeó, con un nudo en la garganta provocando que se le quebrara la voz. Cerró la boca, avergonzado, y entonces ella se retiró para mirarle a la cara. Fue entonces cuando él vio que ella ya había empezado a llorar hacía rato, pero a pesar de ello, logró sonreírle entre las lágrimas. Él lo intentó, pero no podía. Sentía demasiadas cosas en aquél momento como para intentarlo. En su lugar, le puso las manos en la cara y le limpió las lágrimas con suavidad, antes de volver a pegarla a él—. Beth.
—Estoy aquí —murmuró ella—. No me voy a ninguna parte. Estoy aquí.
Y entonces Daryl no pudo evitar el sollozo estrangulado que le trepó por la garganta. Ella le abrazó con más fuerza, como si quisiera exprimirle hasta la última lágrima, antes de ponerse de puntillas y empezar a desperdigar besos por su cara, como si fuera lo más precioso que hubiera visto en su vida.
—Creí que… —comenzó él, pero ella le detuvo.
—Lo sé.
En el instante en el que se perdió el agarre en su abrazo, ella le cogió la mano. Su diminuta manita cabía perfectamente en la de él. Parecía increíble lo pequeña que era. Daryl se dio cuenta de que estaba mirando sus manos, y cuando alzó la vista, se encontró a Beth atravesándole con los ojos.
Beth le levantó la mano y le dio un suave beso en la palma. Daryl la observó, atónito, antes de que se pegara más a él. Daryl la rodeó casi por instinto.
—Tú —susurró Daryl—. Tú.
Ella le miró, comprendiéndolo sin necesidad de más palabras, como si aquella conversación en la funeraria no hubiera sido interrumpida, como si siguieran allí, los únicos que quedaban en el resto del mundo. Y entonces hizo lo que debió haber hecho aquella noche. Bajó la cabeza y la besó, con ella ya preparada, esperándole, prácticamente en puntillas para llegar mejor hasta él. Sin preguntarse quién estaría observándoles, ni qué pensarían, sin pensar en nada que no fuera en Beth. Ella le echó los brazos al cuello para poder pegarse más a él, y ambos suspiraron casi al unísono.
No supo cuánto llevaban así, pero para cuando se separaron, Daryl vio que todos los de su antiguo grupo estaban reunidos en torno a ellos, mirándoles con… ¿entendimiento? Beth hizo aquél gesto con la boca que él siempre había encontrado adorable y se apartó ligeramente, casi tímida.
En aquél momento Daryl, sin saber muy bien por qué, sacó el colgante del bolsillo y, girándola con suavidad, le apartó el pelo para ponérselo. No fue hasta ese momento que se dio cuenta de que le temblaban las manos. Beth lo miró y entonces cogió su mano y la llevó hasta su pecho, justo bajo el colgante que él acababa de ponerle para que pudiera notar los latidos acelerados.
—Yo también te he echado de menos, Daryl Dixon —murmuró ella.
Para Ruth
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