Pleamar
por Silence Messiah.
Capítulo Uno
"La rosa entre lo oscuro tiene sed"
Tomás Segovia.
(Luz de Aquí)
El día había resultado ser un fiasco total. La mañana había comenzado con la previsión de una enorme racha de viento que se llevó su ropa interior, colgándola (oh, mala fortuna) de la antena de televisión de aquel vecino mirón y obseso, quien persiguió y zamarreó contra su entrepierna sus braguitas rojas de encaje hasta hacerla jurar que jamás volvería a usarlas. Luego, el tranvía se retrasó quince minutos en un atasco y entró tarde a su turno doble en el Hospital Central de Konoha, donde su jefe de planta, un enfermero cincuentón con muy mala leche y poca, poquísima paciencia, fregó su cara con los formularios incompletos del turno anterior. Más tarde, a la hora de comer, un residente novato con pinta de sabérselas todas la retuvo en un siniestro múltiple, dándole órdenes estúpidas. "Señorita Harada, la vía" decía el muy bastardo "Harada, diez miligramos de...".
Al llegar la noche, Suien le había declarado la guerra al karma. Cuando pudo quitarse el uniforme de enfermera, enfundarse en su magnífico vestido camisero y sus zapatos altos de tacón y huir del bullicio, aquella lluvia que anunciaran las noticias y que no se había dignado a presentarse durante la mañana y la tarde, arrojó su feliz humedad sobre toda ella.
- Simplemente perfecto –era tan grande su disgusto que nadie se atrevió a sugerirle que la próxima vez trajese un paraguas en días nublados.
Suien atravesó la calle como una exhalación, dándose cuenta con desaliento de que sus preciosos zapatos no sobrevivirían al húmedo asalto, no antes de llegar al refugio de la parada del tranvía. Tuvo que quitárselos y correr en medias a través de la encharcada calzada, que dejó el borde de su pálido vestido salpicado de barro.
Un rayo restalló en medio del cielo oscuro y encapotado de la noche de Konoha, desgarrando el espacio con su rugido potente y demandante, abriendo la negrura con un zigzag rápido, destellado y fugaz.
- ¡No! –maldijo, dándose cuenta de que la tormenta eléctrica había inutilizado todo el cableado eléctrico y, por tanto, la red viaria. En Konoha todo funcionaba con electricidad solar acumulada, y si la red fallaba, todo quedaba anulado. Comenzando por el transporte interurbano.
Haciéndose a la idea de que aquel no era su día, Suien se estremeció bajo el arremeter de la lluvia, que la caló hasta los huesos, desde la raíz de su pelo negro hasta la punta del dedo gordo. Maldijo de nuevo en voz baja, desanimada, mientras descendía la cuesta. Su casa estaba lejos, muy lejos de allí; como mínimo, tardaría una hora a paso moderado.
El aguacero dejó su vestido totalmente adherido a la piel, dibujando las formas sugerentes de sus pechos, pero estaba tan cabreada, tan llena de hastío, que no le dio importancia al insoportable dolor de sus pezones, reducidos a meros puntos -como si quisiesen esconderse entre la carne-, ni a la forma ahuecada y sensual de sus nalgas, definidas por el ejercicio y la buena salud, que la humedad dibujaba.
No, ella sostenía en una mano los zapatos mientras que con la otra sujetaba su bolso negro sobre el hombro. La lana de su bajo estaba tan mojada, que pesaba el doble cuando habría jurado que, al salir de su casa después de quemar las tostadas, tan sólo había metido el monedero y un par de aspirinas para el dolor de cabeza.
- Maldita sea –se lamentó en un quejido que tenía mucho de desesperado. Encontró a dos operarios trabajando en las cercanías del puente, donde un cable era repuesto a la torre de control.
Las farolas de la calle se encendieron, a dios gracias -según Suien-, que se apresuró a guarecerse bajo una precaria parada de tranvía.
- Perfecto, perfecto –murmuró, corriendo como un gamo.
Sí, el día de Suien era una verdadera mierda. Un hecho que ella constató cuando, al pisar el bordillo de la acera, la media resbaló sobre el musgo instalado en el bordillo, haciéndola tropezar.
Fue rápido: su pie patinó hacia un doloroso lado con antinaturalidad. Ya veía el suelo, ya notaba los huesos protestando, su cadera rota y su orgullo hecho una mierda delante de toda la gente que se refugiaba de la lluvia en la parada -esos desgraciados que miraban su descenso como si jamás hubiesen visto a una dulce señorita precipitándose de morros, cuando alguien la abrazó por los hombros.
Era un hombre, un hombre muy fuerte. Su tacto era seguro, poderoso y flexible; no le costó nada levantarla por encima del saliente y cobijarla bajo el techo de la parada.
Al dejarla en el suelo, ella se quejó al sentir cómo un agudo dolor trepaba por su tobillo, haciéndola estremecerse.
- ¿Está usted bien? –la voz acerada del hombre martilleó en sus oídos-. ¿Qué le duele?
Apretó los dientes cuando aquellos brazos poderosos volvieron a alzarla y, tras apartar a la gente, la sentaron en el banco de la parada.
- El tobillo.
Aquel hombre se arrodilló frente a sus rodillas y tomó su pie adolorido. De inmediato chasqueó la lengua.
- Una torcedura –alzó los ojos, tan grises y afilados que la estremecieron-. ¿Quiere que la lleve al hospital?
Suien lo miró, sorprendida al ser plenamente consciente, por primera vez, de su uniforme. Automáticamente negó -admirada por su belleza-, y su pelo, que ondeaba liso hasta formar graciosos bucles oscuros en las puntas, se esparció mojado por sus hombros, enmarcando un rostro pálido de labios llenos y ojos del color del vidrio fragmentado, que resultaron encantadores al sonrojarse. Aclaró débilmente su garganta, turbada por la reacción física que emitía su cuerpo, como si el despidiese alguna clase de onda que todos sus nervios captaban.
- Oh, no, muchas gracias –se llevó unos mechones tras la oreja, rehuyendo su mirada-. Qué vergüenza...
- Tranquila, es un placer.
- Es usted muy amable, pero soy enfermera. En cuanto recupere algo de chacra podré… podré arreglar esto.
El hombre no dijo nada, pero alzó ambas cejas. Vacilante, Suien le dedicó una tímida mirada.
Entreabrió los labios, dubitativa.
- Usted… yo… -él la observó balbucear-. Es un ninja, ¿no? Usted es jounin.
- Sí, así es –su apetecible boca se estiró: era una expresión sensual, pero definitivamente afilada.
- Nunca había hablado antes con un ninja. Bueno –se apresuró a decir-, excepto para preguntarles por su historial médico.
- Apuesto a que ha hecho usted muchas consultas de ese tipo.
- Bueno, sí, algunas –bajó la mirada a su tobillo, que se hinchaba a cada segundo un poco más. Rendida por la obviedad de que estaba sola y desvalida con un tobillo torcido, Suien hundió los hombros.
- No se preocupe –el hombre apoyó una mano en su rodilla, adivinando las veredas de sus pensamientos-. La llevaré a casa si es preciso, no se quedará sola bajo esta lluvia, señorita.
- ¡Oh, no! –alzó las manos, gritando tan alto que la gente se volvió ligeramente para observarla, irritados-. No –repitió-, eso es una molestia con la que yo no lo cargaría, no es…
- Quedan cinco minutos para que mi jornada laboral termine, así que estoy en la obligación de asistirle en todo lo que pueda. La ley de Konoha la ampara –guiñó un ojo.
- Yo…
- ¿Cómo se llama?
Suien parpadeó. La mano del hombre aún seguía en su rodilla, igual que sus afilados y cínicos ojos lo estaban en los suyos.
- ¿Yo? –tras decirlo se sonrojó. Estaba aturdida, el efecto relámpago le había sonsacado aquella palabra, y ahora él pensaría que era estúpida además de una miedica.
- Sí, por supuesto –su sonrisa sesgada apareció de nuevo-. Usted.
- Harada, Suien Harada.
- Perfecto, Suien Harada: Genma Shiranui, a su servicio durante toda la noche.
Cierta inflexión en la voz la dejó perpleja. Podría dudar sobre las intenciones, porque parecía que aquel hombre estaba hecho para el sexo; pero su entonación, la inflexión de sus palabras, le hacían pensar ciertamente en toda, toda la noche. Toda, y no profesionalmente hablando.
Se sonrojó del cuello a la raíz del pelo, calentando toda el agua que se había deslizado por su cuello, empapando el sujetador.
- Ah… muchas gracias, supongo.
- Es mi trabajo –Genma sonrió ante su tierno sonrojo: aquella era una chica tímida, una realmente pequeña e inofensiva. Durante su día a día, él no tenía muchas oportunidades para interactuar con mujeres como aquella, ya que en su mayoría todas eran mujeres curtidas, secas y sarcásticas, no como aquel pedacito de dulzura que había caído en sus brazos.
Aquellos ojos irisados lo miraban llenos de asombro, y eran inocentes, puros y cristalinos como la expresión inmaculada de su boca turgente. Una tirantez haló de sus entrañas, concentrándose en sus ijares.
- ¿Está cerca su casa?
Ella negó apesadumbrada y, de repente, levemente irritada. Aquel hombre era un extraño, al fin y al cabo. ¿Qué la libraba del peligro? Incluso algunos policías de Konoha perdían la placa por cometer actos delictivos. Por muy hermoso que fuese aquel hombre, su belleza no lo eximía de lo evidente: que acababa de conocerlo y que por lo que ella sabía, podía ser un asesino en serie. El sólo pensarlo la hizo cagarse de miedo.
- ¿Cuánto de lejos?
- Yo… No pensará en serio que lo llevaré a mi casa, usted no es más que… -miró en derredor, comprobando que ninguna de las personas bajo techo estaban prestándoles atención, sino que se ocupaban de sus asuntos con impaciencia y fastidio, algunos hasta con desesperanza ante el panorama de la fuerte tormenta de truenos, rayos y relámpagos que les impedía salir de su abrigo-, no es más que un extraño.
- No, no lo soy –él esbozó aquella sonrisa sesgada-. En lo que a usted concierne, soy el ninja que la llevará a casa –sus manos crearon un jutsu rápidamente, y un halcón mensajero apareció entre las piernas de Suien-. Este amigo llevará un mensaje al cuartel general de Konoha, si es preciso. Comprenderá que no puedo dejarla aquí, a merced de los salteadores, el clima y los rayos –ella refrenó su estremecimiento y se resignó a lo inevitable.
- No es necesario que mande al pájaro, vivo en la casa número treinta y dos de la calle Magnolia.
- Qué chica tan rápida –sonrió afiladamente-. Vamos –se puso en pie-, la ayudaré a incorporarse para transportarla.
- Santo cielo, aún diluvia. ¿No podemos esperar a que escampe?
- Señorita Harada, me temo que la previsión de la tormenta es larga y constante.
Gimió y se llevó a su vez una mano a la nariz, donde pulsó el puente con dos dedos para ahuyentar el repentino dolor de cabeza que la atacaba.
- La dejaré justo en su portal y luego me iré, se lo prometo.
- ¡Oh, señor! –suspiró y él respondió:
- Sí, señora.
Suien levantó la mirada y encontró la suya. La sonrisa sesgada del hombre provocó lentamente la suya propia, y un segundo más tarde no pudo contener una suave risa.
Los ninjas eran personajes sorprendentes. Lógicamente, ella había tenido muchas oportunidades para interactuar con ellos: había suturado, limpiado y cauterizado más de un centenar de heridas leves y no tanto; sin embargo, con ninguno había sido como con aquel. Cuando la tomó en brazos, su chacra fluctuó en torno al suyo sugiriendo el jutsu más antiguo, básico y sencillo de todos, el de transporte, y todos sus músculos cobraron de repente tensión y poder, igual que su mirada.
- Engánchese conmigo, señorita –su aliento acarició su oreja-. Indíqueme dónde vive.
- ¿Cómo?
- Con su chacra. Ponga la imagen en mi mente con su chacra. Válgase del recuerdo.
- Sigue usted… -levantó la mirada, maravillada- siendo un extraño.
- Justamente.
La gente se apartó, lo cual fue comprensible: el chacra era como una ondulación, todos lo percibían en mayor o menor grado. En el caso de Suien, penetró en cada célula de su cuerpo, elevando su temperatura. Calentando cada resquicio de su dócil cuerpo.
Genma le sonrió a aquella mujer tímida que, a pesar de su indeleble aire inocente, exudaba una suerte de extraña sensualidad. Joder, ¿cómo serían aquellos labios llenos bajo los suyos, sometidos bajo el calor ardiente de la pasión? Pensar en ello, en las cosas escandalosas que podrían retribuirse mutuamente, lo hacía arder y ponerse duro.
La sonrisa. Luego, instantáneamente, el revoloteo del chacra ascendiendo en pleamar, un surco de plenitud, de tensión y sangre alzándose por todos los resquicios de su cuerpo. Ella se agarró a él como si fuese su ancla y cerró los ojos, hundió la cara en los omoplatos. Así, recogida entre sus fuertes brazos dejó que se deslizase entre ellos la imagen de su casa su pequeño jardín, la verja verde llena de hiedra y el pequeño camino que surcaba la hierba hasta su casa, hasta la puerta blanca de madera.
