La Séptima Pléyade


Explicación: El nombre del fic se debe a Mérope, hija del titán Atlas y de la oceánide Pléyone, esposa de Sísifo que, al ser un mortal, conllevó que Mérope brillara con menos intensidad en el cielo.

Disclaimmer: Todo el potterverso pertenece a J. K Rowling, sin embargo la trama es mía.

Debo dar las gracias a las historias de Dryadeh sobre Merope, ya que me inspiraron para empezar este long-fic.

Este fic participa en el reto anual "Long Story" del foro La Noble y Ancestral Casa de los Black.


I

Explorando Little Hangleton.

El pueblo de Little Hangleton se caracterizaba por ser un pueblo tranquilo. No había ningún tipo de delincuencia como sí que pasaba en la villa vecina.

De ese tipo de cosas eran de las que se jactaban los muggles vivientes en la villa, presumiendo de ser un pueblo pacífico y amable. De ser una villa donde todos los vecinos se conocían y se llevaban bien. Todos menos una familia que vivía a las afueras de la villa, en una choza que, a primera vista, parecía abandonada y, en tan mal estado, que era imposible que allí viviera alguien.

Sin embargo, de esa pequeña choza salía una pequeña humareda de la chimenea, posiblemente alguien estuviera cocinando, así que tenía que haber gente allí dentro.

Era una familia tan pobre que en el pueblo eran conocidos como vagabundos, y no como personas cuerdas, sino que temían que se acercaran a ellos porque podrían pegarles cualquier tipo de enfermedad.

Sí, en Little Hangleton se jactaban de ser muchas cosas, pero no todas eran ciertas.

Merope cocinaba concentrada en el libro de recetas que tenía en la mesa de al lado. Estaba intentando preparar un pastel para su viejo amigo David, quién le había regalado ese libro que estaba usando ahora mismo.

Ella sabía que los regalos de David solo los podía usar cuando su padre o hermano no estuvieran presentes, sino, su amigo o ella saldrían lastimados.

No quería que su padre se enfadara con ella otra vez.

Cuando terminó de amasar la masa, se limpió las manos en el vestido gris ajado y sucio que llevaba.

Antes de encender la madera, tocó su varita, guardada en uno de los bolsillos del vestido. Miró fijamente la masa del pastel mientras agarraba su varita pero, tras unos minutos de indecisión, encendió el fuego del horno de leña manualmente. Introdujo el molde con el pastel y se fue a recoger la casa mientras se cocía.

Merope sabía que no había riesgo de que su padre y hermano la pillaran, puesto que se habían ido a cazar al bosque y tardarían un tiempo antes de que volvieran con la caza. Siempre tardaban un día entero cuando se iban para abastecer la despensa.

Esos días eran los más felices de Merope. Solía ponerse a leer los cuentos de hadas que le dejaba David, o simplemente se sentaba cerca de la ventana y cantaba. Cantaba como su madre antaño había hecho cuando estaba en la misma situación que Merope. Ella lo sabía porque David se lo había contado.

Él había conocido a su madre cuando ésta salió corriendo de la casa llorando hacia el bosque. Llorando porque su padre se había atrevido a ponerle la mano encima. Pasó la tarde en casa de David y cantó para él. Desde ese momento se hicieron buenos amigos, hasta que murió dando a luz a Merope.

David le decía que era igual de guapa que su madre, pero Merope lo dudaba. Había visto una imagen de ella y sabía que era mucho más fea que su progenitora. Sabía que era mucho más fea que cualquier otra mujer.

A sus tiernos ocho años había tenido que enfrentar cosas que ninguna niña debería enfrentar; cocinaba y limpiaba la casa todos los días para que su padre y su hermano no le gritaran y, aun así, siempre encontraban algún motivo para hacerlo.

Ella deseaba ser invisible o convertirse en un ser tan minúsculo que nadie reparara en su presencia. Quería poseer alas para huir lejos de esa casa y, sin embargo, había algo que la unía todavía a su familia: su padre. Él no podía cuidarse solo y sabía que no podía fiarse de Morfin para que le cuidara. Además, ¿dónde iba a ir ella? Una squib inútil.

Ni siquiera sabía hacer magia, pero sabía que estaba dentro de ella. ¿Así era cómo se sentían los squib? ¿Con la magia latiendo en su interior pero sin acceder a ella para poder usarla? Merope no lo sabía. Apenas sabía nada de lo relacionado con el mundo mágico ni el muggle.

Solo sabía lo que oía a su padre contarle a Morfin, que había vivido rodeado de riquezas como solo el apellido Gaunt podía generar.

Merope, a su edad, sabía que su padre estaba obsesionado con su apellido, pero ella supuso que esto se debía porque, como tantas veces le habían repetido, descendían de los Peverell y de Salazar Slytherin. Y que, por ello, debían sentirse orgullosos de llevar su sangre.

Menos ella. Ella era una vergüenza para el apellido de su padre. Incapaz de hacer magia como todos sus antepasados.

Cuando terminó de recoger la casa y vigilar que el pastel aún no estuviera listo, corrió a su habitación y, levantando su camastro, sacó el cuento que David le había regalado y donde un príncipe salvaba a la princesa, cautiva en la alta torre del reino.

Se había leído el cuento un montón de veces y aun así no dejaba de cautivarla. Quería que un apuesto príncipe viniera a salvarla de esta choza, que si bien no era una torre, sí que se encontraba cautiva, y quería sentir el beso del amor verdadero y saber que alguien más, aparte de David, la apreciaba.

Lo abrazó y, con él, caminó de nuevo hacia la sala. Colocó una silla cerca del horno de leña para mantener un ojo en el pastel mientras leía y abrió el cuento por la primera página.

Se sumergió en el cuento, tan ansiosamente, que sintió que ella era la hermosa princesa, y que su príncipe de brillante armadura sin rostro, venía a buscarla y la llevaba lejos de todos. A un mundo donde solo existieran él y ella.

Cuando el dulce olor del pastel llenó sus fosas nasales, dejó el libro encima de la encimera corroída y sacó el pastel con mucho cuidado de no quemarse, puesto que los trapos que tenían eran muy finos y estaban rotos. Lo dejó reposar en la encimera mientras corría a su habitación a dejar el libro y salía con un barreño al pozo para coger agua y asearse.

Era la primera vez que iba a bajar al pueblo y necesitaba dar una buena impresión. Sabía que no podía hacer nada con su vestido roto y sucio, pero al menos podría peinarse y lavarse un poco para quitarse la suciedad.

Cuando consiguió desenredarse el pelo con un viejo peine de su madre decidió trenzárselo, como David le había enseñado que su madre hacía. Le había costado coger el truquillo a ese peinado, pero le gustaba llevarlo porque le hacía sentir más cercana a ella. Al terminar, volvió a casa, cogió el pastel y emprendió el camino hacia la aldea.

Estaba emocionada y, a la vez, atemorizada. Su padre no había parado de decirle que los muggles eran malos, que la harían daño si la veían y que ella, con su estatus de sangre, no podía relacionarse con sucios muggles. No estaban a su altura. Sin embargo, David, a pesar de ser un muggle, había sido bueno con ella, le daba cuentos siempre que podía y le hablaba de su madre. Le contaba historias y le decía los secretos para preparar comidas sabrosas y en qué parte del bosque buscar ingredientes que no fueran venenosos.

Era, posiblemente, lo más cercano a un padre que tenía, pero no lograba sustituir a Marvolo.

Le tenía mucho aprecio por todo lo que la ayudaba y los cuentos que le contaba. Era como su hada madrina de los cuentos.

Caminó tranquilamente, con una sonrisa bailando en sus finos labios, donde una herida empezaba a cerrarse.

Cuando llegó a la entrada del pueblo paró en seco. Miró a todos lados, temerosa, y a punto estuvo de dar la vuelta un par de veces antes de respirar profundamente y, suspirando, adentrarse en el pueblo, por primera vez en su vida. Se lo debía a David, él siempre le estaba dando cosas pero Merope nunca le daba nada a cambio. Ni siquiera un simple abrazo. Bien es cierto que no estaba acostumbrada a las muestras de aprecio y no le salía dar abrazos así como así, pero ella esperaba que David supiera que estaba agradecida. O, al menos, ahora, con este pastel, iba a saberlo.

Apretó la cesta contra su pecho y caminó por las calles del pueblo. Buscó las que estaban menos concurridas, en un intento por no ser vista.

Estaba tan ensimismada buscando la casa de David, que tantas veces le había descrito por su singular jardín a la entrada, que no vio el pie que un muchacho de unos diez años acababa de ponerle delante hasta que tropezó.

Merope abrió los ojos al sentir que caía y, por un momento, temió que su padre le hubiera visto venir al pueblo y le hubiera seguido. Sintió como la dura piedra golpeaba sus rodillas, ya magulladas, y logró poner a salvo el pastel para que no se destrozara.

Dándose la vuelta con dificultad por el dolor, logró atisbar a un grupo de cinco niños y una niña que la miraban con burla.

Suspiró aliviada, por un momento pensó que su padre la había encontrado. El alivio le duró poco tiempo.

Un niño rubio, mayor que ella, cogió la cesta que estaba a su lado sin que ella pudiera pararle. La abrió y sacó el pastel de su interior.

—Pero mira que tenemos aquí, si es un pastel. ¿De dónde lo has robado, pordiosera? —le dijo el niño cruelmente mientras examinaba la repostería de cerca.

—N-no, lo h-he ro-robado… lo he he-hecho yo —dijo tartamudeando y con la mirada fija en el pastel sin atreverse a levantarla más. Esperaba que los niños le devolvieran el pastel y la cosa acabara ahí.

—Sí, claro, ¿y con qué dinero has comprado los ingredientes? No nos mientas. Es imposible que una… chica como tú haya hecho esto —dijo otro niño.

— ¡Pero no la llames chica! ¿No ves que ella es un monstruo? ¡Solo hay que mirar su cara! —gritó jolgorioso y todos los demás niños rieron con él.

Merope sintió el golpe como un cuchillo que se hundía en su orgullo, si es que tuviera. Ella sabía que no era guapa, lo veía todos los días en el reflejo del agua cuando se lavaba, pero no pensó que la gente se burlaría así de ella. Sin piedad. Solo tenía ocho años, no merecía tal trato.

Apretujó su vestido entre sus manos, mientras sentía como las lágrimas invadían sus ojos y se derramaban por su rostro, empapándolo. Bajó la mirada al suelo empedrado de la calle, incapaz de seguir mirando aquellos rostros malvados que se burlaban tan abiertamente de ella.

Recordó, entonces, las burlas de su padre y de su hermano, a menudo tan crueles como las de esos niños. Pero ella no había hecho nada en ese momento para merecerlas.

Ella solo iba, inocentemente, a visitar a su amigo y a llevarle un pastel. ¿Por qué esos niños se burlaban de ella? ¿Acaso, por el simple hecho de existir, debía soportar sus burlas?

Merope hipó y entonces los niños se dieron cuenta de que estaba llorando, lo que acrecentó su satisfacción:

— ¡Miradla, si está llorando! ¿Qué pasa, que no has visto nunca tu reflejo? —dijo uno cerca de ella mientras le daba un puntapié que hizo que cayera de espaldas.

Las lágrimas de Merope aumentaron en cantidad pero no produjo ningún sonido, acostumbrada a llorar en silencio para no acrecentar la ira de su padre o su hermano.

— ¿Cómo lo va a ver si tiene un ojo para cada lado? ¡Mírala si parece un sapo! —los niños volvieron a reír.

Merope, tirada en el suelo, no hacía nada más que llorar, no se sentía con fuerzas para levantarse, no hasta que le devolvieran su tarta. No podía presentarse en casa de David sin ella. La había hecho con mucho cariño para él.

— ¡Oh, pero pobrecita, sino deja de llorar! —gritó uno que le cogió de la trenza que estaba desecha — ¿Cómo es que tienes el pelo tan largo, pordiosera? Ugh, está lleno de suciedad. Seguro que tiene millones de piojos —dijo el niño mientras apartaba la mano del pelo y se la limpiaba en el pantalón.

—No se merece tener el pelo tan largo —dijo la única niña que había en el grupo y que tenía el pelo un poco más corto que ella. —Deberíamos cortárselo. Para hacerla un favor. ¿Qué tal si le cortamos todo? Nos lo agradecerá.

Los demás niños asintieron emocionados, mientras Merope miraba la cara y la sonrisa de la niña, agarrando su trenza con sus manos como si de un preciado tesoro se tratara. Y así era para ella, pues tenía el mismo pelo que su madre.

Se levantó a duras penas e intentó, sin éxito, enfrentarse a los niños.

—Dadme el pastel. No os he hecho nada, por favor, dejadme ir. —dijo entre hipidos y limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano.

— ¿Quieres el pastel? —dijo la niña cogiendo el pastel de las manos del niño que estaba a su lado. Merope suspiró aliviada de que, por fin, todo fuera a acabarse y asintió. La niña se acercó a ella, con una sonrisa falsa que no auguraba nada bueno, pero que Merope no vislumbró por culpa del alivio que sentía. —Aquí lo tienes, entonces. —dijo la niña y estrelló el pastel en la cara de Merope que abrió la boca por la sorpresa mientras porciones del alimento entraban en ella. Oyó las risas de los niños, y cuando notó que las lágrimas volvían a fluir con más fuerza, salió corriendo con los ojos cerrados. Sin saber muy bien hacia donde iba.

Solo quería alejarse de la crueldad de los niños y de sus risas, que le retumbaban en los oídos mientras corría quitándose los restos de pastel de la cara.

Pronto se adentró en un bosque y, cuando se quiso dar cuenta, estaba en un claro, cerca de un lago donde se asomó para terminar de quitarse la tarta. Cuando observó su rostro, libre ya de pastel, golpeó, indignada, el agua y corrió hacia un árbol donde se acurrucó para llorar.

Ella no era como su madre por más que David se lo dijera, su madre era guapa y ella era fea. Era un monstruo. Esos niños tenían razón para burlarse de ella. Merope no debía haber dejado la choza nunca. Todo esto era su culpa.

Tan absorta estaba en sus pensamientos que no notó que un joven muchacho se agachaba a su lado.

— ¿Estás bien? —dijo el muchacho con voz amable y Merope abrió los ojos asombrada.

Al ver al joven tan cerca de ella, se encogió rápidamente contra el tronco del árbol.

—Por favor, lo siento, no volveré a salir. No me hagas daño —decía entre llantos.

—Tranquila, no voy a hacerte daño. Solo quiero saber cómo estás —dijo el joven.

Merope le miró desconfiada. Tendría la edad de los niños que se habían burlado de ella pero en su rostro no había ninguna maldad, solo preocupación. Su cabello era negro como el suyo pero tenía brillo y estaba limpio. Sus ojos tan parecidos a los de Merope por el color negro, la miraban sin crueldad.

Era un muchacho muy guapo y Merope sintió que podía confiar en él.

—Toma —le dijo el joven extendiéndole un pañuelo, inmaculado, con las iniciales T. R. Merope lo aceptó y cuando su piel, callosa y llena de heridas, entró en contacto con la suya, suave y lisa, su corazón latió desbocado y ella apartó la mano rápidamente, mientras se secaba las lágrimas. —Me llamo Tom Riddle ¿y tú?

Merope le miró a los ojos y luego bajó la cabeza sonrojada.

—Merope —dijo tras un largo silencio, en voz baja.

Tom sonrió y le quitó un poco de pastel que tenía en el pelo, lo que provocó que Merope se sonrojara aún más.

—Tengo que irme. Mi padre me espera. Espero que no vuelvas a estar triste. Nadie merece tus lágrimas. Nadie —le dijo con una sonrisa, se levantó y caminó fuera del bosque.

Merope le observó mientras se marchaba apretando el pañuelo de Tom en sus manos. Sonreía como una boba mientras miraba las iniciales y sentía el suave tacto de la tela en sus dedos.

Se arregló el pelo como pudo y volvió a casa, mirando a todos lados y rezando para que no se encontrara con los niños de antes.

Cuando llegó a la choza guardó el pañuelo en el bolsillo de su vestido, junto a su varita, la cual acarició inconscientemente. Si no fuera una asquerosa squib podría haberse defendido de esos niños, pero era lo que era y nunca iba a ser capaz de utilizar la magia que sentía en su interior.

Entró y descubrió que su padre había vuelto antes de tiempo y que la esperaba sentado en la mesa. Merope supo, por el rostro de su padre, que le esperaba una paliza.

¿Dónde estabas? —preguntó en pársel mientras se levantaba lentamente de la mesa. Merope bajó la mirada al suelo y sintió la tan conocida culpa invadiendo su cuerpo.

Estaba en el bosque. Buscando bayas para la comida. Pero parece ser que los animales se las han comido. —mintió descaradamente.

Deberías saber, inútil, que no sabes mentir. No sirves para nada. Ni siquiera para preparar la comida, que es lo único que tienes que hacer. ¿Acaso te pido demasiado? —el primer golpe Merope no se lo esperaba, y el labio que ya se estaba curando volvió a romperse y sangrar. Merope cayó, por el impulso del golpe, al suelo.

Después llovieron patadas y más golpes.

Su hermano miraba todo desde la distancia, despellejando un conejo y riéndose mientras veía las lágrimas de Merope fluir. Sin embargo, Merope, a pesar del dolor y de las lágrimas, consiguió evadirse de la realidad al notar el pañuelo de Tom en su bolsillo.

Él era el príncipe que la rescataría de su prisión en la alta torre. Solo debía esperar el momento adecuado. Por él, soportaría cualquier golpe de su padre, o burlas de los niños, porque podría estar con su príncipe encantador en un futuro, que esperaba no estuviera muy lejos. Ella y él escaparían a un lugar donde el dolor no existiera, donde solo estuvieran ellos dos.

En ese momento, en la mente de Merope, apareció de nuevo la escena de su cuento de hadas donde ella era la princesa, y el príncipe sin rostro por fin tuvo cara: la cara de Tom Riddle.