Por la luz natural que entraba por las ventanas sin cristales, de marcos de madera rústica, se podría decir que eran las 6 de la tarde, más o menos. En la alcoba del segundo piso de la cabaña, entre las sabanas de lino de la céntrica cama matrimonial, descansaban por primera vez desde el alba, aquellos que no habían parado de devorarse. Ella jadeaba con fuerza, acostada hacia la ventana del lado derecho, con los ojos cerrados. El, a su lado izquierdo, acostado boca abajo, resoplaba pausadamente contra la colcha.

Al rato, ella abre los ojos, gira apoyándose con su mano izquierda sobre la cama, para poder observar mejor la gruesa espalda, de piel ligeramente tostada del exhausto caballero.

- ¿Ya estas cansado? – Con su otra mano, pasó tiernamente las yemas de sus dedos sobre el robusto omoplato más cercano.

El hombre se volvió hacia ella, desenterrando la cara de la cama, y escudriñando con sus ojos ambarinos el rostro de la joven que le sonreía con picardía, con sus bellos ojos verdes.

- Ahora tendré que hibernar por tres meses antes de volver a estar contigo… - Le devolvió la sonrisa.

- ¡Qué exagerado eres! Y ahora resulta que eres un oso… - Se le acercó, acurrucando su desnuda piel en el velludo pecho, mientras este la rodeaba con su brazo y callaba su risa con un beso en los labios.

Se habían conocido hace 6 años gracias a Greta, la abuela de la jovencita que respondía al nombre de Loira. Después de enviudar, la anciana se había movido a las afueras del pueblo, adentrándose en el bosque, e instalando su nuevo hogar en un claro bastante apartado. En el pueblo le llamaban Greta La Loca, ya que, sin razón aparente, odiaba a todos y cada uno de sus vecinos. Nunca saludaba a ninguno, dejó de hacerlo en cuanto tuvo al último de sus hijos, y conforme envejecía, se hacía más hostil. Inclusive con Agatha, su tercera hija y madre de Loira, tenía sus roces, en especial cuando esta decidió que era buena idea arreglar un matrimonio para Loira, con el hermano menor del alguacil, para cuando ésta cumpliera 19 años.

Greta, si bien no era la persona más querida del pueblo, había pasado a ser detestable para ellos en cuanto le empezaron a salir las canas. No iba a la plaza a conversar con las otras señoras, ya que decía que estas eran "de la misma inteligencia de las palomas a las que les daban pan". Menos quería a las muchachas debutantes del pueblo, cuando estas echaban ramitas y flores por las calles y en la puerta de su casa, como tradición primaveral para honrar la fertilidad. Esto era especialmente molesto para ella, sobretodo porque ninguna de las futuras novias se disponía a barrer en la tarde. Un día, les lanzó un saco lleno de insectos muertos que fue acumulando durante días, en cuanto pasaron por su puerta. Sobra decir que más nunca pasaron por su calle.

No asistía a misa, solo lo hizo una vez para tomar un vaso de agua servido de la fuente de agua bendita, delante de todos los feligreses y del indignado cura, para acto seguido, agarrando sus faldas y con la frente en alto, procedió a salir del templo para dirigirse a su casa. Ese día, el propio cura, junto con el alguacil, varias señoras chismosas con rosarios en mano y un par de monaguillos con cruces grandes de madera, marcharon a la casa de la hereje, cuando estaba todavía instalada en el pueblo, dispuestos a hacerle un exorcismo. El cura había entrado primero, para salir a los 15 minutos rojo como un tomate, furibundo, diciendo que aquella desquiciada mujer solo le mandaba a buscar el versículo de Mateo 10:42.

Múltiples cuentos habían de Greta La Loca. De nada servía hablar con el apacible marido Albert, con la esperanza de que éste le controlara. A veces se encogía de hombros, diciendo que era mejor para él salir a combatir a los lobos del bosque, que discutirle a su mujer. A veces, de hecho, parecía que le hacían gracia sus maldades, mientras fingía neutralidad en el asunto. Por eso nadie le echaría de menos en cuanto esta había salido una madrugada, dos días después de la muerte de Albert, con un enorme saco lleno de pertenencias que llevaba en su espalda. Ni siquiera sus hijos y nietos extrañarían a aquella anciana tan poco amorosa… Excepto por Loira, su nieta más pequeña. A esta, en secreto, le dio pistas de la ubicación exacta de donde viviría, nada difíciles de entender para una niña acostumbrada a largos paseos por el bosque que, misteriosamente, nunca se perdía.

Cuando Loira había cumplido 13 años, esta salía cada siete días por la tarde con su capa de viaje, hecha por ella misma, para visitar a su abuela llevándole vino y pan, o cualquier encargo que esta le pidiera. Un día, en una de las visitas que eran en la tarde, vió que su abuela no la esperaba como siempre en el pórtico de la pintoresca cabaña, mientras tejía. Extrañamente, la chimenea estaba encendida, las ventanas estaban más brillantes, y se podía escuchar una alegre conversación en su interior. Al entrar a la cabaña, y ver la sencilla pero acogedora sala del comedor, no sabía qué era lo más extraño: ver a su abuela conversando agradablemente con un extraño, o la visión de aquel hombre, que le superaba en edad a Loira, al menos, unos 15 años.

El joven, bastante apuesto, reía con los comentarios de Greta, mientras tomaba del vino servido en una copa de madera, sentado con las piernas abiertas en una de las sillas de madera. Traía un jubón negro, camisola blanca debajo, botas y pantalón de cuero del color del jubón. Su cabello y barba, negros como la noche, estaban húmedos. Y a pesar de que su ropa estaba un poco manchada de barro, se podía percibir de lejos, que aquel hombre no era pobre.

- ¡Ah, Loira! Qué bueno que llegas… Este tonto joven no sabía cómo cruzar el río, y decidió nadarlo con todo y capa. – Señaló una capa púrpura puesta cerca del fuego, secándose.

- Señora, es usted la mujer más encantadora que he conocido en mi vida… - El joven sonreía, mirando al otro extremo de la mesa donde se encontraba Greta, haciendo un gesto de brindis con la copa. – Si su bella hija no nos estuviera mirando, le daría un agradecimiento más apropiado para esta noche…

- ¡Muchacho atrevido! – Soltó Greta entre risitas, tapándose la boca con el dorso de una mano, haciendo movimientos de abanico con la otra. – Muy encantador, pero en realidad ella es mi nieta…

- ¡Abuela! – Loira frunció el ceño, mirando con desconfianza al extraño. - ¿Quién es él? ¿Cómo puedes meter a alguien que no conoces, estando tú sola en casa?

- Señorita, tiene usted toda la razón… - El hombre se había levantado de la silla, acercándose a Loira, quien ya se había quitado la capucha, revelando su desordenada trenza de pelo castaño, y su rostro lleno de pecas.- Mi nombre es Adolph Wolfgang, un simple aventurero que decidió explorar los bosques de su territorio. Pero puede llamarme Lobo, como amablemente me acaba de bautizar su abuela. Estoy a su servicio…

Acto seguido, ya en frente de la muchacha, había tomado su mano para depositar un suave beso en el dorso, mirándole con ojos color ámbar. Esta se había ruborizado un poco, nunca había visto aquella muestra de modales refinados, y por si fuera poco, su abuela estaba señalándolo con la mirada, a espaldas de este, colocando ambas manos alrededor de su boca, gesticulando con los labios: "¡Esta soltero!". Entre molesta y avergonzada, con sus ojos verdes abiertos de par en par, la joven había retirado la mano con brusquedad. Aquel hombre era extraño, sus ojos brillaban demasiado, con un tono semejante al amarillo ocre, y las orejas que sobresalían de su cabello negro tenían una forma peculiar, sutilmente puntiagudas. Algo no estaba bien.

- ¿Un aventurero? Esas ropas son muy finas. No las tiene cualquiera. – Dijo, señalando la capa puesta a secar, y el conjunto que traía puesto el joven hombre. - ¿Qué hace un hombre con riquezas vagando en un bosque? ¿Qué hace un completo extraño en la casa de una mujer sola, tan tarde en la noche?

- Vaya, si además es una joven inteligente y muy juiciosa… - El hombre que se hacía llamar Lobo solo sonreía, admirando a la muchacha.

- Es de familia, aunque se salta una generación... – La abuela se había levantado, sacudiendo su manto verde oscuro. Acto seguido, se dirigió a su nieta – Yo rescaté a este muchacho del rio, y lo traje hasta acá para que se secaran sus ropas. Y por cierto…

Se acercó por detrás a Lobo, agarrando el jubón negro que tenia puesto, por el cuello.

- Se le han roto algunas piezas de ropa… Le he dicho al joven Lobo que mi nieta es la mejor costurera del pueblo, y a su corta edad. – Se acercó a su nieta, quien estaba paralizada de lo embarazoso de todo aquello. La abrazo por los hombros, apoyando su cabeza al lado de la de ella. – Creo que sería una oportunidad perfecta para ella si le hace un buen trabajo con sus ropas, ¿No cree usted, Sir Lobo?

- No le he dicho si tengo algún título de la nobleza, o si estoy dispuesto a hacer favores… - Dijo el aludido, manteniendo su sonrisa serena, arqueando una ceja y mirando hacia la anciana.

- Oh… Pero es evidente que es un hombre justo, bien educado. – Greta sonreía maliciosamente. – De esos que no permitirían que amables pueblerinos, en especial una hermosa jovencita como esta, le hagan trabajos sin paga… Aunque igualmente, somos buenas personas, le ayudaremos aun si no hay nada a cambio, ¿Verdad, querida Loira?

- Usted es tan sabia, que parece adivina… - Le hizo una leve reverencia, para luego desabrocharse el jubón negro de mangas cortas. – No dejaría ningún buen trabajo sin recompensa, ciertamente.

Loira enrojeció como un tomate. Aquel hombre traía una camisola de fina seda blanca, que debido a la humedad, algunas partes se adherían a la piel, marcando la musculatura de un torso bien formado. Su piel era ligeramente bronceada, algunas partes descubiertas de la camisola dejaban ver algunos vellos en sus brazos y pecho. Lobo, con una floritura un tanto pomposa de las manos, estiró aquella pieza de ropa cuya rotura podía verse a la luz del fuego, para luego doblarla de manera perfecta y extenderla hacia Loira.

- Entonces, ¿Es cierto que eres la mejor costurera del pueblo? ¿Podrías arreglarme esta prenda y la capa, que también esta raída de aquella caída en el río?

La mejor, y más joven costurera del pueblo había dejado por un momento de observar a aquel hombre que le producía sentimientos confusos, una mezcla de desconfianza y algo más que su mente de niña no supo identificar. Apenas vio las prendas sus sentidos se agudizaron, su expresión se tornó seria. Ya visualizaba en su mente los arreglos y acabados, y calculaba el tiempo que le tomaría ejecutarlos.

- Muy sencillo. Solo cuente 1 día y 1 noche, y acérquese al pueblo.

- Así lo haré, Fräulein. – Le hizo una reverencia completa a la joven, para luego despedirse con la misma dulzura de Greta.- Frau Greta…

- ¿No se quedará para cenar? – Ofreció Greta, sin dejar de sostener los hombros de su nieta.

- Me temo que no, mis queridas damas. Debo decir que mi paseo nocturno tiene un objetivo… Me disculpo por mi rudeza en rechazarle la amable oferta. Guten abend.

Dicho esto, se había acercado a la puerta para salir a la fría e inclemente noche, no sin antes guiñarle un ojo a Loira, al pasar por el marco de la puerta. Acto seguido, desapareció como si la obscuridad se lo hubiera tragado.

- Apenas lo rescatas de ahogarse en el rio ¿Y sale al bosque, así sin más? Abuela, ese hombre está loco…

- En el pueblo me llaman loca, pero yo tengo mi experiencia, mi niña… - Cerró la puerta de madera, y cubrió a su nieta con su manto para calentarle, y recibirla apropiadamente después de aquella extraordinaria visita. – Estoy segura que lo veremos nuevamente, y más segura aun de que irá a buscar su ropa ya arreglada. Así que no olvides llevártela mañana, y de darle prioridad entre tus arreglos. Ahora ven… Ayúdame a hacer un poco de té.

Su abuela se veía entusiasmada, como si le hubieran dicho que el Rey le regalaría tierras y fortuna mañana mismo. Loira se quedó pensando: ¿Qué traía entre manos aquella mujer, y por qué la involucraría a ella, sin siquiera pensarlo? Se rió para sí, recordó a su abuelo Albert, que siempre le decía que su abuela Greta era como una brújula. Solo síguela, aunque no sepas que te encontraras en el camino, siempre te llevará hacia el norte…

Fin de la Parte I.