Hola! Por fin! He vuelto con esta historia después de meses de no hacer algo productivo ¬¬

Te lo dedico a ti, Aishiteru-sama! Después de todo tú me diste la idea completa XD Pero debo decir que me costó algo de trabajo, ya sabes, los días ocupados y los problemas encima además de mi horrible frustración hacia un punto ._.

Realmente espero que lo disfrutes, aunque hay partes con poca inspiración y otras que me dio mucho gusto escribir XD Sobre todo las de Francis, ya que he notado un extraño gusto mío por ese pervertido francés~

Bueno, creo que esas son todas mis excusas ;D Diviértete leyendo, después de todo son unos geniales 16 capítulos (primera vez que escribo tantos caps yay!)

Puntos a aclarar:

-El argumento pertenece enteramente Ai-san.

-Uso sus personajes y la historia de su asombrosa imaginación.

-Hay cosas un poco crudas, pero no demasiado! (quisiera haberlas hecho más chocantes ¬¬ Mis estúpidas risitas se colaron en algunas de las partes serias así que no sé como habrán terminado u.u)

Yay! Eso es todo~ Feliz lectura!

FRANCIA, 1940

Capítulo Uno

Arthur Kirkland sobrevolaba la frontera francesa a la expectativa de cualquier cambio, de cualquier mínima pista que delatase una amenaza de la presencia de las fuerzas armadas alemanas.

Divisaba el terreno, observante, atento a toda la periferia. Bélgica se hallaba del otro lado, y él y sus compañeros eran conscientes que los alemanes podrían aparecer en cualquier momento, dispuestos a arremeter con cada cosa que tuviesen a su disposición.

La orden era resguardas Francia, acometer con todo si el enemigo no mostraba ningún tipo de escrúpulos: Esa era la segunda gran guerra, la que lo mantenía nervioso, lleno de adrenalina, con el corazón en la boca y la comezón de un bicho en las palmas de las manos. El gorro de aviador y los goggles que protegían su visión apenas podían ocultar el constante temor que permanecía latente a su cabeza.

Le pareció estúpido que, al poner distraída atención a las nubes y a los pájaros, al sol que con demora aparecía en el horizonte, recordara preguntarse qué rayos hacía allí y cuáles eran las malditas razones que tuvo para ser arrojado hacia aquel juego violento.

Pensó entonces: No habían respuestas.

Ya había pasado cerca de un año desde que había sido enviado a Francia por gobierno británico, ya estaban en mayo y por alguna suerte mágica todavía seguía vivo.

Sabía que si un día era tranquilo, el siguiente sería cuestión de vida o muerte. Sin embargo, no había logrado acostumbrarse a eso aún con todo lo que había visto, y sabía bien que no lo haría, no en esas circunstancias, en esa hora exacta. Algo en el ambiente le hacía predecir un peligro que no conocía, un mal augurio sacado de quién sabía dónde dictaba que ese día las cosas cambiarían, que todo estallaría.

Hubiese deseado que aquello fuese solo una jugarreta de su imaginación, pero no pudo asegurar nada. Despreciaba esa situación, y lo único que le causaba orgullo era que tenía el honor de ser el peón consumado del Imperio Británico en aquella guerra que lo sobrepasaba haciendo lo que más gustaba hacer: volar.

Arthur amaba volar. Lo había hecho desde aquella vez en que tan solo imaginó hacerlo, cuando, en la niñez, su padre lo subió al avión del que era encargado como miembro de la Real Fuerza Aérea. No necesitó más para decidir qué quería hacer con su vida: Creció para ser piloto y para servir a su país con su vida.

Y allí se encontraba, fiel a su labor encomendada, extrañando su hogar y la paz que daba pertenecer a algo sin estar a la deriva. Protegía a Francia para proteger al Reino Unido, para ser aviador, para ser Arthur y todas las promesas que lo habían elevado a ese preciso momento, con los alemanes apostando por invadir aquel lugar a penas existiese la oportunidad.

Muchos miembros de las fuerzas armadas británicas ahora se abrían paso por el país ajeno para dar cara a la guerra que aún empezaba. Habría preferido no estar allí, pero no podía hacer nada, y nada lo llevaría a flaquear. No había otra opción y solo una salida: Retener a las fuerzas de Alemania.

El sol se posaba débil y tenue en lo alto, el sonido de los motores, del aire chocando contra las alas, los latidos de su corazón y el sonido de su respiración era todo lo que existía para él. A la espera de órdenes, se aventuró a pasar por entre las pomposas nubes de la mañana. Llevó el vehículo por las corrientes y las brisas, disfrutó de la sensación y se halló en su lugar en el mundo.

Aquella efímera y falsa paz no duró mucho, no le duró nada: Los radios empezaron a emitir el zumbido de una transmisión, la voz con acento francés logró hacerse entender entre la interferencia de las señales.

Lo reconoció como Francis Bonnefoy, el superior francés al mando de su escuadrón de apoyo.

Recordó la primera vez que lo vio y la primera impresión que le dio: Claramente se acordó de aquella sonrisa galante de un francés que era como todos los franceses suponían ser: afeminados y con olor a perfume.

En ese entonces pensó que debía ser una broma –o una clara ofensa a su vocación de aviador- que hubiesen puesto a alguien así a cargo. ¡Que alguien de su clase fuera a darle órdenes! Le parecía muy ridículo y no menos cómico.

Sus conclusiones acerca de él empeoraron conforme se trataron: La primera noche en París, luego de haber sido informados de la situación, sucesos y amenazas de la guerra, fueron invitados a un bar para 'afianzar lazos'; 'entrar en confianza'; conocerse con quienes lucharían codo a codo y relajarse antes de entrar a la acción; quizás, incluso, para despedirse de aquellas diversiones civiles. Allí fue cuando habló con él verdaderamente y tuvo oportunidad de evaluar a ciencia cierta su carácter; el cual, para su desdicha, le pareció quisquilloso, algo engreído, ¡pervertido! y demasiado burlón para su gusto, siendo que hasta tuvo la osadía de hacer comentarios sarcásticos acerca de sus cejas, cosa impensable en el trato con un desconocido, al menos de la forma en que eran los modales ingleses.

Así se ganó el título de sapo francés. Supo que no le agradaría y que, por el tinte defensivo y burlón que también habían adoptado sus respuestas a los abordes parisinos, él tampoco tendría oportunidad de agradarle a Francis.

Al final del día, de todos modos, y usando alguna estrategia de increíble hipocresía, lograron caer en buenos términos en todo por cuanto tuviese que ver con el trabajo y el deber. No tardaron en empezar con los retos y en intentar aprovechar cualquier oportunidad para demostrar que eran capaces de ser mejor que el otro y superarlo. Las discusiones eran parte fundamental de sus encuentros, y todas esas cosas que nunca se callaron el pro de salir victoriosos hicieron que, de alguna forma, pudieran ganar cierta confianza el uno con el otro, sin nunca olvidar el respeto que se tenían como dignos militares.

Era la voz de aquel hombre la que trataba de hacerse presente en ese momento, y la magnitud de la interferencia llevó a Arthur a reajustar las señales con algunos botones de su superficie de control.

Tomó el radio comunicador y tanteó alguna mejora.

-Bonnefoy, te escucho. Cambio-

-Entendido. Todos, ha ocurrido un inconveniente de último minuto: Los alemanes están entrando por la frontera sur en vez de lo esperado-

Francis se dirigió a todos los aviones del escuadrón sonando bastante nervioso. Fue cuando supo que las cosas andan mal, tal y como le habían dicho su mala vibra y sombríos presentimientos. -Mi equipo y yo nos quedaremos a resguardar los límites con Bélgica y ustedes serán enviados al sur para observar la situación y hacer frente al enemigo si es necesario. Un escuadrón del ejército estará atento a su reporte en tanto las cosas se salgan de control. Deben dirigirse allí de inmediato. Estamos en una situación de emergencia. Cambio-

Oyó con eco la respuesta de sus compañeros a través de la transmisión de la transmisión. Suspiró tenso; fue el último en indicar que las instrucciones habían sido entendidas –Está claro… Cambio-

-Una cosa más- Oyó una pausa pensativa, y se imaginó al francés titubeando, tal vez mordiendo su labio inferior. Prosiguió de pronto –Tengan cuidado.

Apenas perdieron la señal, todos cambiaron las coordenadas de su destino. Se dirigieron con celeridad al territorio explicado, nerviosos y dispuestos a esperar lo que fuese. Un latido que le golpeó fuertemente el pecho logró que el joven inglés fuese consciente de lo que se encontraba en marcha. Las horas de vuelo le parecieron siglos en los que pensó en tantos sucesos como se podrían pensar en una centuria. Ese sentimiento intranquilo que le carcomía el cerebro dejaba de portarse latente, ahora estaba allí, tan presente como podía sentirlo con esa tenue parálisis corporal.

A la distancia pudo observar el bosque al que se dirigía, y por el contrario de lo que hubiese deseado, divisó también un imponente armamento y fuerzas de tierra que reconoció como alemanas. Habían llegado.

Disminuyó la velocidad y prestó atención, aún acercándose: Vio los tanques y la forma en que estos se abrían paso por entre los árboles, acompañados por brigadas de hombres listos para el ataque y que portaban diferentes tipos de armas, cañones y metralletas que llevaban mientras vigilaban el terreno. Descendió despacio para pasar desapercibido por entre las nubes mientras planeaba una forma de ataque eficiente.

Calculó la distancia y la posición que tomaban los vehículos aéreos de sus camaradas y pensó en iniciar un ataque frontal, pero antes que pudiese hacer algún movimiento deliberado, el retumbe de las pesadas balas de cañón lanzadas al aire y la movilización rápida de los tanques de combate lo distrajeron. Los sonidos aturdían sus oídos al tiempo que veía las enormes bolas de plomo y el rastro de humo acercándose a él y a sus compañeros a toda prisa.

Los perdió de vista para concentrarse en esquivarlas todas. Las alas ovaladas de su Spitfire eran casi como parte de su cuerpo, y hacerlo danzar a través de aquella lluvia de plomo era tan complicado como proteger su vida y tan sencillo como mover sus brazos. Trataba de hacer frente a los ataques con mayor maestría cuando, luego del fuerte sonido del impacto de metales y una explosión, vislumbró horrorizado cómo la nave de su compañero más cercano se redujo a estar cubierta por humo, descendiendo hasta la tierra a gran velocidad, completamente inerte.

-¡Carajo!- Gritó, ladeando su avión para esquivar el ala que se había desprendido y que había salido volando violentamente.

El Spitfire dañado colisionó contra el suelo, vencido. Una ira incontrolable le llenó el pecho, la lástima de ver a uno de sus camaradas caído y la destructiva insolencia alemana lo impulsaron a bajar todavía más y descargar las metralladoras que su avión tenía incorporadas. Pensó en darle a las tropas enemigas a como diera lugar, sin importar más nada.

Algunos de los otros pilotos lo siguieron, pero el enemigo logró sobrellevarlo.

Fue cuestión de tiempo para que otros aviones siguieran el destino del primero, incluyendo el de Arthur: Al tratar de evadir una bala que se le acercaba estrepitosamente por la izquierda, dejó descubierto el blanco derecho, y solo se percató del horrible error al que lo llevó su desatención cuando oyó un ensordecedor boom y el estresante sonido de metal triturado. Miró perplejo el fuego en donde alguna vez existió el ala derecha de su nave y el notable agujero al lado de su brazo. Entonces apretó los dientes y buscó algún truco que pudiese apaciguar la velocidad de la caída en picada, a pesar que los controles apenas respondían y el aire frío invadía su cabina privada.

-¡Responde! ¡Maldición!-

Consideró las posibilidades. Bien podría arreglárselas para salir del avión, pues sentía que los motores frente a sus piernas estaban fallando y que pronto el combustible derramado podría llevarlo a su límite; o bien podría seguir intentando algo con los botones y las palanquillas, lo que era inútil. Después de todo, ambas acciones llevarían al mismo resultado: Impactar contra el suelo.

En segundos y sin pensarlo más, se decidió por lo primero más por una cuestión de renuencia y tozudez que por otra cosa, ya que podría haber usado su paracaídas, aunque de ese modo hubiese sido blanco fácil y la posibilidad de esquivar los ataques se habría extinguido.

El temor por su vida desapareció al estar unos cuantos metros sobre tierra, como si nada. Logró oír un crack y el estruendoso choque de varios kilos de peso, acompañados, casi al instante, de un fuerte dolor en todo el cuerpo. El vidrio de la ventana frontal estalló por la presión del impacto y los pequeños fragmentos cortantes se dirigieron a su rostro, lográndose cubrir con los brazos a tiempo.

Antes que pudiera alegrarse, un estallido perturbó su consciencia. De allí todo transcurrió como en un sueño, demasiado mareado y cansado como para saber exactamente lo que ocurrió a su alrededor: Sintió un agudo y penetrante dolor en las piernas, el sonido de la carne siendo cortada le hizo preocuparse, soltar un grito y un gemido que se ahogó tajante tras un fuerte golpe en la cabeza.

No pasó nada más; no recordó nada más. El mundo entero permaneció inmóvil y hecho un caos en tan solo unos efímeros segundos. El insignificante tiempo apagó su vigilia y ya no hubo más. Arthur Kirkland yació inconsciente dentro de su cabina, inmóvil.

Su cuerpo permaneció allí, absolutamente desconectado de la realidad. No fue capaz de calcular cuánto tiempo exactamente ni cuántas veces pensó que seguramente se encontraba muerto. Debió haberse matado en su memoria dormida al menos un millón de veces siempre desesperado, esperando el despertar que le asegurara que no se había ido.

Esperó tener suerte sin saberlo; esperó despertar pronto.