Nota de la autora:
Os advierto por adelantado de que la historia que estáis a punto de leer no está acabada, aunque tal vez en un futuro lo esté. Para más información, acudid al final del último capítulo, en el que, con un buen montón de ¡spoilers!, os explico por qué no la he acabado.
Si todo esto no os importa lo más mínimo, os deseo una feliz lectura :)
El dibujo de la portada le pertenece a st, un maravilloso artista de pixiv cuyo id es 3030637.
1.
El pequeñuelo que estaba agazapado en el humedal de aquella charca se llamaba Trafalgar Law. Tendría aproximadamente siete años. Por sus ropas, un desgastado uniforme gris, podía saberse que era uno de los chicos del orfanato local.
La condición de huérfano inspiraba inmediatamente lástima a cualquier persona; pero el señor Mizuno tenía otra visión de esas cosas. Al fin y al cabo, su nieta también era huérfana. Súbitamente interesado en la vida de aquel niño, el señor Mizuno Kenji se abrió paso entre las hierbas y se acercó a él.
– ¡Buenas tardes, jovencito! -dijo el señor Mizuno para iniciar la conversación-.
El muchacho emitió un gruñido por toda respuesta, sin levantar la mirada de lo que fuera que estuviese manejando. El señor Mizuno estiró el cuello para ver qué tenía el niño en las manos y se encontró con un extraño panorama: los cuerpos de varios caracoles separados de sus conchas, que yacían aplastadas en un montoncito no muy lejos de allí. El niño sujetaba, además, en su mano derecha y con extraordinario buen pulso, un bisturí auténtico, de profesional; que el señor Mizuno se preguntó de dónde podría haber sacado. Con aquel objeto, el muchacho comenzó a hacer cortes limpios en los caracoles.
– Eres un poco cafre, ¿no? -bromeó Kenji-. ¡Pobres caracoles! ¿Qué te habían hecho para que los trates así?
El niño levantó entonces la mirada. Era una mirada extraña. Algo siniestra, aunque completamente inocente y sincera, como la de cualquier niño jugando.
– Quería ver cómo son por dentro... -se excusó el muchacho-.
– ¡Vaya! -respondió Kenji admirado-. ¿Te interesa la biología?
El muchacho lo miró sin comprender.
– Hum... No -respondió-. No sé. Bueno, no creo. Suena complicado -el muchacho no entendía muy bien de qué le estaba hablando aquel hombre, así que respondió lo primero que se le vino a la cabeza, que no era otra cosa que la verdad-. Esta mañana en clase hemos visto el aparato digestivo y yo quería ver uno de verdad, porque en clase sólo nos han puesto dibujos. Pero aquí no hay nada -añadió decepcionado mostrándole al hombre un caracol atravesado por el bisturí-.
Mizuno sonrió divertido.
– Es que no podrás ver los órganos de los caracoles si los rebanas de cualquier manera -dijo de manera condescendiente. El pequeño hizo una mueca de disgusto. Mizuno rió alegremente y añadió-: ¡Nunca había visto a un chico tan joven interesarse tanto por la anatomía! Tal vez te interese saber que los órganos de los caracoles son diferentes de los de las personas...
Aquello atrajo la atención de Law.
– ¡Oh! ¿Cómo son? -dijo poniéndose en pie con ojos brillantes-.
El señor Mizuno, que estaba encorvado sobre el niño para verlo mejor, se incorporó también, aliviando la tensión de su maltrecha espalda. El paso del tiempo no perdonaba. Ya iba algo mayor: sesenta años justos. Pensativo, se frotó la barbilla.
– Tengo un libro en casa que te lo explicaría de forma muy sencilla... -Contó-. Y puede que haya otras cosas que te interesen también... Lo que pasa es que tengo que buscarlo, porque no sé dónde estará...
El pequeño Law parecía de pronto mucho más interesado en su interlocutor.
– ¿Eres un experto en caracoles? -preguntó, haciendo que Mizuno riera nuevamente-.
– ¡Yo soy un biólogo explorador! -respondió éste de forma grandilocuente, ganándose la admiración del muchacho-.
– ¡Qué pasada! -exclamó Law-.
– Y tú tienes potencial para serlo, ¿sabes? -dijo Kenji-. ¡O tal vez podrías ser un cirujano! He visto como manejas ese bisturí... Está muy afilado, así que más te vale tener cuidado con él. Aunque creo que no hay de qué preocuparse: ¡parece que tienes verdadero talento! ¿Cómo te llamas?
El señor Mizuno estaba verdaderamente emocionado. Parecía tener ante sí a un científico nato. No era algo que uno se encontrase todos los días. Él había tenido que mover cielo y tierra para conseguir inculcar en su nieta el amor por la naturaleza y los seres vivos, aunque, finalmente, había tenido éxito. Sin embargo, aquel muchacho desconocido parecía toda una promesa de la ciencia y la investigación. Era una oportunidad que no podía dejar pasar. Ahora que iba ya viejo, al señor Mizuno lo emocionaba ver que la juventud compartía su pasión.
Feliz, mostró al muchacho Law el camino hacia su casa. Caminando por senderos soleados y llenos de polvo, el viejo no dejó de hablar de caracoles, de viajes científicos y de su nieta. El niño no parecía tener mucho que decir. Se limitó a seguir al anciano mientras pensaba en la recompensa del libro. Aquel hombre no le caía mal del todo. Era amable, al fin y al cabo, y no lo miraba como a un bicho raro. Era un poco pesado, pero parecía buena gente.
Al cabo de unos minutos, llegaron a una enorme casa de aspecto envejecido.
– Ven aquí mañana y te daré ese libro, ¿vale? -dijo el señor Mizuno alegremente-.
El niño asintió con la cabeza, contento. Y el anciano añadió:
– Yo ahora tengo que volver a la charca: ¡le había prometido a mi nieta traerle renacuajos para criar! -pensativo, Mizuno hizo una pausa-. Creo que mi nieta y tú os llevaríais bien. Ha de tener más o menos tu edad.
Law no dijo nada. Finalmente, Kenji se despidió con una broma, mientras retomaba el camino.
– ¡Bueno, hasta mañana, joven caballero!
