1715 - Port Royal

El cantar de las gaviotas al cursar el azul cielo del caribe era común, al igual que los fervientes rayos del sol que tostaban toda piel que se pusiese a merced de el, las ráfagas que hacían danzar las hojas en las copas de las palmeras y el aire que contenía ese particular sazón salado, ese que aliñaba todo lo que tocaba brindándole el sabor perfecto de la brisa marina, todo ello era la marca impresa del caribe. La época del verano era la mejor en Port Royal puesto que los almacenes se llenaban y los barcos se aglomeraban en los puertos, las tripulaciones bajaban a tropezones, chocando unos con otros desesperados por al fin sentir la estabilidad que brindaba la tierra firme además de querer saciar esa sed que con desenfreno les escocía en la garganta con el alcohol que abundaba en las tabernas. Era común agotar los depósitos en altamar debido a que los viajes eran lagos y la sobriedad era un gran enemigo que se tomaba de las manos junto a la locura, y todo buen marino - o más bien "pirata" - sabía que un viaje sin ron, era una muerte segura.

La isla de Port Royal era conocida por ser ese refugio en donde todas las rencillas quedaban nulas, territorio neutro para los navegantes prohibidos del océano, el seno de la piratería y republica del libertinaje que tenía clavada una bandera blanca en lo más alto. Era en donde no se permitía robos entre sí, ni cancelaciones de viejos tratados, toda ley ahí era bien respetada.

Tenía las arenas blancas, llenas de crustáceos que competían por llegar al mar, en una mortal carrera que como enemigas tenían a las aves hambrientas que surcaban los azules lienzos del omnipotente cielo, ese mismo que se oscurecía avisando cuando una fuerte tormenta llegaba y hacia un cruel tratado con el mar, un peligroso pacto que muchas veces se cobraba vidas humanas, o embarcaciones con su tripulación completa a bordo. Era el peligro al que se enfrentaban a diario en el mar, era la profesión que habían escogido y el estilo de vida que les habían inculcado sus antepasados, piratas también. Los puertos eran de vieja madera que a pesar de llevar años ahí siendo víctima de los azotes de las olas y las erosiones del viento, aun resistía y batallaba para no ceder, sosteniendo sobre sus cimientos los principales almacenes de recursos, las tiendas en donde cada capitán ordenaba a su capataz que comprara lo necesario para mantener las maquinas en pie. Un poco más allá y no menos importante, con sus sonrisas coquetas, atributos destacados y sus largos vestidos de llamativos colores estaban esas musas que se encargaban de quitar el estrés de los cuerpos, de saciar los más ocultos deseos reprimidos a lo largo de las millas recorridas. Señoritas dispuestas a entregarse a cambio de una amable suma de dinero; abordaban a los piratas y les sonreían, un par de movimientos de cadera y listo, no bastaba más para tomar preso a un par de hombres, los que caminaban felices a los aposentos en donde eran complacidos.

Las estadías en el puerto real - traducción en español de su nombre - dependían netamente del capitán, el indicaba la hora del arribo así como también la duración del anclaje y la fecha en que la embarcación, con todo y cada uno de sus miembros, elevaba anclas y zarpaba en dirección al horizonte, en busca de una aventura más. La vida en alta mar era así, una jerarquía que se basaba en pocas reglas, pero las que si existían, eran respetadas hasta por el imbécil más problemático o el experto de los asesinos. Era un código por el que se regían absolutamente todos, puesto que conocían las consecuencias de la falta a ello, las gravísimas e inexplicables formas en las que el mar se cobraba a todo aquel que no lo respetaba ni cumpliera sus mandamientos. El código pirata del que ninguno se salvaba.

Existían leyendas, esas que eran contadas por hombres bebiendo ron y sentados en barriles de manzanas - Las que se podrían casi siempre- o en las húmedas literas, mitos de los que no se sabía que tan verídicos eran estos, esos que se alteraban cada vez que eran relatados dependiendo de su interprete, así como también existían los verdaderos protagonistas de las leyendas, los que eran conocidos por sus logros y respetados por sus hazañas. Esos que imponían el temor cuando se les veía estacionar sus barcos en el muelle y los que tan sólo con poner sus sucias botas sobre la acuosa madera , ya tenían un vaso de ron dándoles la bienvenida, cortesía de todos por sus respetables acciones en alta mar.

Entre ellos: sucios hombres de largas y prominentes barbas, ya que parecía ser que era una especie de marca para el estereotipo, de regla masculina, impuesta por algún imbécil en el rubro o también por los grandes de la historia como Barbaroja padre y fundador de la piratería. Entre ellos estaba ella, delicada y femenina, pero igual o más temible que cualquiera que navegara por los siete mares.

Una mujer de piel canela, de cabellos de color negros azabache del cual las hebras caían en ondas bien definidas, una joven de labios gruesos, carnosos y tentadores pero de lengua mordaz, palabras asesinas y un tono firme de voz, ese que se clavaba con el filo de cuchillas sobre el pecho de a quien ordenaba. La capitana del Black Sails. Una chica de edad indefinida, puesto que nadie se atrevía a calcular un número preciso, tan sólo especulaban sobre si esa musa profesional en la piratería rondaba los 23 o los 26, nadie lo sabía con exactitud. Respetada entre todos y temida de igual forma, Santana López era miembro de elite dentro del rubro ya que se adjudicaba grandes robos a la nobleza, así como también tomas de bahías a lo largo del pacifico sur, un incontable prontuario de guaridas escondidas por el conocido canal de la mancha en las aguas europeas y una riqueza que cuidaba con recelo en las cálidas islas de Panamá, de donde provenía - o mejor dicho, el lugar que consideraba su hogar-.

Poseía unas perlas oscuras como el mismísimo Onix que le brindaban una mirada de autoridad, unos ojos de los que se desprendía un fuerte poder de mando y convicción. En su cintura, danzaba al ritmo de su estrecha cintura un sable que parpadeaba cada que los rayos del sol se reflejaban en el filo de su hoja, premio que había obtenido de unos mercaderes en el mar rojo y del que fanfarroneaba con orgullo, puesto que un sinfín de vidas yacían cobradas en acero que lo forjaba.

Ella y su tripulación había arribado a través de las tormentosas aguas del caribe trayendo consigo una devastada Black Sails, azotada por la fuerza de la tormenta pasada de la que se habían librado por pelos. La capitana sabía bien que no durarían con la barca en pie si no la reparaban a fondo, además de que era consciente de que si el barco no era reformado, otra tormenta así los hundiría sin piedad.

— Venga Puck, necesitamos madera, de la mejor. No pienso arriesgarme. También consigue cuerda, un par de velas nuevas y debemos trabajar en el trinquete, tiene una brecha que me preocupa, revisa las cureñas tanto de babor como de estribor. — Ordenó con decididas palabras mientras caminaba a paso lento pero firme por la proa, seguida de quien era su mano derecha, ambos analizando cada centímetro del fino roble, material con el que principalmente estaba hecho el casco.

— Está bien, yo lo veré y compraré todo lo necesario… — Contestó el moreno mientras apoyaba sus manos sobre el borde del barco y espiaba distraído hacía el muelle. Fue cuando sintió la pesada mirada de la morena que se volteó y la vio con ese típico rostro de pocos amigos, sonrió sínico y rodo los ojos jugando un poco con la paciencia de la mujer. — Pretendes que te diga "a la orden mi capitán" vamos López, tu y yo llevamos juntos desde la caída de roma, eso déjalo para los nuevos. —

Puck era su primer oficial, predilecto y fiel peón, aunque más que una pieza que se debía sacrificar antes que a ella, él era algo más. Un amigo y de los pocos que tenía Santana, con quien también de vez en cuando dejaba que su cuerpo saciase las necesidades que por muy repugnantes que se le hicieran, eran vánales y naturales, humanas dentro de los límites de la cordura y precisamente el joven de pecho fornido, hombros firmes y estructura escultural no le venía nada de mal. Cumplía su propósito principal, además de ser un excelente pilar y fundamental a la hora de controlar cualquier incidente en mar adentro y ahorrarle un dolor de cabeza extra. Llevaban años trabajando el uno junto otro, se habían conocido en una taberna y en extrañas circunstancias, ambos demasiado ebrios para recordar con exactitud como se habían terminado robando uno de los navíos de la armada real inglesa y así comenzado con la aventura que ahora dejaba un legado de casi siete años. También poseía unas facciones agradables y atractivas, tenía sangre judía por lo que se sabía y un corte de cabello que marcaba un estilo único, una mohica de la que él se sentía ridículamente orgulloso.

Frecuentaban hacer un chequeo general a la nave, dejar encargado todo lo necesario en los almacenes y luego entregarse a los placeres que la isla les podía ofrecer, dándose un día de absoluto descanso antes de comenzar el trabajo de mano de obra.

La morena había abandonado la embarcación y tras poner sus pies sobre la arena y sentir como la tierra en suspensión por el trote de los caballos o el zapateo de quienes bailaban por ahí ebrios se metía en sus fosas nasales, podía sentir como un extraño sentimiento de congoja se apoderaba de su pecho, causándole esa inseguridad que sentía cada que se bajaba del Black Sails. Sumaba y sumaba años sobre el mar pero eran contados con los dedos las veces en las que su estancia en tierra firme duraba más de un mes, sabía que debía hacerlo por su tripulación más que por ella misma ya que el estacionarse sobre un pedazo estable de tierra significaba para santana una opresión. Ella estaba acostumbrada a su libertad y no había nada que le llenara más el alma que sentir como debajo de sus pies la superficie se oscilaba o como las diminutas partículas de agua que componían la brisa marina se adherían a su piel salándola. Inspiró profundo y Caminó con tranquilidad, despojándose de sus propios miedos y aventurándose una vez más a lo que le deparara aquella nueva pausa. Su destino principal era el bar al igual que el de su tripulación, la que si bien era una manada de borrachos a ella no le molestaba ya que no andaba muy lejos de también serlo; eran hombres con valor y dispuestos a pelear por ella. Su garganta se sentía como el Sahara, seca y sedienta, tanto que hasta escupir le suponía un gran reto por lo que no lo dudó y caminó sin cese por las calles de Port Royal mirando como en cada esquina un grupo de haraposos hombres jugaba a los dados, apostaban mientras bebían o también compartían sus experiencias vividas a lo largo del tumulto de olas que habían sorteado para llegar ahí. Otros corrían con mensajes de negociaciones, ya que los trueques se veía bastante y los capitanes jugaban con aquello intercambiando entre sí, el tabaco recolectado de la infinidades de islas a lo largo del ancho mar, las especias encontradas de algún naufragio o las que habían sido robadas, también las pieles de los animales que se solían cazar ilegalmente y de los que también se consumía la carne a bordo. Todo alimentaba ese negocio local del que la piratería se veía beneficiada en diversos aspectos.

La morena vestía unas botas altas con un taco cómodo ya que más que ser una mujer, era una capitana dispuesta a saltar al abordaje cuando su nave corriese peligro y lucir como el estereotipo de señoritas sólo dificultaba su movilidad, algo poco conveniente en batalla. Si bien gustaba de llevar vestidos bastante generosos, para esa ocasión y obligada por el mal clima, traía ceñido a sus fibrosas piernas unos pantalones de color negro y colgando de su cintura el arnés de cuero de cervato que sostenía su sable al lado derecho, su torso voluptuoso no dejaba nada a la imaginación, el corsé negro que oprimía su cintura resaltaba su buen par de senos cubriendo lo necesario en ellos para no desmayar a quienes la viesen y una camisa blanca era cubierta por el abrigo burdeo, de detalles dorados y el que también en ese preciso momento se le hacía muy caluroso.

— Ten, el clima apestaba en Panamá pero aquí hace una calor de mierda, me estoy cocinando con esto. — Se quitó el abrigo entregándoselo a Puck, quien había estado siguiéndola en silencio, con la misma sed que ella tenía. Santana tenía una figura envidiable por las mujeres, deseable por todo hombre y los que se encontraban a su alrededor no lo evitaron y volvieron la mirada hacia ella, al verla con esa camisa que llevaba descubierto los hombros y esa cintura que hipnotizaba en cada uno de sus movimientos.

— Es aquí… Mierda ni te imaginas la sed que tengo. — Murmuró la mujer parándose frente a la vieja fachada.

La puerta de la cantina estaba abierta y desde fuera se podía sentir el exquisito olor del ron ya fermentado, la música de los violines y el ruido de las copas chocar.

— Capitan López tiempo que no se le veía por acá. ¡Bendito sea Neptuno y su cambio de corrientes las que la hicieron naufragar en esta playa! — Celebró el cantinero una vez que vio como la morena se abría paso hasta la barra y se apresuró a preparar dos tachos llenándolos con lo mejor del ron local.

— Artie viejo, ¿cómo te va?… — Soltó Puck quien se sentó sobre uno de los bancos que estaban ahí y tiró el abrigo sobre la barra, tomó el tacho y lo vertió con desespero dentro de su garganta, chorreando por las comisuras pero sin prestar importancia a esas muestras de educación.

— Naufragar jamás, estuvimos a punto Abrhams pero el Black Sails es más fuerte que eso. — La morena imitó el actuar del chico y llevó hasta sus labios el frio metal, tragando de una pasada todo el contenido y degustando al fin el dulzor que había extrañado por meses.

Artie Abrhams era conocido en la isla por ser el dueño de la licorería además de muchos de los negocios de por ahí. Manejaba el comercio y a pesar de su discapacidad, era uno de los más respetados de las aguas jamaiquinas. Caminaba con dificultad puesto que sus aventuras en alta mar habían terminado después de que una bala de caños le volara la mitad de una de sus piernas, la que ahora suplía con una pata de palo y un bastón. El chico utilizaba unos anteojos y el clásico camisón marrón, como todos sus camareros, vivía atendiendo su bar en la tranquilidad que se podía tener ahí, en Port Royal.

Todo pirata cada vez que ponía el ancla en lo profundo del mar y bajaba a beber, lo hacía por dos razones: la dependencia que tenía del alcohol y la recopilación de información. Las tabernas eran el lugar en donde por unas monedas te daban las mejores de las informaciones, los ebrios que visitaban a menudo el lugar solían hablar cosas que no debían y el vivaz camarero estaba al pendiente, recolectando las jugosas novedades y lucrando con ellas. Para Santana ser amiga de Artie le convenía puesto que el locatario le guardaba los mejores negocios y luego la morena lo recompensaba por ello.

— ¿Has oído de la belleza que contiene el mar de Holanda? Dicen que hay muchas riquezas allá… — Comenzó el castaño mientras tomaba un paño y fregaba uno de los vasos sucios captando al instante la atención del par, inclinándose un poco sobre la madera de la barra para que la información pudiese llegar a los piratas correctos. — El oro suena por doquier si navegas por esas frías aguas. —

Santana ladeo su rostro regalándole una sonrisa cómplice al moreno que yacía a su lado y vestía con una polera negra que dejaba al descubierto sus fornidos brazos, él esbozó su media luna, alzo una de sus cejas e imitó el gesto de su capitana para luego meter su mano en el gastado bombacho que llevaba sacando un par de monedas las que puso sobre la sólida madera, ofreciéndoselas al dueño.

— Si desean más detalles de cómo operar, la musa Fabray puede ayudarlos, ella conoce los finos modales de esa gente tan recatada. — Dicho aquello el camarero repitió y lleno otra vez los vasos ofreciéndoles otra ronda a los recién llegados.

— Iremos ¿Verdad López? Necesito esa calidez de las chicas de tierra, ya sabes, algo menos húmedo ni tan salado. — Comentó tras beber un sorbo el chico del mohicano, ocupando su humor masculino del cual Santana no lograba acostumbrarse.

— Si podemos llevarnos un buen botín de esto, tienes permitido encamarte con todas las putas del lugar, pero primero debo hablar con la alfa yo. Los negocios son más importantes que las necesidades de tu miserable pito. — Finalizó la mujer, sonriendo internamente ya que la idea de conseguir más riquezas le abría enseguida el inmenso y codicioso apetito que tenía.

Ambos chicos bebieron hasta que sintieron que sus cuerpos contenían más alcohol que sangre, Puck se perdió por la noche, durmiendo en los perfumados aposentos de alguna chica mientras que Santana, tras conseguir la información necesaria, había pagado con carne el precio impuesto por Quinn Fabray.

— Debes cuidarte al ir. — La musa rompió el silencio reinante en la habitación que era iluminada únicamente por luz de las velas.

— ¿Te pusiste sentimental Fabray? Por como gritabas hace un rato, se nota que si me extrañaste. —

— No voy a responder a eso Santana, lo que sucede en la cama se queda ahí para mí. — La rubia poseía una voz melosa, suave y cautivadora, se removía entre las sabanas acomodándose sobre el pecho desnudo de la morena.

— Lo siento, olvido que es tu trabajo. — Contestó Santana de forma seca, con ese humor único el cual era su marca personal, mientras acomodaba sus manos detrás de su nuca.

— ¿Me has dado algo de oro acaso? — Se apresuró a responder la vivaz rubia, la que era un rival de elite indiscutida a la hora de una guerra de palabras bañadas de veneno en contra de Santana y alzando sus esmeraldas en dirección al relajado semblante de la morena se quedó estudiando sus facciones.

— Yo fui tu obra caritativa del día. — Siseó con maldad la morocha.

— Lo idiota no se te quita, parece ser que cada vez te entra más agua salada al cerebro. — Rodó los ojos y desistió, sabía que pelear contra a Santana era amargarse y arrugarse antes de tiempo, cosa a la cual ella no estaba dispuesta.

— Tal vez, pero preocúpate cuando algo le pase a mi lengua, no a mi cerebro. — Espetó con júbilo a sabiendas de que la victoria en aquel juego de palabras acidas era suya.

— Bien, solo te advierto. Trabajé con los descendientes de Mary Read S. antes de acabar aquí, sé de lo que hablo, la guardia allá es feroz. — La mujer se crispo, elevando su cuerpo y endureciendo su semblante, llenando su mente de viejos recuerdos en alta mar.

— Pero no sabes con quien hablas. Mierda Fabray, vengo de sobrevivir una de las peores tormentas del último tiempo, aunque sea en pedazos, pero sé que llegare. No te preocupes. —

— Noah… — Susurró mientras bajaba la mirada, desnudando su alma y sentimientos en una sola palabra.

— Por Barbanegra Fabray, te lo cuidare… No puedo creer que me estés preguntando por él, justo después de follar conmigo. — Negó en desaprobación a la rubia con repulsión, mientras la apartaba de su lado y se volteaba, dándole la espalda en la cama.

— Uhm, puedo hacerlo. Soy profesional pero justo ahora no estoy en mis horas de trabajo. — Atacó nuevamente dándose cuenta de lo frágil que había sonado segundos atrás pero no obtuvo más palabras por parte de Santana ya que esta se había entregado al dulce abrazo de Morfeo.

Quinn Fabray era conocida por ser una de las delicias más maravillosas que caminaban por aquel lugar infectado de ratas, era una rubia de potentes y seductores ojos verdes, que dejaban ver la frialdad que guardaba en su corazón, una dama de hierro y dueña del negocio que brindaba de compañía a los menos afortunados o a los más necesitados. La leyenda contaba de que en tiempos pasados, Fabray se había comprometido con un burgués de la más alta sociedad, al cual abandonó tras enamorarse de un pirata y huir con él, pero como en toda leyenda, nadie sabía si la historia era así o sólo se trataba de un adorno para embellecer una vida pasada. Aunque era absurdo ya que en aquel presente, en el mundo en el que ellos vivían a nadie le importaba ya lo que había sido, lo que valía era lo que eras, lo que tenías en la actualidad. No existía nada más.

El día siguiente tras alzarse el sol con aun más intensidad que el día anterior, las labores de reconstrucción habían comenzado, los martillazos sonaban uno seguido del otro produciendo un eco ensordecedor, mientras que las pieles desnudas y marcadas con cicatrices de la tripulación brillaba con los rayos, bronceándose a medida que el trabajo se realizaba. Santana supervisaba critica cada madera que sería parte de la coraza y ella misma miraba los planos que marcaban el modelo a conseguir. El sol también ardía pero quemando con menor intensidad en los mares de la lejana Europa en donde la calidez carecía y la mayor parte del tiempo las aguas eran cubiertas por densas capas de hielo. Entre los lujosos pasillos de la casa del gobernador la servidumbre corría con escándalo ¿La razón? El comodoro de la Armada real había pedido la mano de la hija del político, propuesta que había sido aceptada por el padre y que ahora requería de un banquete digno del festín.

— Buenas noticias, su excelencia esto es una decisión acertada, las alianzas se volverán aún más fuertes y el incentivo de nuestro ejército será el doble, el esmero por proteger la casa Pierce aumentará y además los corsarios que surcan los mares adyacentes no se atreverán a traicionarnos. —

— Lo sé, quiero que mi hija se ponga el mejor vestido que tenga, debe lucir aún más hermosa para el Comodoro Evans, esto es digno de celebración. —

Unas plantas más arriba en la última habitación, como si se tratase de una princesa esperando ser rescatada, se encontraba una esbelta figura, recostada sobre sus aposentos mientras una de sus criadas le insistía y ella renegaba, aferrándose a las sabanas de su cama.

— Por favor señorita Pierce, a la que castigaran será a mí, levántese vístase con esto por favor. La esperan abajo su padre y su futuro esposo. —

— No digas eso Tina, yo no lo elegí así que no le digas "futuro esposo". Mi padre debió consultármelo. No es justo que todos se casen por amor y yo sea la única que debe sacrificarse por el país. — Bufó con un notable mal carácter mientras tironeaba las sabanas y se cubría completa con ellas. — No debe ser así… debió dejarme elegir al menos entre las propuestas. — Murmuró con un infantil tono de voz mientras la empleada se sentaba sobre la cama con el elegante vestido en las manos, resignada.

— Existen tantas opciones y no me gusta ser obligada a hacer algo de lo que no tengo ni idea. ¿No se supone que el matrimonio es para dos personas que se aman? Esto no tiene sentido. — La rubia se asomó, descubriéndose la mitad de su rostro mientras su mirada se cruzaba con los rasgados ojos de su criada.

— Señorita Brittany no tengo idea de lo que piensa su padre. Vaya y dígale eso usted, él de seguro responderá pero primero póngase este vestido. — Insistió la joven asiática, la que parecía ser de menor edad en comparación a quien yacía bajo las sabanas.

— Tienes razón Tina, iré a decírselo a él. — La rubia se sentó sobre la cama de golpe, sobresaltando a la otra mujer quien se puso de pie con una amplia sonrisa y le ofreció la prenda. — No me importa con quien me haya comprometido ¡No voy a casarme con nadie que no me guste!... y tampoco pienso ponerme ese vestido, no puede obligarme a eso también. —

La criada quedó plasmada en la habitación y su expresión de júbilo se deshizo como humo, mientras que la rubia se levantó y con sus prendas de cama se dirigió a pasó rápido a plantarle cara a su padre.

El gobierno de Holanda eran gente rica, burgueses acostumbrados al éxito que vivían de los tratados a lo largo del continente así como también eran dueños del control de todo el lado Sur del globo. Linaje de sangre que comandaba el destino del país y que era heredado de generación en generación. Brittany Susan Pierce era la única hija del gobernador por lo mismo él se había encargado de que su hija creciera bajo todas las comodidades que él podía darle, consentida y con poder de mando desde pequeña dando libre expresión a todas sus ideas, las que en muchas ocasiones eran más fantasiosas que realistas. Brittany era una joven de cabellos dorados y brillantes como lingotes de oro pulidos, poseía unos ojos del mismísimo color de las aguas más puras y vírgenes, como también una dulce y pacifica personalidad. Dulzura extrema como el mar en los polos. Pero esta se veían opacada cuando era tratada como estúpida ya que ella solía tener una manera muy diferente de pensar. No había nada que la hiciese enojar más que eso, el no ser respetada como tal o pasada a llevar, sus decisiones eran inescrutables, eran suyas y nadie tenía más derecho a escoger sobre su vida que ella misma.

Era esa la razón por la que estaba más que molesta con su padre. El arreglarle un matrimonio no estaba dentro de los límites de su amplia imaginación ni menos siquiera no consultarle sobre quien sería su futuro esposo. Aquello la hacía enfurecer y no le gustaba sentir tanto enojo, le dolía la cabeza y el ceño, puesto que no acostumbraba a llevarlo tan arrugado. Brittany podía ser el ser más adorable del mundo así como también el más terco, cuando ella se enojaba nadie podía sacarla de aquella posición.

— Por algo a pesar de mi edad… aún no me caso, es obvio. No encuentro a la persona indicada y no quiero equivocarme en algo que sé que tendré en un futuro la razón, esto no va a resultar. — El timbre de la rubia había perdido toda su dulzura siendo remplazada por convicción y un carácter al que su padre pocas veces se había enfrentado. — No me casaré y es mi decisión. — Finalizó la doncella, cruzándose de brazos y esperando el consentimiento de su padre.

— Claro que no lo es, yo tengo la última palabra y ya lo decidí. — Dijo el hombre elevando más el tono de voz, mientras se ponía la peluca de color blanco que solían usar los políticos de alta alcurnia. — La boda se celebrara a finalez de este mes y dios quiera que en un año más ya tengas un heredero en las entrañas. —

La mujer se retiró cuando leyó de la mirada de su progenitor que sus palabras eran ciertas y que no se retractaría, llevándose consigo al cruzar el umbral de la habitación del hombre la decepción y la impotencia que sentía.

Las lágrimas rodaban por las rojizas mejillas de la doncella y en sus ojos abnegados de agua se podía ver la decepción, impotencia por la injusticia que se le estaba cometiendo. La que para su justo pensar no era nada de razonable. Tenía la fiel teoría de que el mundo estaba en la deplorable situación que estaba porque los humanos tenían un afán por complicar lo sencillo. Adueñarse de tierras que no les pertenecían, de los mismismos mares o también de darle nombres a cosas que - por defecto - deberían ser anónimas.

Era por lo mismo que se había opuesto a las clases de defensas, al entrenamiento militar que se le había dado en su adolescencia el cual "le serviría en algún momento" según las palabras que le había dicho su padre. La joven se oponía a la violencia y a los métodos que tenía el gobierno de conquistar tierras. Al odio que él: su padre, le guardaba a los piratas. Rencor que demostraba ahorcando a cualquiera que poseyera la marca de la piratería y colgando luego sus cadáveres en la entrada a sus aguas junto a alguna advertencia. Aunque el pueblo aplaudía su campaña y justificaba su odio, debido a que en un pasado dichos bandidos del mar habían matado a su esposa, a la madre de Brittany de la que ella tenía escasos - casi nulos - recuerdos, además de causar la desgracia en distintos puntos del mundo.

Aquella noche la búsqueda de comida del proletariado había cesado y el comodoro Evans, como viejo amigo de la familia había comprendido la excusa que Lord Pierce le había dado sobre su prometida, la que por un malestar no había podido presentarse. Ambos hombres se despidieron en la sala de la mansión y fijaron una nueva fecha para la cena mientras que dicha joven yacía en sus aposentos llorando desconsolada, oponiéndose tajantemente a dicho compromiso.

Las anclas se removieron y con ello también la unión que detenía y amarraba el navío al muelle, el Black Sails era libre y con eso comenzaba aquella nueva misión que los llevaba a marcar una equis en el mapa sobre la fría Holanda. La brújula apuntando siempre al norte y las velas agazapaban el viento dándoles la velocidad necesaria para surcar los mares. Tras semanas de arduo trabajo en el muelle todo estaba terminado y el viaje comenzaba, según las cuentas y el conocimiento de la capitana al mando, les llevaría unas dos semanas cruzar los mares para llegar a su destino. En palabra más simples: Estarían llegando a las frías aguas justo a fin de mes.