El sonido de un llanto, alertó a los gemelos Weasley, que se abalanzaron hacia la cocina, donde sabían con seguridad que estaba su madre. Sí, era ella. La rodearon, preocupados, y ella señaló entre hipidos un paquete abierto.
El jersey de Percy, sin nota alguna. George la abrazó, y Fred le acarició el pelo torpemente. Ambos tenían una expresión de incomodidad en el rostro, y la confusión dominaba sus miembros.
– ¡Percy solo es un montón de excrementos de rata, mamá! – el volumen del llanto se hizo más alto, y la voz grave y seria de Remus Lupin les interrumpió, pidiéndoles que subieran arriba, que les dejasen solos.
Molly le miró, con los ojos rojos, y siguió llorando. Su hijo, su querido hijo… Se aferró al contacto que el licántropo le dio, y él la consoló, acariciándole la espalda. En un silencio absoluto, pero dándole a entender que estaba ahí, que no la dejarían sola. Sonrió levemente, y acarició su cabello, apartándoselo del rostro. Su pecoso rostro, tal y como el de sus hijos.
– Molly, tranquilízate – pidió, en un susurro ronco, al comprobar que nada se hacía efectivo.
Entonces, dentro de él, una locura se desató. No supo qué le llevó a hacerlo, pero lo hizo. Besó a la mujer de uno de sus amigos, a la madre de algunos de sus alumnos. Con suavidad, levemente, hasta que ella se dejó llevar, y los hipidos desaparecieron. Se separó, y tosió, sintiendo la vergüenza en su interior.
– Gra… gracias Remus – masculló, aún más sonrojada, con la voz tomada –. Voy a terminar el desayuno.
Se había tranquilizado y, aunque por dentro se sentía mal por Arthur, su cuerpo respondía ante aquel beso. Se sentía hermosa, porque alguien joven se había interesado en su cuerpo. Sonrió, y le acarició el rostro, como a sus hijos. No iba a olvidar a ese hombre nunca. Aquel que logró que se volviese a sentir bien consigo misma, aunque la tristeza de que Percy no le hablase, seguía ahí.
