Encrucijada

-Si solo dijera que te quiero, te mentiría -murmura la joven, postrada en sus brazos.

Siente el frío, siente el miedo por lo que pueda pasar después de esa noche. Sus cuerpos se separan, lentamente, sólo por un momento mientras él la mira intensamente, con esos ojos negros como plumaje de cuervo. La mira y siente el torrente de sensaciones de ella: miedo, dolor, rabia, odia… y un profundo amor.

Intenta acercarse, pero de nuevo es rechazado.

La mujer saca la varita y la esgrime amenazadora, mientras pone más espacio entre ellos. Retrocede hasta que su espalda choca contra las desnudas paredes de la casa. Siente el frío en su espalda, cierra los ojos y baja la varita.

-No puedo… -murmura, sollozando, iracunda.

Quiere atacarle, acabar de una maldita vez con todo aquello. Cumplir su deber. Está atrapada entre las fauces de un destino que siempre ha querido evitar.

Ella es fría, es salvaje, decidida, inteligente… No está dispuesta a dejarse llevar por un estúpido sentimiento que nubla la mente y engaña a los sentidos. Ella no. Ella es la más fiel seguidora del Señor Tenebroso.

-La más fiel… -susurra perdida en sus pensamientos, repitiendo las palabras de su maestro.

Recuerda esos momentos cuando él posaba sus manos pálidas sobre su cuerpo desnudo mientras ella se dejaba llevar. Nada de placer, soloodio, olor, oscuridad, y lujuria salvaje y obsesiva. Autodestructiva.

Nota unos brazos que le rodean el torso desnudo y se abandona a aquella sensación. Simplemente, se deja llevar. La varita cae de sus manos unos segundos antes de aferrarse al hombre como si fuera la última vez.

Y sabe que así es.

Nota sus caricias, esas manos recorriéndole el cuerpo de forma tan dulce, tan delicada… tan diferente…

-Por favor, no sig…

Su voz es ahogada cuando él la levanta en volandas a la vez que la besa, y cualquier rastro de resistencia, mental o física, se desvanece. No puede más, le necesita, necesita sentirle dentro de ella, saber que al menos por una última vez será suyo. Acaricia sus largos cabellos negros y lacios con tanta ternura que el acto parece una promesa de amor eterno.

Y ella, como siempre, se abandona al él.

Una hora después yacen sobre la cama, desnudos, sin ningún pudor. Él tiene la vista fija en el techo, aunque realmente parece mirar en algún lugar de su interior. Ella le mira a él, acurrucada en un extremo abrazando levemente la almohada, aquella postura que adoptaba desde pequeña, por las largas noches sin el amparo de unos padres protectores.

Le mira, llora y sonríe, y desea que él la abrace, que corresponda a ese amor que ella siente. Pero Bella sabe que Severus Snape no la ama, que para él era solo un juego de control, algo que he hace sentirse poderoso: doblegar la voluntad de esa mujer.

«Te quiero» repite mentalmente.

No puede creer que aquello hubiera pasado después de tantos años de odio mutuo. Las discusiones, las amenazas, la competición por ser el favorito del Señor Tenebroso… Todo aquello había terminado en un estúpido, ridículo, asqueroso arrebato pasional.

Y después, mucho más.

Bella sabe que Snape ha jugado con ella desde el principio, manipulando los sentimientos, conquistándola, hasta que ella cayó rendida a sus pies y pudo hacer con ella lo que quiso.

Utilizada… humillada… e incapaz de odiarle. Irónicamente, lo mismo que ella hizo con su marido mucho tiempo atrás.

Snape gira la cabeza y sus ojos se encuentran. Ninguno de los dos dice nada, cada uno tiene demasiados fantasmas interiores con los que pelear, pero tampoco apartan la mirada y, poco a poco, los dos se sumen en sus pesadillas.

-Mi Bella -dice, sus ojos fríos están clavados en ella, su mirada roja repasa sus curvas por encima de la túnica-. Tengo una misión para ti.

Ella permanece erguida, inalterable, y se obliga a sonreír para parecer complacida.

-Debes matar a Severus, Bella -dice él, mientras se acerca-. Mañana, sin falta. Es un traidor a su Señor y merece la muerte por ello -le besa lentamente el cuello, desde atrás, haciéndola sentir escalofríos. Después de unos minutos de silencio, se detiene para añadir-: Pero antes quiero que le tortures por todo lo que te está haciendo.

Bella nota como la sangre abandona sus mejillas, normalmente pálidas. Se estremece e instintivamente se da la vuelta. Se miran. Y ella cae en la cuenta de que acaba de enfrentarse a él.

Retrocede, pero la maldición torturadora cae sobre ella con la misma intensidad y el dolor le arranca gritos desgarradores. Mientras, él se acerca a ella, despacio.

-Mi Bella, ¿qué te han hecho?

Despierta bañada en sudor, aterrorizada, y tarda en comprender a qué pertenece el calor que la rodea. Y entonces ve a Severus, abrazándola, con sus manos acariciándole el pelo con dulzura, susurrando palabras de consuelo.

-Shh, tranquila, no llores, por favor. Tranquila, mi amor, todo va a estar bien…

Sorprendida, deja de sollozar. Ni siquiera piensa que no será así, que nada estará bien después de esa noche, por que lo único que la ha hecho sentir humana en los últimos veinticinco años tiene morir.

El amor es un peligro.

El amor invita a hacer locuras.

El amor es irracional.

«Y obliga a tomar decisiones que perjudican a los objetivos de los mortífagos. Por lo tanto, el amor debe ser totalmente destruido» piensa, desesperada.

Severus se queda poco a poco dormido, cuando nota que ella ya se ha calmado. No obstante, aunque Bella parece serena por fuera, su interior se derrumba de forma tan dolorosa que ni siquiera las lágrimas pueden aliviar ese dolor.

Bella busca su varita con la mirada pero está fuera de su alcance. Y luego repara en la de Snape, que asoma por debajo de la almohada. El siempre la guarda ahí para defenderse de un posible atacante, sin saber que ésta yace entre sus brazos.

Coge la varita y la aprieta fuertemente. Está caliente y puede sentir en ella la presencia de Severus. Eso le da fuerza. La coge, y se la pone sobre el corazón, pese a que sabe que no es necesario. Después, pronuncia un silencioso hechizo.

Es la única solución. Prefiere acabar así a destruir algo que la ha hecho sentirse viva sin hacer sufrir a los demás. Su cara luce una suave sonrisa, cálida, pacífica. Tiene los ojos cerrados y por su cara ha rodado una sola lágrima, que se seca sobre su piel.

Una luz verde baña la habitación.

La mujer suelta la varita, que resbala de sus dedos y rueda por la cama.