Disclaimer: "Cómo Entrenar A Tu Dragón" es propiedad de DreamWorks Animation y Cressida Cowell.
Y espero les quede claro, porque no voy a escribir lo mismo al principio de cada capítulo (?).
Nota de Autora: Como estudiante universitaria en época de exámenes, este no es el mejor momento para concentrarme en escribir, pero la ansiedad del estreno de la secuela puede más.
La segunda parte de este capítulo continua en "Curiosidad".
Reciprocidad
La noche anterior había tenido algo distinto. Y él lo sabía.
De haberse tomado un momento, tal vez hubiese identificado el que, pero no había sido así.
No había tiempo. Necesitaban comida, y la necesitaban rápido. Todos sabían lo que ocurría cuando no se lograba saciar el apetito de quien era la mayor autoridad.
El trabajo era simple, rutinario. Volar por ahí, volar por allá, destruir aquellas armas con las cuales los humanos podrían herir a sus compañeros y compañeras. Ya desde sus primeros saqueos había resultado ser más que apto para la tarea, la cual, con el tiempo, paso a ser exclusividad suya.
Le gustaba, no solo por sentirse útil, era también porque no se sentía cómodo con la idea de formar parte de toda la acción en tierra. No quería sentir que le debía algo a aquella cosa que moraba en el corazón de la montaña, que debía sentirse responsable por ella. Se sentía satisfecho tan solo con proteger al resto del nido. Y por lo que le decían sus pares una vez con el botín entre garras, era muy bueno en lo que hacía: solo había que ver las miradas de terror de los humanos cuando escuchaban el aire cortarse con la velocidad de sus alas, y los alaridos desesperados cada vez que lanzaba fuego o rugía.
Y era por eso, que cuando sintió las sogas alrededor suyo y perder altura, la sorpresa lo golpeo con más fuerza que el miedo de saberse capturado, o el dolor al caer entre los árboles y arrastrarse sobre la tierra. Nunca hubiese creído que eso podría sucederle. Pero ahí estaba.
¿Era aquello eso mismo lo que su instinto había estado advirtiéndole? ¿Que esa noche iba a ser la última de su vida?
No.
¡No!
Combatió ferozmente contra aquellas cuerdas que lo reprimían; lucho y se resistió ceder ante ellas largo rato, pero parecía que con cada sacudida, estas se pegaban con más fuerza contra él, contra sus escamas y su carne misma.
Era inútil. Lo último de sus fuerzas menguo a la vez que el amanecer se mostraba en todo su esplendor.
Y así, el mundo despertaba con la visión del Furia Nocturna rendido ante sus ataduras y al cansancio.
Todo le dolía, e incluso sentía ardor donde las sogas estaban; cuando empezó a respirar con mayor fuerza, olio sangre, su propia sangre. Se preguntó entonces si era que iba a desangrarse hasta morir. Aquel pensamiento lo hizo desear que un humano se apareciese en ese momento y lo mátese. Realmente prefería que le cortasen la cabeza o le abriesen el estómago de un tajo para quitarle todas las entrañas, que a morirse de una forma tan triste, tan ridícula, tan patética. Como si fuese algún dragón viejo o lisiado, de esos rezagados que poco aportan.
Estaba tan fatigado que ni siquiera tenía ganas de abrir los ojos y ver, si en efecto, algún enemigo se le acercaba, pero pudo escucharlo. Era una voz, una voz humana.
Al no interactuar con ellos, era prácticamente imposible para él entender lo que decían, pero podía entender muy bien sus emociones; y esta voz estaba llena de orgullo y satisfacción.
Ahí estaba. ¡Lo sabía! Era él, su captor, y probablemente muy pronto, su verdugo.
Alguien o algo, se apoyó en su pata delantera en ese momento. No pudo evitar el reflejo de sacudirlo lejos de esta: no le gustaba que lo tocasen.
Tenía que hacer ese último esfuerzo; debía abrir los ojos, debía ver a aquel que iba a ejecutarlo. Necesitaba conocer a aquel que iba a quitarle la vida.
Y así lo hizo.
Era un humano joven, como si estuviese en una etapa de crecimiento entre el cachorro y el adulto; no era tan alto ni ancho como estos últimos, pero era claro que era lo suficientemente independiente como para cazar por su cuenta. Ponía frente suyo un pequeño pedazo de metal -¿ellos lo llamaban daga, verdad?- y la ferocidad estaba en su mirada. El humano podría ser un enclenque, pero estaba de cacería. Y él era la presa.
Entonces, por primera vez desde que fue capturado, sintió como la frialdad lo abandonaba.
Una farsa, eso es lo que era: no estaba listo y no podía pasar por esto mostrando valor. Se había pasado todo ese rato mintiéndose a si mismo. La verdad era solo una; tenía miedo... y no quería morir.
Fue entonces que rogó piedad a aquel humano, como le suplico con la mirada. Esperaba que pudiese entenderle de esa forma. Pero se veía y escuchaba tan seguro, que supo que aunque pudiese entender y hablar su lengua, sus suplicas iban a ser vanas. Entonces, con una tranquilidad propia de aquellos que se saben condenados, cerró una vez más sus ojos y se preparó para el golpe final.
Un instante, luego otro, y uno más le siguió...
¿A que esperaba? ¿Acaso pensaba torturarlo haciéndole llegar la muerte de forma lenta, regodeándose del miedo que estaba sintiendo? ¡Qué humano particularmente cruel era este, entonces!
Pero ocurrió algo que definitivamente no se esperaba.
Una de las sogas deshizo su presión.
La sorpresa lo llevo a abrir los ojos de par en par, lo llevo a ver como ese apenas crecido cachorro humano en lugar de cortar su carne, cortaba sus ataduras.
Sentía como volvía a ser dueño de su propio cuerpo. Y entonces embistió.
Que cosita tan pequeña y frágil, pensó al ver como su cuello encajaba cómodamente entre sus garras. Que cosita tan fácil de romper, de desgarrar.
Podía hacerlo. Podía matarlo. ¿Por qué no? Los humanos mataban dragones por puro gusto. Él lo haría en defensa propia y de su raza entera, al librar del mundo a alguien que los masacraría por diversión. Ese enano había estado a punto de matarlo...
... solo para decidir no hacerlo, y además, devolverle su libertad.
Él pidió piedad, y el humano se la concedió. No sería justo matarlo; no sería digno de una criatura noble.
Pagar vida con vida, eso era todo, dijo mientras se daba vuelta y dejaba atrás al chico de ojos color del bosque.
No debía de pensar, o siquiera preocuparse más por ello. Nunca más iba a volver a verlo.
