Prólogo
Verano del año 73 de la Tercera Era
Se trataba de otra batalla más. O eso creía hasta que vio cómo el único escuadrón que quedaba con vida se retiraba, arrastrando tras sí los cuerpos -o lo que quedaba de ellos- de los soldados de infantería.
Lucius Abels pasó por encima de unos cuerpos brutalmente mutilados. Se rumoreaba que los causantes de tales heridas no pertenecían a ningún animal, tampoco había indicios de tropas pertenecientes al reino de Folfark, enemigo mortal del reino de Vinred. Todo apuntaba a unas bestias cuyo fuerza, o número, era tal que el ejército de la ciudad de Vinras no había conseguido hacerle frente.
Suspiró cuando sus ojos se elevaron por enésima vez hacia el cielo. Había adoptado, por razones desconocidas, un color rojo semejante al vino. Llevaban siete meses asentados en la falda del Monte del Abismo, lejos, muy lejos del reino. Y aunque Lucius nunca había considerado Vinras un hogar en el que pudiera asentarse, no podía evitar echar de menos pasar numerosas horas entre libros de hechicería y grimorios de poder insignificante, mientras su maestro le reprendía una y otra vez que hiciese algo útil con su vida, que no limitara su vida únicamente a la magia. Lucius siempre asentía a regañadientes, sin llegar a entender por qué su maestro era el único mago en Volkashuttur que no entregaba al completo su vida a la hechicería.
Un grito de dolor hizo que su cuerpo se estremeciera, y corrió a ayudar al pobre soldado moribundo que se hallaba tendido en extraña posición sobre una camilla vergonzosamente improvisada con ramitas y helechos. Los soldados se apartaron al notar al aprendiz de mago acercarse, quien se arrodilló junto al cuerpo del hombre para poder examinarlo. Durante todos esos meses, había mostrado poseer un gran dominio de la curación al enfrentarse día a día a decenas de heridos por los sucesos de esa guerra, sin embargo, muchos de ellos no comprendían que habían heridas que ninguna magia era capaz de curar. Y esa era una de ellas.
Lucius cerró levemente los ojos y negó. La muerte no tardó en llegar al joven soldado. Suspiró. Echaba de menos una cerveza.
El rey Volrag II se reunió con su consejo de guerra, el cual no hacía más que mostrar ineficacia una y otra vez. Ningún comandante era capaz de darle un solo informe sensato que no pareciese sacado de una historia de locos.
-Mi señor, creédme, esas criaturas…
-¡Criaturas! -Golpeó la mesa el rey de Vinras. -¿Qué clase de criaturas en Volkashuttur
podrían provocar mutilamientos masivos a hombres altamente cualificados?, ¡qué disparate!
-Señor, -interrumpió alguien en la tienda- me temo que vuestros hombres tienen razón, es
un tema un tanto… delicado.
Volrag observó a su fiel amigo y mago de la corte Merenthor, a quien había rogado que no le acompañase al campo de batalla. Pero el mago, a pesar de ser viejo, se consideraba más fiel a su rey, y aún más a Volkashuttur.
Volrag hizo un gesto y su consejo abandonó la tienda, con semblante de furia y miedo, al notar como su rey no otorgaba ninguna solución a aquella situación ya de tema sobrenatural.
-Hablamos de criaturas… ¿de monstruos? -Preguntó el rey una vez se hubiesen quedado solos.
-Demonios, señor. Liderados por una fuerza desconocida, la cual puedo llegar a sospechar cuál es su procedencia. -Su semblante se oscureció.
-¿De qué clase de fuerza estamos hablando?
-Vuestros soldados pelean bien, pero no son suficientes ante la magia de Magnus, mi señor, se trata de un hechicero muy poderoso que fue expulsado hace dos décadas de todos los colegios de magia de Volkashuttur. La comunidad mágica lo consideraba muerto, en realidad.
-¿Qué busca?, ¿poder? -Sorteó el rey.
-Tal vez. -Contestó Merenthor- Se trata de nigromancia, magia negra.
Volrag comprendía a qué se refería el mago. Para los hechiceros oscuros, nunca era suficiente. Siempre estaban en constante búsqueda de poder. Para un mago de magia blanca, bastaba con dominar los fundamentos básicos y constituir una base sabia sobre el uso correcto de ella, pero aquellos que ambicionaban sin fin los conocimientos más profundos de la magia, acababan obsesionados, absorvidos por un deseo irrefrenable de saber más. Acababan convirtiéndose en hechiceros oscuros.
Había escuchado el nombre de Magnus vagamente en una de las tantas fiestas típicas de la aristocracia años atrás, pero en ese momento carecía de interés total por cualquier asunto externo a la corte, por lo tanto, no le quiso dar importancia. Él pensaba que solamente se trataba de otro mago corrompido por la magia. No entendía por qué de tanto revuelo.
Y ahora, encontrándose cara a cara con el problema, pudo entender el por qué todas las escuelas de hechicería de Volkashuttur reforzaron sus defensas y dejaron de hacer pactos con los reinos. Comenzaron a proclamarse ajenos a cualquier asunto mundano, cada vez eran más selectivos con la entrada de alumnos nuevos, los cuales debían superar pruebas de acceso de tal dificultad que muchos de ellos no lograban acabarlas con vida.
La comunidad mágica decidió cortar lazos con los reinos, lo que dejaba indefensas a las grandes ciudades, que hasta entonces habían contado con la protección de los magos. En respuesta, éstas habían hecho un pacto entre sí para dejar de comerciar con las universidades, por lo que enfrió aún más las relaciones.
Era lógico, pues, que el tema de la magia fuera tabú en las calles. Los magos mercaderes eran tratados con inferioridad, acabando por vender solamente pociones que cualquier otro alquimista hubiese podido crear con las plantas más comunes del reino. Sin embargo, Merenthor había sido como un padre para Volrag, y jamás había dudado de la fidelidad de su amigo, el cual cada día que pasaba mostraba ser digno de su compañía.
-¿Qué propones? -Preguntó entonces.
El viejo mago dio unos pasos apoyándose en su bastón de roble, Volrag no dudaba de las innatas habilidades mágicas de su amigo, pero al verle así, viejo, frágil, tembloroso, no pudo más que sentir temor por él.
-Propongo, mi rey, que mi aprendiz Lucius y yo partamos inmediatamente a Templo de los Siru, para cortar el problema de raíz.
-¿Tu aprendiz… y tú? -arqueó una ceja. -No dejaré que os enfrentéis solos a ese… nigromante o lo que sea.
-Un escuadrón de soldados resultaría ineficaz en estos casos. Sería echar a perder vidas innecesarias.
-Sigo negándome. -Se cruzó de brazos Volrag.
Merenthor suspiró, y dirigiéndose a Volrag sin títulos de por medio, le dijo:
-Volrag, os conozco desde que vuestro padre os dejó a mi cargo, y creédme cuando os digo que os considero un hijo. Acabáis de tener vuestro primogénito, y no creo que queráis ver cómo vuestro hijo es consumido por la magia oscura.
Volrag inspiró profundamente, luego relajó su rostro, comprendiendo que al fin y al cabo, tenía razón. No sería fácil, pero había estado durante meses y meses esperando a una respuesta verídica para poder acabar con esa guerra que, sin saberlo, comenzaba a prolongarse más de lo que podía permitirse. Solo le quedaba un pelotón. Y a duras penas. Los soldados eran jóvenes, estaban cansados, hambrientos, heridos y sobre todo con ganas de volver y poder abrazar a sus seres queridos. Pensó en su esposa, y en su hijo, que ya habría cumplido los cinco años. Miró a su amigo. Lo estimaba. Y exactamente por eso le dejó marchar. Si alguien podía acabar con eso de una vez por todas, ese era Merenthor.
Lucius se movía de un lado a otro, sus manos se agitaban rápidamente frente a la labor que tenía delante. Frunció el ceño. ¿Dónde se había metido Merenthor? . Dejó escapar un bufido cuando su maestro entró precipitadamente a la enfermería, recogiendo de entre los cofres numerosos frascos y objetos mágicos.
-Al fin te dignas en aparecer, ¿sabes lo que es estar uno solo de médico con un centenar de soldados brutalmente heridos?-preguntó malhumorado el joven. Ignoró la fulminante mirada de los otros médicos que se hallaban en la sala. Al parecer, habían sido nominados como cabras incompetentes por Lucius en numerosas ocasiones, ganándose el rechazo por parte de las grandes mentes de la medicina de todo el reino de Vinred.
-¿Dónde está mi grimorio? -Preguntó Merenthor con impaciencia- Mi grimorio, muchacho, mi grimorio, ¿dónde lo has metido?
-Está donde lo dejaste, Merenthor, bajo el escritorio. -Merenthor gruñó y guardó un grimorio en su bolsa. -¿Dónde vas?
-Vamos. -Le corrigió el mago mientras retiraba la cortina con su sencillo bastón- Creo que ya va siendo hora que demuestre todo lo que has aprendido hasta ahora.
Horas después, ambos llegaron a un camino de piedra que ascendía hasta la zona alta de la montaña. El camino era antiguo, muy antiguo, el templo que se hallaba en lo alto había sido consagrado en honor a los dioses, los Siru.
A pesar de estar en verano, el clima era frío, el cielo rojo daba aspecto infernal a todo cuanto se hallaba a su alrededor. La vegetación, que debía ser verde debido a la estación, había muerto. Las hojas hacían un leve crujido al romperse, sin temer alertar a algún animal salvaje de la zona. Sabían que ninguna bestia se acercaría a ellos. Habían descubierto a lo largo de la caminata cadáveres de animales que presentaban las mismas lesiones que los soldados del rey de Vinras. La mutilación predominaba en los cuerpos de los osos y los incontables ciervos que habían encontrado por el camino de lodo.
Lucius esperaba algún comentario por parte de su maestro, pero o fingía no darse cuenta, o no tenía nada que decir. Se preguntaba si se sentiría nervioso ante lo que les esperaba. Decidió que probablemente no, pues a lo largo del tiempo había descubierto que la serenidad y la calma era una de las características más destacantes del viejo mago. Y él, a pesar de tan solo tener dieciséis años, sentía que era lo suficientemente poderoso para tener su primera batalla de magia. ¿No?
-Hemos llegado. -Dijo con voz cansada el mago.
Dirigió su atención a la entrada de aquel templo. En un primer momento no parecía grande. Pero eso era porque sus pasillos se dirigían bajo la montaña, dejando en el exterior solamente dos estatuas esculpidas en piedra del tamaño de cinco hombres. Un portón de piedra con numerosas inscripciones en los idiomas más antiguos adornaban la puerta, dándole un aspecto más misterioso. Lucius no tuvo tiempo de contemplar más rato aquella extraña puerta, pues Merenthor había murmurado unas palabras a su lado, haciendo que se sobresaltara.
Penetraron justo después, y una vez dentro, todo se quedó a oscuras. La puerta se cerró tras ellos, envolviéndoles un silencio aterrador. Acto seguido Lucius pronunció unas palabras, y ante ellos numerosas antorchas prendieron fuego. Poco a poco avanzaron por un estrecho pasillo, hasta que llegaron a unas escaleras de caracol que descendían innumerables pisos. Hacía ya rato que habían dejado de sentir la brisa fresca del exterior,en cambio, un olor a muerte comenzó a inundar sus fosas nasales.
Cuando Lucius creía estar al punto del desespero, alcanzaron el nivel inferior. Avanzaron por unos pasillos de piedra, esquivando pequeñas trampas que sorprendentemente seguían funcionando al pesar del largo periodo que nadie había accedido al templo. Lucius lanzó una exclamación de sorpresa y terror cuando un brazo esquelético amenazó con golpearle, pero eso jamás sucedió.
-Mantén los ojos abiertos.-le reprendió Merenthor.
Lucius asintió mientras miraba con gesto repulsivo los huesos calcinados del Haykal. A él se le unieron más tarde más enemigos. Normalmente, y sorprendiéndoles, al principio los esqueletos surgían de improviso de las tumbas que en su día habían resguardado los restos de los sacerdotes del templo. Con el paso de las Eras el templo había dejado de ser transitado, abandonando así la labor de servir a los Siru. Los sacerdotes se alzaban ahora corruptos ante las almas que osaran atravesar los viejos pasillos.
Tras un rato que les pareció interminable, cruzaron una puerta de grandes dimensiones. Lucius no pudo evitar quedarse boquiabierto. Nunca antes había visto una sala así. Ni siquiera la catedral de Vinras contaba con unos techos tan altos y unas columnas gigantescas como aquellas. La profundidad de la sala era tal, que se necesitaría por lo menos un centenar de antorchas para iluminar la mitad. Avanzaron con sumo cuidado por aquella sala, sentía como si los dioses les estuvieran observando, calificando sus actos. Lucius observaba las enormes estatuas de divinidades que envolvían la sala, los grabados de las paredes, los arcos del techo, el agradable silencio… había dejado ya de prestarle atención a su maestro, quien seguía avanzando hasta llegar a un altar dónde había siete tronos de piedra. El del medio era el del Dios supremo Koruth, era evidente, pues era el de tamaño descomunal.
Y en él se encontraba sentada despreocupadamente una figura alta, observándoles en silencio, como si les hubiese estado esperando una eternidad.
-Merenthor.-nombró Magnus- Y tu aprendiz.
Lucius había percibido un tono de desprecio que sonaba natural, como si estuviese obligado a usarlo todos los días.
-Magnus. -Merenthor apoyó ambas manos sobre el bastón- Creo que va siendo hora que dejes tu afición por la magia oscura. No te está haciendo bien. Lo que comenzó como un niño virtuoso acabó siendo un indeseado en todas las escuelas de hechicería.
Magnus se acercó al borde del altar, la luz de las antorchas iluminaron su rostro, dejando ver un rostro hermoso, parecía esculpido en mármol. Tenía el pelo oscuro y largo recogido en una cola baja, una túnica de mago azul y dorada que le cubría su esbelto cuerpo, Lucius juraría que le faltaba una mano. La mirada esmeralda de Magnus se clavó en él, haciendo que saliese de su ensoñación y se tensase. Mostraba serenidad.
-¿Sólo vosotros dos?-dijo suavemente dirigiéndose a Menethor. Dejó escapar una risotada que envolvió toda la sala. -Creo que nunca he tenido la oportunidad de agradecerte lo que hiciste por mí. -Descendió por las escasas escaleras del altar. -Si no llega a ser porque me repudiaste, no me hubiese convertido en el hechicero que soy hoy.
Menethor inspiró profundamente y se preparó para el combate. Lucius hizo lo propio a su lado. Pero Magnus no tenía pensado entrar en combate con ellos, no directamente.
- Lanke'r, orkao'mo elar, kershko'mo rothar'wo.
Al principio no pasó nada, la sala se quedó en completo silencio. La tensión era tal que se podía cortar con un cuchillo.
Un destello oscuro les cegó, y ante ellos se extendió una gran mancha oscura, por la cual comenzaron a emerger distintas criaturas de distinto tamaño. Aquellos demonios eran aterradores. Algunos eran de material corpóreo, semejantes en su mayoría a animales salvajes, otros eran inmateriales, semejándose a espectros.
Lucius notó como su maestro había tomado la situación, usando hechizos de destrucción, en su mayoría. De vez en cuando el anciano mostraba tener reflejos y bloqueaba numerosos ataques de aquellas criaturas, conjurando aliados que le ayudaban a exterminarlas. Lucius comprendió que bajo aquel cuerpo de anciano se hallaba un incalculable poder.
No pudo seguir atento de su maestro, pues un espectro se había arrojado hacia él bruscamente. El joven mago gritó unas palabras y el demonio se desintegró a escasos centímetros de él. Había sido el primero de muchos, y cuando ambos se encontraban exhaustos y agitados por el cansancio, cayeron en la cuenta que se trataba de un portal, no podían frenar la llegada de todos aquellos demonios. Debían cerrarlo.
-¡Lucius! -Gritó Merenthor.
El aprendiz comprendió. Se situó frente a él y convocó un escudo que envolvía a ambos, haciendo imposible la entrada de los demonios en él. Merenthor comenzó a dibujar una serie de signos en el suelo, mientras Lucius hacía un gran esfuerzo para no ceder a la presión de las bestias.
Magnus entrecerró los ojos cuando el portal se cerró ante ellos, engullendo a los demonios que escapaban por él. El hechicero dibujó una sonrisa tensa en sus finos labios. Merenthor comprendió que el reto no era el portal, sino él. Sintió una punzada en el estómago que duró brevemente. Supo desde un principio que debía enfrentarse a él, pero quizá en el fondo había asomado una pequeña esperanza… pero no, eso no era posible. La suerte estaba echada.
-Muchacho, escúchame. -dijo precipitadamente a Lucius- debes tener presente una cosa, hoy moriré en estos salones, pero no en vano. Mantén alejadas las mentes ambiciosas de este templo, protégelo con tu vida si es necesario.
Lucius quedó atónito ante sus palabras, no entendería el significado de ellas hasta mucho tiempo después.
Su maestro no le dejó formular pregunta alguna, tan sólo se dedicó a mirar a Magnus, a la espera de que éste tomase el control. Pero solamente retrocedió, para empuñar un bastón de cristal que momentos antes había estado apoyado junto al trono.
Descendió lentamente por los escalones frente al altar, y elevando el bastón con una mano, formuló una frase que Lucius no logró escuchar plenamente. Sintió como una fuerza arrojándole por los aires, y un segundo después un dolor agudo en la nuca. Su cuerpo calló con un golpe seco contra el frío suelo de piedra.
A Merenthor se le cortó la respiración. Reprimió un grito de desgarro y fijó toda su atención en Magnus. El hechicero oscuro se había elevado unos centímetros del suelo, su aspecto antaño angelical había sido transformado para dejar paso a una bestia con apariencia humana. Sus ojos habían perdido el color verde, en su lugar, dos cuencas vacías parecían penetrarle fijamente. Su pelo antes sujeto por una cola, ondeaba ahora suelto sin control alguno. Era evidente el aura oscura que le envolvía.
Merenthor poco había leído sobre la magia negra, lo más cercano que había estado de ella había sido hace décadas, cuando uno de sus aprendices había comenzado a tontear con ella mediante grimorios cuya procedencia siempre ignoró. Normalmente, un mago con grandes dotes sobrenaturales solía tardar una media de una década en solamente dominar todos los hechizos de nivel principiante. Magnus lo había conseguido en solamente dos. De hecho, su conversión a la magia negra no había supuesto una gran sorpresa en la comunidad mágica.
Y por lo tanto, se hallaba situado inferiormente ante él.
Como si estuviesen ambos de acuerdo, convocaron una gran bola de fuego con el objetivo de arremeter el uno contra el otro. La sala quedó iluminada brevemente por el destello de las llamas, dejando una sensación cálida interrumpida únicamente por el lanzamiento de otro hechizo de Magnus.
Merenthor no contaba con la agilidad de antaño, pero sus dotes mágicas fueron suficientes para repeler un proyectil ígneo. Se cubrió tras uno de los enormes pilares de templo cuando una estaca de hielo se dirigía directamente a él. Una gota fría recorrió su frente. Estaba demostrando tener un gran potencial en cuanto a hechizos de ataque. No dejó que eso le desanimara.
Merenthor invocó inmediatamente un tótem basado en él, no contaba con una precisión exacta, pero Magnus no lo notaría en un primer vistazo, y además, no contaba con mucho tiempo.
Un manto de relámpagos cayó sobre el tótem, desintegrándolo por completo y dándole a Merenthor una ventaja frente al hechicero oscuro, quien había dejado de prestar atención a su verdadero lanzó una lluvia de estacas de hielo que Magnus bloqueó a duras penas.
Se miraron a los ojos un breve momento, comenzaban a sentir como su energía se agotaba en función del poder de los hechizos.
Lucius recobró vagamente el conocimiento, sus ojos tardaron un poco en asimilar lo que estaba sucediendo. Fue solamente en ese momento cuando observó lo que su maestro estaba haciendo: el sencillo bastón había comenzado a emanar un leve destello que iba en incremento, de tal forma que el joven tuvo que entrecerrar los ojos para evitar perder visión.
No había acabado de asentar su cabeza cuando una enorme bestia con escamas ocupó el centro de la enorme sala.
Un dragón cuyas dimensiones le hacían parecer un ratón encerrado en una diminuta jaula. Su largo cuello dorado rozaba el techo, su cola se extendía serpenteando las columnas de piedra, arroyándolas ante el movimiento inquieto de su escamosa cola.
Lucius sabía que se trataba solamente de un hechizo de ilusión, que sería cuestión de que aquella visión desapareciese en pocos segundos. Pero se trataba de un hechizo poderoso, absorbía casi toda la energía de aquel que lo aplicara, y Lucius sabía que era hora de que él actuase. Observó brevemente el inútil intento de Magnus de destruir al dragón, que no cesaba de escupir llamaradas por su descomunal boca.
La figura del dragón desapareció cuando el joven mago aún estaba preparando un hechizo de confinamiento, dejando sin protección a su maestro. Magnus, ignorando la presencia del joven, aprovechó la ventaja del mago para lanzarle un manto de relámpagos. El cuerpo del viejo tembló brevemente ante la sacudida y luego simplemente, se desplomó.
Magnus frunció el ceño ante una extraña sensación en su interior que ignoró tan rápido vino. Dio unos lentos pasos hacia el cuerpo del que fue su antiguo maestro cuando de repente se vio obligado a detenerse, sintiéndose aprisionado por una celda esférica de piedra. La sorpresa a la par que el violento temblor del suelo hizo que el bastón se le escapara de las manos, sintiéndose imponente y desconcertado.
Vio como un muchacho de pelo castaño y túnica de mago se acercaba a él con expresión de furia. Habría jurado que había acabado con él al inicio del enfrentamiento. Notó en sus ojos el indicio de unas lágrimas que nunca salieron a la luz.
-¿Y ya está? -Ironizó el hechicero oscuro- Una simple celda no podrá evitar que te de el mismo final que a tu maestro.
Lucius se encorvó rápidamente y empuñó el bastón de cristal ante el indicio de un ataque del Magnus, quien interrumpió sus palabras ante la acción, entre temeroso e intrigado.
-¿Era esto lo que buscabas?,- temblaba levemente- ¿Qué esperabas conseguir con todo esto?
Magnus ladeó la cabeza y dibujó una media sonrisa.
-Qué patéticamente débiles podéis llegar a ser.-dijo- Tu maestro era débil. Tú eres débil. Esos magos eran débiles. Cuando me exiliaron no era por temor a enfrentarse a la magia negra, eso lo hacían contínuamente. Tenían miedo a lo desconocido, a dejarse llevar por la verdadera naturaleza vital de la magia, no comprendían su poder, y por eso rechazaban ciegamente los grandes logros que solamente puede conseguir la magia negra.-echó un vistazo al cuerpo de Merenthor- Yo podría revivirle. Unas simples palabras serían suficientes para traer su alma del mundo de los muertos, sólo la magia negra es capaz de hacerlo, es única en sí, es magnificencia, es…
-Demente.-cortó Lucius- Esa magia es demente, y propiamente hace dementes a aquellos que se dejan llevar por ella.
-No va a ser nada sencillo destruirme, -su semblante era ahora amenazante- ningún hechizo que seas capaz de convocar podrá ejercer un daño mortal a mi cuerpo.
-Por fortuna, -comentó el joven- agradezco a Merenthor que hubiese pensado en ello.
Elevó bruscamente el bastón de cristal, comenzando a pronunciar un hechizo que Magnus desconocía. No quiso esperar a ver qué ocurría. Murmuró unas palabras para destruir aquella celda que comenzaba a ser un estorbo, pero no ocurrió nada. Su corazón comenzó a golpear fuertemente su pecho al ver cómo el joven aumentaba el tono de su voz, como queriendo añadir fuerza a la misma. De sus ojos había desaparecido el iris, en su lugar dos destellos azules le daban un aspecto sobrenatural. El bastón que tenía entre sus manos estaba pareciendo recobrar vida. Y Magnus lo entendió todo de golpe.
Merenthor no había acudido ante él con el objetivo de matarle, no, aunque poderoso, no era estúpido, sabía que no podría acabar con un hechicero oscuro de su calibre. Había planeado confinarlo en el interior de una celda cuya salida no existiese, una celda a la que ningún mortal podría acceder jamás, una celda resguardada del ojo mortal, en un templo al que ningún mortal osaba acceder. Y supo que aquel mago principiante estaba ahí solamente para encerrarlo, para mantenerlo bajo llave el resto de la eternidad. El papel de Merenthor había sido, en realidad, el de un simple peón, y Magnus, un gran hechicero oscuro, que creía capaz de desafiar a la vida y a la muerte, había sido engañado por un chico. Y cuando sintió su alma absorberse por ese objeto mágico, no hizo nada más que gritar. Gritó como si ese gesto fuera capaz de evitar el destino que le esperaba. Gritó queriendo maldecir a Lucius, a Merenthor, a todos los magos que le rechazaron desde que tenía memoria. Y finalmente, todo quedó en silencio.
Lucius observó la esfera oscura situada en la parte superior del bastón. Suspiró ante la bruma oscura de ella. Rápidamente notó el oscuro poder que emanaba de aquel objeto mágico, y se sintió sucio, débil y sumamente irritado. Se acercó al cuerpo de su maestro y cerró bruscamente los ojos ante tal visión. Su maestro mantenía una expresión de horror, sus ojos parecían saltarle de las cuencas en cualquier momento, su boca había quedado desencajada ante el intento de un grito que jamás llegó. Decidió darle sepultura más tarde.
Recogió el Bastón de Magnus. Se acercó al altar, dónde lo depositó sobre un soporte de piedra, al lado derecho del trono principal. Se alejó lentamente, caminando hacia atrás, observando fijamente el bastón, temiendo que en cualquier momento surgiese Magnus de él.
Pero sabía que él jamás podría escapar. Y con la mente aún agitada por el cúmulo de acontecimientos vividos en aquella sala, comprendió que dedicaría toda su vida a custodiar aquel objeto. O lo intentaría, al menos. Sólo era un mago principiante.
