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La única razón por la que me hubiese gustado seguir viviendo, es para verte cumplir tu sueño.
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― ¡Mamá, baja la emoción! ―exclamé, sonriéndole, aunque de igual manera preocupada por nuestras propias vidas―. Si no pones atención a la carretera, vamos a chocar.
―Ay, no seas exagerada, Mikasa. ¿No ves que hay mucho tráfico? No saldremos de aquí en un rato largo ―me respondió, encogiéndose de hombros para restarle importancia―. Además, ¿cómo quieres que no esté emocionada? ¡Mi hija se acaba de graduar de la academia de policías!
―No es para tanto... ―negué con la cabeza, riendo al verla comportarse como una pequeña niña.
― ¿Cómo que no es para tanto? ―soltó el volante de repente, haciéndome sobresaltar y, por instinto, inclinarme y tomarlo―. ¡Fuiste la primera de tu clase! ¡Sobrepasaste a todos! No sabes lo que pagaría por ver la cara de envidia de tus compañeros. Mala suerte para mí, ya que pudieron disimularlo demasiado bien durante la graduación ―recuperó el aire perdido―. Estoy orgullosa de ti, hija. Orgullosa de que hayas podido cumplir tu sueño. Y lo estaré aún más cuando salves a todas esas personas que necesiten de tu ayuda ―le sonreí quedito, emocionada por sus palabras―. ¡Y claro que debes presumir que tienes más fuerza que todos tus compañeros juntos!
― No tienes remedio... ―suspiré, observando las decenas de autos frente a nosotras que no parecían querer moverse por, al menos, cinco minutos más.
― Por cierto... ―me miró de reojo, con una media sonrisa. Mierda, aquí vamos de nuevo―. ¿Conociste a un chico lindo? ―rodé los ojos ante su reciente pregunta―. ¡Oh, vamos! Has estado cuatro años allí, no puede ser que no hayas tenido un pequeño amorío ya con tus veintitrés años.
― Por todos los cielos, mamá... ―me contuve para no reírme ante su modo tan adolescente de hablarme, e intenté sonar seria―. Sabes que mi sueño siempre fue convertirme en policía. No había espacio para algún enamoramiento de por medio.
― ¿En serio? ¿Nada de nada? ¿Ningún chico se te declaró o algo por el estilo? ¿Nada de nadita de nadita?
― Bueno, sí hubo alguien que se me declaró ―me observó expectante para que prosiguiera―. Jean Kirstein. Era amigable, sí, un poco irritante también, pero no sentía nada por él que sobrepasara la amistad.
No le diría de mis pequeñas salidas en la noche. Definitivamente no.
― Ya veo... ―comentó, desilusionada ante mi respuesta―. Me extraña que más personas no se te hayan declarado. Eres una chica muy linda, Mikasa. Y no lo digo sólo porque eres mi hija, en verdad eres bonita.
Bueno, digamos que mi carácter con las demás personas no era exactamente lo que yo llamaría lindo. Y, por esa razón, no muchos se me acercaban, ni siquiera durante los descansos.
―Gracias... ―era mi mamá, pero no podía evitar avergonzarme ante lo que acababa de soltar.
―También noté que en estos cuatro años te ha crecido mucho el cabello ―soltó el volante nuevamente, pero esta vez con una sola mano, para ladearse hacia mí y tocar las puntas de mi cabello negro.
―Oh, sí... Me gusta más cómo se ve de esta forma ―hice una pausa, observándola detalladamente―. Se asemeja más al tuyo.
―Eso te lo creo ―me sonrió cálidamente―. Además, te aconsejo que, de esta manera, ganarás más puntos a la hora de salir con alguien.
Pude captar el doble sentido en sus palabras.
―Ya comenzaste otra vez...
― ¡No puedo evitarlo! ―carcajeó al ver mi expresión de derrota―. Pero estás a salvo todavía. Sabes lo celosos que son Eren y Armin; le harán miles de pruebas y preguntas al afortunado cuando sea el momento. ¿Recuerdas con tu primer novio a los diecisiete?
Eren Jaeger y Armin Arlert son mis mejores amigos desde que tengo memoria. Podría decirse que éramos inseparables; salíamos casi todos los días, comíamos en la casa de alguno de los tres cada vez que podíamos, veíamos películas por las noches, nos contábamos nuestros secretos, nos aconsejábamos entre nosotros, y todo lo que se nos pudiera ocurrir. Hasta teníamos esa típica foto de cuando éramos unos bebés, los tres bañándonos juntos. Cada vez que la veíamos en el álbum que cada uno tenía, Eren y yo nos burlábamos de Armin, ya que él parecía una chica cuando contaba con un año. El rubio siempre nos amenazaba con irse cuando lo hacíamos, sin embargo, nosotros sabíamos perfectamente que no le molestaba, es más, se le escapaban algunas sonrisas fugaces.
En fin, era una hermosa amistad que duró años y que, esperaba, iba a durar mucho más.
―Cierto ―reí internamente al recordar al castaño y al rubio―. Los extrañé mucho a los cuatro. A Armin, Eren, a papá y a ti.
―Nosotros también te extrañamos, Mika.
Cortamos la conversación de repente en el momento en que los autos que se hallaban al frente comenzaron a avanzar lentamente. Se podían escuchar muchísimos cláxones, reclamando por la tardanza, y debía admitir que yo también estaba comenzando a hartarme de todo el amontonamiento de vehículos.
¿Acaso alguien chocó? Si era así (lo que era más probable), los policías viales ya estaban atrasándose más de lo normal en organizar el tránsito. Qué jodida mierda.
Gracias al molesto ruido, el can que dormitaba serenamente en los asientos traseros se despertó de golpe, comenzando a ladrar y aullar, sacando su cabeza por la ventanilla de forma ansiosa. Me quité el cinturón de seguridad y me incliné hacia atrás para acariciarlo y calmarlo, pero no pude conseguirlo en lo más mínimo.
Siempre había sido así: se mantenía alerta hasta que el problema o su inquietud pasara.
Mis padres me habían regalado a Taffy cuando tenía diecisiete años, en el tiempo donde ya estaba cien por ciento convencida de que me uniría a la policía. Así que ese fue su regalo: un pastor alemán negro. Él y yo nos llevamos bien desde el principio y, aunque en muchas ocasiones era desobediente (irónico ya que lo había entrenado a la perfección), era el mejor perro del mundo. Era mi compañero fiel y nunca lo cambiaría por nada.
Mamá subió los vidrios para apaciguar el ruido, ya que se estaba volviendo molesto para nuestros oídos. Mucho mejor, pensé en el momento en que las bocinas se escucharon lejanas y los ladridos de Taffy cesaron; posteriormente, volvió a dormirse.
Y ahí, entre la paz y el poco silencio que me proporcionaba estar al lado de ellos, me di cuenta de una cosa.
―De verdad los extrañé... ―susurré para mí misma, metiendo mi mano en el bolsillo de mi chaqueta y sacando un pequeño envoltorio color celeste.
―No me digas que sigues comiendo eso
―dijo mi madre al escuchar el ruido que hizo el papel al desenvolverlo. Yo la miré, pretendiendo ser inocente, y me metí el chicle de menta a la boca, bajo la atenta mirada de ella―. Vas a arruinarte los dientes; te lo he dicho desde que tienes doce años y no me haces caso, hija.
― ¿Perdón? ¿Dijiste algo? ―le sonreí, mostrándole la perfecta y blanca dentadura que tenía.
―Oh, vamos, no presumas ―rio y yo me contagié de su risa, recordando que hace unos minutos me estaba reprochando por no alardear mi fuerza.
Cuando, por fin, el amontonamiento fue desvaneciéndose y el auto avanzó a una velocidad considerable, suspiré aliviada de ya poder regresar a casa luego de cuatro duros y largos años. Poseía unas colosales ganas de ver a mi padre (quien no había podido asistir ayer en la mañana a mi graduación por razones del trabajo) y abrazarlo de la misma forma en que lo hice con mamá al verla después de tanto tiempo. Nuestro pequeño abrazo había durado más de cinco minutos, junto con pequeñas y resbaladizas lágrimas, y aun así seguía teniendo ganas de estrecharla en mis brazos.
Pero, en el preciso momento de salir de mis soñadores pensamientos, una persona apareció frente al auto, en medio de la carretera, y sin intenciones de moverse.
― ¡Cuidado!
Mamá frenó de golpe, mas eso no detendría el hecho de que lo arrollaríamos, así que dobló justo a tiempo para no alcanzar ese cometido. Lo malo fue que perdimos el control del auto, chocando contra el guardarraíl de forma brusca. No supe qué pasó después, ya me quedé sin conocimiento en cuestión de segundos.
Abrí los ojos lentamente, aturdida por el dolor punzante que atacaba a mi cabeza sin tregua alguna. Tardé unos momentos en salir de mi aturdimiento, cegada por la luz del reflector de la calle que me daba de lleno en la cara.
Lo primero de lo que pude percatarme fue de que Taffy estaba lamiendo mi cara para que espabilara, por lo que tomé suavemente su hocico y lo acaricié, mostrándole que ya estaba mejor.
Luego de eso, mis ojos fueron a parar a la bolsa de aire frente a mí, la cual me golpeó de lleno en el momento en que nos estrellamos. Al principio, no entendía con qué me había herido la cabeza (estaba segura de que tenía un bulto creciendo en esa zona), pero luego pude deducir fácilmente que el marco de la puerta había sido el causante, segundos antes de que la bolsa hiciera su correspondiente trabajo.
Continué moviendo mi mirada, percatándome de que todo el parabrisas del carro se encontraba destrozado, no dejando ver absolutamente nada de lo que había afuera, en la oscura y apenas iluminada noche.
― ¿Mamá? ―murmuré de repente, recordando que había algo más importante que mis dolores y el vehículo.
Dirigí mi vista hacia su asiento, descubriéndolo vacío y sin rastros de ninguna persona, con la puerta de su lado abierta y abollada. Una punzada fuerte en el pecho me atravesó.
¿Dónde estaba?
Me encontraba a punto de salir del auto, sin embargo, mis años de entrenamiento me recordaron una sola cosa: nunca ir desarmado. Por fortuna, había dejado mi pistola a mi alcance, entre los dos asientos, así que la tomé junto a mi mochila cargada de algunas municiones y objetos banales, despertando mi estado de alerta.
Bajé silenciosamente del vehículo, decidida y sin miedo, viendo cómo Taffy me imitaba saliendo después de mí. No obstante, en el momento en que mis ojos divisaron lo que había en el exterior, no pude evadir sentirme vulnerable.
Autos ardiendo en llamas y estrellados, vidrios esparcidos por el pavimento, sangre por todos lados... Era un completo caos y un horrible escenario.
¿Qué ocurrió en el pequeño lapso de tiempo en el que quedé inconsciente?
Avancé a marcha apresurada, tratando de ignorar los charcos con líquido carmesí que se exhibían ante mí, cada vez más, mientras mis pies se encaminaban por la calle.
Ella está bien. Mamá está a salvo, estoy segura. No le ocurrió nada.
Traté de convencerme con esas simples palabras; traté de convencerme de que todo esto era un estúpido y puñetero sueño del cual iba a despertar cuando menos lo esperara.
Ojalá hubiera sido así...
Escuché un pequeño ruido o, más bien, una voz inentendible y difusa, proveniente de uno de los autos que no estaba incendiado todavía. Apuntando mi arma hacia esa zona, y seguida de mi compañero, me adelanté lánguidamente, con la esperanza de que ese alguien pudiera ayudarme y darme alguna explicación de qué estaba aconteciendo.
Aunque, esas pocas esperanzas que cargaba conmigo, desaparecieron al ver a la persona dentro del auto.
No, persona no. Esto era un jodido monstruo.
Antes de que pudiera preverlo, pegué un pequeño grito tan agudo que me desconocí por un milisegundo; Taffy ladró al escucharme.
¿Esto se supone que era una persona?
No, esto ni siquiera podía considerarse humano. Su piel estaba teñida de una mezcla entre gris, azul y verde tenue, dándole un aspecto podrido. Lo mismo podía decir de su espantoso olor que casi me provoca náuseas. Sus ojos parecían haberse ido hacia atrás, dejándome apreciar por completo el color blancuzco y las finas venas rojas. Sangre seca corría desde uno de sus brazos, llegando hasta las puntas de sus fermentados dedos.
Era una escena pavorosa.
Apunté mi pistola hacia su pecho, un poco nerviosa por la situación. Pero no murió cuando le atravesé el corazón, es más, parecía como si no le hubiese hecho ningún daño, pues siguió moviéndose como si nada. Un poco desesperada, esta vez dirigí mi arma hacia el centro de su cabeza, respirando pausadamente, resuelta sobre lo que iba a realizar y aprovechando que su cuerpo se encontraba trabado entre todos los pedazos de vidrio. Daba la impresión de que había intentado escapar por la ventana, rompiéndola. Pero, ¿qué le había ocurrido luego?
No me di tiempo a tratar de responder mi propia pregunta, ya que la bala atravesó su cráneo con la facilidad con la que se respira. La fortuna estuvo de mi lado por esos segundos: conseguí el efecto que quería, ya que dejó de moverse para conseguir escapar.
Así que ese es su punto débil...
Y, entonces, la confusión y el desorden me invadió. Nada de esto tenía un jodido sentido, no lo tenía ni aquí ni en cualquier otro planeta.
¿Dónde estaba mamá? No se encontraban vestigios de ella ni de ningún humano a mi alrededor, excepto por la cosa a la que acababa de matar.
Dejando de lado mis conspiraciones y con el pensamiento de encontrar a mamá, me subí al capó del auto frente a mí, logrando trepar hasta el techo de este. Desde ese punto, podía distinguir varios y grandes metros de la autopista, dándome un mejor campo de visión.
Tuve que silenciar a mi perro, ya que ladraba como loco hacia mi dirección y luego hacia la nada, por lo que supuse que ya estaba alterándose.
Cuando, al fin, pude vislumbrar a un par de personas a lo lejos, inmediatamente salté del auto, cayendo de pie como si nada. Acto seguido, corrí lo más rápido que pude hacia esa parte, aliviada de poder haber encontrado a alguien en todo ese caos.
― ¡Oigan! ¿Qué rayos está pasando? ―pregunté exasperada en un tono alto, antes de llegar a ellos. No tuve respuesta de parte de ninguno, sólo un solitario y pesado silencio, por lo tanto, le ordené a Taffy que se quedara en su lugar y no me siguiera; así lo hizo―. ¡No me jodan y respond...!
Me callé abruptamente.
No podía estar pasándome esto a mí.
Jodido mundo de mierda.
El mismo tipo de criatura que se encontraba agazapada y muerta entre vidrios, se hallaba frente a mí. Pero esta vez no era sólo uno, eran más de diez, agrupados como una manada a punto de cazar a la presa. Y, en esta ocasión, yo era la presa.
Por suerte, sus pasos al caminar eran un poco lentos y torpes, facilitándome y dándome tiempo para volar sus cabezas en menos tiempo de lo que podían abrir sus malditas bocas para balbucear sonidos y monosílabos sin sentido.
Jamás imaginé que mi primera vez usando un arma fuera de la academia sería para esto.
No sabía con exactitud si estaba haciendo lo correcto al matar a estas cosas o no, ya que podían ser las respuestas a muchas dudas. Sin embargo, todo me valía una mierda en ese momento; mi instinto me decía que los destrozara, no importaba qué. Y así lo haría.
Estaba ocupada volando cráneos cuando, de repente, algo me hizo parar. La figura de una mujer de media estatura, esbelta y de cabello negro apareció ante mí. Por un momento mis ojos se humedecieron y quise correr a abrazarla nuevamente y asegurarle de que todo estaría bien, de que sólo esperara un poco y podríamos salir ilesas de esto, pero no pude.
Era mamá, y al mismo tiempo no lo era.
No lo era porque ella no poseía piel opaca y descompuesta; la suya era tan suave y blanca como la nieve. No lo era porque ella no era dueña de ojos completamente blancos; sus irises eran del lindo color de la plata. No lo era porque ella no trataría de hacerme daño; ella me llenaría de mimos y risas.
Tan sólo ya no era ella.
Esquivé justo a tiempo la mordida que trató de darme en el cuello y, con toda la culpa que a una persona se le permitía albergar, la pateé en el abdomen, provocando que cayera a varios metros.
«Y lo estaré aún más cuando salves a todas esas personas que necesiten de tu ayuda».
El nudo en mi garganta aumentaba de sobremanera al verla ponerse de pie como si nada y aproximarse a mí otra vez para pretender morderme. Las lágrimas en mis ojos finalmente se derribaron sin pensar en detenerse, y mi labio tiritó al emitir las siguientes palabras:
―Perdóname... ―cerré los ojos y apreté el gatillo.
Y, así sin más, la bala se disparó.
