Disclaimer: Todo los personajes son creación de J.K. Rowling.

I

Draco Malfoy estaba sentado en el frío piso de su habitación.

Lloraba.

Lloraba como nunca antes lo había hecho, como su padre nunca le había permitido hacer. Sus fríos ojos grises brillaban intensamente detrás de la cortina de lágrimas, brillaban de furia, de dolor pero sobretodo, de añoranza.

Gritaba.

Sus gritos intentaban aliviar el ardiente dolor que lo consumía y que amenazaba con arrojarlo a un interminable océano de depresión.

Todo ello por una dolorosa razón: le habían arrebatado a su madre. Los pocos mortífagos que habían escapado de los aurores la habían asesinado, pidiendo venganza a quién, según ellos, provocó el fin de su señor.

¿De qué había servido todo? ¿Qué maldito sentido tenía el que él y su familia se libraran de Azkaban, si otros planeaban quitarle a la única persona a la que estaba seguro de amar?

Ninguno, esa era la respuesta. No tenía ningún sentido.

La vida tenía un cierto placer en dañarlo o mejor dicho, en hacerlo pagar por sus errores de la manera más vil y cruel.

Draco sabía que había cometido innumerables errores a lo largo de su corta vida, él era el que atosigaba a cualquiera que se le pusiera enfrente en su época en Hogwarts, él había albergado la esperanza de poder asesinar a Dumbledore, él aceptó la marca tenebrosa, él era el egoísta, no su madre.

Tal vez, lo único malo que ella había hecho fue seguir una estúpida creencia, pero ¿cómo no creer en la pureza de la sangre cuando sabes que tu familia te despreciaría si no creyeras en ella?

El rubio seguía adentrado en sus pensamientos cuando escuchó sonar unas pisadas en los oscuros pasillos de Malfoy Manor.

El sonido se detuvo justo en frente de su habitación, el silencio absoluto se hizo presente durante unos segundos hasta que la fría voz de Lucius Malfoy resonó.

—Draco, te veo en mi despacho, tenemos asuntos que arreglar.

Y ahí estaba de nuevo, la frialdad con la que su padre tomaba las cosas.

¿Es que acaso no podía tener un padre como cualquier otro? Uno que lo abrazara en un momento así, uno que le dijera que las cosas mejorarían, que llorara junto con él por la muerte de Narcissa.

¡Por Merlín! Era su esposa, la mujer que lo había apoyado a pesar de convertirse en el hazmerreír de Voldemort. Ella lo amaba a pesar de su duro carácter y él no era capaz de derramar ni una sola lágrima por ella.

Por lo menos alguien compartía su dolor.

Había visto a su tía Andrómeda esa mañana, a escondidas de Lucius obviamente, ella había llorado junto con él porque, a pesar de sus problemas, Narcissa era su hermana. Además, Draco sabía que compartía con ella esa sensación perderlo todo puesto que su tía acababa de perder también a su esposo, a su hija, a su yerno y a su otra hermana, Bellatrix.

Pero había algo que diferenciaba su dolor. Andrómeda tenía una luz, una pequeña y risueña luz llamada Ted Lupin, ese bebé de cabellos azules que la mantenían viva y le daba grandes ratos de alegría.

Mientras que él había perdido a su única luz. Ahora, al final de su oscuridad sólo había una oscuridad aún más abrumadora.

¿Cómo hacer que la luz regresara? Tenía que haber alguna manera.

En ese momento, Draco creyó encontrar una salida.

Él buscaría a su luz.

Su vida no valía nada, ni un mísero knut, entonces ¿para qué conservarla?

Podría morir. Morir e ir al lado de su madre, la única persona que lo amaba y cuidaba de él.

Nadie lo extrañaría. Su padre sólo se lamentaría de haber tenido un hijo tan poco merecedor del apellido Malfoy, el mundo mágico sólo lo vería como un mortífago menos y en Hogwarts tal vez ni siquiera notaran que él no regresó a cursar su último año.

Sí, eso era lo mejor.

Se levantó lentamente, con su varita en la mano. Caminó hacia el enorme espejo que tenía enfrente, con la punta de su varita tocó la dura superficie del espejo, murmuró un hechizo y trazó un irregular triángulo en el vidrio, causando un agudo rechinido que rompió con el silencio de la habitación.

El pedazo que trazó se desprendió del resto del espejo y cayó al suelo. El rubio se agachó, lo tomó y se dirigió a su cama. Se arremangó su impecable traje negro y con el extremo más puntiagudo del vidrio hizo el primer corte; en su brazo izquierdo, justo encima de la marca tenebrosa. Hizo otro en la muñeca de su brazo de derecho, dos más en el izquierdo y nuevamente en el derecho.

Así continuó, corte tras corte, asegurándose de hacerlos en las zonas en las que más daño le causara.

Comenzó a sentir como su respiración se hacía irregular, soltó el vidrio, aunque no estaba muy seguro de tenerlo aún, ya no sentía sus brazos. Se acostó y cerró sus ojos. Una última lágrima rodó por su mejilla y sonrió porque estaría nuevamente con su madre.

Sintió el peso de la inconsciencia caer sobre él y lo último que escuchó fue la puerta de su habitación abrirse y a alguien gritando desesperadamente su nombre.

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Cuando abrió los ojos, la imagen que vio lo maravilló.

Estaba en un enorme y reluciente jardín, alrededor de él las flores brillaban de una manera muy peculiar y eran de diferentes mil colores diferentes. A unos cuantos metros de él había una larga banca de color blanco.

Sonrió radiantemente al ver a la persona que ocupaba dicha banca.

Estaba tal y como le gustaba recordarla, con su larga y suave melena rubia elegantemente peinada, usando un fino vestido negro y sonriéndole cálidamente.

Narcissa se puso de pie y extendió sus pálidos brazos hacia él, invitándolo a un abrazo. El rubio corrió hacia ella y la abrazó fuertemente volviendo a sentirse aquél niño de seis años que se refugiaba en los brazos de su madre cuando tenía miedo a los rayos.

Y lloró nuevamente.

—Mi pequeño— dijo ella tiernamente mientras le acariciaba el cabello— no deberías estar aquí, aún no es tu tiempo.

Draco negó con la cabeza aún sin soltar a su madre.

—No, yo debo estar aquí, quiero estar aquí contigo madre.

—Amor, aún tienes mucho por hacer y experiencias que vivir.

—No las quiero— contestó el ojigris— allá no tengo a nadie, en ese lugar solo me espera la soledad, déjame estar contigo mamá.

Narcissa cerró los ojos fuertemente. Jamás hubiera podido descansar en paz si su hijo sufría tanto.

—Mi pequeño, mi bebé con ojos de día triste— murmuró recordando lo que dijo cuando nació su hijo— Nada desearía más que dejarte aquí a mi lado, eso me haría el ser más feliz de cualquier mundo, pero una madre siempre ve primero por el bien de su hijo.

—Pero este es mi bien, estar contigo es lo mejor para mí.

La rubia rompió lentamente el abrazo, le acarició la mejilla y lo miró a los ojos.

—Irás a un lugar que te ayudará a ver que no todo es como lo crees cariño.

Draco iba replicar pero su madre lo silenció colocando sus dedos en los labios de su hijo.

—Irás— ordenó— y te darás cuenta que todos tenemos más de una luz y que la salida más fácil es la que más infeliz te volverá.

El ojigris la observó con ojos suplicantes, no deseaba perderla, no de nuevo.

—Yo siempre estaré contigo amor— dijo Narcissa adivinando el pensamiento de su Draco— en cualquier momento y lugar en el que estés, yo estaré contigo.

Él asintió tristemente.

— ¿A dónde iré?— preguntó resignado.

Narcissa sonrió. Sabía ganar sus batallas.

—Será una sorpresa, pero no irás sólo, encontré a la persona perfecta para ayudarte.

El chico la observó y frunció el ceño.

Unos segundos después, justo cuando iba a preguntar a quién se refería, una persona apareció por detrás de Narcissa.

Draco abrió los ojos sorprendido, Severus Snape se encontraba frente a él.

—Ya es hora— dijo Snape.

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Espero que les gustara, comenten.