NdA: Haikyuu no me pertenece a mí, sino a Haruichi Furudate.
Editado a 5 de abril de 2017 porque soy una paranoica y he estado corrigiendo lo que yo creo que son fallos en ambos capítulos ;w; El formato que he usado en este fic está inspirado en La ladrona de libros, de Markus Zusak, por eso de los tochos de texto intercalados.
Gracias a Sareth, a su hermana y a ShikaZuka por darme el visto bueno y aconsejarme, y gracias a MoonyStark por ayudar con el beteo c:
Té (contigo)
de
Janet Cab
En verano, el calor se acurruca en las salas de estar de las viviendas del pueblo –todas antiguas y techadas de ladrillo rojo, de una o dos plantas– y empuja a sus habitantes hacia la calle.
Por la noche, el salón del té cuyos recovecos Kenma se ha aprendido de memoria a base de pasar tardes enteras en él desde que era una cría, y en el que trabaja desde que se acabaron las clases en junio, se llena hasta los topes y ella apenas dispone de un par de minutos para escabullirse y echar una partida ansiosa al Resident Evil en el modesto lavabo que comparte con el dueño del establecimiento. Sus dedos echan de menos las teclas y le pican. Para combatir el –inevitable– estrés durante la jornada laboral otras personas fuman, o se toman una granizada de pera en la trastienda o dan un paseo por el karesansui, aunque tal vez sería más preciso referirse a él como "jardín zen",que es como lo llama la gran mayoría de extranjeros desinformados que pisan el local (los cuales nutren el mayor porcentaje de su clientela, porque a pesar de que en Japón se estila mucho el turismo interior no muchos nativos se interesan por villas sin monumentos ni extensos mercados como la suya). El karesansui no es muy grande, y Kenma a menudo tiene que rastrillar y limpiar la arena blanca, porque a los gatos de los alrededores les encanta revolcarse en ella, y eso cuando no tienen la vejiga hinchada. Cuando la tienen son considerablemente menos amables con el sobrio e indefenso jardín.
No es que le disguste que lo utilicen de caja de arena. Hay pocas cosas que la irriten o le susciten algo más que indiferencia, de hecho, y las rutinas lógicas de los animales no son una de esas cosas. Son gatos, después de todo. En alguna parte tienen que hacer sus necesidades. Su jefe, por el contrario, no parece pensar lo mismo.
–Dichosos bichos –farfulla el hombre, haciendo un cuenco con sus manos para estornudar dentro–. Y dichosa alergia –deja los imagawakis a los que estaba dando forma con un palillo tallado de madera para sonarse la nariz enrojecida e irritada y lavarse las manos minuciosamente, frotando a conciencia las uñas cortas y rectas y los dedos con un cepillo empapado en desinfectante.
Su hijo ha heredado de él la cabellera negra y rebelde, aunque a diferencia de Kuroo, su padre ha conseguido mantenerla a raya con un corte de pelo militar. No es mucho más alto que Kenma, ni tampoco posee esa complexión gatuna ni ese humor ácido; dos características con las que hasta el menos observador asocia a Kuroo. Todos esos rasgos son regalos de su madre. Hay gente que opina que no pegan: la abogada despiadada y el pastelero bonachón. Aunque también hay gente que opina que Kennedy sigue vivo y lleva más de cinco décadas escondido en una cueva recóndita de Hawái, o que la taurina que emplea Red Bull proviene de los toros, o que se deja su sueldo en alquilar un búnker cada vez que un meteorito pasa a menos de veinte mil kilómetros de la órbita terrestre, así que Kenma no les presta demasiada atención.
Ni siquiera puede estar atenta a los entrenamientos del equipo de vóley durante más de veinte minutos seguidos, y eso que lleva dos años siendo la mánager del Nekoma y en fin, se supone que estar en todo es su cometido. Las toallas, las sillas, la equipación, los tiempos, los horarios, las llaves. Los chicos. Desde que Lev e Inuoka están entre sus filas, las migrañas de Kenma han aumentado hasta volverse semanales, y ahora que Kuroo y Yaku se van y dejan a Taketora como capitán, todo el mundo parece esperar más de ella que de él.
–Ya los paso yo por la sartén –se ofrece Kenma, cabeceando hacia los imagawakis. Ya están rellenos de pasta dulce de judías rojas, y aunque suelen contornearse como besugos, todavía no ha practicado lo bastante para que le salgan bien las escamas. Supone que puede redondearlos con las manos y dibujarles bigotes y orejas triangulares–. Ve a por tu medicación, Koukuro.
Trata de sonar participativa y firme y levemente preocupada, pero le sale la voz monótona de siempre.
–Que Dios te bendiga –solloza su jefe, pasando por su lado para ir en busca del botiquín.
Desde que Kuroo se graduó en junio y decidió que quería estudiar Química en la Universidad de Tokio, en lugar de terminar su instrucción para aprender a dirigir el negocio de su padre, Kenma vio peligrar el remanso de paz que esperaba tener durante esos meses hasta empezar su tercer y último curso en el Nekoma.
La discusión más estruendosa de todas la habían tenido con ella delante. Kenma no recuerda mucho, porque tiende a evadirse de las conversaciones cuando hay violencia verbal de por medio. O demasiada emoción. Es como si tuviera un umbral instalado en el cerebro que deja de filtrar en cuanto comienza a haber más sentimiento que diálogo en el ambiente.
El padre de Kuroo lo había llamado egoísta, y le había echado en cara lo mucho que se había partido el lomo durante esos últimos diez años, solo para que él tuviera un medio de vida asegurado al terminar los estudios. Su madre, en cambio, había apoyado su decisión con uñas y dientes, porque valoraba el sacrificio de su marido y también su profesión, pero entendía que Kuroo quisiera hacer una carrera y emprender su propio camino, y estaba segura de que su hijo tenía la vocación y la dedicación que requería la Química.
Kuroo, por su parte, no había perdido los nervios en ningún momento. No había dicho nada que podría habérsele escapado a cualquier adolescente furibundo. Ningún "me largo de esta casa" ni "yo no pedí esto" ni "es mi vida, papá". Nada de nada. Había escuchado el arrebato desilusionado de su padre de principio a fin, sin parar de comer sandía. Sin inmutarse lo más mínimo, ni siquiera cuando su padre le había espetado que se peinara de una puñetera vez, porque todo el mundo cae en esos comentarios inapropiados que no vienen a cuento cuando está fuera de sí, incluso los adultos más templados.
Cuando se había inclinado sobre la mesa para retirarle a Kenma una pepita que se le había quedado pegada en la mejilla sudada y llena de picaduras de mosquito, y el pobre hombre había rezongado "pero niño, ¿tú me estás escuchando?", solo entonces, Kuroo había sonreído y había dicho "¿por qué no le enseñas a ella? He hablado con Homyu, y cree que es justo lo que necesita". Después de eso, todo había sucedido muy deprisa. Kenma había murmurado con estupor "¿has hablado con mi madre?" y Kuroo se había levantado de la silla, se había colocado detrás de ella y de sus dos coletas rubias medio deshechas y le había apretado los hombros enclenques con sus manos enormes y ásperas.
Que Kuroo charlase con su madre no era ninguna sorpresa. Siempre habían congeniado. Lo que Kenma no se esperaba es que orquestasen un complot como ese a sus espaldas.
Se acuerda de la cara cada vez menos congestionada de rabia del padre de Kuroo; más y más patidifusa al inquirir "¿Kenma? ¿Trabajando? ¿Aquí?", a trompicones, como si la idea fuera tan descabellada que exteriorizarla le costase horrores. También recuerda el pánico que la sacudió cuando se visualizó sirviendo mesas, y el sudor frío en el espinazo al palpar la oleada de comentarios negativos que podrían caerle en TripAdvisor al Kuro Neko por su falta de cordialidad y empatía en el trato.
Kenma no ha conocido a demasiadas personas a lo largo de su vida, pero ha interactuado con las suficientes para adquirir la certeza de que en la hostelería no hay cabida para actitudes como la suya. Por lo menos de cara al público. Sabe que podría esforzarse en averiguar si esa pareja joven han encontrado los dorayakis resecos por dentro y disculparse con ellos, o si a esa señora mayor le gustaría un poco más de azúcar en su té rojo, y que no serviría de nada, porque les seguiría resultando desinteresada y aburrida. Sabe que podría darse prisa yendo y viniendo de la cocina al viejo y acogedor comedor, pero sus andares distendidos y la pose laxa y hundida de los hombros les molestarían, y pensarían que es perezosa y lenta. Sabe que no tiene nada que hacer contra el desparpajo de las amigables mesoneras del Tokio más metropolitano, que siempre saben qué contestar cuando algún chico les pide el número o les silba, y pueden lidiar sin problemas con todo tipo de piropos.
Siempre tiene una oportunidad inicial cuando confunden su ineptitud para las relaciones interpersonales con timidez, pero esa primera impresión se cae con rapidez y entonces la gente la etiqueta. Una sola palabra. Siempre.
Borde.
En aquel momento se imaginó el viejo salón, el tesoro del padre de Kuroo, en la ruina más absoluta, y musitó esperanzada "Kuroo, no puedo ser camarera sin llevar el negocio de tu padre a la quiebra". Kuroo había arqueado las cejas, sorprendido, para después sentenciar con sorna "claro que no puedes ser camarera, ¿por quién me tomas?". Kenma no había protestado.
Hasta que se habían quedado solos.
Entonces lo había intentado.
~Datos que según Kenma Kozume necesitáis saber antes de proseguir la lectura~
1º-. Kuroo ha sido capitán de tres equipos en diecisiete años, ergo, está acostumbrado a escuchar quejas (que considera insustanciales) a todas horas
2º-. Adivinad por dónde se pasa esas quejas
3º-. Si poseéis unas dotes deductivas medias; habréis adivinado bien. Ahora tratad de averiguar lo que hace Kuroo con las quejas que provienen de alguien que intenta escaquearse de todo por sistema (alguien como Kenma)
4º-. La noción del tiempo de Kenma es defectuosa, lo cual se traduce en una imposibilidad para narrar según qué acontecimientos adaptándolos al momento correspondiente. Por ejemplo, la charla con Kuroo tuvo lugar hace cosa de un mes; un margen de tiempo suficiente para que cualquiera piense en ella en pasado y no en presente.
5º-. Kenma no es cualquiera
~Fin del parte informativo~
Así que... charla. Cuarto de Kenma. Su territorio. Paredes malva pastel, un millón de pósters de Narcos y cinco o seis grupos de K-pop, peluches de jirafas y de Tyrion Lannister y una pizarra autoborrable con el último acertijo matemático que había resuelto y enviado a una página de Internet que pagaba dos mil yenes por respuesta correcta.
Su territorio. En teoría, debería sentirse como pez en el agua.
En teoría.
–Nunca he trabajado, Kuroo. Y tú lo sabes.
No sé cómo caer bien. Ni cómo fingir que me ha hecho gracia un chiste. Ni cómo agradecer la propina sin que parezca que creo que podrían haber dejado más dinero en la bandeja.
–Para todo hay una primera vez.
Eso lo dice mientras se saca la camiseta negra de manga hueca que había usado para entrenar aquel día. La piel del abdomen brillando y un músculo latiendo por el ejercicio constante en el pectoral izquierdo. A Kenma se le revuelven las tripas. Cruza las piernas de alambre sobre la orilla de la colcha de la Princesa Peach y tira un poco hacia las rodillas de los tablones de la falda gris.
Para todo hay una primera vez.
Kenma nunca capta los dobles sentidos. Nop. Los procesa con su significado más literal y Kuroo siempre tiene que explicárselos, y ella masculla un "oh" comprensivo y a menudo avergonzado (dependiendo de la índole del doble sentido) que Taketora ha tildado de adorable en repetidas ocasiones. Y ahora. Ahora su mente hecha de códigos binarios la traiciona y convierte una frase inofensiva y sin posibles interpretaciones en un doble sentido. Dicho por su mejor amigo. Uno de esos dobles sentidos. De los que los chicos y las chicas de su edad encuentran en todo. Cualquier momento es oportuno para ellos.
Y Kenma tal vez no sea como ellos, pero tampoco es un robot. No está programada para tener reacciones de libro y no cuestionarse lo que sucede a su alrededor. Lleva meses notando una... anomalía. En Kuroo. En ella. Tal vez desde Navidad.
–Tenía planes para este verano, Kuroo.
Desde Navidad, sin lugar a dudas. Kuroo lleva comportándose de una forma inhabitual (por decirlo con suavidad) desde entonces, y Kenma no comprende qué resorte puede haber apretado ella para desconfigurarle el disco duro y mandarlo todo al traste.
Porque eso es lo que está sucediendo. Se está yendo todo al traste entre ellos.
A veces le escuece que Kuroo no se haya percatado todavía. El resto del tiempo, cree que quizá sea una percepción suya, y que no vale la pena consultarle y arriesgarse a que todo sea un malentendido y la zona de confort (cálida y transparente y segura zona de confort) que subyace entre ellos se enrarezca.
–El estreno de Spiderman no cuenta.
El pelo negro y húmedo pegado a la frente. La mirada maliciosa y entretenida. Los párpados siempre demasiado caídos le confieren un aspecto somnoliento. Kenma se pregunta desde cuándo le cuesta tanto soportarlo en ese estado. Cuándo reunirá el valor de decírselo. Que ya no tienen ocho años. Que la desnudez antes era algo natural pero ahora le resulta violenta y le vuelve los tobillos de gelatina, porque a Kuroo la espalda se le ha ensanchado y los brazos se le han abultado y ahora tiene una uve en las caderas y araña el metro noventa, y cuando transpira el olor es intenso y la atosiga. Kuroo Tetsurou se lo ha montado con una de Segundo A en el baño de la tercera planta. Kuroo también le da a los chicos. Sota, caballo y rey; no discrimina. Kuroo es bisexual. Kuroo es guapo. Kuroo tiene el tatuaje de una pantera en la ingle. Kuroo y Kenma están liados. Los rumores sobre él en el instituto son una fuente incesante que se regenera y muta a cada segundo. Quién sabe por qué. Tal vez porque mientras fue capitán del equipo de vóley, el Nekoma volvió a la final de Tokio por primera vez en muchos años. O porque lleva ganados tres torneos al mejor experimento para la feria de la ciencia del instituto, y en el vestíbulo hay un montón de fotos de él con la bata blanca que siempre se le olvida quitarse cuando sale del laboratorio, desabotonada con insolencia sobre el uniforme.
Al principio Kenma no le daba importancia a los cuchicheos.
Es consciente de que forman parte de esa etapa del ser humano, y de que compartir información escandalosa contribuye a fortificar y afianzar lazos. Ahora, hace tiempo que quiere volverse en su pupitre y aclarar con diplomacia que si esas habladurías fueran ciertas a ella le daría lo mismo (salvo la última porque Kuroo y ella liados, menuda locura ilógica y sensacionalista), pero que es injusto que crean saber cómo es y no atinen ni una.
Y no estamos liados. No lo estamos.
Su madre siempre dice que hay gente para todo, así que Kenma puede admitir que no es un disparate que haya gente que piense que están... eso. No están en el mismo curso ni van a la misma clase, pero si lo hiciesen estarían juntos desde que se levantan hasta que se acuestan. Van al instituto en la bici de Kuroo. Almuerzan con el resto del equipo de vóley. Y fuera del colegio podrían despegarse el uno del otro, pero no lo hacen porque cuando hay una convención sobre realidad virtual en la urbe de Tokio Kuroo siempre se ofrece a acompañarla ("total, hoy no tengo nada que hacer") y Kenma siempre acaba yendo con él a la protectora de gatos que hay a dos manzanas del Kuro Neko, porque total, nunca hay muchos voluntarios y es reconfortante y la alergia somática de Kuroo no es lo bastante poderosa para apartarlo de animales que lo necesitan.
Y bueno. Lo anterior es aplicable a numerosos campos. Siempre hay un pretexto. Una hamburguesa de atún que el McDonald´s va a sacar y en cuyo anuncio Kuroo la ha etiquetado. Un acuario que van a abrir. Una temporada atrasada de Fairy Tail. Algún idol firmando discos.
Se llevan bien, y Kenma no tiene inconveniente en reconocer que Kuroo es un chico extraordinario, cuando no está persiguiendo al chico rubio y esbelto del Karasuno para que coma, o cuando no está picándose con Shoyo, o cuando no está haciendo el pavo con Bokuto. En esas ocasiones es... hilarante. No va a saberlo nunca porque jamás la dejaría en paz, pero lo es. Kuroo Tetsurou en su estado más sólido e idiota es gracioso.
No tiene ni un solo tatuaje. Intentó depilarse las piernas cuando iba a segundo, pero al aplicarse la crema las uñas se le reblandecieron y se le pegaron a los dedos, y desde entonces es reacio a que cualquier producto que no sea jabón o crema solar entre en contacto con su cuerpo. Está felizmente casado con sus hobbies. Su compromiso con ellos es tan serio que la enterraría viva si la escuchase llamar "hobby" al vóley o a la DC Cómics o a Sherlock o no levantase un altar con incienso y un ciervo muerto antes de atreverse a mentar a Marie Curie*.
Es despistado y torpe y un experto en provocaciones, y posee la habilidad de poder echarse la siesta en cualquier sitio, y tiene la misma inclinación a flirtear con chicos y chicas que una ameba, y siempre se rasca la nuca con incomodidad cuando alguien se le declara y en definitiva, es tan nulo para esas cosas como Kenma lo es para recitar un monólogo con aspiraciones cómicas.
–Varios campeonatos online. Un montón de demos que probar. Tengo cinco reservas que ir a recoger de videojuegos que salen a la venta en julio. Y he comprado un mando nuevo para la Xbox por eBay que tiene que llegar mañana a Correos.
–Y supongo que también tienes que quedar con Hinata.
Esa es una de las variaciones que ha experimentado Kuroo. La sospecha infundada sobre Shoyo. Y sobre ella. Quién lo entiende. Ella no, desde luego. Es un indicativo de que pasa algo, y Kenma es incapaz de ponerle nombre pero cada vez que Kuroo trae a colación a Shoyo, a ella le hierve la sangre y nota cómo el amarillo de los ojos se vuelve hielo. Hielo y anticipación y cólera fría.
Otra vez Shoyo. A Kenma no le gusta ni un pelo cómo Kuroo habla de él. Con ese… retintín tan atípico.
–Tal vez –concede, y le gustaría mirarle a la cara pero no puede. Ni esa ni ninguna de las veces posteriores en las que Kuroo se pone pesado con el tema de Shoyo–. Somos amigos –dice, aunque no acaba de comprender por qué le acucia la necesidad de matizarlo–. Los amigos quedan.
Tú y yo quedamos.
–Ya –Kuroo se muerde la sonrisa. Una que Kenma no ha visto nunca. Todo premeditación. Le mete un mechón de pelo tras la oreja–. Me cae bien. Y tiene mucho potencial.
Kuroo casi nunca la toca, porque son muchos años y mucha observación y un tonelaje de convivencia, y entiende que el contacto físico la agobia y hay que suminitrárselo en pequeñas dosis, así que cuando lo hace siempre hay gente delante, y es para chincharla. Por lo menos era así hasta hace unos meses. La rodeaba con un brazo, limitando sus movimientos para hacerle perder una partida disputada a la PSP. La llevaba a rastras del cuello del jersey burdeos para obligarla a trotar hacia el autobús escolar.
Ahora no hay nadie. Solo ellos. Y no parece querer chincharla.
Es todo tan raro que si fuera una chica emocionalmente normal se pondría roja de impotencia y lloraría.
–Shoyo es un chico agradable –dice, porque no se le ocurre qué comentar para llenar el espacio y escapar de esa burbuja de claustrofobia.
–... y creo que le gustas.
Para. Kuroo. Cuántas veces vamos a hablar de esto.
–No le gusto.
El resoplido de risa le hace cosquillas en el flequillo y la nariz. Está tan cerca que aunque ambos son negros, Kenma puede distinguir la pupila del iris. Y aspirar la fragancia medicinal del spray para contracturas.
–Ya lo creo que le gustas.
–Que no.
Se pregunta qué pasaría si mintiera y dijese "no lo sé, pero yo estoy colada por Shoyo". O cualquier otra expresión juvenil que sea adecuada para hacer referencia a ese tipo de atracción. Cuál sería entonces la reacción de Kuroo. Si le daría alguna chapuza de consejo para flirtear con Shoyo, o se enfadaría, o habría una confrontación, y de haberla, por qué debería producirse.
–Que sí.
–Que no.
–Está todo el día mandándote mensajitos y te ha escaneado lo bastante como para darse cuenta de que en la escuela media fuiste colocadora. Y solo ha tenido que pedírtelo una vez para que se la coloques cinco veces seguidas –hace una pausa y finge una decepción dolorosa–. Conmigo ya no juegas. Me tienes abandonado, Kenma.
Hay algo ominoso en la manera que tiene de suspirar "mensajitos" y "juegas" y "abandonado".
Kenma trata de ser racional.
–A él lo veo menos. Contigo paso mucho más tiempo.
Y es verdad. Kuroo no puede negar eso.
–Lo sé –risita enigmática. Kuroo. Qué. Los pulmones a Kenma le arden y hay unos treinta grados en la habitación, que parece que mengua y se aplasta contra el suelo, y Kuroo ya no es un niño y ha crecido demasiado–. No me pongas los cuernos con él.
Los pantalones tiene la decencia de quitárselos en el baño. Se va después de cenar y tras cepillarse los dientes, a Kenma le llega un WhatsApp suyo.
"Nada de besitos con Hinata cuando me vaya a la universidad, ¿eh?"
Somos amigos. Shoyo y yo. Tú y yo. No entiendo lo que estás haciendo. No soy Bokuto, Kuroo. No me gastes estas bromas porque no sé cómo reaccionar.
Se pasa la noche en el ordenador. Ronda tras ronda al Rainbow.
Pierde todas y cada una de las partidas.
A la mañana siguiente la saca de la cama, tirando de la pantorrilla huesuda como los chiquillos más horripilantes tiran de la cola de un gato distraído. Le da cinco minutos para vestirse tirando a cuatro y medio y Kenma tiene que desayunar en la bici, rumbo al Kuro Neko para una lección teórica sobre dulces japoneses.
Esa misma tarde, Kuroo le hace una especie de examen oral que Kenma no tiene demasiadas dificultades para aprobar, y seguidamente se ponen con las nociones básicas; cascar huevos, tamizar harina y manejar sartenes. Todo ante la atenta supervisión del señor Koukuro. Puede que Kuroo no quisiera dedicarse a la hostelería, pero eso no significaba que no se hubiera criado en el mundillo.
Sabía lo que hacía.
–Creo que está contento –aprecia dos días después, conspiratorio, en plena instrucción práctica–. Por lo menos en parte. Se apostó el alquiler de mi primer año en la residencia de estudiantes a que chamuscabas la cocina.
–No soy una calamidad –bufa Kenma, pendiente del aceite–. Que sepa estar a gusto en soledad y no sea una persona exaltada que necesita presencia humana continua y movimiento constante para no caer en un cuadro de depresión no implica que no tenga aptitudes más allá del vóley y los videojuegos.
–Vaya una frase más larga –silba Kuroo. Socarrón–. Sí que te ha molestado el comentario.
El sudor le gotea hasta la mandíbula. La punzada en el pecho a Kenma la deja sin aire.
–Para nada –niega, secándose la frente. Dándose toquecitos con una servilleta.
–Por si te sirve de algo, yo aposté que aguantarías sin quemar nada hasta la segunda semana.
Y pasa a su lado rozándole el hombro con el brazo. La mira de refilón. Retador. Kenma conoce esa sonrisita de medio lado.
Debería grabarlo con el móvil. Así, tal vez Shoyo se replantearía la envidia que tiene de su relación y dejaría de quererla para sí ("nunca he visto a Kuroo enfadado, tenerlo de mejor amigo debe ser taaan genial", "se os ve tan de acuerdo en todo", "¡es tan estable!", "parece un tío maduro" y "y lo mejor es que nunca te molesta ni pone tus habilidades en tela de juicio") y comenzaría a valorar más a Kageyama.
–Menos mal que Bokuto es tu mejor amigo.
Eso parece cogerlo desprevenido.
–¿Por qué?
–Sería negativo para tu desarrollo personal y tu autoestima que nadie te encontrase gracioso.
Después de eso Kuroo se lleva la mano al pecho, herido de muerte, murmura "touché" y se ponen manos a la obra.
Por lo visto, estaban los wagashi y los no wagashi. Los primeros eran dulces tradicionales, lo cual quiere decir que se elaboran artesanalmente con productos orientales. Los segundos, por el contrario, se confeccionan con ingredientes de occidente, y no pasaron a formar parte de la gastronomía típica del país hasta el siglo XlX.
Los wagashi más solicitados en el Kuro Neko son unos pastelitos de arroz cuya receta el padre de Kuroo ha ido perfeccionando. Los sirven de distintos colores, dependiendo de la temporada en la que estén. Son el plato estrella del salón, y se usan en la ceremonia del té y en las fiestas tradicionales. Los elaboran con harina de arroz glutinoso (mochi), pasta endulzada de judías rojas (azuki) y frutas, y el que más venden se llama daifuku, que significa "gran suerte" y gusta mucho a los más supersticiosos.
Además de esos, también están los dorayakis, los imagawakis, el anpan (un brioche relleno) y el melonpan, que es un dulce con forma de melón recubierto de una capa crujiente similar a la de las galletas. Hornean dos tandas al día; una antes de abrir (con un corazón de chocolate o crema pastelera) y otra a media tarde (con sabor a melón).
–¿Qué sabes de la Revolución Meiji? –quiere saber Kuroo, guiándole las manos desde atrás. Enseñándole a amasar. Su aliento despeinándole la coronilla. La hebilla de su cinturón contra la espalda.
–Mucho menos que tú, a juzgar por las ganas de fanfarronear con las que me lo preguntas.
Normalmente, Kenma nunca saca las garras. A no ser que hubiese terminado los exámenes hacía dos días, fuera domingo, hiciese un bochorno infernal y en lugar de dejarla descansar, Kuroo pretendiera darle una clase de Historia del siglo diecinueve a las ocho de la mañana. Entonces podía ser bastante temperamental.
Kuroo se ríe dentro de su apretada trenza de espiga.
–¿Estás enfadada conmigo?
Tan retórico que no merece la pena contestarle, porque si lo hace, se verá propulsada hacia un teatro en el que Kuroo hará de víctima, y la verdad es que no le apetece.
–Tuvo lugar entre 1868 y 1912, marcó el fin de la época feudal y el principio de la occidentalización, lo cual llevó a Japón a ser el primer país no occidental en utilizar técnicas propias de la Primera Revolución Industrial –recita Kenma con parsimonia antes de bostezar, agotada por el clima y la falta de sueño. No tiene mucho pecho pero el delantal verde le cubre desde el cuello de bebé del vestido celeste hasta las rodillas, y suda ahí donde tendría canalillo si llevara tres o cuatro tallas más.
–Hombre, te has dejado lo más importante, pero tienes una idea general bastante aceptable.
–No me digas –replica Kenma sin mucha emoción.
–Es gracias a la Revolución Meiji que hoy tenemos senbeis y kasuteras.
Kenma resopla con resentimiento.
–Vale. Galletas y bizcochos. Supongo que mi síntesis con fechas, datos políticos e industriales no puede competir contra ellos.
–Los senbeis no son galletas, son crackers –la corrige Kuroo. Encantado consigo mismo. La saca de quicio y disfruta con ello–, y pueden ser tanto dulces como salados. Aquí solemos hacerlos de loto.
–En realidad no esperas que asimile toda esta información, ¿verdad?
–Te sabes todos los guiones de todas las pelis de Crepúsculo en inglés. Puedes memorizar que los kasuteras* provienen de Portugal.
Kenma le propina un codazo insignificante en el estómago. Recriminatoria.
–Teníamos un pacto sobre mi etapa vampírica, Kuroo.
–Lo siento –se disculpa Kuroo, apoyando la barbilla en su cabeza con una risilla contenida. Kuroo cree que su risa resulta intimidante para el contricante. Kenma opina que guarda un parecido demasiado sospechoso con la del chucho de Pierre Nodoyuna, y eso cuando Kuroo no se está partiendo el pecho. Entonces es prácticamente imposible distinguirla de la de cualquier psicópata genérico de Disney–. He intentado fingir que jamás existió pero no puedo. Fue tan gloriosa.
Kenma se pasa el resto del día con los cascos puestos y Somebody that I used to know puesta en bucle en el iPod. Pura desidia. Cuando no está batiendo huevos, está enfrascada en algún manual de recetas o escondida en el estrecho baño con su PSP, que no habla, ni intenta eludir el pedirle perdón llenándole la sesera con las propiedades del polonio ni, por supuesto, es Kuroo Tetsurou empeñado en que además de los wagashi, aprenda también a hacer dulces no wagashi. Todo en menos de doce horas. Cursillo intensivo.
Kenma no es una esponja. Tal vez tuviera memoria fotográfica, pero la necesitaba para almacenar letras de canciones, completar fichas mentales objetivas de tooodos los rivales del Nekoma y mantener en orden cronológico los sucesos de Tejedoras de destinos, la última novela que había sacado de la maltrecha biblioteca municipal.
Entre muchas otras cosas.
Una semana después firman su contrato.
El padre de Kuroo estaba muy satisfecho con sus progresos, y había mandado su delantal al costurero del pueblo para que le bordase un gato amarillo junto al negro que era la insignia del salón del té.
–Se parecen un poco a ti y a mí –observa Kuroo mientras caminan por los pasillos casi desiertos del Nekoma, cargados ambos con la mitad de sus proyectos del último trimestre. Las clases finalizaron el martes pasado, pero el colegio permanece abierto hasta una semana después para que los alumnos que lo deseen puedan llevarse cartulinas que hayan hecho, o trofeos o manualidades. También está operativo de cara a las concentraciones de verano que organizan con otros institutos, el Karasuno y el Fukurodani entre ellos–. Aunque si sigues sin teñirte tendremos que sustituir al gato amarillo por otro gato negro.
Es curioso, porque han hecho ese camino juntos infinidad de veces, y la de hoy va a ser la última. Podrían recorrer el Nekoma con los ojos cerrados y no tropezarían al bajar los tramos de escaleras ni al doblar los recodos más angostos. Y sin embargo, a pesar de que Kuroo respira con pesadez a su lado, de que sus pasos son consistentes y su sonrisa es la medialuna revoltosa de siempre, a pesar de que está ahí con ella es como si ya se hubiera ido.
Y contra todo pronóstico, Kenma está aterrada.
–Tal vez lo haga en septiembre, antes de empezar –medita, ajustándose a la cintura la caja que le ha tocado llevar–. Con todo el sol que va a darme no creo que sea lo más sano teñirme ahora.
–Como vas a salir tanto...
Por qué Kuroo le fascina tanto a las masas, es todo un enigma. Uno que Kenma ha desistido de descifrar. No pasa un día en el que no le recuerde lo escasamente apta que es para salir al mundo y relacionarse con otros seres humanos, y lo que más le fastidia es que ella YA lo ha aceptado. Vive con ello y entiende las consecuencias de su carácter, así que por el amor de Mario Bros., por qué no puede entenderlas él.
No voy a cambiar, Kuroo. Lo tomas o lo dejas.
–Me he resignado a que una jornada de cuatro horas en la cocina de un salón de té concurrido es insignificante para ti. Estarás esperando en la puerta cada noche para secuestrarme.
Sé que te preocupas por mí y que esta es solo otra manera soterrada de hacérmelo saber. Pero a veces no sabes cuándo parar con la broma y Kuroo, es mejor saberlo que excederte y tener que pedir perdón siempre.
Sé que velas por la gente que te importa, y que meternos el dedo en la llaga forma parte de tu estrategia protectora. Pero a veces aprietas demasiado.
–¿Rubia otra vez? –aventura Kuroo, desviándose del tema y tomando la delantera para llegar hasta las taquillas del vestíbulo. Deposita con delicadeza sobre uno de los bancos dos bolsas atestadas de probetas selladas y aisladas por plástico de burbujas.
–Sí –afirma Kenma, sentándose a su lado para calzarse sus desgastadas Vans con flores estampadas–. Me gusta cómo me queda.
–Ya veo –concede Kuroo, saliendo al exterior y metiendo como puede las bolsas en el maletero del Ford Escort granate de la madre de Kenma. Los asientos traseros y el del copiloto están abarrotados de sus pertenencias. La mujer se despide de ellos antes de arrancar, echándole una mirada de malas pulgas a los trastos de Kuroo–. La legendaria mánager dorada del Nekoma vuelve a la carga – gesticula, trazando una ridícula aureola con los brazos alrededor de Kenma, que espía furtiva para cerciorarse de que nadie lo está viendo hacer el canalla–. Intuyo que Taketora va a estar bastante ocupado este curso.
–Yo voy a estar ocupada intentando que no descuartice a todo el que se acerque a preguntarme la hora.
–Ya. Bueno. La mayoría de los chicos no quieren que les des la hora –y antes de que Kenma pueda replicar, Kuroo echa a correr hacia la entrada del edificio–. Espérame aquí. Voy a buscar la bici.
No. Espera tú. Kuroo. Qué has querido decir con eso.
Se deja caer en el bordillo del parking. El aparcamiento de las bicis está en la sección trasera del edificio gris de hormigón, y necesita reponerse un poco después de casi una hora transportando cajas y volcanes artificiales. Por supuesto que entiende lo que Kuroo ha querido decir. Otra vez esa faceta suya. La cuestión es por qué.
No le gusto a todo el mundo, Kuroo. No tengo a todos los chicos de Tokio haciendo cola detrás de mí. Eres absurdo.
–Perdona, ¿tienes hora?
Está tan ensimismada en su propia indignación que le cuesta enfocar la mirada en el par de deportivas blancas que se le han plantado delante. Número cuarenta y tres. Ligera desviación del pulgar del pie derecho, por la ligera deformidad del calzado en esa zona. Al ascender la vista descubre que al final del cuerpo hay una cara sonriente que aguarda una contestación. Y que tras ese chico hay dos más. Calcula que ya no van a secundaria, a juzgar por el grosor de los mentones y la silueta de la barba veinteañera de uno de ellos.
–Ah... sí –carraspea, sacando el móvil de los shorts vaqueros y desbloqueando la pantalla–. Las siete y once.
Abre el WhatsApp sin cuestionárselo mucho. El procedimiento ordinario.
–Gracias –sonríe el chico, poniéndose en cuclillas para quedar a su altura. Tiene los ojos de un verde vivo y la piel morena de un surfista. Y está dejándosela en agradarle–. ¿Cómo te llamas?
Para: Kuroo
Kuroo. Date prisa.
Enviado a las 19:11
–Kozume. Kenma –responde con torpeza medida al milímetro. Y tal vez un poco genuina.
Calma. Calma. Está siendo civilizado. Solo te ha preguntado el nombre. No ha hecho ninguna propuesta extraña.
–¿Estás esperando a alguien? Yurihiko tiene coche –insiste, solícito. Incorporándose y cabeceando hacia uno de sus amigos–. Podemos llevarte a casa.
–O a dar una vuelta, si lo prefieres –secunda el tal Yurihiko, las manos metidas en los bolsillos.
No alza la voz, pero el tono guarda una sugerencia viscosa y malintencionada y el escalofrío a Kenma le baja por todo el espinazo. La mayoría de los chicos no se habrían acercado a una chica menuda que está sola en un aparcamiento. No para invitarla a dar una vuelta. Hay mucha más bondad en el mundo que la que reflejan los periódicos, y Kenma imagina que el noventa y seis por ciento de esos chicos que la habrían interpelado solo para cerciorarse de que estaba bien (de que si se encontraba encogida sobre la acera era porque aquella era la postura ovillada que tendía a adoptar cuando no había nadie más cerca) se habría retirado tras comprobar que no le ocurría nada.
–No, gracias.
Tengo las uñas mordidas, los nombres de mis futuros cinco gatos escritos en una lista cerrada y la expresión facial más neutra que podáis echaros en cara. Y soy proclive a pasar más horas al día dormida que despierta. Basta una persona ruidosa o unos tallarines demasiado aguados para trastocarme el ánimo, porque las variaciones me agotan y me estiran la paciencia. No puedo estornudar con discreción ni relacionarme con alguien sin analizarlo dentro de unos parámetros mínimos. Se me olvidan las fechas importantes y por momentos soy más bien una anciana apática atrapada en el cuerpo de una chica que una adolescente con tendencias de vieja.
Creedme. A lo mejor ahora pensáis que sí, pero si indagarais un poco más no os gustaría.
–¿Y eso? –interviene el tercero, ceñudo–. ¿No te fías de nosotros o qué?
Estos, por desgracia, parecen pertenecer al cuatro por ciento restante. Ese porcentaje inestable y peligroso que no concibe la falta de interés por parte de alguien que está soltero.
Kenma sabe las palabras exactas que los harían recular. Es sencillo. Las ha pronunciado antes y siempre le dejan el mismo regusto amargo. Lo han hecho así otras veces. Kuroo y ella. Por algún motivo, esa tarde las tiene atascadas en la garganta, pero se las arranca y se hace daño en el paladar al escupirlas.
Ya. Bueno. La mayoría de los chicos no quieren que les des la hora.
No quiere darle la razón. No en eso. Y lo que está a punto de decir va a dársela con creces, pero da igual porque el chico de los ojos verdes le está tendiendo la mano para ayudarla a levantarse y el orgullo es secundario.
–No, gracias –repite con falsa tranquilidad. La sangre subiéndole a la cara. Con toda la educación disponible–. Estoy esperando a mi novio.
–Oh –contrariado. Al chico moreno se le agria el gesto, y los labios se tensan en una línea. La cordialidad se esfuma y da paso a una hosquedad visible–. ¿Tienes novio?
Las cinco letras se le inflan en la boca y se le pegan a los dientes como si fueran de caramelo. Ya está. Ya lo ha dicho. Novio.
Mi novio.
–No será muy bueno si te ha dejado sola y llena de hollín en un parking –apunta Yurihiko con escepticismo. Burlón.
Kenma se echa un vistazo. Está todo lo sucia que tiene que estar alguien que lleva parte de una tarde sofocante portando objetos polvorientos. Por lo menos no le han espetado con sorna "¿tienes novio? Bueno, da igual, no voy a ponerme celoso". Esa es otra variante conductual a la que se ha enfrentado, y es lisa y llanamente imposible de vencer sin la presencia física de Kuroo.
–Ha ido a buscar la bici.
Como si lo hubieran invocado, Kenma escucha el derrape estridente de la goma contra el asfalto y dos segundos después, el timbre melodioso (y anticlimático, todo hay que decirlo) de una bocina familiar.
Rin-rin.
El alivio es instantáneo.
–Siento haberte hecho esperar, Kenma –la saluda Kuroo con una efusividad sobreactuada, enfilando el sendero de gravilla sin bajarse del sillín. La esquina del móvil sobresaliendo del bolsillo del pantalón de chándal–. ¿Has hecho amigos en mi ausencia?
Kenma se pone de pie como un resorte, lista para subirse al asiento trasero, pero Kuroo se baja de la bicicleta. Kenma juraría que para que los otros tres comprueben su altura y se replanteen una posible afronta.
Mi novio.
–Disculpad –se despide en un murmullo, asiendo las tiras de su pequeña mochila de cuero negro y dirigiéndose hacia su amigo. Le hormiguean las plantas de los pies y las palmas de las manos y urge que se alejen de esos chicos y se vayan a casa, donde Kenma puede ser un bicho raro sin recibir hostilidad por ello, y espatarrarse en el sofá y embutirse en el raído camisón de Sailor Moon que le sirve desde que cumplió once años, y al que siempre recurre en esa estación porque es fresquito y suave e infalible, y la hace sentir a salvo y en armonía con su cuerpo, en lugar de incitarla a encogerse hasta convertirse en una motita de polvo.
Mi novio.
Lo que ocurre cuando expulsa a los otros tres de su campo de visión es tan rápido como un balazo en la sien. Kuroo la agarra de los codos. Con tanto tacto que apenas ejerce presión; la suficiente para subirla de puntillas al empeine de sus propias zapatillas descuidadas, siete números mayores que las de Kenma.
Lo siguiente son sus labios secos contra los suyos. No los abre pero aún así se abre paso el sabor apagado y sintético del chicle de fresa que lleva masticando toda la tarde. Kuroo. El shock es profundo y Kuroo le clava la nariz en la mejilla. Los dedos ásperos por el vóley le raspan en los antebrazos desnudos y manchados de cansancio y polvareda.
El segundero de todos los relojes se rompe en añicos. Las nubes cristalizan y se detienen sobre sus cabezas, y el torrente sanguíneo se corta.
O no. A lo mejor es ella. A lo mejor es ella a la que le han dado un mazazo de campeonato en la percepción sensorial.
Kenma ha leído en la Playground que hay estupefacientes capaces de sacarte de tu cuerpo y hacer que puedas verte a ti mismo desde fuera. Kuroo. Y más o menos eso es lo que sucede.
Nunca ha sido muy fan de las comedias románticas. O de cualquier ficción en la que el centro de la trama no sea el misterio o la criminalidad o la fantasía. Kuroo. Si en su momento se animó a llegar hasta el final con Crepúsculo y Sailor Moon fue porque la magia y la sobrenaturalidad de sus historias le parecieron merecedoras de hacer tripas corazón con el resto del relato. Asumió la parte más física como un daño colateral con el que había que apechugar.
Recuerda haberse mirado las rodillas huesudas siempre que el chico y la chica se besaban en la proyección del cine. Haber cambiado de página mientras leía. La sensación irrespirable de que estaba presenciando algo demasiado íntimo, demasiado precioso y valioso.
Demasiado lejano y desconocido.
Ahora, sin embargo, se contempla desde fuera y no pestañea. Ni una sola vez. Es Kuroo, y es ella; dos cerebros brillantes y un poco cuadriculados, y son amigos, y se están besando, y eso tiene tan poco sentido que si aparta la vista de ambos podría despertarse. Porque ese beso no puede estar pasando de verdad, a pesar de que Kenma tiene todos los nervios a flor de piel y lo que percibe tiene que ser real, porque con todo lo que se conjetura sobre Kuroo es inevitable que se lo haya imaginado besando a alguien indeterminado y sin rostro. Una especie de foto que solo dura una fracción de segundo en su cabeza. Pero ese jadeo. Ese jadeo de Kuroo suena a animal moribundo y es como asomarse al horizonte y caerse. Es grave como una tuba y breve, y se queda atrapado entre sus caras. Su flequillo azabache en el entrecejo. Si tuviera los reflejos de un siamés, Kenma le apoyaría las patas en la cara para apartarlo. O no. Kuroo. Por favor. Qué haces. Por favor. Cuando retrocede, los ojos de Kuroo son más oscuros que el negro y tiene restos en la boca del cacao que Kenma utiliza para que las temperaturas extremas no le quemen los labios ni hagan brotar un herpes.
Ahora los tiene en carne viva y está lívida, y da un paso hacia él que no controla. Su sistema locomotor ha caído y no responde, y solo le queda esa picadura ominosa en los labios que se extiende al pecho y muere en la boca del estómago. Y los ojos como platos. Las rodillas de plastilina. Arritmia. Si la tía del vestido lila de Hércules la examinara ahora mismo redefiniría su concepto de tobillos flojos.
Kuroo.
–Venga ya. Buscaos un hotel –les espeta Yurihiko, chasqueando la lengua. Emprendiendo la retirada del parking con el rabo entre las piernas.
Y esos chicos. De dónde han salido. Cuánto tiempo llevan aquí. Kenma trastabilla al intentar subirse a la bici. Un hotel. No se abrocha el casco porque sus dedos no colaboran y de todas formas la correa le apretaría un poco en el cuello y necesita aire. ¿Un hotel?
No es plenamente consciente de lo afectada que está hasta que Kuroo comienza a pedalear y ella se pregunta si debería rodearlo con los brazos como siempre hace o intentar mantener el equilibro aferrándose a los hierros para rehuir el contacto. No sabe qué es lo que Kuroo espera de ella, porque acaba de darle su primer beso y eso rompe un billón de esquemas preestablecidos entre ellos. Siempre lo han ensayado todo. Las jugadas. La coordinación. Las coartadas.
Y de repente Kuroo decide que puede besarla sin alterar el orden del cosmos y estrujarle el corazón, o lo que sea que Kenma tenga latiendo y bombeando sangre entre las costillas, que es básicamente lo que ha hecho.
–Vamos a lavarte el pelo –dice cuando llegan a casa de Kenma.
Más fresco que una lechuga.
Despreocupación en estado puro.
Como quien acaba de pillar vacaciones y mira la carta de un restaurante y comenta "no sé si me apetece Pepsi o Sprite de limón; pero creo que va a ser Sprite de limón porque hace un día magnífico, o tal vez me levante y vaya a la playa y corte un coco a la mitad y sorba de una pajita, no sé, como mis acciones son tan ALEATORIAS".
No puede haber escuchado bien. Tiene un pitido en los oídos que está empezando a marearla, así que el mensaje debe haberle llegado distorsionado.
–Qué.
–Te has puesto perdida de mugre en los trasteros –señala Kuroo, encendiendo la luz cegadora del baño y abriendo la llave del agua mientras espera a que ella se mire en el espejo, decorado en el marco con pegatinas en relieve de conchas y estrellitas de mar.
Kenma no dice nada. Se ha documentado para sobrevivir a un tiroteo, una apocalipsis zombi y una súbita alergia a la lactosa. Pero lidiar con un mejor amigo que te besa delante de tres desconocidos es harina de otro costal. Se siente diminuta y perdida. Fuera de juego.
Acaba con la cabeza en la tina y las orejas llenas de espuma de champú. Y los dedos de Kuroo apretando y dibujando ochos en su cuero cabelludo. Le desenreda los nudos de una manera mucho más concienzuda que ella misma cuando se enjuaga el cabello. Afloja puntos de tensión y nota cómo sus pensamientos se condensan en microestallidos dentro del cráneo de una forma placentera. Que se adormece, y deriva en revelaciones lunáticas. Estoy de rodillas delante de él. Escucha el eco tenue de una puerta cerrándose y supone que Kuroo ha salido para que pueda asearse. ¿Vamos a besarnos a partir de ahora? Su camisón está colgado junto a la alfombrilla rosa que rodea la bañera, así que se lo pone sin haberse terminado de secar, porque sospecha que si se agacha para frotarse entre los dedos de los pies va a resbalar y a desnucarse.
Aunque pensándolo mejor, resbalar y desnucarse es una opción tentadora.
¿Le habrá gustado?
Se tira en su cama con la media melena chorreando a su espalda. Kuroo está sentado en el escritorio, que le queda pequeño, inmerso en el portátil plateado de Kenma.
Yo no sé si me ha gustado o no. Tal vez debería saberlo. Es como el helado de menta y chocolate. Y como el puenting. Y como los Backstreet Boys. Como todo, en realidad. Se supone que basta con probarlo una vez para descubrir si es lo tuyo o no.
–¿Te quedas a cenar?
Qué me has hecho.
–No, me voy ya –contesta Kuroo, absorto en lo que sea que esté leyendo. Se pasa la mano por el pelo y cierra sesión en Google Chrome–. Mi madre acaba de ganar un caso, así que le prometí a ella y a mi padre que cenaría con ellos para celebrarlo.
–Ah, vale.
Kenma espera a que añada algo más, pero Kuroo se limita a cerrar el ordenador y a fingir que no se da cuenta de que es todo un poco incómodo y caótico. De que ha cogido el Cubo de Rubik y ha cambiado varios adhesivos verdes y amarillos de sitio y ahora el engranaje se ha dislocado y no encaja.
–Sí.
Para muestra un botón. No va a invitarla a cenar con ellos. Eso la tranquiliza, hasta cierto punto. Significa que no es la única que tiene miedo de lo que está pasando. De lo que puede representar.
–Bien.
–Ya.
–Kuroo.
–Qué.
–¿Has besado a muchas chicas con las que has esquivado la conversación obligatoria que viene después?
Kuroo se vuelve en la silla. Un kilómetro por segundo más rápido y se habría autodecapitado. La boca entreabierta. No es para menos. Kenma también está sorprendida. La pregunta sonaba bastante agresiva en su cabeza, así que había descartado hacerla, pero mira tú por dónde.
–¿Deberíamos tener una conversación? –acaba preguntando Kuroo, derrotado. Como si prefiriese estar en un ring de boxeo.
Bocabajo, Kenma se encoge de hombros y piensa por primera vez una consigna que siempre le ha dado repelús.
No sé, tú sabrás.
Kuroo es un chico. Es humano y que Kenma sepa, el FBI todavía no le ha ofrecido un puesto en la Unidad de Análisis de Conducta de Quantico, así que no puede esperar que le diga por motu propio todo lo que quiere saber.
–Me has besado.
Constatación evidente. Kenma da gracias a que no hay nadie del equipo con ellos. O alguien, en líneas generales, porque supone que deben dar bastante lástima.
Kuroo apoya los brazos en el respaldo de la silla, y la barbilla en los brazos.
–Sí.
Kenma va a tener que preguntárselo abiertamente.
–Por qué.
Kuroo esboza una mueca. Suspira hasta vaciarse.
–Voy a irme a la universidad, Kenma –dice con lentitud. Con la serenidad que emplea con los chicos antes de los partidos–. Tener coche en el centro de Tokio no es muy práctico, y coger el transporte público para ir y venir de aquí a la residencia es caro, y tardaría muchísimo. No podré venir muy a menudo. Tú vas a estar hasta arriba entre el instituto, el equipo y el trabajo. Y el tiempo que necesitas para ti misma –frunce las cejas–. Así que no puedo pedirte que vengas a verme.
Se le está escapando algo. A qué viene todo esto.
–El contrato dura solo tres meses.
–Puede renovarse –y antes de que Kenma replique, Kuroo continúa–. ¿Cuánto crees que vamos a coincidir durante el próximo año? ¿Navidad, Año Nuevo y algún puente y fin de semana suelto?
No. No hagas esto.
–Voy a ir a verte a los partidos. Y puedo coger el metro. Y el bus. Si te pones cascos las personas de menos de sesenta y tres años no intentan entablar conversación contigo, así que llevaré cargada la PSP y aprovecharé para jugar durante ese rato –exasperada. Cuándo me he sentado–. No te estás mudando a Australia, Kuroo.
Ni siquiera puede sonar contrariada cuando lo está. Hay que ver.
¿Es porque Kuroo ha dado un montón de cosas por sentado (cosas que la involucran, cosas en las que tiene voz y voto, muchas gracias) sin consultarla? ¿Porque prácticamente le ha organizado su agenda de cara a los doce meses siguientes?
Sí y no.
–No. Pero no voy a estar por aquí. Y esos tíos de antes puede que sí que lo estén.
Sobre todo, Kenma está enfadada porque Kuroo lleva meses rumiando todo eso. Meses sin ponerla al corriente de algo que lo atormenta.
Y ahora le da largas.
–Y...
–... y no quiero que se acerquen a ti, joder.
Oh.
Esa confesión sería impactante en una escena televisiva. Si Kuroo no estuviera desprovisto de altivez. Si hubiera roto un cenicero o dado un puñetazo en la pared. O echase fuego por los ojos de ónix. Lo único reseñable, de hecho, es que ha utilizado una palabrota.
Por supuesto, es Kuroo. Se queda muy quieto, con las piernas estáticas a los lados del respaldo de la silla. Expectante. El tono casi inaudible. Como si temiera que Kenma fuese a echarlo de la habitación, o de casa.
O de su vida.
–Creo que voy a apuntarme a clases de defensa personal –dice Kenma con un hilo de voz. Siempre ha pensado que es la sociedad la que tiene que educarse. Que nadie tiene la obligación de saber dónde golpear ni cómo luchar contra un incidente que no debería producirse.
Pero es todo lo que se le ocurre. Hay alternativas para dar y regalar, y si fuera todo corazón, si fuera puro nervio podría presionarlo con más preguntas.
No quiero que se acerquen a ti, joder.
Kuroo probablemente ostenta el Récord Nacional de Pullas, y solo es superado a nivel mundial por Tsukishima Kei. Kenma lo ha visto ser mordaz. Bromista en el sentido más mortificante de todos. Listo y lúcido hasta puntos monstruosos. Sosegado. Implacable en la pista.
Pero contra este Kuroo que da besos abrasivos y bruscos y mi novio está desarmada.
Después de eso, Kuroo suelta una risilla incrédula y musita "apoyo la moción". Insondable y con tanta melancolía que es duro de ver. Cuando Kenma escucha cerrarse la puerta de la calle, precedido por el reglamentario "hasta mañana, Homyu" hacia su madre, tarda todavía veinte minutos más en llegar a la conclusión de que Kuroo no ha despejado ni una sola incógnita. Al contrario.
Esa noche no le llegan mensajes suyos.
*Marie Curie fue una científica pionera en el campo de la radioactividad que, entre otras cosas, fue la primera persona en recibir dos premios Nobel en distintas especialidades; la Física y la Química.
*La información sobre dulces japoneses la he extraído en casi su entera totalidad de la página Kirei (la cual os recomiendo encarecidamente), en concreto de su artículo Cómo son los dulces japoneses.
Rebecca la viajera ha hecho un aesthetic sobre este fic, ¡si queréis verlo agregadme a Facebook!
