PRÓLOGO
Cuentan las lenguas antiguas que existió un poderoso y pacífico reino. El señor de esos lugares, un sabio y bondadoso rey, reinaba con justicia. Se decía que su espada era prodigiosa y gracias a ella, el rey jamás había perdido una sola batalla. Los años pasaron, el sabio rey sintiendo la muerte cerca hizo llamar a un hechicero amigo suyo. Le pidió que tomase su espada y la incrustase en una piedra de su reino. El hechicero asintió y marchó raudo a cumplir los deseos de su majestad. Cuando el rey apenas le quedaban horas, junto a sus tres hijos y les habló de la espada. Los príncipes no entendían que importancia tendría una espada incrustada en una piedra, mas el rey insistió en que: aquel que fuese capaz de liberar la espada de la piedra, será el único y verdadero rey de mi reino. Y tras terminar, el rey cerró sus ojos y abandono el mundo de los vivos en un suspiro. Por su parte, los tres príncipes se tomaron la última voluntad como una pequeñez. Primero la encontró el mayor de ellos, era conocido por su mal carácter y su pasión hacia las peleas o guerras, mas no lo consiguió. Luego llego el segundo hermano, que era avaro y codicioso, tampoco lo logró. Y finalmente llego el pequeño de los hermanos que tuvo el mismo éxito que sus hermanos mayores. Tras el fracaso de los hermanos, el reino se quedó sin rey y las guerras y enfrentamientos de los príncipes, causaron la caída de aquel poderoso reino.
Más nuevamente volvió a surgir un nuevo reino, más pequeño, por esos parajes. Apenas estaba formado por un gran castillo de piedra y una aldea rodeada de una muralla, pero ese reino pasaría a formar parte de la historia. Aquel reino se llamó… Camelot.
Camelot vivía una épica de paz y el pueblo estaba encantado con los reyes, el rey Jules y la reina Aleena. Ambos gobernaban con justicia y bondad. Durante años, las gentes de Camelot aguardaron el nacimiento de un heredero al trono. Tras muchos intentos y decepciones, la reina se quedó encinta. Fue una noticia que llenó el corazón del rey de júbilo. Pasaron los meses y la reina dio a luz a un hermoso niño. Era muy pequeño y tenía un intenso color azul tirando a azul marino. El pequeño erizo fue bautizado con el nombre de Arturo. El pueblo organizó una fiesta en honor al nacimiento del pequeño príncipe. La fiesta duró 4 días y 4 noches, agotados, los aldeanos finalizaron la celebración y recuperaron su rutina. El pequeño fue creciendo hasta convertirse en un avispado e inquieto zagal. No había casi descanso para los habitantes del castillo, Arturo era pura energía. Un día, cuanto apenas tenía 6 años, el príncipe decidió pasear por los jardines del palacio. Aquel fue el último día que se volvió a ver a Arturo. Los reyes, destrozados, ordenaron a todos sus súbditos y caballeros que partiesen en busca del príncipe perdido. Buscaron y buscaron pero jamás hallaron rastro del príncipe. Sin embargo, los reyes no perdieron la esperanza de que, algún día, su amado hijo encontrase el camino de vuelta a casa.
