Había cosas en las que Nami prefería no pensar.

Cosas como que si Belle-mère no le hubiese dicho a Arlong que Nojiko y ella eran sus hijas, a esas alturas seguiría con vida.

No le gustaba pensar en eso porque siempre que lo hacía llegaba a la misma conclusión: si Belle-mère no hubiese muerto, ella jamás se habría unido a la banda de Escualo, jamás se habría convertido en ladrona, jamás habría conocido a Luffy.

Nami amaba a Belle-mère, la amaba todo lo que podía amarse a una madre, por eso el saber que algo tan doloroso como su muerte le había traído algo tan bueno la hacía sentirse un traidora.

Luffy era un completo idiota, un inconsciente, un vago y un tragón, sí. Pero también era honrado, valiente (o igual es que no conocía lo que era el miedo), sincero, perseverante, y cuando algo le importaba lo protegía a toda costa.

La navegante tenía que de admitir que si alguien merecía ser el Rey de los piratas ese debía ser él.

Al fin y al cabo si algo había aprendido de Vivi es que un Rey debe hacer lo que fuese por que sus súbditos estuviesen bien, y Nami no conocía a nadie en ese barco por el que Luffy no hubiese luchado.

Nami no era tonta, sabía que no quedaba nadie en ese barco -a excepción de su capitán- que no hubiese cumplido ya su sueño. No quedaba nadie que tuviese motivos para quedarse, todos sabían que podrían largarse en cualquier momento y que Luffy no trataría de pararles, no les daría ni una sola mirada de reproche.

Porque habían cumplido sus sueños y eso era lo más importante para Luffy.

Por eso jamás le dejarían, porque él había demostrado ser el mejor capitán del mundo, porque se merecía que le tuviesen a su lado hasta el final.

Aunque muriesen en batalla eso ya no importaba, porque lo harían habiendo cumplido ya sus sueños.

Porque morirían cumpliendo el sueño de un hermano, de un amigo, de un capitán, de un Rey.

Morirían cumpliendo el sueño del Rey de los piratas.