― ¿Qué diablos se supone que es esto, Walter?

― Yo diría que es un niño, Lady Integra.

― ¿Un niño? ¡Por amor de Dios!

― Bueno, en realidad la ecografía todavía no puede decirnos gran cosa… habría que esperar un poco más para estar seguros. Es posible que sea una niña.

Ceres Victoria, sonrojada y sonriente, parecía tan ilusionada con la noticia y Walter hablaba de aquel hecho rayano en lo antinatural con tal desenfado, que la jefa de Hellsing esperaba que de un momento a otro alguno de los dos gritase "¡Inocente!", aunque ni el asunto fuera algo sobre lo que se pudiera bromear ni estuvieran a 28 de diciembre.

―Entonces, reformularé la pregunta, mayordomo ¿Cómo ha llegado esa criatura al vientre de mi Teniente?

―Oh, pues muy sencillo: sin entrar en detalles indecentes e innecesarios, el padre deposita su simiente en el útero de la madre; y uno de los espermatozoides se une al óvulo fértil para formar una célula completamente distinta llamada huevo, que…

La joven angloindia emitió un gemido de exasperación, mientras una risa tenebrosa y burlona se oía en algún lugar de la deteriorada sala. Era evidente que el vampiro estaba disfrutando como nadie de aquella situación retorcida hasta rayar en lo esperpéntico. Walter y Ceres intercambiaron una mirada inquieta, como preguntándose qué habían hecho mal.

Era una mujer con una voluntad férrea y unas capacidades psicológicas que hubieran obligado a Van Helsing y a toda su banda de héroes a tragarse sus ideas victorianas acerca de cuál era en realidad el sexo débil; pero seguía siendo un ser humano: un mes entero trabajando a plena carga durante más de quince horas diarias y durmiendo, a lo sumo, seis horas cada noche, minaban la resistencia de cualquiera.

Después del asalto de los hermano Valentine, se le había acumulado tanto trabajo que tendría suerte si conseguía ponerse al día antes de Navidad; estaba tan ocupada ni siquiera había tenido ocasión de contratar a alguna empresa de operarios para que restaurase su maltrecha mansión, y llevaba ya casi tres semanas dirigiendo la organización Hellsing entre cascotes y nubes de polvo. Eran casi las tres de la mañana, y llevaba cinco horas firmando documentos administrativos, rellenando impresos, redactando cartas y tirando a la chimenea invitaciones a presentaciones en sociedad, bailes benéficos, bodas, bautizos y cualquier otra cosa a la que cualquiera de esos malditos miembros de la insoportablemente estirada y maniática aristocracia inglesa se le hubiera ocurrido intentar invitarla para ese fin de semana (¡Como si todavía quedase en la corte de Su Majestad un solo noble jovenzuelo y romanticón que aún creyera que, por pronunciar de memoria delante de ella una larga lista de apellidos y títulos nobiliarios, pensaba hacerle algún caso! ¿Acaso ella no tenía a su servicio al mismísimo Rey Vampiro? ¿Qué podía darle uno de esos petimetres que no tuviera ya? Un compañero para su vida como Dios manda, por supuesto. Pero por desgracia los hombres interesantes escaseaban mucho por los tiempos que corrían. Hasta la actitud y los comentarios marcadamente sardónicos de Alucard y las extravagantes discusiones que tenía casi a diario con su vampiro le resultaban más estimulantes que las peroratas aburguesadas de aquellos nobles de rancio abolengo que aún parecían pensar que los actores vivían en pecado y las mujeres debían apartar su mente de cualquier asunto mínimamente complicado y dedicarse a ir de compras y cacarear sobre cosméticos y cotilleos varios). Además, había encontrado en el buzón otra carta de ese maldito Maxwell, llena de frases tan hipócritamente empalagosas que parecían una burla más que un educado ofrecimiento de personal de apoyo para la misión en Sudamérica. Y precisamente se encontraba debatiéndose en la terrible duda existencial de si debía sacar paciencia de donde ya no la había y responder a la misiva de Iscariote XIII (a ser posible, intentando no abusar del sarcasmo) o lanzar directamente la carta al fuego junto con todas las demás invitaciones; cuando llamaron a la puerta de su despacho una Ceres Victoria de ojos brillantes y un sinceramente alegre Walter para anunciarle, sin más ceremonias, que dentro de unos meses habría un dhampiro más en la familia.

Si ella no hubiera sido Lady Integra Fairbrook Wingates Hellsing, se hubiera quedado en el sitio por un infarto fulminante. Pero como era la líder de la Organización de cazavampiros más eficiente del mundo protestante y aún no había cumplido los veinticinco años, el ataque mortal se quedó en un pequeño vahído, del que se recuperó lo más rápidamente que pudo.

― No me esperaba esto de vosotros dos. Podríais ser abuelo y nieta.

El mayordomo y la agente se miraron de nuevo. Luego estallaron al unísono en una sonora carcajada.

― ¡Ah, no, no, mi querida Integra! ― respondió Walter, secándose una lágrima de risa― El padre de la criaturita no soy yo. Yo sólo he venido a acompañar a la señorita Victoria a darle la feliz noticia.

Integra no esperaba aquello; y algo dentro de ella se tranquilizó un poco. Tal vez no fuera tan malo, después de todo: las habilidades de los dhampiros como cazadores de criaturas demoníacas eran legendarias, y… un momento…

― Entonces… ―preguntó Integra, sorprendida, más para sí misma que para la insólita pareja que tenían ante el escritorio y el vampiro cotilla que observaba atentamente el cuadro desde alguna parte, bebiendo distraídamente unos sorbos de sangre para transfusiones como quien se toma un refresco y unas palomitas mientras ve una película no demasiado entretenida― ¿Quién es el padre? ¿El capitán Bernadotte?

― ¡No, en absoluto, ni hablar! ―exclamó Victoria, sobresaltada, como si su ama acabase de proferir una blasfemia― ¿Cómo podría yo interesarme en ese caradura pervertido? Mi prometido es un hombre más apuesto y refinado.

Tres pares de ojos se fijaron en la alianza que Ceres lucía en el dedo y les estaba mostrando, exultante; una bellísima sortija de orfebrería calada coronada con un resplandeciente zafiro. Maldita sea, pensó Integra. Y yo no puedo ponerme mis vestidos de noche ni mis joyas porque la aristocracia inglesa está llena de pisaverdes decadentes que sólo piensan en pegarme un braguetazo para echarle el guante a la herencia de mis padres, y no puedo ir a una fiesta sin tener que aguantarlos ¿Por qué no me llevará Alucard a cenar por ahí alguna vez?

¡Pero bueno! ¿En qué rayos estaba pensando?

Si el novio de Ceres no era Pip Bernadotte, sólo podía ser…

Todos los pensamientos que surcaban su mente se derrumbaron con un estrépito ensordecedor, que le hizo temblar todo el cuerpo.

―"Alucard… Vlad… ¿Por qué…?"

El vampiro emergió del suelo justo entre Walter y Ceres, despojado de su sombrero y de sus gafas de sol. El mayordomo y la ex policía, se apartaron de un salto, dando un grito de sorpresa, y se colocaron a toda velocidad a ambos lados de Integra, al otro lado del escritorio.

―Yo tampoco he sido, mi ama ―repuso él, lacónico―. Ceres no es precisamente musa de mi inspiración; ya sabes.

Los ojos azules como el zafiro que llevaba en el dedo se iluminaron con un relámpago de rabia, y el rostro de porcelana de la joven sufrió un cambio atroz: su expresión dulce se transformó en la de un monstruo desalmado e inmisericorde de ojos ígneos, y cuando abrió la boca para increparles con voz de trueno reveló una dentadura afiladísima y poderosa como la de un tiburón. Integra hubiera podido jurar que, por primera vez desde que sabía de su existencia, había visto al príncipe Vlad el Empalador, el Conde Drácula, palidecer de miedo.

― ¡ME ESTÁ LLAMANDO FEA, AMO?

― Nada más lejos de mi intención, querida ―respondió el nosferatu, con la frente perlada de sudor, intentando disimuladamente mantener la distancia entre él y su sulfurada aprendiz―. Me limitaba a tranquilizar a nuestra ama señalando que no eres mi tipo, eso es todo.

La vampiresa recobró de inmediato su inocente carita de ángel.

―Ah, vale. Perdona.

El vampiro, respiró de nuevo y señaló el reloj de la muñeca de Integra.

―Por cierto, será mejor que os vayáis arreglando la dos: Max estará al caer.

Ceres enrojeció hasta la raíz del pelo (a Integra le pareció increíble que un rostro muerto pudiera ruborizarse tanto), y miró a su señora con los grandes ojos poblados de estrellas.

―Con su permiso, Lady Integra…

La mujer, agotada, ya no sabía que decir al respecto de todo aquello. Tardó unos segundos en darse cuenta de lo que le acababan de decir.

― Por supuesto, Victoria. Puedes retirarte.

La vampiresa hizo una pequeña reverencia antes de darse la vuelta. Cuando ya se disponía a traspasar la puerta, Integra consiguió reaccionar.

― ¿Ceres?

― ¿Sí, mi ama?

― Enhorabuena. Si necesitas algo, lo que sea, aquí nos tienes.

― Gracias, Lady Integra.

― Que pases una buena noche.

Ceres volvió a hacer una reverencia. Luego salió del despacho, cerrando la puerta detrás de sí y dejando un espeso silencio en el aire. Alucard e Integra se quedaron mirando la puerta unos instantes. El vampiro sonrió con nostalgia.

― Parece que fue ayer cuando la Chica Policía empezó a cazar con nosotros, mi ama.

― Sí ―susurró Integra, con cierta melancolía―. Y mírala: tomando las riendas de su propia vida a pesar de todas las dificultades…

―Siempre ha sido una chica con una gran capacidad de superación ―señaló Alucard, con cierto sonsonete―. Supongo que vi algo de mí en ella aquella noche, cuando todavía era una inocente colegiala mortal.

―Y ahora, se nos va. Ay, Alucard…nuestra pequeña Ceres se hace mayor…

¡Pero bueno! ¿En qué rayos estaba pensando?

¡Ni que fuera su madre!

Sacudió la cabeza, luchando por recuperar la sensatez.

―Sólo espero que la existencia de ese dhampiro no le traiga problemas a Hellsing.

Alucard emitió una sonrisa lobuna. Le encantaba ver a su ama en este tipo de apuros, traicionándose a sí misma.

―No, no creo que ningún dhampiro vaya a traernos problemas―comentó, recogiendo la ecografía que Ceres había dejado sobre el escritorio y colocándola a contra luz, para examinarla detenidamente.

― ¿Cómo puedes estar tan seguro, Dracula?

La sonrisa lobuna del vampiro se hizo más amplia. Cualquier ser humano que no fuera Integra Hellsing se hubiera echado a temblar al verla.

― Pues porque no se trata de un dhampiro, sino una dhampiresa ―respondió él, con rotundidad; señalando algo en la ecografía―. Este viejo mayordomo está empezando a perder facultades ¡Estaba mirando la ecografía al revés!

La dama se quedó mirando fijamente a Alucard, que le devolvió la mirada, sardónico; mientras ella buscaba agitadamente entre los mil impresos que alfombraban el escritorio la carta de Enrico Maxwell cuyo destino había estado meditando hacía unos minutos: necesitaba volver urgentemente a su horrible mundo repleto de papeleo administrativo e invitaciones empalagosas y afectadas. Si volvía a oír otra estupidez en lo que quedaba de noche, empezaría a pensar seriamente en pedir su dimisión.

El vampiro pareció pillar la indirecta, porque se dispuso a hundirse de nuevo en el suelo, sin apartar los ojos rojos de su ama.

―Bueno, yo vuelvo a mis asuntos… el bizcocho ya debe estar en su punto, y el caramelo no va a prepararse solo… ¿Prefieres lenguado o trucha, Integra?

― ¿De qué demonios estás hablando?

―De la comida, por supuesto. La Chica Policía quiere que se sirva pescado y carne, pero todavía no ha decido si prefiere helado con caramelo o con chocolate… aunque también cree que es buena idea dejar elegir ¿Qué opina usted?

― ¡ESTÁS PREPARANDO TÚ EL BANQUETE DE BODAS!

― ¡Pues claro que sí! ¿Quién va a hacerlo si no? ¿El niño-gato?

Aquello fue demasiado para la pobre Integra. Intentó dar una respuesta, o hacer una pregunta, pero las palabras se aturrullaron en su mente y se le trabaron en la garganta. Un extraño zumbido le llenó los oídos, y la vista se le volvió borrosa.

Cuando pudo volver a enfocar la vista, descubrió que se encontraba en una habitación en penumbra, acostada en un lecho de sábanas cálidas, con los cabellos de platino derramándose sobre una almohada mullida y suave.

Y había alguien a su lado.