LA GUERRA, EL AMOR Y LAS TRAICIONES
I. ODA DEL PRÍNCIPE
Primavera del 322 a.C., un año después de la muerte de Megas Aléxandros…
Un charco de sangre se extiende por el terregal, sangre oscura, aún tibia; en el centro de aquella mancha granate el cuerpo agonizante de uno de los generales de Aléxandros: Leonato.
Ya no sentía dolor, los ojos azules no distinguían nada, sabía que se estaba muriendo ahí en medio de la nada y lo único en lo que podía pensar era en como había llegado a suceder, ¿Cómo era posible que lo hubiera traicionado de esa manera? ¿Cómo alguien a quien le había sido siempre leal se transformaba delante de sus ojos en una bestia, en un bárbaro?.
No, no quería pensar en ello, no podía, no quería que sus últimos instantes de lucidez se vieran empañados por el odio. No quería marcharse al Estigia lleno de rencor, a él… a él no podía odiarlo, no… ni ante los brazos de las Moiras podía odiarlo.
A ti que te quedas aquí, no puedo odiarte, no puedo culparte, aún aquí, así, doy la vida por ti, y si de algo sirve mi muerte, que sea para bien y que al menos tú puedas ser todo aquello que una vez soñamos…
Pensó muy dentro de sí cuando sentía el cuerpo ligero como una pluma y el alma poco a poco se le escapaba de los labios, tenía una cita con Caronte y lo único que le dolía era que ahí en medio de la nada, nadie le pondría las monedas sobre los ojos para costear el viaje al más allá.
Fue en el 344 cuando llegué a Mieza al Nymphaeos, tenía 12 años apenas y toda una vida por delante, yo, el único heredero de mi padre Anteo, yo era el príncipe de Larisa, invitado por el rey Filipo de Macedonia para tener una educación típicamente griega como era el deseo del rey para los hijos importantes de su corte y sus aliados, tal era mi caso. Mi familia estaba emparentada por parte de la difunta madre de Filipo: Eurídice, estabamos vinculados a los lincestidas, podía presumir de tener más sangre real que muchos de mis nuevos compañeros, según me dijo mi padre.
Todavía recuerdo lo que me dijo la noche antes de partir: "Leonnatus, por tus venas corre la sangre de los lincestidas, eres un príncipe, tienes que dejar en alto nuestra casa y nuestro reino, que aunque pequeño, es clave para los deseos de Filipo, no te dejes de ninguno de los pequeños fanfarrones con los que tratarás y no te olvides de quien eres ni de tus dioses".
Larisa es un reino pequeño de Tracia, hacia el noreste se encuentra Pella, la capital de Macedonia, y ahí está el bosque de Mieza en donde Filipo había mandado construir el Nymphaeos, la escuela en donde tomaríamos clases impartidas por un importante amigo de juventud del rey de Macedonia, el filósofo heleno de nombre Aristóteles.
La noche de mi partida no podía dormir, estaba emocionado de marcharme a un lugar diferente, pero lo que más me hacía ilusión era marcharme lejos del ojo vigilante de mi padre que siempre parecía tener las palabras exactas para importunarme. Nada le parecía de mí, siempre me gustó el pugilato y lo practicaba pero era mucho mejor para el pancracio, cosa que siempre me traía problemas por cierto, ya fuera por que le había roto la nariz a algún niño hijo de un invitado de mi padre o por que le había dislocado un brazo a algún importante joven. Mi madre detestaba verme llegar con la ropa hecha jirones y cubierto de lodo, con sangre seca en el rostro o peor aún, se desataba la furia de mi padre si acaso llegaba con algún golpe o cardenales, y me zurraba… no era precisamente por que perdía el decoro o por que llegaba hecho un asco… era por haberme visto como un imbécil y haber dejado que algún otro niño me dejara en ese estado siendo yo el hijo de Anteo.
Los idiomas se me daban bien, nunca me costó trabajo aprender otras lenguas, sabía persa y griego aparte de macedonio, algo que siempre me ganó un lugar privilegiado en las reuniones en la corte de Larisa y más tarde en la de Aléxandros. Para mi buena suerte no tendría que hacer el camino yo solo, aparte de mi propia corte iría conmigo el hijo de Diades, gobernador de Pagase, vecinos nuestros y buenos amigos, su nombre es: Lysimakho; Lisímaco tenía mi misma edad y yo lo conocía casi desde el momento en el que aprendí a montar… no puedo decir que desde el momento en el que aprendí a caminar pues en nuestras lejanas tierras primero se aprendía a montar que a caminar.
A Lisímaco siempre lo tuve en alta estima, era muy buen amigo mío, compañero de juergas, de batalla, pero en aquel entonces solo de peleas infantiles, teníamos el mismo carácter indómito, solo que él a menudo pensaba más las cosas que yo, era más calculador, de cualquier modo me alegraba al menos tener a algún viejo conocido en Mieza.
El tiempo se nos había pasado volando, entre pláticas obscenas de ésta o aquella esclava, juego de dados y siestas, los días se nos desdibujaron, sin darnos cuenta estábamos ya en Pella, la capital de Macedonia. Ambos cabalgábamos uno al lado del otro y mirábamos absortos, yo con el ceño fruncido.
-Umm… me esperaba algo más… espectacular.- Me quejé mirando las casas amotinadas y el camino terregoso.
-Shhh cierra la boca Leonato…- me dijo Lisímaco aguantando la risa. – Si te escuchan podrían ponerse sensibles y no llegaríamos más allá de tres metros.-
Avanzábamos a paso lento rumbo al palacio en Pella, yo me iba distrayendo por el camino mirando a las chicas que pasaban por mi lado, las mujeres más al norte, como en Macedonia, son más rubias, al igual que los varones, al menos donde vivíamos Lisímaco y yo la gente rubia era poco común y aún se le seguía mirando como bárbara.
-Es una lástima…- dije acongojado.
-¿El qué? ¿De qué hablas?.-
-Allá a donde vamos, tengo entendido que nos mantendrán encerrados y privados de toda comodidad, incluidas las mujeres…-
Y la verdad era que no me consideraba tan diestro con las mujeres, en primera por que aún me llamaba más la atención la pelea que las chicas y en segunda por que algunas veces me sentía acomplejado por mi estatura, lo veía al punto claro con Lisímaco que tenía mi misma edad pero era varios dedos más alto que yo, más tarde aprendí a aceptarlo como una realidad irreversible, y con los años aquello se olvidó cuando alcancé mi estatura final y me di cuenta que si bien no era tan alto como deseaba las mujeres me seguían más que a cualquiera de mis compañeros, ¿Qué? ¿Acaso es malo entusiasmarse con uno mismo?.
Cuando alcanzamos el bastión del palacio era cerca de medio día, lo que más estábamos deseando los dos era podernos dar un baño y quitarnos la cantidad increíble de polvo que habíamos acumulado. Yo esperaba que Pella fuese más… no sé, más hermosa supongo, y así a simple vista, salvo por el palacio, era muy austera, llena siempre de polvo, un clima seco, nada más de imaginarme la estación en la que Perséfone estaba con su consorte Hades me daba un escalofrío por toda la columna vertebral.
Nos bajamos de los caballos mientras los llevaban a descansar y empezamos a juguetear, a empujarnos y a pelear como dos críos, no nos percatamos que unos ojos grises nos miraban atentos hasta que escuchamos la voz femenina llena de autoridad.
-Supongo que tú eres el príncipe de Larisa y tú debes ser el hijo de Diades.- Comentó la mujer pelirroja señalando a Lisímaco.
Ambos nos detuvimos en seco y nos cuadramos, hice una profunda reverencia cuando noté que sobre la cabeza de la pelirroja había una corona de oro, era la reina, Olimpíade.
-Señora, mi padre envía saludos y traje conmigo algunos presentes para…-
-Entiendo, desafortunadamente…- esto lo dijo sin ninguna emoción en el rostro frío- el rey no se encuentra, mi guardia los escoltará hasta Mieza, no es lejos de aquí, deben incorporarse inmediatamente a los demás jóvenes.-
Eso fue todo lo que dijo, esa fue nuestra honrosa bienvenida a Pella, yo me quedé con el ceño fruncido al igual que Lisímaco y no nos quedó más remedio que seguir a la guardia de la reina mientras nos conducían a Mieza.
-¿Has visto con que autoridad nos echó del palacio?.- Me preguntó molesto Lisímaco.
-Sí, no sabía que aquí se les permitiera a las mujeres llevar los asuntos de la corte con tanta libertad, ni siquiera mi madre lo hace, ya de por sí mi padre me había dicho que aquí en Pella todo o casi todo giraba en torno a los caprichos de la reina Olimpíade.-
Mieza era agradable, un bosque en medio de aquella aridez era un consuelo enorme, lo que distinguimos de inmediato fue el Nymphaeos de mármol donde tomaríamos clases, al aire libre, parecía un pequeño teatro cuadrangular dotado de asientos, escuchábamos los murmullos de los jóvenes que estaban reunidos ahí, cerca de una docena, y hasta nosotros llegaba el rumor de una voz clara y profunda, seguramente la de Aristóteles. Había otros espacios techados para las clases, según la materia y el gusto de Aristóteles era el lugar en donde teníamos que estar.
Nos llevaron al complejo de los dormitorios, donde nos topamos con otra sorpresa, para empezar era una sala común provista de clinos, no había habitaciones particulares y todas los clinos se alineaban contra la pared dejando el paso en el centro, un clino frente a otro.
-Pueden elegir alguno de los clinos que están desocupados, en donde no haya cosas de otros chicos…-
La primera voz amable que nos atendía desde que llegamos, era una mujer madura pero aún así seguía siendo bella, tendría tal vez unos treinta años y a juzgar por su acento era helena, llevaba el cabello bellamente recogido en la nuca y un kitón sencillo color miel con un peplo rosado sostenido al hombro. Era Pitias, la esposa de Aristóteles, y nuestro único contacto en ese lugar con una mujer, por que hasta los esclavos eran varones para evitarnos "distracciones innecesarias".
-Gracias señora…- Contestó trémulo Lisímaco y yo mismo me escuché dando un gracias escueto.
-Como pueden observar todo aquí en Mieza es austero a petición de Aristóteles y del mismo rey, las tres comidas se hacen en el comedor común, la primera al despuntar el alba, la segunda al medio día y la última a la puesta del sol, no están permitidos lujos de ninguna índole ni alimentos dados por familiares o amigos, no pongan esa cara chicos, se adaptarán rápidamente… el resto de sus compañeros no deben tardar.-
Nos dedicó una sonrisa amistosa y se marchó para dejarnos "aclimatándonos" en nuestras nuevas vidas miserables.
-Joder… yo pensé que esto era una escuela no un preámbulo para el servicio militar.- Suspiré pesadamente y observé a Lisímaco igual de consternado que yo.
-Oye, ¿Y el equipaje? Esos cabrones… ¿Crees que nos hayan visto la cara y se hayan robado nuestro equipaje?.- Cuando Lisímaco comentó aquello entró uno de los guardias de Olimpíade y nos arrojó a cada uno nuestra bolsa de piel con el equipaje.
-Que se diviertan y no follen mucho entre ustedes que después ya no sabrán como hacerlo con una mujer…-
Las risas de los otros guardias resonaron cuando se marchaban, no tuve tiempo de correr y estrellarle el puño en la cara. Mi compañero de infancia fue el primero en escoger clino, el primero que vio desocupado, arrojó su bolsa encima y se sentó mirándome con aburrimiento.
-Tengo hambre y ni siquiera en el palacio nos ofrecieron una mísera escudilla de caldo del día anterior…-
Estaba por quejarme cuando al levantar mi bolsa noté que pesaba mucho menos de lo que recordaba, maldije y la levanté con una sola mano.
-Pesa menos, nos han sacado cosas… hijos de puta, han fisgado en nuestras cosas…-
Molesto abrí la bolsa en el piso y con horror me di cuenta que la gran mayoría de mi ropa no estaba, toda aquella ropa lujosa de seda hecha por mi propia madre había desaparecido, en su lugar habían metido clámides de lino nada elegante, parecían uniformes de sirviente, tampoco estaban los varios pares de sandalias que llevaba, pero habían aparecido unas sandalias y botas de piel rudas como las que usan los hóplitas, pero lo que más me indignó fue que tampoco estaba el paquete de frutas secas que había guardado.
-Mierda, ¿Qué esperan? ¿Qué usemos exomis?.- Dijo iracundo Lisímaco refiriéndose a la clámide que llevan los esclavos, él por su parte constató también que le habían quitado muchas cosas.
-Menos mal que llevábamos el dinero atado al cinto y el sello real en el dedo, por lo que veo tampoco aquí nos ofrecerán un baño caliente, ¿Qué digo? Ni siquiera caliente, creo que será un baño con agua fría en el río que vi bordeaba el lugar…-
Lisímaco me ignoraba ahora y se había echado en su clino con las manos tras la cabeza, mirando el techo, su capacidad para ignorarme siempre me molestó, me volví a los clinos para buscar alguno pero el que a mí me había gustado estaba ocupado, era el que quedaba pegado a la ventana, tenía una vista hermosa al bosque, estaba desocupado el de a un lado de ese, pero me encapriché y decidí adueñarme de él.
-Bien… el dueño no está para reclamarlo, así que…-
Sin más tomé la bolsa de piel que estaba a un lado del clino y la arroje encima del otro, luego abrí el arcón a los pies de éste y empecé a hurgar en la ropa y cosas que había, me topé con ropa igual de desgraciada que la mía, solo un par de capas de aspecto caro para el frío, al fondo encontré una caja metálica y unas cartas, no me importó de quien carajo fuera todo eso, abrí una carta y leí, era de una chica, una tal Kléopatra a un tal Pérdicas, llena de cursilerías y no me olvides, la cerré y procedí a abrir la caja metálica.
-¿Por qué a él si le permiten tener esto?.-
Pregunté a la nada cuando vi en el interior unos panecillos de miel, uno a medio comer y ahí guardado en el fondo un amuleto y una cinta de cabello, probablemente de aquella Kléopatra. Sin dudarlo me llevé a los labios el panecillo a medio comer y cerré la caja, luego saqué todo lo que había en el arcón y lo puse en el del otro clino, estaba en ello y llevándome a la boca el último bocado cuando escuchamos las voces y risas del resto de los chicos y la puerta se abrió de golpe. Al menos media docena de ojos nos miraban sorprendidos. Uno de aquellos chicos, delgado, de ojos grises y cabello pelirrojo me apuntó con el dedo, parecía bastante mal encarado.
-¿Quiénes son? ¿Por qué están aquí?.-
Me erguí y estaba por contestarle cuando de entre el grupito un chico de cabello rubio, tan rubio que casi juraba que era de cabello plateado, colorado como un tomate se abrió paso a codazos entre los demás, se acercó amenazador hasta donde yo estaba, respiraba como un toro lo haría y me miraba de cabeza a pies, no me moví y tampoco le di importancia.
-Tú… ¿Cómo te has atrevido a hurgar entre mis cosas? ¿Quién te crees que eres, esclavo?.-
Me gritó fulminándome con sus ojos azules como el mar, arquee las cejas divertido y me reí supuse que aquel era Pérdicas.
-Me gusta éste clino y lo quiero, si no te parece podemos pelear por él el que gane se lo queda, y por cierto que mala cocinera la que te ha dado esos panecillos.-
Todos guardaban silencio y miraban simultáneamente de Pérdicas a mí, yo esperaba que tal vez el chico se diera por vencido y aceptara dejarme el clino pero me sorprendió cuando dio un alarido de rabia como un animal, no pude reaccionar por que se dejó ir contra mí, era más alto que yo, muchas veces pude constatar que aunque mi adversario fuera mayor, más corpulento o más alto eso no importaba, yo era muy hábil para la pelea y ésta no sería la excepción.
Creo que la gota que derramó el vaso fue mi comentario sobre los panecillos mediocres, a saber quien se los había dado, en un instante me golpeo el abdomen y me doble sin aire, se dejó ir con todo su peso, grave error, con la misma fuerza con la que se me fue encima lo hice trastabillar y pronto los dos nos encontrábamos masacrándonos a golpes en el piso, pude distinguir por el rabillo del ojo que Lisímaco se había puesto de pie y estaba dispuesto a interceder por mí, pero un chico de cabello castaño y aspecto suave lo contuvo.
-No, déjalos, no se harán daño…- Le dijo aquel joven agradable que después supimos se llamaba Seleuco y era el vecino de clino de Lisímaco.
Cuando Pérdicas quiso hacerme una llave tomándome por la espalda me di la vuelta con velocidad cayendo encima de él, para ese entonces se había hecho un gran alboroto y algunos gritaban y aplaudían casi todos coreando a Pérdicas, claro, desconocían mi nombre, atrapé al rubio Pérdicas boca abajo, mis cabello castaños colgaban por mi frente y nuca haciéndome resoplar para quitármelos de la cara, le atrapé torciendo su brazo y pierna derechos de manera dolorosa, yo sabía cuanto dolía eso, yo mismo lo había experimentado, y lo que me sorprendió de él fue que no se quejó, no gritó ni se amilanó, siempre lo respeté por eso.
-¿Te rindes?.- Dije resollando.
-No…-
-Ríndete o sacaré de su sitio el brazo primero y luego la pierna.-
-No…- Dijo respirando con dificultad y colorado como tomate.
-No seas terco, ríndete.-
-Bien… tú ganas…- Finalmente aceptó.
Lo solté inmediatamente sin hacerle nada más, no soy de los que pelean sucio y se aprovechan del vencido, recosté la espalda contra el clino para tomar aire, me puse de pie y le extendí la mano a Pérdicas para ayudarlo a levantar, pero él me ignoró y se levantó solo, se sacudió sin siquiera mirarme. De entre el grupo de chicos uno de ellos nos miraba muy atento con una sonrisa amistosa en los labios, también rubio, de ojos azules perspicaces y rostro delicado, era el más bajo de todos, era incluso más bajo que yo, de pronto se adelantó con la mano extendida hacia mí.
-Jaire, soy Aléxandros, hijo de Filipo rey de Macedonia.-
Por un momento me sentí apenado por mi honrosa presentación, lo único que pude hacer fue limpiarme un poco la mano con la clámide y extendérsela como saludo, yo pensé que me rechazaría, digo, estaba hecho un asco de por sí, pero en aquellos años Aléxandros era un joven humilde y así continuó al menos hasta que se convirtió en Rey de Reyes, el chico a su lado que tenía porte real mi miró con burla como pensando que osaba yo a tocar al príncipe echo una pifia, él era Hephaistion, el inseparable de Aléxandros.
-Jaire príncipe de los macedonios, yo soy Leonato, hijo de Anteo, y él…- señalé a Lisímaco- es Lisímaco hijo de Diades, señor de Pagase.-
Aléxandros estrechó mi mano sonriente al igual que la de Lisímaco, el sujeto pelirrojo de ojos grises que estaba también ahí bufó con sorna en griego, tal vez esperando que yo no lo entendiera.
-¿Y éste es el noble de Larisa?.-
-De hecho soy el príncipe de Larisa.- Puntualicé en perfecto griego. Se llamaba Kassandros, era insufrible no solo conmigo sino con casi todos, es uno de esos tipos que siempre acaban fastidiándole la alegría a los demás, arqueó una ceja sorprendido y no dijo nada más, me miró aún con burla.
Puedo decir que aquella tarde estuvo llena de eventos extraños, aunque la mayoría de los chicos eran amables y nos trataban bien Lisímaco y yo nos sentíamos un tanto retraídos, y no es que Pérdicas y Kassandros ayudaran mucho mirándome como un advenedizo, la cena ocurrió sin ningún incidente, esa noche platicamos todos en el dormitorio hasta tarde, nos interrogaron acerca de nuestro lugar de origen y cada uno se presentó: Pérdicas hijo de Orontes de la casa de los orestis también de sangre real, Eumenes de Cardia, el griego; Kassandros hijo de Antípatros, importante general de Filipo; Hephaistion hijo de Amyntor, embajador macedonio y Seleuco, nos sumamos Lisímaco y yo, casi todos oscilábamos entre los 12 años, y los mayores eran: Cráteros de 15 años, un tipo bastante duro y que gustaba de presumir sus enormes músculos, Ptolomeo también de 15 años, hijo de Lagos, un lugarteniente de Filipo… a mí Ptolomeo me daba la impresión de tener un breve parecido con Aléxandros, tal vez era mi imaginación… después supe por qué, y por último Filotas que estaba ya por integrarse a la caballería, tenía 17 años, hijo de Parmenión otro general de Filipo.
En general era un grupo uniforme, salvo por los mayores que solían tratarnos como críos, más tarde todos seríamos la guardia personal de Aléxandros. Nos fuimos a dormir cuando ya nos mataba el sueño, antes de caer rendido en los brazos de Morfeo me volví para echarle un vistazo a Pérdicas, él me daba la espalda y no pude ver si dormía o permanecía despierto, no volvimos a pelear por el clino, pero sí por otras cosas.
Me pregunté que sería de todos nosotros en 10 años… y con ese pensamiento me quedé dormido.
