Él está sentado en el sillón negro. Ese que está situado en el living del apartamento que había comprado hace unos meses.
Se levanta. Busca en la cocina una botella de whisky y llena una copa. Pero no usa una copa pequeña, ni mediana. No. La copa es grande. Justo como la culpa que él siente. Grande.
Para ser sinceros, no es solamente culpa lo que él experimenta en este momento. Es algo más que eso. Es remordimiento y rencor. Rencor de sí mismo.
Y todo por el destino. Ese maldito destino que le quitó todo. El que le arrebató una parte de su confianza en su madre, su dignidad, y próximamente quizás le arrebataría la confianza y la esperanza que Heidi tenía en él, y tal vez, también en algún momento le quitaría a Simón y a Monty.
Es fácil soñar con volar. Todos, o al menos la mayoría de los niños, alguna vez soñaron con poder elevarse en el cielo y sentirse más cerca de las estrellas. Incluso él había soñado de pequeño con volar. Pero una cosa es imaginar y tener el deseo de volar y otra muy diferente es hacerlo. Y él lo odia. Lo odia casi tanto como sentirse culpable.
Si bien había salvado cientos de vidas, había perdido la más importante para él. Y recién ahora se percata de eso. Siempre había ubicado su reputación por encima de todo y ahora se arrepiente de no haber permitido que Claire le disparara a su tío. Es más, se sorprende pensando que le duele más perder a su hermano que si hubiera perdido a su madre, o incluso hasta sus hijos. Y él sabe que está mal pensar eso.
Vuelve ahora a sentarse en el sillón, con la tercera copa llena de whisky en las manos. Se lleva la copa a los labios y al tragar le quema la garganta. Porque en este momento, todo le quema.
Le quema recordarse a sí mismo volando y a su hermano, con él, explotando. Le quema haber destruido toda su carrera política. Le quema estar emborrachándose sólo para no recordar cuando sabe que le resulta inevitable. Porque por más villano que parezca, él lo quería y lo sigue queriendo, aunque ya no esté. Y eso también le quema, y le duele. Como le duele no haberle dicho nunca cuánto lo quería.
Piensa que si ahora lo tuviera enfrente, le diría muchas cosas. Que a él nunca le importó que su padre lo prefería a él antes que a su hermano pequeño, por ejemplo. Y siente que perder a su hermano es como perder los dos brazos. Se lamento no haberle nunca prestado atención cuando eran más jóvenes. El único gesto que había tenido con el menor de los hermanos Petrelli había sido a los catorce años, cuando le regaló su colección de estampillas a Peter. Aunque en realidad, se las había donado porque ya le aburrían, y no por el hecho de contentar a su hermano.
Y si estuvieran uno enfrente del otro, Peter le diría:
-"No te emborraches, Nate".
Y quedaba más que claro que a Peter no le importaba el apellido que llevaban.
Nathan Petrelli ahora está dolido y solo. Y llora. Porque tiene solamente tres compañías: la soledad, las lágrimas, y el susurro en su mente con la voz de Peter diciéndole "Nate". Es entonces cuando Nathan se da cuenta que ya no es "Petrelli, el congresista". Ni siquiera es "Nathan". Simplemente, es Nate.
